domingo, 9 de agosto de 2015

La noche (3)

Ella dice que se llama Lara. Lo dice a cualquiera si pregunta. Eso pasa por preguntar, se dice ella sin que nadie pida explicaciones. Pero su nombre es otro. No importa cuál. No es la primera mujer que busca otro nombre que no sea el propio. Para algunas, es un disfraz donde esconder un pasado sin redención posible. Para otras, una fórmula factible para ejercer una bipolaridad de la que no logran desprenderse. No es fácil autogestionar dos vidas paralelas. O más, depende de cada caso. Para Lara, se trata de pura diversión. Eso sí, no siempre se llama Lara. Según el lugar y las circunstancias, puede ser Andrea. Cada nombre de pila esconde un corazón definido y un currículum delineado con bisturí.

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Ella huye de las situaciones incómodas, desprecia a los hombres fáciles –es decir, a casi todos-, no ambiciona lugares comunes ni horizontes de celofán, ni construye sueños de plástico que se evaporan cada amanecer. Es diestra en la lucha contrainsurgencias urbanas pecho contra pecho, fugaz en los avatares íntimos que la pretenden reducir a un icono de mujer libre que detesta. Cualquier día, eso sí, un hombre le romperá la crisma de las entendederas y no sabrá por dónde le entró el disparo que pronto le desgarrará las vísceras.

A sus años -quizás los cuarenta, no quiere saberlo con precisión-, la vida le sigue pareciendo un crucero amazacotado de viajeros que no saben adónde ir. Ella, por su parte, va a cualquier parte. No le importa conocer su destino ni definir una ruta concebida a priori. Ahora, por ejemplo, se ha escapado de una fiesta, de unos brazos que le aturden, de un mundo que agoniza a sus pies, y ha comenzado a andar bordeando la línea de la playa y observando una noche sin luna y sin estrella.

Ella ama las noches sin luna y sin estrellas, las noches sin poetas proclives a morir de un espasmo ante tanta belleza inusitada y tan cantada desde siglos atrás, los rincones en los que nadie se esconde, las palabras que desechan escritores consagrados, los colores indefinidos sin catalogar, las noches como esta que nadie ve y nadie quiere y que ella acoge como un hogar sin dueño, prestada por un instante, mientras la magia sea posible y el mar cumpla la función estética para la que está destinado.

Piensa en esto y en más, mientras camina rumbo a un hombre que está retrepado en un sofá blanco de piel falsa que mira al mar o la mira a ella –ella tampoco sabe- y él la ve venir con su traje de noche sin fiesta y las piernas sucias de arena y las venas prontas a estallar de burbujas de champán francés. Tiene un aire informal y desalentador embutida en su uniforme negro diseñado para galas de un rango superior, no para sentarse en ese sofá junto a un hombre que no conoce, en una noche oscura y con calima, a las puertas de un café-restaurante clausurado a esas horas en que los borrachos habitan otros tugurios de peor vivir y de mejor beber. Pero está ahora aquí. No sabe cómo ha llegado. Tampoco por qué. O sí lo sabe y no quiere pensar en ello.

El vigilante jurado se le acerca, le dice que está cerrado y ella dice vale. El vigilante jurado le ofrece ron de la petaca y ella bebe un trago largo, sin sed, con algo de angustia, ahora cómoda, lo agradece. El vigilante jurado dice que ya vuelve, que va a llenar la petaca. Sospecha acertadamente que la noche será larga. El hombre que está sentado a su lado no dice nada. Solo dice que se llama Guzmán. Ella le mira. Dice que le parece bien. Que esta noche todo le parece bien, que le gusta esta noche. Él admite la respuesta como válida. Sabe que no vale la pena preguntar el nombre. Sabe que hay detalles que nunca se preguntan si no son necesarios para ser feliz. En su trayectoria vital, Guzmán ha aprendido mucho, sobre todo esos pequeños detalles que otros hombres detectan y que a esta mujer embrujan. Ella le mira por primera vez. Coño, me gusta, dice para ella. Y eso ya la relaja. Llevaba una noche de perros.

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