lunes, 10 de agosto de 2015

Otro asesino muere sin arrepentirse

Los asesinos mueren sin arrepentirse de los genocidios en los participaron convenidos. Como si la mano de Dios los hubiera elegido y les hubiera otorgado del don del horror. En marzo de 2013 el nazi Erich Priebke murió sin arrepentirse de sus crímenes. Asesinó a 335 personas en 1944 por orden de Hitler. Y él obedeció. Faltaría más. En agosto de ese mismo año el nazi húngaro László Csatáry murió sin ser juzgado de los crímenes de los que tampoco se arrepintió. Ayudó a deportar a Auschwitz a 13.000 judíos y en los campos de concentración golpeaba a los niños, y azotaba, torturaba y asesinaba a prisioneros. En junio de 2013 también murió Jorge Rafael Videla. Tampoco se arrepintió de haber colaborado en la desaparición 30.000 personas y de haber 400 bebés. Era católico y la Iglesia argentina le apoyó en el ejercicio del terror en el periodo de 1976 a 1983.

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Ahora ha muerto en Santiago de Chile el militar en retiro Manuel Contreras, símbolo de los crímenes de lesa humanidad, director de la diabólica Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y brazo ejecutor del siniestro régimen de Augusto Pinochet. Su currículum nada envidia a los anteriores: llevó a cabo detenciones ilegales, torturó, ejecutó e hizo desaparecer a miles de chilenos desde el golpe de estado asestado al pueblo en 1973. Estaba condenado a 526 años de cárcel por violación de derechos humanos y esperaba la confirmación de otras sentencias por 578 años más de prisión.

Ha muerto muy viejo, a los 86 años, como los anteriormente citados, en el Hospital Militar de Santiago de Chile, sin haberse arrepentido. El cinismo lo atropelló en los últimos años de su delirio de mártir inocente, cuando afirmó que la DINA nunca torturó, que los muertos fallecieron en combate y que los detenidos desaparecidos no existen, como si se hubieran ausentado como por arte de birlibirloque. No hay señales de locura ni de enajenación en sus declaraciones, como tampoco las hay en las de otros asesinos como él, sino solo la muestra inapelable y cierta de su sinrazón y de sus despropósitos, de su capacidad de maquinar, de encubrir y de negar tales atrocidades, aun cuando la justicia no haya alcanzado a darles café-café ni la Iglesia Católica haya exteriorizado signo alguno de condena.

Cada vez que muere uno de estos desalmados, escribo un obituario. Ese recuerdo es mi insignificante colaboración para negarles el olvido a quienes nunca descansarán en paz y andarán perseguidos en sus tumbas de falsos cristianos por aquellos desaparecidos que nadie sabe ni sabrá nunca dónde les llevó el horror de estos mal nacidos. Esa impostura de nuestra conciencia, esta conformidad desaprobadora pero pasiva, es lo que no alcanzo a entender de este mundo que, visto en días de estío frente al mar, parece más benigno de como nos lo presentan estas necrológicas del disparate.

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