domingo, 27 de septiembre de 2015

Nadie cambia esto

No toma decisiones. Para qué, se dice. No cumple horarios. Amanece y esconde la cabeza debajo de la almohada. Los días le parecen todos iguales, repetidos. El azar, si acaso, lo factura como una puta casualidad. No cree en los dioses. Sí en las diosas inaccesibles que se le cruzan por la calle, que se le ponen delante de la pantalla en la sala de cine y que nunca verá en las calles que transita a diario. Va de allá para acá. Solo por ir. Y vuelve de acá para allá. En algún lugar tendrá ubicar su existencia, se dice. Nunca ha hablado en público. Ni le ha dicho a una mujer te quiero. Colecciona resacas que detesta y de las que no logra huir. Tiene un cerebro hecho a la medida de otra vida que nunca conocerá. No podría respirar pensando tan solo en el futuro, porque no sabe lo que es ni le importa.

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Sus pocas luces apenas le alcanzan a detectar un día de otro. Está convencido de que el mundo sería otro si nos empeñáramos en ello. Sabe también que esto no lo cambia ni dios. Como Paul Lafargue, cultiva el derecho a la pereza. Le ponen sensible los poemas tristes, las mujeres enamoradas, los días sin nada que hacer, los almuerzos sin qué echarse a la boca, las puertas abiertas que nadie osa cruzar, las fiestas acabadas, los trenes oxidados que ya no circulan. Da igual, se dice, da igual que todo sea verdadero o falso. Eso se dice. Mira por la ventana, ha amanecido, y ve que la vida no ha cambiado, que la gente no quiere que esto cambie, que, nadie, se arriesga a cambiar nada. Se prepara un café negro, sin azúcar, como la vida, y lo bebe muy caliente, soplando, como si se tratara de la vida. Y eso le basta.

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