lunes, 4 de enero de 2016

La vieron caminar

Después cayó una lluvia de barro que transformó la ciudad en un lodazal arbitrario e irreconocible, vinieron los días solos y los perros abandonados que cruzaban las calles husmeando un pasado que no lograban identificar como propio, creció la hierba roja en los terruños estériles y, más abajo, donde el río se embravece en las noches aciagas y muerde con sus fauces invisibles las orillas rotas de los embarcaderos muertos, dicen que ella paseaba sola sin un atisbo de tristeza, ajena al mundo que se iba deshaciendo en las alcantarillas tumefactas.

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Había en sus ojos un amago de incertidumbre apagada, como si la vida le hubiera devuelto incólumes las dudas irresolutas e irreverentes de una juventud maltrecha y vacía de horas blancas. Dicen que la vieron andar los caminos que llevan a los arrozales, espigada, como un ave más del paraíso perdido, sin plumaje, con una serenidad prestada al futuro al que ya no teme. Dicen quienes la vieron que su belleza nunca conoció otra igual y que, en ese laberinto que tanto se asemeja a los sueños, se disolvió su presencia como un ensalmo, en mitad de la tierra, donde ya no crecen los árboles y los pájaros huyen por miedo a los hechos fantásticos. Quedó después una melancolía liviana en el paisaje, allá donde las sombras se extravían y anuncian el fin del mundo.

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