miércoles, 6 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (VI)

Este hombre un día se embriagó de sueños desmesurados, y está bien que así sea, porque esa ambición sin límites le permitió traspasar barreras infranqueables, le ayudó a diseñar una existencia digna sin tener que atenerse a normas trasgresoras ni mucho menos a vulnerar principios elementales. Los sueños reconfortan no solo el paladar sino también los resquicios del alma por donde se escurren las lágrimas que nunca traspasan la red de unas pestañas sedientas de lluvias interiores. Este hombre sabe que hay que administrar los sueños con la misma sabiduría con la que gestionamos las horas de cada día. El tiempo y los sueños son ingredientes indisolubles de un mismo cóctel, piezas de un puzle siempre incompleto que nos persigue de por vida sin que sintamos su presencia a nuestro lado. Este hombre mira de vez en cuando el reloj para otear las horas, pero sabe también que las horas no son el tiempo, sabe que las horas son pequeñas piezas abstractas que delimitan un tiempo que no alcanzamos a conceptualizar en toda su extensión. Él sabe que vivimos en un tiempo que no es nuestro ni de nadie y que, cuando seamos tierra de la propia tierra, el tiempo vagará por el espacio ilimitado del universo a la espera de que otros hombres que nazcan lo inventen una vez más para medir su vida desbaratada.

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Los sueños son agujeros negros en el tiempo, porque los sueños traspasan su corteza para sumergirse en otro tiempo que solo existe en nosotros y que con nuestra muerte ese tiempo menor y difuso de los sueños sucumbe también y por siempre. Es cierto, como ya sospechaba Borges, que un hombre podría infiltrarse en los sueños de otro hombre, y que una vez nosotros fallecidos, este hombre estaría condenado a deambular sin rumbo en un limbo que es este sueño ajeno, sin propietario en un universo condensado de tiempos personales y asimismo desconectado de un tiempo real e infinito. El hombre que un día traspasó las fronteras de uno de sus sueños para habitar otro sueño de un desconocido es este hombre de sueños desmesurados que un día se equivocó de ruta y ahora naufraga sin brújula en un océano de nadie. Él lo cuenta a los más próximos y estos a su vez sospechan que este hombre en realidad navega por ese otro océano que nadie conoce y donde el crepúsculo nunca se pone.

Cualquiera puede trasgredir un sueño ajeno, por propia voluntad o bien movido por el azar, y puede reordenar el cauce de los ríos y la tala de los bosques, e iluminar el cielo con lluvias de pirotecnia, levantar muros donde antes la tierra era de todos e inventar otras lenguas para confundir a sus semejantes. Pero siempre se corre el riesgo de que el hombre propietario del primer sueño despierte porque la luz del sol lo llame o un presentimiento fatal lo desvele en mitad de la noche, y entonces aquel otro intruso, que modificaba a su antojo un sueño que no era suyo, vagará por un tiempo inexistente hasta que el primer hombre, ya reconfortado de un miedo del que huye, de nuevo sucumba a la tentación onírica de olvidarse de su misma vida para inventar otra diferente o mejor que no existe y que siempre quiso.

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