miércoles, 6 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (VII)

Nadie se cansa de soñar. Es la única adicción a la que nadie logra escapar nunca. Este hombre que apenas conocemos tampoco puede burlar los sueños. Los sueños no son viento ni tormenta. Pero anidan en el aire y en el agua. No se los puede exterminar porque no podemos caminar por la vida como impostores de aquel otro que siempre quisimos ser. La única recompensa por estar vivos no es colmar las más abyectas ambiciones que nos delatan, sino ser propietarios de sueños únicos e imposibles. Nadie tiene acceso a esa caja que es otra vida dentro de nuestra propia vida, sueños dentro de otros sueños, universos inmensos en este estrecho hábitat. Este hombre sabe que necesita de los sueños para sobrevivir y que sin ellos la existencia es un océano vacío que confunde sus orillas con la arenas de todos los desiertos que nos desorientan y confunden. No hay mayor error que pensar que nuestros sueños alcanzan el valor de nuestra nómina o de nuestro patrimonio o de nuestra fortuna, o la dimensión de nuestra altura, o la flexibilidad de nuestra inteligencia. Los sueños cruzan fronteras infranqueables y se adueñan de identidades que fagocita y exprime hasta la extenuación. Cuando el hombre duerme, la noche lo vuelve indefenso y extraviado en el laberinto de los sueños que no maneja a su antojo, busca la luz del día para huir de su más íntimo fracaso que todos conocen y que solo él pretende ignorar. No hay antídoto o insecticida posibles contra los sueños. Cuando se les rehúye, siempre vuelven después como un enjambre de abejas a ocupar el lugar que les negamos.

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Este hombre sospecha que los sueños de aquel otro hombre son tóxicos como la prima de riesgo que el sistema maneja a su antojo. El hándicap del sistema en el que este y aquel hombres andan inmersos es que nadie puede expropiar los sueños, ni desvalijarlos, ni controlar sus ausencias o sus posibilidades. El sistema le expropiará la vivienda, le condenará a una nómina indecorosa, le apretará el cinturón hasta hacerle vomitar bilis, le esclavizará hasta el extremo de que a su dueño lo confundirá con otro dios y a su dios lo expulsará del templo de sus ensoñaciones, porque el hombre, cualquier hombre, teme más al peligro que acecha que a la miseria que lo ciega y lo domina. Por eso, este hombre no busca pelea, rechaza el bullicio colectivo que todo lo impregna de turbio desencanto y espera a que otro día le devuelva uno de tantos sueños que el sistema no logra arrancarle de cuajo, porque mientras los sueños aniden en lo más hondo de este hombre, la posibilidad certera de que el mundo puede cambiar es una sospecha que el sistema, en lo más hondo de su estructura, en lo más oscuro de ese silencio que nunca logrará apagar, no podrá vencer.

Ha amanecido pero este hombre vuelve a cerrar los ojos, porque prefiere habitar sueños disparatados que morder los bordes de una vida que no le gusta y que le mata, y a la que está condenado a volver para vencerla o malgastarla.

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