El hombre está sentado en un banco del parque. De vez en cuando, le gusta andar un trecho y después sentarse en este banco del parque. Las tardes de otoño son breves, pero se prolongan en exceso después de haber echado una breve cabezada en el sillón de orejas. Le quita el sonido a la televisión y le gusta poner su propia voz a las imágenes en movimiento que poco a poco se mezclan con las otras imágenes de un sueño liviano. Sentado en un banco del parque, mide el paso del tiempo con una melancolía matemática, y no le importa contar los años vividos y las aventuras truncadas. Le gusta, sobre todo, deleitarse en los éxitos. Éstos nunca fueron acontecimientos deslumbrantes, pero él los celebra como piezas imprescindibles de este puzle que es su vida. Se trata de algunos viajes gratos, de noches que se prolongaron hasta el amanecer para huir de las pesadillas, de mujeres que buscaron sus hombros donde apoyarse cuando la vida les confundía convulsos intereses con los impulsos del corazón. Nunca llora, pero alguna vez los ojos se le humedecen y en las comisuras de sus labios esboza apenas un conato de sonrisa que alivia con unas palabras que tampoco pronuncia. “La vida”, dice entonces. Y en esas dos palabras sintetiza toda una existencia de hombre vagabundo que alguna vez fue feliz.
Mira a esta mujer joven que se ha sentado en otro banco. Calcula su edad, y sospecha que no ha cruzado el umbral de los cuarenta. Piensa que es aún joven, pero que ambos, de haberse conocido en otras circunstancias, hubiesen alcanzado a ser felices juntos. Viste como si tuviese una cita ya cerrada. Sin embargo, su mirada algo extraviada en ella misma le dice que el encuentro ya tuvo lugar y que las esperanzas puestas en el mismo se han chamuscado como alas de pollo olvidadas al fuego. Él piensa que la tristeza, en ocasiones, cuando no es obsesiva ni demasiado gris, embellece a algunas mujeres. Y éste es el caso. Piensa que le gustaría conocerla más a fondo. Decirle algunas palabras que ahora desconoce y que no le importaría proponerle algún despropósito que mitigara la contrariedad en la que se halla sumida.
La mujer mira a este hombre que está embebido en sus pensamientos. Ha observado que alguna vez la mira para después de nuevo meterse en sus interioridades que deben obsesionarle o bien lanza una mirada panorámica al parque como si contara cada árbol y en cada uno intentara descifrar tantas incógnitas que lo mantienen ensimismado. La mujer mira con discreción a este hombre. Sabe por su pelo encanecido que ha cruzado el ecuador de la vida y en su serenidad despierta sabe que cobija otra vida que solo él maneja a su antojo. Y es esa seguridad que esconde sin intenciones donde ella quisiera reconocerse ahora mismo. La mujer ve en este hombre una belleza sólida y diferente que le perturba los pensamientos. Le gustaría importunar su soledad, sentarse a su lado y escrutar su mirada de espía jubilado. Ella piensa que posiblemente la comparación no sea la más afortunada, y ríe de esas extravagancias que se le ocurren. Vuelve de un encuentro con un hombre al que ha dejado de amar en solo unos instantes. Fueron unas palabras inoportunas, una excusa torpe, esa sensación que anuncia catástrofes que aún no han ocurrido y que no deben ni pueden ocurrir. Ha mirado a este hombre y sabe ahora que no se ha equivocado apostando por otro futuro que desconoce y que no alcanza a vislumbrar. La tarde se apaga como una fiesta sin vino. Vuelve a mirar a este hombre, ahora de manera descarada y convencida, pero ella sabe que un caballero, incluso con tanta ciencia como este hombre acumula, no se acercará a saludarla y proponerle cualquier despropósito. Se pone en pie y vuelve a mirarle con intención. Después comienza a caminar sin rumbo.
El hombre también la mira, muy fijamente, tal vez con ternura. Sabe que posiblemente no volverá a verla y esa sensación, que no es nueva, le recuerda que la vida se repite de vez en cuando con pequeñas variantes. Afortunadamente. Después se ríe a carcajadas sin razón alguna. Solo él se escucha en este parque vacío. La noche, lo sabe, nos vuelve a dejar a todos solos.
Mira a esta mujer joven que se ha sentado en otro banco. Calcula su edad, y sospecha que no ha cruzado el umbral de los cuarenta. Piensa que es aún joven, pero que ambos, de haberse conocido en otras circunstancias, hubiesen alcanzado a ser felices juntos. Viste como si tuviese una cita ya cerrada. Sin embargo, su mirada algo extraviada en ella misma le dice que el encuentro ya tuvo lugar y que las esperanzas puestas en el mismo se han chamuscado como alas de pollo olvidadas al fuego. Él piensa que la tristeza, en ocasiones, cuando no es obsesiva ni demasiado gris, embellece a algunas mujeres. Y éste es el caso. Piensa que le gustaría conocerla más a fondo. Decirle algunas palabras que ahora desconoce y que no le importaría proponerle algún despropósito que mitigara la contrariedad en la que se halla sumida.
La mujer mira a este hombre que está embebido en sus pensamientos. Ha observado que alguna vez la mira para después de nuevo meterse en sus interioridades que deben obsesionarle o bien lanza una mirada panorámica al parque como si contara cada árbol y en cada uno intentara descifrar tantas incógnitas que lo mantienen ensimismado. La mujer mira con discreción a este hombre. Sabe por su pelo encanecido que ha cruzado el ecuador de la vida y en su serenidad despierta sabe que cobija otra vida que solo él maneja a su antojo. Y es esa seguridad que esconde sin intenciones donde ella quisiera reconocerse ahora mismo. La mujer ve en este hombre una belleza sólida y diferente que le perturba los pensamientos. Le gustaría importunar su soledad, sentarse a su lado y escrutar su mirada de espía jubilado. Ella piensa que posiblemente la comparación no sea la más afortunada, y ríe de esas extravagancias que se le ocurren. Vuelve de un encuentro con un hombre al que ha dejado de amar en solo unos instantes. Fueron unas palabras inoportunas, una excusa torpe, esa sensación que anuncia catástrofes que aún no han ocurrido y que no deben ni pueden ocurrir. Ha mirado a este hombre y sabe ahora que no se ha equivocado apostando por otro futuro que desconoce y que no alcanza a vislumbrar. La tarde se apaga como una fiesta sin vino. Vuelve a mirar a este hombre, ahora de manera descarada y convencida, pero ella sabe que un caballero, incluso con tanta ciencia como este hombre acumula, no se acercará a saludarla y proponerle cualquier despropósito. Se pone en pie y vuelve a mirarle con intención. Después comienza a caminar sin rumbo.
El hombre también la mira, muy fijamente, tal vez con ternura. Sabe que posiblemente no volverá a verla y esa sensación, que no es nueva, le recuerda que la vida se repite de vez en cuando con pequeñas variantes. Afortunadamente. Después se ríe a carcajadas sin razón alguna. Solo él se escucha en este parque vacío. La noche, lo sabe, nos vuelve a dejar a todos solos.
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