El hombre lee: “Sé feliz en el momento. Toda felicidad que dura es desdicha.” Apenas esboza una mueca, un conato de sonrisa. No lee el libro, descifra su propio destino. La frase es de Marcel Schwob. El escritor francés fue autor de cabecera de Borges, de Faulkner o de Tabucchi. Este hombre prefiere a estos tres escritores antes que a Schwob, pero piensa también que algunas frases de El libro de Monelle son dardos certeros y muestran, tal vez sin pretensiones, la auténtica caligrafía con la que se escribe la vida. Le gusta la historia de Monelle pero prefiere la historia real en la que se basó Schwob para escribir estos relatos. En 1890 conoció a una joven prostituta de la que se enamoró sin reparos y sin solución. Louise, así se llamaba, murió de tuberculosis y Schwob nunca aceptó esa pérdida. Así que la buscó por las noches en las calles donde ya no podía estar. Acaso se buscaba a sí mismo también. Suele ocurrir.
En 1894, consciente de que el dolor era insobornable, comenzó a escribir: “Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano.” Después añadió una segunda frase a un libro que todavía hoy, más de un siglo después, conmueve por su belleza y singularidad: “No te sorprendas –me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.” Borges acertó a escribir: “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen sociedades secretas.” El hombre cierra el libro, porque en el libro lee su misma vida. Es lo que ocurre con estos escritores que, indagando en sus propias llagas, muestran sin intenciones las heridas ajenas. Es inevitable. El dolor es de todos.
Piensa si la mujer que encontró sentada en un banco del parque se parece a Louise o a Monelle. O si acaso todos escondemos a una joven prostituta o a una virgen en nuestras vísceras. Es posible que sí. La literatura, después de todo, es una impostura de la vida. Este hombre no está seguro de nada de lo que piensa. Y tampoco le importa. La duda también es ingrediente imprescindible del dolor y de la vida. Mira el libro abierto sin leer. Lee hacia adentro. No el tiempo pretérito que sucumbió con acierto o sin fortuna, sino el tiempo venidero que no logra doblegar a su antojo. Pero también gusta del riesgo y de los percances imprevistos. Entonces recurre de nuevo a Schwob: “Piensa en el momento. Todo pensamiento que dura es contradicción.”
Un día vino a la ciudad, en parte a reconstruir el pasado para construir su futuro. Lo hizo sin nostalgia. Sencillamente por el simple placer de atar los nudos sueltos de su existencia. Por olfatear los olores de la niñez, por beber el vino de la adolescencia, por ver y encontrar en otras miradas ajenas su perfil extraviado de hombre errante. Vino para no quedarse. Solamente quería arañar al olvido las piezas de un puzle incompleto que le inquietaba. Después se marcharía a otro lugar. Daba igual. El mundo es ancho y enigmático. No es como un libro, que cabe entre las manos y se puede abarcar con la mirada la inmensidad de sus propuestas, aunque también sea cierto que cualquiera puede naufragar o enloquecer entre aquellas palabras que insinúan un mundo inalcanzable y real.
Este hombre sabe que los sueños son reales. Por eso hay que atraparlos aunque en ello le vaya la vida. Quizás comenzó a hacer el equipaje pero enseguida desistió del intento. Sabía que no podría partir sin volver a ver a la mujer que encontró sentada en el parque. Alguna otra vez le ocurrió con otra mujer o con otras mujeres. Ya no recuerda.
Pero siempre hay un momento definitivo que es imposible obviar porque el tiempo comienza a mostrar fechas de caducidad en los frascos en los que el olvido es invisible. Después, no se sabe cuándo, el olvido adopta sus propias formas y envuelve el entorno de una pátina indisoluble que todo lo enturbia y oscurece. Este hombre teme a la oscuridad y sabe que la oscuridad es semilla del miedo y que el miedo siempre anida en las almas volubles y dubitativas. Una vez más piensa que la joven prostituta de Schwob en nada se parece a la mujer que encontró sentada en un banco del parque y sabe, no obstante, que él busca en ella el mismo sentimiento de enajenación y perdición que Schwob encontró en Louise y que inventó en Monelle.
En 1894, consciente de que el dolor era insobornable, comenzó a escribir: “Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano.” Después añadió una segunda frase a un libro que todavía hoy, más de un siglo después, conmueve por su belleza y singularidad: “No te sorprendas –me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.” Borges acertó a escribir: “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen sociedades secretas.” El hombre cierra el libro, porque en el libro lee su misma vida. Es lo que ocurre con estos escritores que, indagando en sus propias llagas, muestran sin intenciones las heridas ajenas. Es inevitable. El dolor es de todos.
Piensa si la mujer que encontró sentada en un banco del parque se parece a Louise o a Monelle. O si acaso todos escondemos a una joven prostituta o a una virgen en nuestras vísceras. Es posible que sí. La literatura, después de todo, es una impostura de la vida. Este hombre no está seguro de nada de lo que piensa. Y tampoco le importa. La duda también es ingrediente imprescindible del dolor y de la vida. Mira el libro abierto sin leer. Lee hacia adentro. No el tiempo pretérito que sucumbió con acierto o sin fortuna, sino el tiempo venidero que no logra doblegar a su antojo. Pero también gusta del riesgo y de los percances imprevistos. Entonces recurre de nuevo a Schwob: “Piensa en el momento. Todo pensamiento que dura es contradicción.”
Un día vino a la ciudad, en parte a reconstruir el pasado para construir su futuro. Lo hizo sin nostalgia. Sencillamente por el simple placer de atar los nudos sueltos de su existencia. Por olfatear los olores de la niñez, por beber el vino de la adolescencia, por ver y encontrar en otras miradas ajenas su perfil extraviado de hombre errante. Vino para no quedarse. Solamente quería arañar al olvido las piezas de un puzle incompleto que le inquietaba. Después se marcharía a otro lugar. Daba igual. El mundo es ancho y enigmático. No es como un libro, que cabe entre las manos y se puede abarcar con la mirada la inmensidad de sus propuestas, aunque también sea cierto que cualquiera puede naufragar o enloquecer entre aquellas palabras que insinúan un mundo inalcanzable y real.
Este hombre sabe que los sueños son reales. Por eso hay que atraparlos aunque en ello le vaya la vida. Quizás comenzó a hacer el equipaje pero enseguida desistió del intento. Sabía que no podría partir sin volver a ver a la mujer que encontró sentada en el parque. Alguna otra vez le ocurrió con otra mujer o con otras mujeres. Ya no recuerda.
Pero siempre hay un momento definitivo que es imposible obviar porque el tiempo comienza a mostrar fechas de caducidad en los frascos en los que el olvido es invisible. Después, no se sabe cuándo, el olvido adopta sus propias formas y envuelve el entorno de una pátina indisoluble que todo lo enturbia y oscurece. Este hombre teme a la oscuridad y sabe que la oscuridad es semilla del miedo y que el miedo siempre anida en las almas volubles y dubitativas. Una vez más piensa que la joven prostituta de Schwob en nada se parece a la mujer que encontró sentada en un banco del parque y sabe, no obstante, que él busca en ella el mismo sentimiento de enajenación y perdición que Schwob encontró en Louise y que inventó en Monelle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario