Es de madrugada y este hombre no puede dormir. Abre la terraza y la noche, como siempre, es oscura y enigmática. El firmamento está poblado de estrellas minúsculas e incandescentes, o de estrellas inmensamente grandes que desde su ángulo de visión las encuentra curiosamente minúsculas, aunque él sabe que se engaña y que nunca podría medir con precisión su volumen ni su influencia vital. Mirando desde este espacio parcial y concreto es consciente de la medida reducida de su existencia y de la inmensidad del universo, del abismo que se abre por doquier y que nunca alcanzará a indagar. Entra en la habitación y cierra la puerta de la terraza, y entre estas cuatro paredes sí puede abarcar el mundo que afuera se le escapa.
Ahora, reducido a simples pensamientos deshilvanados, no le importa viajar con la imaginación a paisajes inexistentes o a cordilleras elevadas desde donde se divisa, como una meseta llana y pulcra, la vida que ha vivido. No sabe qué hace en esta ciudad o a qué ha venido, por qué, en ocasiones, volvemos allá adonde fuimos felices con la sensación contrastada de que allí no encontrará la felicidad, pero también con la intuición siempre presente de que cualquier día es bueno para torcer el rumbo de los acontecimientos cotidianos.
Ahora que es de noche y no sabe adónde ir ni dónde se encuentra exactamente ni por qué, comienza a hacer el equipaje. No lo ha meditado. Muchas veces en la vida, se ha guiado por estos impulsos inexplicables, y desde entonces anduvo de allá para acá. A veces a este hombre no le ha importado vagar de una ciudad a otra sin más, sin otro fin que sentir sus pasos a su lado, como si otro, que no es otro sino él mismo, caminara junto a él, siempre siguiendo su sombra de peregrino improvisado, de vagabundo primario e inconsciente. Aprendiz de viajero, sonámbulo de noches solas, devoto de una soledad que alimenta con una fidelidad a prueba de cualquier soborno. El equipaje es ligero; el camino, cualquiera; el pasado, un retorno imposible, una ciudad a la que tal vez nunca tuvo que volver. Porque ahora se acuerda de esa mujer que el otro día encontró sentada en un banco del parque, una mujer enigmática como la noche y tierna y apetitosa como un trozo de pan recién horneado. Sonríe con estas metáforas improvisadas que le gustan. Le gusta comparar a esta mujer con un trozo de pan o de bizcocho, o con un racimo de uvas, o con una lluvia improvisada que de repente cala hasta los huesos, se mete adentro donde las vísceras y los sentimientos componen un mosaico ilegible, un legajo intraducible, un manuscrito de letra minúscula y correcta que advierte al caminante de que el azar es ocioso y ventisquero, caprichoso y desconcertante.
Deja la maleta abierta sobre la cama para que, quien la pueda observar unas horas más tarde, entienda que hay viajes trucados por el destino y que la suerte, en un porcentaje indescifrable, es ingrediente de un cóctel que otras manos voltean, receta cuyo formulario nadie logra desentrañar sino una vez consumados los hechos que van a ocurrir. El hombre baja a la taberna y pide un café negro y una copa de aguardiente. Hace ya mucho que no bebe aguardiente ni baja a estas horas de la noche a estos establecimientos que con los años cada vez escasean más, residuos de una vida agotada que se consume a su pesar. Después pasea por las calles vacías cuando el día se abre irreductiblemente sin que él se aperciba de una claridad que echaba de menos.
A media mañana se siente agotado, vuelve al hotel y en la habitación encuentra la maleta abierta sobre la cama. Se recuesta a su lado, como si su presencia le devolviera una paz que ahora necesita, y se sume en un sueño ligero del que no huye. Cuando despierta, la tarde está avanzada. Se ducha, se viste como para ir de fiesta, se descubre una sonrisa ligera y sólida en su semblante que no logra domeñar. Piensa si será la sonrisa de otro que habita en él mismo, dos criaturas diferentes que no logran habituarse a vivir en el mismo cuerpo. Suelta una carcajada rotunda que no logra contener con estas gilipolleces que de vez en cuando se le ocurren y le desconciertan. Se dirige con paso firme y pausado al parque. En su banco está sentada la mujer del otro día, esperándolo. Ahora no sonríe. Ella tiene una mirada llena que no encontró el otro día. Te esperaba, le dice. Por eso vine, le explica él. Quiere esbozar una sonrisa, pero no lo hace. Prefiere decir: “No puedo olvidarte.” Ella le mira fijamente. Tampoco sonríe. Y le dice: “Tampoco yo.” Él, sin saber cómo ha sido, se ve dibujando con su mano los labios de esta mujer. Ella atrapa con sus manos los dedos de este hombre, los besa tal vez. Siempre lo quiso hacer. Después se pone en pie, coge la mano derecha del hombre con su mano izquierda y comienzan a andar. Ninguno sabe a dónde va y tampoco sabe si este viaje que ahora comienza tiene regreso. A veces, piensa él, hay viajes que no se agotan.
No sabe por qué pero ha visto sobre la tierra del parque una copa de aguardiente que ha golpeado contra sus zapatos. La copa se vuelca sin romperse y derrama su contenido. Su olor anisado inunda toda la atmósfera de un aire edulcorado. No sabe si esta imagen improvisada guarda algún sentido. Y esboza otra sonrisa que tampoco sabe si es suya o de aquel otro que habita su mismo cuerpo. Ella le mira y sonríe, porque ambos saben que lo que les va a ocurrir lo soñaron algún día, y se someten sin resistencia a acometer cuanto el destino les depara.
Ahora, reducido a simples pensamientos deshilvanados, no le importa viajar con la imaginación a paisajes inexistentes o a cordilleras elevadas desde donde se divisa, como una meseta llana y pulcra, la vida que ha vivido. No sabe qué hace en esta ciudad o a qué ha venido, por qué, en ocasiones, volvemos allá adonde fuimos felices con la sensación contrastada de que allí no encontrará la felicidad, pero también con la intuición siempre presente de que cualquier día es bueno para torcer el rumbo de los acontecimientos cotidianos.
Ahora que es de noche y no sabe adónde ir ni dónde se encuentra exactamente ni por qué, comienza a hacer el equipaje. No lo ha meditado. Muchas veces en la vida, se ha guiado por estos impulsos inexplicables, y desde entonces anduvo de allá para acá. A veces a este hombre no le ha importado vagar de una ciudad a otra sin más, sin otro fin que sentir sus pasos a su lado, como si otro, que no es otro sino él mismo, caminara junto a él, siempre siguiendo su sombra de peregrino improvisado, de vagabundo primario e inconsciente. Aprendiz de viajero, sonámbulo de noches solas, devoto de una soledad que alimenta con una fidelidad a prueba de cualquier soborno. El equipaje es ligero; el camino, cualquiera; el pasado, un retorno imposible, una ciudad a la que tal vez nunca tuvo que volver. Porque ahora se acuerda de esa mujer que el otro día encontró sentada en un banco del parque, una mujer enigmática como la noche y tierna y apetitosa como un trozo de pan recién horneado. Sonríe con estas metáforas improvisadas que le gustan. Le gusta comparar a esta mujer con un trozo de pan o de bizcocho, o con un racimo de uvas, o con una lluvia improvisada que de repente cala hasta los huesos, se mete adentro donde las vísceras y los sentimientos componen un mosaico ilegible, un legajo intraducible, un manuscrito de letra minúscula y correcta que advierte al caminante de que el azar es ocioso y ventisquero, caprichoso y desconcertante.
Deja la maleta abierta sobre la cama para que, quien la pueda observar unas horas más tarde, entienda que hay viajes trucados por el destino y que la suerte, en un porcentaje indescifrable, es ingrediente de un cóctel que otras manos voltean, receta cuyo formulario nadie logra desentrañar sino una vez consumados los hechos que van a ocurrir. El hombre baja a la taberna y pide un café negro y una copa de aguardiente. Hace ya mucho que no bebe aguardiente ni baja a estas horas de la noche a estos establecimientos que con los años cada vez escasean más, residuos de una vida agotada que se consume a su pesar. Después pasea por las calles vacías cuando el día se abre irreductiblemente sin que él se aperciba de una claridad que echaba de menos.
A media mañana se siente agotado, vuelve al hotel y en la habitación encuentra la maleta abierta sobre la cama. Se recuesta a su lado, como si su presencia le devolviera una paz que ahora necesita, y se sume en un sueño ligero del que no huye. Cuando despierta, la tarde está avanzada. Se ducha, se viste como para ir de fiesta, se descubre una sonrisa ligera y sólida en su semblante que no logra domeñar. Piensa si será la sonrisa de otro que habita en él mismo, dos criaturas diferentes que no logran habituarse a vivir en el mismo cuerpo. Suelta una carcajada rotunda que no logra contener con estas gilipolleces que de vez en cuando se le ocurren y le desconciertan. Se dirige con paso firme y pausado al parque. En su banco está sentada la mujer del otro día, esperándolo. Ahora no sonríe. Ella tiene una mirada llena que no encontró el otro día. Te esperaba, le dice. Por eso vine, le explica él. Quiere esbozar una sonrisa, pero no lo hace. Prefiere decir: “No puedo olvidarte.” Ella le mira fijamente. Tampoco sonríe. Y le dice: “Tampoco yo.” Él, sin saber cómo ha sido, se ve dibujando con su mano los labios de esta mujer. Ella atrapa con sus manos los dedos de este hombre, los besa tal vez. Siempre lo quiso hacer. Después se pone en pie, coge la mano derecha del hombre con su mano izquierda y comienzan a andar. Ninguno sabe a dónde va y tampoco sabe si este viaje que ahora comienza tiene regreso. A veces, piensa él, hay viajes que no se agotan.
No sabe por qué pero ha visto sobre la tierra del parque una copa de aguardiente que ha golpeado contra sus zapatos. La copa se vuelca sin romperse y derrama su contenido. Su olor anisado inunda toda la atmósfera de un aire edulcorado. No sabe si esta imagen improvisada guarda algún sentido. Y esboza otra sonrisa que tampoco sabe si es suya o de aquel otro que habita su mismo cuerpo. Ella le mira y sonríe, porque ambos saben que lo que les va a ocurrir lo soñaron algún día, y se someten sin resistencia a acometer cuanto el destino les depara.
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