jueves, 21 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XIX)

La mujer, al contrario que este hombre, que está cansado de tropezar en la vida, siempre anduvo esperando. No le importó vivir sola, anhelar un sueño que, con toda probabilidad, nunca se materializaría. Soñó un hombre y lo quiso siempre a la medida de sus sueños. No le importó no encontrarlo nunca. La soledad no era un obstáculo para alcanzar la felicidad. Al contrario, se había acostumbrado a una vida cómoda. Compartía con amigos días de fiesta y noches de viernes, pero celosa de su espacio vital. Necesitaba como el aire horas de lectura, viajes para fotografiar paisajes nuevos, kilómetros de camino para volver más tarde a una casa estrecha que fue creciendo con ella en una esquina de la ciudad, equidistante del centro urbano que necesitaba y del mundo rural que amaba sobre todas las cosas. La casa, de dos plantas, era pequeña y luminosa. En la planta baja había adaptado el dormitorio y la sala de estar. La planta de arriba la había dotado de un espacio diáfano, donde conservaba libros en estanterías y apilados en cajas o esparcidos en mesa y sillas. La terraza, amplia, se abría a un paisaje verde que alternaba naranjos y pinos mediterráneos. De vez en cuando, alguna construcción pretenciosa rompía la armonía natural del lugar. Le gustaba encerrarse por las tardes hasta que el sol se ponía, y después bajaba por la noche al recaudo de una televisión encendida que nunca atendió.

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Iba a cumplir los cuarenta años con una belleza natural e impoluta que gustaba a los hombres, una belleza no solo joven sino inmaculada, un rostro en el que la ternura y el carácter férreo luchaban en matices por definir un halo diferente y enigmático. Los ojos eran profundamente negros y la mirada, entre ingenua e interrogativa, brillaba siempre sin pretensiones. Los labios no eran demasiado gruesos, pero sí generosos en sus insinuaciones. La nariz, algo respingona que no afeaba su perfil. La piel era de terciopelo, blanca con matices rosados. En pocas ocasiones se ruborizaba. El miedo lo escondía adentro y se traslucía en la torpeza de sus manos o en la parquedad de sus palabras. La oratoria no era una de sus virtudes principales. Al contrario, callaba y le gustaba escuchar. Sus pechos eran suficientes, desafiantes a la gravedad de la tierra. Las piernas, largas, estilizadas, perfectas. Subida en tacones de aguja, sus andares pronosticaban infarto generalizado en derredor. El culo, correcto y alto, como su sonrisa, anticipaba una espalda de deportista profesional que a ella gustaba lucir desnuda en fiestas y demás saraos.

Muchos hombres sucumbieron a sus encantos y a sus negativas. Le regalaban ramos de flores naturales, libros de autores que ella no conocía, joyas caras que hubieran brillado de modo natural en su cuello o en su muñeca y que ella rechazaba sin paliativos. Le proponían veladas a la luz de la luna aunque la noche no tuviera estrellas, cruceros de encanto por islas desiertas que nadie acertaba a dibujar en los mapas, noches de pasión bañadas con champán de marca y miradas lánguidas, pero todos sucumbían a estos intentos y mataban sus intenciones rotas con whisky de saldo que les agriaban el estómago y el carácter.

Ella se sabía objeto de placer. Le halagaban las declaraciones engoladas de estos hombres desorientados por el amor, pero pronto lograba recomponer la compostura y despacharlos con una dosis suficiente de buena educación que no les destrozara el armazón de su amor propio. Había logrado conservar a su edad una virginidad rota pero prácticamente casi intacta que no quería y que le dificultaba una relación espontánea con los hombres que la pretendían, y esperaba como agua de mayo a que el príncipe azul de sus sueños le rompiera por siempre y con furia el virgo de sus miedos enconados. Cuando encontró a este hombre sentado en un banco del parque supo sin dudas que los días de deseo imposible habían tocado a su fin.

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