viernes, 22 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XX)

Durante años anduvo buscando a ese hombre de sus sueños que nunca alcanzó a identificar en cuantos machos se le acercaban a desbrozarle la intimidad. Los veía venir desde antes que la miraran fijamente con deseo irrefrenable, y ella les huía con una indiferencia y desinterés que a ella misma molestaba. Es cierto que, de entre todos, algunos, más doctos en el arte de la seducción, lograron cerrar citas a horas poco usuales para ella, o la habían besado con fruición después de unas copas de más. Ella, incluso, en alguna ocasión, quiso pensar que la hora de entregarse a uno de aquellos hombres había llegado. La hora cero, como ella se decía, está aquí. Pero le inquietaba en ellos la rapidez y pericia con que pretendían acometer una tarea tan persuasiva como esta del amor. Los veía tan armados en la entrepierna que a veces les preguntaba, movida más por la curiosidad que por el deseo, si sufrían de lo lindo hasta que lograban descargar todo ese arsenal de semen que les hacía sudar como toros desparramados en la cama. Ella les decía que el amor era cosa de dos. Sin embargo, ellos solo esperaban a que ella apremiara en la consecución última a la que estaban convocados esa noche. Y ella les complacía en provocar aquella erupción de vertido denso que les dejaba inermes y anonadados el resto de la noche.

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No encontraba placer alguno en aquellos encuentros fugaces. Muy al contrario, los esquivaba siempre que podía con correctos ademanes y palabras de agradecimiento. Y volvía después a una soledad deseada que nunca quiso compartir con nadie. No siempre fue así, por supuesto. Alguna vez, el deseo saturaba sus neuronas y se atrevía entonces a esbozar insinuaciones impropias de su carácter y de su educación. Pero cuando la doliente sensación de hembra mal follada le podía, se sentía tan desgraciada que los hombres adivinaban nada más en su mirada un mundo inexplorado que se abría ante sus ojos. Ella entonces se dejaba llevar por un sentimiento de enajenación que le hacía temblar todo el cuerpo, y en las manos inexpertas de aquellos con pocas horas de vuelo en su currículum lograba apaciguar esa voz interior que la demonizaba. Pilota esta nave con argucia, les decía, o te apeas al instante que esta tormenta no la para ni dios. Ella sentía cómo la mano del hombre acariciaba su pubis sin maestría y cómo le abría los labios en un intento por acelerar el lance final. Y ella le reprochaba sin ningún romanticismo que montara aquella yegua que era ella misma y se dejara de pendejadas, que le hiciera ver el cielo sin bajar de la cama, que no se le ocurriera parar ahora que la bola del mundo se mueve, que pusiera en alerta toda su artillería contra el enemigo más próximo que era ella misma y que se dispusiera a disparar sin ambages y sin cortapisas en esta guerra sin cuartel en la que solo dos enemigos, ellos dos, se enfrentaban en una confrontación salvaje e incontrolada.

Nunca le satisfacían con plenitud aquellos revolcones de cine. Tampoco le parecían creíbles los del cine, tan sutiles o groseros, dependía. Intuía, eso sí, que el amor debiera ser otra cosa que ella, a este paso, nunca acabaría de conocer en su integridad. Quieres una copa, le decía entonces aquel hombre, sea quien fuera, y ella respondía que sí. Y bebe rápido, añadía sin cariño, que tengo sueño y quiero dormir. Si quieres dormimos juntos, inquiría él. Mejor no, le aconsejaba. Os acostumbráis y cualquiera os saca luego de la cama. Y mandaba a aquel hombre, con la palabra y el whisky aún en la boca, a paseo para siempre. Está claro que el amor, se decía, es un enigma indescifrable. Después reía sus frases absurdas. Y en la cama abría un libro para olvidar los sinsabores del espíritu una vez aplacados los impulsos del cuerpo. Con un hombre experto y al que ames de verdad, se decía antes de cerrar los ojos, esto debe ser la hostia. Y antes de que el sueño la transportara a otros ámbitos deshabitados, aún lograba esbozar media sonrisa de felicidad.

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