domingo, 24 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XXI)

Aquella tarde se miró al espejo. Solo un instante. El tiempo suficiente para adivinar en la sombra de sus ojos el paso inexorable del tiempo. Conservaba aún una belleza juvenil que le disimulaba los años que la soledad había erosionado a pasos forzados en su interior. Optó entonces por disimular con pinceladas de rímel la curvatura de la mirada y acentuó con tonos sonrosados la palidez macilenta que encubre poco a poco el brillo de la piel. Se recogió el pelo para acentuar sus pómulos sobresalientes y resaltar unos labios que, desde que conoció a este hombre, resultaban más agresivos en esa vocación devoradora que no lograba ni quería disimular con ningún maquillaje ni con otro gesto menos expresivo. Quería que la expresión a primera vista delatara el laberinto de sensaciones que inundaba su corazón. En pocos días logró archivar definitivamente una vida de desbarajustes que nunca le entusiasmó y se propuso, tal vez sin haberlo analizado en demasía, y sin debatir pros y contras de modo pormenorizado, cruzar el panel que siempre la dejaba a este lado de la muralla.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Ahora se hacía necesario traspasar esa invisible línea que embellece el alma, ese punto inexistente que muestra el abismo a nuestros pies, ese difícil desequilibrio que nos lanza, ajenos a las estrategias de vuelo, a cruzar los aires entrecruzados del azar sin otro equipaje u otro motor posible que unas alas inventadas que hacen real el sueño. Desde arriba, el mundo es un paisaje inmenso y diferente, y da pereza después bajar a tierra y analizar a tamaño real cuanto antes eran puntos insignificantes en una panorámica sin límites. Ahora esta mujer no puede volver la mirada atrás y desandar el camino, porque a veces no hay camino. El camino es cada uno de nosotros, piensa ella, nosotros somos el camino. A un lado y a otro, la vida sigue su curso sin que cada uno de nosotros sea pieza imprescindible de un mecanismo que nunca se agota en sí mismo.

La falda que elige es corta, aunque decente y elegante, piensa ella. Insinuante, eso sí. Él pensará sencillamente que piernas como esas conviene mostrarlas al mundo en todo su esplendor, para que el mundo sepa que ahí es donde él se quiere quedar a apagar sus pasiones. La blusa es transparente, o no lo es, pero alienta a hombres incautos y depravados y desprevenidos, aunque esta mujer nada más pretende sorprender a un hombre solo, y lo conseguirá sin demasiado esfuerzo. Cuando la naturaleza se muestra tal como es, diferente y sinuosa, dirá él después, no se le puede hacer ascos a ese duelo inevitable. Ella se ve bonita delante del espejo y, lo mejor, empieza a quererse de nuevo. ¿O es al revés? No sabe. Eso sí, adivina que quererse y estar bella posiblemente sean sensaciones que habitan juntas sin nosotros apenas saberlo el mismo y único espacio infranqueable del alma.

Ahora sale a la calle, decidida a no volver si ese fuera el destino, o a hacerlo acompañada si el paraíso se esconde de nuevo entre las mismas paredes. Después de todo, el espacio apenas aporta valor añadido a sus sentimientos. No importa descubrir las nuevas calles con otra mirada e inventar otra ciudad en la misma que durante tantos años vagamos sin encontrar el norte o el sur. Ahora no hay dirección, porque adonde va es su destino, aunque no lo haga a ninguna parte, aunque se quede aquí para siempre, sentada en el banco de este parque al que regresa después de unos días. Se sienta de nuevo en el mismo banco, observa los mismos árboles, los transeúntes que van y vienen a la misma hora, los niños que, inconscientes aún, saludan a la vida con gritos y juegos salvajes que les harán crecer. Ella se sienta en el mismo banco en el que encontró un día sentado a este hombre que le ha cambiado la vida. Ya no lo busca, porque lo ha encontrado. Lo ha encontrado sin buscarlo, y piensa cómo es posible que lo haya encontrado así, sin más, cuando quemó media vida buscando sin saber a quién, buscando adentro de ella y afuera, buscando sin ilusión o desesperadamente sin sospechar siquiera qué o a quién andaba buscando. Y sonríe ahora de estas insignificantes anécdotas de la vida. Sonríe porque al final lo encontró sentado en un banco, con un libro entre las manos, como siempre hacía, y mirando alrededor como si él ya supiera que solo debería esperar un poco más para dejar el mundo que siempre anheló a ese otro lado de la muralla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario