Desde aquella noche pasaron juntos muchas horas. No había propuestas a largo plazo ni siquiera de un día para otro. Inventaban la vida, a cada instante, seguros y convencidos de que no valía la pena forzar los acontecimientos. El tiempo arañado en la piel enseña de diagnósticos precoces y de resoluciones innecesarias. Nada se puede hacer contra los huracanes ajenos, pero sí se puede abarcar con las manos aquello que seduce y deleita. Así piensa este hombre. Hoy ha bajado a la orilla del río. Le gusta pasear por donde no hay gente y los perros sin dueño buscan un amo fugaz para consolar su infortunio. Sube en el funicular y desde arriba divisa la ciudad dividida por el río, y más allá una inmensa llanura verde que contrasta con la tierra cenagosa y pobre de los arrozales donde tantas aves diversas se alimentan durante todo el año. Aquí el cielo siempre es azul, sin nubes, un cielo limpio que no conoció en ningún otro lugar del mundo. Por eso, a veces viaja, no para encontrar nada, sino para conocer otros lugares, y por esa misma razón siempre vuelve a esta luz que conoce y le identifica.
De vuelta al hotel, se sienta a la barra de la cafetería y pide una cerveza helada. Hace ya un tiempo que abandonó la cerveza y las bebidas largas. Ahora se cuida. Prefiere el vino. Sentado en un taburete, mira al exterior. Las calles hoy están concurridas, hay un ajetreo alegre en la mañana. Le gusta pasear por las ciudades los días de diario, a esa hora en que las sucursales bancarias están abarrotadas de clientes desorientados y los mercados huelen a vida y en los bares la atmósfera saturada de aroma a café barato impide leer con comodidad el periódico, y solo de vez en cuando, cuando el camarero llena una copa de aguardiente, este hombre abre los pulmones y los llena de un azúcar que dulcificó otros días de su vida. Pero no le gusta el tráfico denso, el ruido del claxon, los agentes de policía que rompen con sus reglas una armonía anárquica y natural que embellece el caos urbano a esa hora en que nadie sabe exactamente de qué va la vida, qué hace el otro ahora que no está con él, esa hora a media mañana en la que más de media humanidad trabaja en un oficio que repudia, esa hora en que los sueños, de manera ligera, se apoderan de las ilusiones marchitas y las llenan por segundos de una oscuridad obstinada que nos ha ido cegando con los años y los desaciertos voluntarios. Así piensa este hombre.
O así pensaba. Sube a su habitación y tendido en la cama recién hecha abre un libro, cualquier libro. Siempre le gusta leer varios a la vez. Siete u ocho o más. Le gusta apilarlos en la mesita de noche, junto a un bolígrafo y una libreta pequeña en la que va anotando sin orden pensamientos, algún verso, recetas, teléfonos, direcciones, algún viaje truncado, títulos para libros que nunca escribirá, deseos, dudas, marcas de ginebra que no conocía. Le gusta leer a esa hora en la que el sol comienza a arder en las calles y un aire diáfano inunda la habitación de esa alegría fácil de digerir y de aceptar. A veces, cierra los ojos y se sume en un sueño ligero que lo lleva al lado de esta mujer que ahora le llena los días y las noches.
Sabe que ya nunca podrá irse de este lugar o que no debería hacerlo. Que llega un momento en que hay que quedarse en alguna parte, cerrar para siempre la maleta, decir adiós a los aviones, a las carreteras, ir, sí, pero luego volver para enredar los dedos en sus cabellos, para encontrar en un abrazo lleno una razón suficiente y plena para seguir viviendo, entender que los caminos a veces se agotan y que los pies se cansan de estar siempre presos en los mismos zapatos y que los zapatos ya están muy usados y destrozados de tantos viajes, y que los caminos, cuando ya se han andado, tienen todos al final un mismo paisaje de esperanza encontrada y de paz primera, que todas las ciudades del mundo y todos los hombres y mujeres del mundo son iguales por muy diferentes que seamos, como le dijo el escritor vasco Ramiro Pinilla, que por esa misma razón a él ya no le gustaba viajar, porque todos los puertos son iguales y están habitados por las mismas putas y los mismos tugurios que huelen a alcohol y a sal de mar amotinado, pero sí le gustaba, como a este hombre, vivir cerca del mar, porque allí siempre se esconde una última esperanza, una posibilidad en caso de que la fuga fuese necesaria, un camino siempre abierto por si acaso. Ese si acaso que nunca nos deja.
De vuelta al hotel, se sienta a la barra de la cafetería y pide una cerveza helada. Hace ya un tiempo que abandonó la cerveza y las bebidas largas. Ahora se cuida. Prefiere el vino. Sentado en un taburete, mira al exterior. Las calles hoy están concurridas, hay un ajetreo alegre en la mañana. Le gusta pasear por las ciudades los días de diario, a esa hora en que las sucursales bancarias están abarrotadas de clientes desorientados y los mercados huelen a vida y en los bares la atmósfera saturada de aroma a café barato impide leer con comodidad el periódico, y solo de vez en cuando, cuando el camarero llena una copa de aguardiente, este hombre abre los pulmones y los llena de un azúcar que dulcificó otros días de su vida. Pero no le gusta el tráfico denso, el ruido del claxon, los agentes de policía que rompen con sus reglas una armonía anárquica y natural que embellece el caos urbano a esa hora en que nadie sabe exactamente de qué va la vida, qué hace el otro ahora que no está con él, esa hora a media mañana en la que más de media humanidad trabaja en un oficio que repudia, esa hora en que los sueños, de manera ligera, se apoderan de las ilusiones marchitas y las llenan por segundos de una oscuridad obstinada que nos ha ido cegando con los años y los desaciertos voluntarios. Así piensa este hombre.
O así pensaba. Sube a su habitación y tendido en la cama recién hecha abre un libro, cualquier libro. Siempre le gusta leer varios a la vez. Siete u ocho o más. Le gusta apilarlos en la mesita de noche, junto a un bolígrafo y una libreta pequeña en la que va anotando sin orden pensamientos, algún verso, recetas, teléfonos, direcciones, algún viaje truncado, títulos para libros que nunca escribirá, deseos, dudas, marcas de ginebra que no conocía. Le gusta leer a esa hora en la que el sol comienza a arder en las calles y un aire diáfano inunda la habitación de esa alegría fácil de digerir y de aceptar. A veces, cierra los ojos y se sume en un sueño ligero que lo lleva al lado de esta mujer que ahora le llena los días y las noches.
Sabe que ya nunca podrá irse de este lugar o que no debería hacerlo. Que llega un momento en que hay que quedarse en alguna parte, cerrar para siempre la maleta, decir adiós a los aviones, a las carreteras, ir, sí, pero luego volver para enredar los dedos en sus cabellos, para encontrar en un abrazo lleno una razón suficiente y plena para seguir viviendo, entender que los caminos a veces se agotan y que los pies se cansan de estar siempre presos en los mismos zapatos y que los zapatos ya están muy usados y destrozados de tantos viajes, y que los caminos, cuando ya se han andado, tienen todos al final un mismo paisaje de esperanza encontrada y de paz primera, que todas las ciudades del mundo y todos los hombres y mujeres del mundo son iguales por muy diferentes que seamos, como le dijo el escritor vasco Ramiro Pinilla, que por esa misma razón a él ya no le gustaba viajar, porque todos los puertos son iguales y están habitados por las mismas putas y los mismos tugurios que huelen a alcohol y a sal de mar amotinado, pero sí le gustaba, como a este hombre, vivir cerca del mar, porque allí siempre se esconde una última esperanza, una posibilidad en caso de que la fuga fuese necesaria, un camino siempre abierto por si acaso. Ese si acaso que nunca nos deja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario