La vida transcurre sin apenas novedades. A veces, este hombre prefiere una existencia programada contra los golpes del destino. Pero quién podría controlar el destino. Al mediodía prefiere una comida ligera. Para poder pasear por la tarde antes de que el sol decline. Las mañanas, sin embargo, le gusta pintarlas variadas. Las salas de cine son una de sus preferencias. Opta por El monje (2011), dirigida por el francés Domink Moll, una película que ni le seduce ni le convence, una historia imperfecta y desequilibrada en su estructura, donde los momentos geniales se precipitan hasta la vulgaridad sin transición posible, pero que le hace pensar en los disfraces de la vida y en la identidad del ser humano, ahora que el carnaval sucumbe en sus celebraciones. El film es una adaptación de una obra de referencia de la primitiva novela gótica francesa. Escrita en 1796 por el dramaturgo y político inglés Matthew G. Lewis, narra la historia de un niño abandonado por su madre al nacer y adoptado y criado por un grupo de frailes capuchinos. Ambrosio, encarnado en Vincent Cassel, simboliza la eterna lucha entre el bien y el mal. Admirado como elocuente orador y creyente intachable hasta que la tentación le seduce, sufre desde pequeño insoportables dolores de cabeza. Su fe entra en crisis con el ingreso en el convento de Valerio, quien esconde tras la máscara una falsa identidad y quien sofocará el malestar de sus migrañas a un alto precio: el de su alma. Ese extraño novicio echa por tierra sus más férreas creencias. El disfraz no esconde el rostro deformado por el fuego del novicio, sino la belleza impoluta de Déborah François. Despojada de la túnica que cubre su cuerpo, Ambrosio se precipita al gozo de su cuerpo cegado por las luces y las sombras que le extravían, como a todo ser humano, por el resto de sus días. Este hombre piensa que no es para menos, que es inviable la virtud frente a ese cuerpo de infarto de la actriz francesa. Una vez más, la mujer encarna la tentación, la visita del demonio, la reencarnación del mal absoluto. Lee en internet un comentario sobre la película de Susana Hernández y cuenta ella que, con trece años y con unas amigas, pretendió entrar en la Real Cartuja de Santa María de Aula Dei, muy próxima a Zaragoza. No lograron su objetivo porque el hermano portero les conminó a no hacerlo, pues ellas representaban “el pecado y la carne”. Y ella concluye su comentario con esta frase feliz: “Ahora tengo claro que el hermano portero ya debía haber leído este libro, casi seguro.” Ese libro o cualquier otro. El sexo también anida y vivifica en la Biblia.
Pero a este hombre, una vez más le llama la atención que una mujer camufle su identidad femenina en hábitos de varón. La mañana anterior también frecuentó las salas de cine. Esta vez optó por Albert Nobbs, dirigida con maestría por Rodrigo García. El film también es una adaptación, como tantos filmes, de una novela maestra e innovadora: La vida singular de Albert Nobbs, de George Moore, el primer novelista irlandés moderno, quien ejerció una influencia reconocible en la obra de James Joyce. Esta pertenece a la colección de ficciones autobiográficas A Story-Teller’s Holiday y se enmarca dentro de la rica tradición oral de la literatura irlandesa. Publicada en 1918, en este texto se reconocen ya tecnicismos que medio siglo después adoptarían tantos escritores, como es esa combinación de párrafos que mezclan el estilo indirecto libre con el directo y la inserción de diálogos sin comillas. Pero su modernidad, más allá de su técnica novedosa, se halla inmersa en la propia historia. Esa naturalidad con la que trata la convivencia homosexual o el derecho de los homosexuales a la paternidad. Gonzalo Gómez Montoro escribe que “no hay rastro de censura ni de intención moralizadora en el comportamiento de los personajes”. Este hombre observa el mimetismo natural de la actriz norteamericana Glen Close, quien interpretó a Nobbs tanto en los escenarios como en la pantalla, y ve en su rostro inexpresivo el fondo de su alma atormentada, el alma de una mujer que se ve obligada a hacerse pasar por hombre para ganarse la vida en la Irlanda de los años 1860.
Le ocurrió igual cuando, muchos años atrás, fue a ver La Raulito, una película argentina que contaba la vida de una chica que se hacía pasar por un muchacho para sobrevivir en las calles de Buenos Aires. Recordó las palabras que escribió Luis Leante: “La Raulito dormía en un parque, debajo de un árbol. Entonces se levantaba y daba unos pasos. Miraba a la derecha y a la izquierda, y en el primer plano de su rostro se veía que le daba igual ir para un sitio que para otro.” ¿Le ocurría igual a Albert Nobbs?, se pregunta este hombre. ¿Les ocurre igual a todos aquellos seres humanos que camuflan su identidad o distorsionan su personalidad hasta no reconocerse por alguna razón que ni ellos mismos son capaces de asumir? Escucha estos días las chirigotas de carnaval, una fiesta que no es precisamente de las que él más frecuentó en otros años más proclives a vivir en permanente algarabía, y piensa qué esconderán esos hombres que son felices durante unos días vestidos de mujer.
También la baronesa Amandine Aurore Dupin firmaba sus obras con el seudónimo de George Sand. Novelista, dramaturga y ensayista, gustaba de vestirse de hombre para acceder a los cenáculos artísticos y literarios del París del siglo XIX. En este sentido, llevaba pantalones siguiendo los consejos de su madre: “Cuando yo era joven a mi padre se le ocurrió que me vistiera como un muchacho. Mi hermana hizo lo mismo, así íbamos a todos lados a pie, con nuestros maridos al teatro. Significó una gran economía en nuestros hogares.” Su vida amorosa no fue precisamente un remanso de paz. En Mallorca vivió una turbulenta historia de amor con el pianista y compositor polaco Fréderic Chopin. Contemporánea de Baudelaire, se escribió con Flaubert y Balzac. Su novelita Cora fue objeto de ira de la Iglesia Católica que, como el resto de sus libros, entró a formar parte de ese inagotable índice de libros prohibidos e indeseados, sobre todo porque, más allá de camuflar su personalidad femenina con un nombre masculino, en su literatura brillaba el alma de una mujer libre.
No solo Juana de Arco, también conocida como la Doncella de Orléans, fue heroína militar. Esta santa francesa, ya con 17 años, encabezó el ejército real francés. Había convencido al rey Carlos VII de que expulsaría a los ingleses de Francia. Y así sucedió. Sus campañas militares permitieron la coronación del monarca. Como recompensa, el rey eximió al pueblo natal de Juana de Domrémy del impuesto anual a la corona. Pero este hombre recuerda también La monja alférez de Thomas de Quincey, el comedor de opio, como le llamó Baudelaire. Catalina de Erauso, la monja que vestida de hombre recorrió la América española, fue un personaje brutal. Escribe Luis Lozaya que fue “un asesino ocasional que contaba sus crímenes con indiferencia y un soldado castigado por su crueldad con los indios.” De Quincey cuenta que la monja no había pronunciado sus votos y, por tanto, “no llegó a cometer el peor de los crímenes perseguidos por la Inquisición”. El Papa le concedió una indulgencia especial por intercesión del rey, entonces el rey más poderoso sobre la tierra.
Cuando la película toca a su fin y el público comienza a levantarse de sus butacas, este hombre recupera el sentido de la realidad que se le había extraviado por unas horas entre los libros leídos y las películas recordadas. Sale a la calle y piensa con sensatez que todos, en cualquier momento de nuestra vida, o acaso durante toda nuestra vida, escondemos nuestra más honda identidad tras una máscara sin que por ello nos apercibamos de este mecanismo interior que nos transmuta. Nos acostumbramos a ser varios en uno mismo, piensa, y sobrevivimos sin dificultad a enfrentarnos sin más a estos inicuos reveses del destino. Probablemente, se dice para adentro, todos y cada uno de nosotros seamos muchos más al mismo tiempo y llegados a un punto puede que tampoco alcancemos ya a reconocer al auténtico del impostor, al vivo del muerto, al real del soñado, porque el tiempo y los sueños, como el viento en ocasiones, barren la memoria más pertinaz y las certezas más arraigas en los más profundo de nuestros convencimientos y de nuestras convenciones. Después de todo, piensa este hombre, todos me saludan cuando cruzo esta u otra calle sin ellos saber con certeza quién se esconde adentro de esta gabardina o si es la propia gabardina la que vaga sola por el mundo en busca de su propia existencia.
Pero a este hombre, una vez más le llama la atención que una mujer camufle su identidad femenina en hábitos de varón. La mañana anterior también frecuentó las salas de cine. Esta vez optó por Albert Nobbs, dirigida con maestría por Rodrigo García. El film también es una adaptación, como tantos filmes, de una novela maestra e innovadora: La vida singular de Albert Nobbs, de George Moore, el primer novelista irlandés moderno, quien ejerció una influencia reconocible en la obra de James Joyce. Esta pertenece a la colección de ficciones autobiográficas A Story-Teller’s Holiday y se enmarca dentro de la rica tradición oral de la literatura irlandesa. Publicada en 1918, en este texto se reconocen ya tecnicismos que medio siglo después adoptarían tantos escritores, como es esa combinación de párrafos que mezclan el estilo indirecto libre con el directo y la inserción de diálogos sin comillas. Pero su modernidad, más allá de su técnica novedosa, se halla inmersa en la propia historia. Esa naturalidad con la que trata la convivencia homosexual o el derecho de los homosexuales a la paternidad. Gonzalo Gómez Montoro escribe que “no hay rastro de censura ni de intención moralizadora en el comportamiento de los personajes”. Este hombre observa el mimetismo natural de la actriz norteamericana Glen Close, quien interpretó a Nobbs tanto en los escenarios como en la pantalla, y ve en su rostro inexpresivo el fondo de su alma atormentada, el alma de una mujer que se ve obligada a hacerse pasar por hombre para ganarse la vida en la Irlanda de los años 1860.
Le ocurrió igual cuando, muchos años atrás, fue a ver La Raulito, una película argentina que contaba la vida de una chica que se hacía pasar por un muchacho para sobrevivir en las calles de Buenos Aires. Recordó las palabras que escribió Luis Leante: “La Raulito dormía en un parque, debajo de un árbol. Entonces se levantaba y daba unos pasos. Miraba a la derecha y a la izquierda, y en el primer plano de su rostro se veía que le daba igual ir para un sitio que para otro.” ¿Le ocurría igual a Albert Nobbs?, se pregunta este hombre. ¿Les ocurre igual a todos aquellos seres humanos que camuflan su identidad o distorsionan su personalidad hasta no reconocerse por alguna razón que ni ellos mismos son capaces de asumir? Escucha estos días las chirigotas de carnaval, una fiesta que no es precisamente de las que él más frecuentó en otros años más proclives a vivir en permanente algarabía, y piensa qué esconderán esos hombres que son felices durante unos días vestidos de mujer.
También la baronesa Amandine Aurore Dupin firmaba sus obras con el seudónimo de George Sand. Novelista, dramaturga y ensayista, gustaba de vestirse de hombre para acceder a los cenáculos artísticos y literarios del París del siglo XIX. En este sentido, llevaba pantalones siguiendo los consejos de su madre: “Cuando yo era joven a mi padre se le ocurrió que me vistiera como un muchacho. Mi hermana hizo lo mismo, así íbamos a todos lados a pie, con nuestros maridos al teatro. Significó una gran economía en nuestros hogares.” Su vida amorosa no fue precisamente un remanso de paz. En Mallorca vivió una turbulenta historia de amor con el pianista y compositor polaco Fréderic Chopin. Contemporánea de Baudelaire, se escribió con Flaubert y Balzac. Su novelita Cora fue objeto de ira de la Iglesia Católica que, como el resto de sus libros, entró a formar parte de ese inagotable índice de libros prohibidos e indeseados, sobre todo porque, más allá de camuflar su personalidad femenina con un nombre masculino, en su literatura brillaba el alma de una mujer libre.
No solo Juana de Arco, también conocida como la Doncella de Orléans, fue heroína militar. Esta santa francesa, ya con 17 años, encabezó el ejército real francés. Había convencido al rey Carlos VII de que expulsaría a los ingleses de Francia. Y así sucedió. Sus campañas militares permitieron la coronación del monarca. Como recompensa, el rey eximió al pueblo natal de Juana de Domrémy del impuesto anual a la corona. Pero este hombre recuerda también La monja alférez de Thomas de Quincey, el comedor de opio, como le llamó Baudelaire. Catalina de Erauso, la monja que vestida de hombre recorrió la América española, fue un personaje brutal. Escribe Luis Lozaya que fue “un asesino ocasional que contaba sus crímenes con indiferencia y un soldado castigado por su crueldad con los indios.” De Quincey cuenta que la monja no había pronunciado sus votos y, por tanto, “no llegó a cometer el peor de los crímenes perseguidos por la Inquisición”. El Papa le concedió una indulgencia especial por intercesión del rey, entonces el rey más poderoso sobre la tierra.
Cuando la película toca a su fin y el público comienza a levantarse de sus butacas, este hombre recupera el sentido de la realidad que se le había extraviado por unas horas entre los libros leídos y las películas recordadas. Sale a la calle y piensa con sensatez que todos, en cualquier momento de nuestra vida, o acaso durante toda nuestra vida, escondemos nuestra más honda identidad tras una máscara sin que por ello nos apercibamos de este mecanismo interior que nos transmuta. Nos acostumbramos a ser varios en uno mismo, piensa, y sobrevivimos sin dificultad a enfrentarnos sin más a estos inicuos reveses del destino. Probablemente, se dice para adentro, todos y cada uno de nosotros seamos muchos más al mismo tiempo y llegados a un punto puede que tampoco alcancemos ya a reconocer al auténtico del impostor, al vivo del muerto, al real del soñado, porque el tiempo y los sueños, como el viento en ocasiones, barren la memoria más pertinaz y las certezas más arraigas en los más profundo de nuestros convencimientos y de nuestras convenciones. Después de todo, piensa este hombre, todos me saludan cuando cruzo esta u otra calle sin ellos saber con certeza quién se esconde adentro de esta gabardina o si es la propia gabardina la que vaga sola por el mundo en busca de su propia existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario