Cuando ella sube al apartamento, encuentra al hombre catalogando algunos libros, buscando en el desorden propio del momento un determinado orden que le permita abrir tiempo al sosiego. La mujer lo ve yendo y viniendo de aquí para allá, consciente de que entre estas cuatro paredes pretende construir su futuro. A ella le hubiera gustado que se quedara a vivir en su casa, pero entiende también que este hombre necesita un espacio personal, un rincón desde donde escribirá cuanto hasta ahora ha ido aplazando para cuando fuera posible, hasta ese momento en que toda empresa pudiera ser asumible. La mujer lo sabe, y no se le ocurre insinuar la posibilidad de que abandone esta iniciativa. Al contrario, la mujer ha optado por vivir con él, porque ama su estilo de vida, un tanto al margen del entorno, dentro y fuera de la ciudad al mismo tiempo. A veces, se pregunta si un día volverá al camino, si cuanto han construido entre los dos quedaría a este otro lado de la mampara. Pero desiste de pensamientos turbios, porque ha aprendido de una vez por todas que estos sentimientos complejos y frágiles que se asientan sobre dos personas son edificios móviles y volubles, que es necesario alimentar a cada instante.
Esta mujer sabe sobre todo que se quiere quedar al lado de este hombre. Se ha acostumbrado a sus noches de algarabía, a sus amaneceres placenteros, a sus desayunos copiosos. A su manera, se ha acostumbrado a vivir en un microcosmos desde el que el mundo exterior se puede observar como un óleo colgado en el salón cuyas escenas sucesivas muestran la otra cara de la vida, como si, lejos de la realidad, el mundo fuese un espacio minúsculo y abarcable en una sola mirada. La mujer ha cerrado la puerta de su casa y piensa si con esa medida ha clausurado un pasado que nunca quiso. Por momentos piensa también si algún día volverá a abrir esa puerta, porque hacerlo significará de nuevo un fracaso posible pero también inmerecido y recurrente. La llave de esa puerta simboliza también la posibilidad de una alternativa en caso de fracaso, un retiro voluntario si el jarrón de los sueños se hace añicos cualquier día. Pero abandona toda duda innecesaria que no tiene cabida en este renacer que la ha cambiado sin pretenderlo. Ella se dejó llevar allá donde siempre había levantado cadenas o muros inexpugnables. Ahora se siente a gusto sin libros de autoayuda, sin máscaras tras las que ocultar sus debilidades alimentadas con trienios de una soledad sólida que ahora rechaza y no reconoce. Se siente a gusto aquí desnuda, sin defensas, sin argumentos preconcebidos, sin posibilidad de retorno a una vida desactivada por inútil o vacía.
Ha salido a la terraza. El río baja manso. El viento anuncia una tormenta de primavera que refresca el ambiente. Reluctante al vacío que habitaba, esta mujer se da la vuelta y vuelve a observar a este hombre que se ha sentado en un sillón de orejas semejante al que tenía en la habitación del hotel. Ha abierto un libro al azar, ha leído dos o tres frases a las que da vueltas en la cabeza sin otro objetivo que entretener el momento. Ahora mira a la mujer que lo mira al mismo tiempo. Recuerda ahora su primera mirada, sentado en un banco del parque, una primera mirada que la identificó sin decir más que cuanto insinuaba; o sea, que lo decía todo sin palabras y sin decirlo. Como quien extiende una alfombra sin indicar ni cuándo ni cómo se ha de pisar, si calzado o descalzo, si poco a poco o en un momento de ebullición, como si fuera una olla exprés pronta a estallar. Hay momentos que nadie sabe decodificar, que pocos alcanzan a leer la fórmula mágica de su interpretación entera.
Se trata de una sola e irrenunciable resolución, que estampa un cartel indescifrable colgado en mitad de la existencia, a un lado del camino que nunca anduvimos sin más equipaje que la decisión inalienable de que debe ser así. En ocasiones no lo es, claro está. Ese es el riesgo que alimenta la sombra negra, la duda que anida en los pasos indecisos, que nunca nos abandona cuando, lejos de aquí, deberíamos emprender el camino a sabiendas de que detrás de la mampara solo hay o puede haber un espacio abierto al vacío. Esta mujer, sin embargo, ha arrugado el miedo como si fuera un trozo de papel y lo ha tirado sin mirar adónde, y ahora entra en el apartamento, cierra la puerta que comunica con la terraza y dirige sus pasos hasta este hombre que ha dejado el libro sobre un pilar de libros y se dispone a resolver, como mejor sabe o entiende, el dilema que esta mujer le va a plantear felizmente sin titubeos posibles.
Esta mujer sabe sobre todo que se quiere quedar al lado de este hombre. Se ha acostumbrado a sus noches de algarabía, a sus amaneceres placenteros, a sus desayunos copiosos. A su manera, se ha acostumbrado a vivir en un microcosmos desde el que el mundo exterior se puede observar como un óleo colgado en el salón cuyas escenas sucesivas muestran la otra cara de la vida, como si, lejos de la realidad, el mundo fuese un espacio minúsculo y abarcable en una sola mirada. La mujer ha cerrado la puerta de su casa y piensa si con esa medida ha clausurado un pasado que nunca quiso. Por momentos piensa también si algún día volverá a abrir esa puerta, porque hacerlo significará de nuevo un fracaso posible pero también inmerecido y recurrente. La llave de esa puerta simboliza también la posibilidad de una alternativa en caso de fracaso, un retiro voluntario si el jarrón de los sueños se hace añicos cualquier día. Pero abandona toda duda innecesaria que no tiene cabida en este renacer que la ha cambiado sin pretenderlo. Ella se dejó llevar allá donde siempre había levantado cadenas o muros inexpugnables. Ahora se siente a gusto sin libros de autoayuda, sin máscaras tras las que ocultar sus debilidades alimentadas con trienios de una soledad sólida que ahora rechaza y no reconoce. Se siente a gusto aquí desnuda, sin defensas, sin argumentos preconcebidos, sin posibilidad de retorno a una vida desactivada por inútil o vacía.
Ha salido a la terraza. El río baja manso. El viento anuncia una tormenta de primavera que refresca el ambiente. Reluctante al vacío que habitaba, esta mujer se da la vuelta y vuelve a observar a este hombre que se ha sentado en un sillón de orejas semejante al que tenía en la habitación del hotel. Ha abierto un libro al azar, ha leído dos o tres frases a las que da vueltas en la cabeza sin otro objetivo que entretener el momento. Ahora mira a la mujer que lo mira al mismo tiempo. Recuerda ahora su primera mirada, sentado en un banco del parque, una primera mirada que la identificó sin decir más que cuanto insinuaba; o sea, que lo decía todo sin palabras y sin decirlo. Como quien extiende una alfombra sin indicar ni cuándo ni cómo se ha de pisar, si calzado o descalzo, si poco a poco o en un momento de ebullición, como si fuera una olla exprés pronta a estallar. Hay momentos que nadie sabe decodificar, que pocos alcanzan a leer la fórmula mágica de su interpretación entera.
Se trata de una sola e irrenunciable resolución, que estampa un cartel indescifrable colgado en mitad de la existencia, a un lado del camino que nunca anduvimos sin más equipaje que la decisión inalienable de que debe ser así. En ocasiones no lo es, claro está. Ese es el riesgo que alimenta la sombra negra, la duda que anida en los pasos indecisos, que nunca nos abandona cuando, lejos de aquí, deberíamos emprender el camino a sabiendas de que detrás de la mampara solo hay o puede haber un espacio abierto al vacío. Esta mujer, sin embargo, ha arrugado el miedo como si fuera un trozo de papel y lo ha tirado sin mirar adónde, y ahora entra en el apartamento, cierra la puerta que comunica con la terraza y dirige sus pasos hasta este hombre que ha dejado el libro sobre un pilar de libros y se dispone a resolver, como mejor sabe o entiende, el dilema que esta mujer le va a plantear felizmente sin titubeos posibles.
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