A la mujer le gusta el apartamento que este hombre ha alquilado, con derecho a compra, frente al río. Es un espacio blanco por el que se pone el sol al atardecer en toda su plenitud y decadencia. La mujer observa a este hombre mientras mide las paredes vacías que pronto cubrirá de estanterías. En el suelo los libros comienzan a apilarse en columnas desiguales que luchan por mantener un equilibrio quebradizo. El hombre imagina la habitación ya amueblada con un estilo sobrio y personal, un rincón donde perder las horas que solo quiere para él. La mujer sabe que él necesita su propio hábitat donde pelear con las palabras y decodificar lecturas siempre retardadas a expensas de encontrar horas sin nadie que necesita para ordenar ideas y materializar proyectos aplazados de un día para otro o quizás para nunca.
La mujer prefiere bajar y pasear por la orilla de un río aún sin urbanizar que solo cede espacio a este pequeño puerto deportivo que ella acoge como propio. Le gusta caminar perseguida por algún perro cuyo dueño se ha olvidado de su potestad y que ella acoge como compañía aunque igual prefiere en estos momentos la soledad en que se cobija. Piensa por qué no se fue a vivir a casa con ella, por qué prefiere esa distancia pactada que los mantiene unidos a su pesar. Ella sabe que este hombre siempre soñó con una ventana que mira al río, una habitación alegre que dé vida donde las palabras aniden a sus anchas y la música acompañe el sonido del viento en las tardes cárdenas de una primavera tormentosa e irregular.
A esta mujer le gustaría que el hombre viviera con ella cada minuto del día, que midiera los bordes de su sombra con la mirada, que anduviese sus pasos al mismo ritmo que ella recorre cada minuto de su existencia, pero tal vez en todos estos pensamientos haya un error de cálculo, una visión distorsionada por una educación excesiva que la llevó a madurar muy poco a poco, siempre condicionada por una inseguridad que hizo mella en un proceso de madurez que la ha llevado a ser quien hoy es. Por eso, pretende acostumbrarse a la felicidad de este hombre que la hace feliz a su manera, sin condicionarla a sus lecturas ni a sus viajes ni a sus bebidas espirituosas. Posiblemente ya se haya hecho a su modo de ser mucho más que cuanto llega a elucubrar en esta tarde celeste de primavera. Y tal vez, piensa también, es que no le importa sucumbir a su encanto de hombre libre y diferente, en cierto modo romántico cuando la atenaza con sus brazos grandes y tiernos, y la envuelve en una diáspora de sensaciones en la que ella sucumbe con intención y de la que ni quiere ni pretende huir.
El río es una metáfora de la vida, esa serpiente de agua que sisea dividiendo tierras iguales y atraviesa vegas y campiñas sin desviar el cauce del lugar donde ha de desembocar. Mira el río y siempre es el mismo siendo otro, siendo tantos a la vez y ninguno al mismo tiempo. Así se siente ella embutida en ese cuerpo de infarto que le ha dado la vida y en el que este hombre quisiera volver a navegar una vez más y por siempre, orillando los bordes de la locura cuando salva correntías, accidentes geográficos que ya conoce con pericia, cavidades boscosas y húmedas en las que él indaga el origen de su sinrazón sin otra pretensión que vivir en esta enajenación que le vivifica las entretelas de sus desvaríos y los pecados más recurrentes y dispersos. Ella se sabe poseedora de ese don que es la seducción, de esa belleza maltratada por los años malgastados y apenas vividos y la soledad que todo lo marchita y oxida, como si el cuerpo fuera una herrumbre de hierros desportillados y piezas marcadas por una fecha de caducidad tal como cualquiera podría observar tras la lectura de ese manual de instrucciones que nadie ha escrito y que todos se apresuran a descifrar cuando los años se amontonan en derredor como un enjambre de abejas sedientas de sexo o de vida o simplemente de aire. Qué más da, piensa esta mujer bella y difícil cuando avanza por la orilla del río mientras un perro de dueño olvidadizo la persigue y vigila sus sueños en un mundo que vive sin sueños a la orilla de ningún río.
La mujer sabe que ha llegado el momento de quedarse allí, de medir el mundo desde el estrecho ángulo en que ahora se encuentra. El cielo se ha cubierto de nubes moradas y negras, espesas y próximas. Una llovizna ligera le dice que la primavera se impone a regañadientes aunque imperiosa, y que mañana un cielo azul intenso le recordará que vale la pena seguir adelante.
La mujer prefiere bajar y pasear por la orilla de un río aún sin urbanizar que solo cede espacio a este pequeño puerto deportivo que ella acoge como propio. Le gusta caminar perseguida por algún perro cuyo dueño se ha olvidado de su potestad y que ella acoge como compañía aunque igual prefiere en estos momentos la soledad en que se cobija. Piensa por qué no se fue a vivir a casa con ella, por qué prefiere esa distancia pactada que los mantiene unidos a su pesar. Ella sabe que este hombre siempre soñó con una ventana que mira al río, una habitación alegre que dé vida donde las palabras aniden a sus anchas y la música acompañe el sonido del viento en las tardes cárdenas de una primavera tormentosa e irregular.
A esta mujer le gustaría que el hombre viviera con ella cada minuto del día, que midiera los bordes de su sombra con la mirada, que anduviese sus pasos al mismo ritmo que ella recorre cada minuto de su existencia, pero tal vez en todos estos pensamientos haya un error de cálculo, una visión distorsionada por una educación excesiva que la llevó a madurar muy poco a poco, siempre condicionada por una inseguridad que hizo mella en un proceso de madurez que la ha llevado a ser quien hoy es. Por eso, pretende acostumbrarse a la felicidad de este hombre que la hace feliz a su manera, sin condicionarla a sus lecturas ni a sus viajes ni a sus bebidas espirituosas. Posiblemente ya se haya hecho a su modo de ser mucho más que cuanto llega a elucubrar en esta tarde celeste de primavera. Y tal vez, piensa también, es que no le importa sucumbir a su encanto de hombre libre y diferente, en cierto modo romántico cuando la atenaza con sus brazos grandes y tiernos, y la envuelve en una diáspora de sensaciones en la que ella sucumbe con intención y de la que ni quiere ni pretende huir.
El río es una metáfora de la vida, esa serpiente de agua que sisea dividiendo tierras iguales y atraviesa vegas y campiñas sin desviar el cauce del lugar donde ha de desembocar. Mira el río y siempre es el mismo siendo otro, siendo tantos a la vez y ninguno al mismo tiempo. Así se siente ella embutida en ese cuerpo de infarto que le ha dado la vida y en el que este hombre quisiera volver a navegar una vez más y por siempre, orillando los bordes de la locura cuando salva correntías, accidentes geográficos que ya conoce con pericia, cavidades boscosas y húmedas en las que él indaga el origen de su sinrazón sin otra pretensión que vivir en esta enajenación que le vivifica las entretelas de sus desvaríos y los pecados más recurrentes y dispersos. Ella se sabe poseedora de ese don que es la seducción, de esa belleza maltratada por los años malgastados y apenas vividos y la soledad que todo lo marchita y oxida, como si el cuerpo fuera una herrumbre de hierros desportillados y piezas marcadas por una fecha de caducidad tal como cualquiera podría observar tras la lectura de ese manual de instrucciones que nadie ha escrito y que todos se apresuran a descifrar cuando los años se amontonan en derredor como un enjambre de abejas sedientas de sexo o de vida o simplemente de aire. Qué más da, piensa esta mujer bella y difícil cuando avanza por la orilla del río mientras un perro de dueño olvidadizo la persigue y vigila sus sueños en un mundo que vive sin sueños a la orilla de ningún río.
La mujer sabe que ha llegado el momento de quedarse allí, de medir el mundo desde el estrecho ángulo en que ahora se encuentra. El cielo se ha cubierto de nubes moradas y negras, espesas y próximas. Una llovizna ligera le dice que la primavera se impone a regañadientes aunque imperiosa, y que mañana un cielo azul intenso le recordará que vale la pena seguir adelante.
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