Este hombre ya no sueña. Para qué, se dice. Le gusta la realidad tal como es, tal como la pinta y se pinta. Ahora mira a la ventana, se acerca a la ventana. Desde allí el cielo se abre en un atardecer que se muere. Siente un cansancio alegre que le puede y que se queda. Hay una luz gris y roja afuera, y un viento tierno que mece los eucaliptos y los cañaverales del río. Los pájaros buscan acomodo entre las ramas verdes que los ocultan, y el río, apenas quieto, espera que un barco lo cruce en mitad de esta tarde enigmática que se agota en sí misma.
En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.
En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.
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