domingo, 14 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (XXXII)

Este hombre ya no sueña. Para qué, se dice. Le gusta la realidad tal como es, tal como la pinta y se pinta. Ahora mira a la ventana, se acerca a la ventana. Desde allí el cielo se abre en un atardecer que se muere. Siente un cansancio alegre que le puede y que se queda. Hay una luz gris y roja afuera, y un viento tierno que mece los eucaliptos y los cañaverales del río. Los pájaros buscan acomodo entre las ramas verdes que los ocultan, y el río, apenas quieto, espera que un barco lo cruce en mitad de esta tarde enigmática que se agota en sí misma.

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En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.

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