miércoles, 8 de agosto de 2012

Un día cualquiera todo se va

Ella lo esperaba cada tarde a la salida del trabajo. En invierno era noche cerrada, pero a partir de marzo las tardes se prolongaban sin medida, y la sensación de libertad y de días eternos le recordaba otros años que con insistencia siempre pretendió olvidar. No porque hubiesen sido un tiempo perdido sino, muy al contrario, porque la nostalgia la transportaba a esos momentos que nunca vuelven y que siempre anidan debajo de la almohada o anotados en cualquier papel, entre los versos indescifrables de cualquier poema leído entonces o extraviados en los estribillos de otras canciones que fueron toda su vida. En fin, nada que reprochase, se decía siempre.

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Había agotado los años al por mayor con hombres a quienes nunca amó ni jamás se lo propuso, viajó de este a los otros continentes buscando, más que aventuras, aquella sensación primera y única que no la dejaba tranquila por las noches.

Se veían cada tarde, nunca a solas, sino rodeados de amigos comunes y con la severa aspiración de embaucarlo en el menor descuido y proponerle una cita irrenunciable. Se conocían desde muchos años atrás, y comenzó a amarlo sin ser consciente de que el amor era también eso, o acaso eso nada más.

Y cuando llegaba a tan profunda convicción, bebía de modo impulsivo y esa actitud a él le gustaba porque le atraían sobremanera las mujeres que bebían hasta perder el control de sí mismas, aunque sin más intención que identificar en ellas su corazón extraviado.

Podemos contar las horas, pensaba ella, pero el tiempo es una bola enorme de límites imprecisos, probablemente sin principio y sin fin, que rueda sobre el eje de nuestra existencia sin que podamos desviar su rumbo ni detener su invariable carrera.

Los años, sin embargo, no habían logrado mancillar en ella ni un ápice su mirada de mujer siempre entregada, su corazón convulso ni su ternura inquisidora. Es más, los años la habían dotado de artes amatorias que pocas mujeres de su entorno supieron manejar con tal dedicación y pericia.

Le gustaba practicar el juego de la seducción con la precisión de quien siempre apuesta a caballo ganador. Los hombres se rendían ante sus encantos conscientes de que solo por una noche gozarían de sus favores de paloma desplumada.

A ella no le importaba iniciar su periplo nocturno delante de él. Es más, cualquiera podría pensar que lo hacía adrede. Aunque ahora ya, bien poco importa. Se dejaba abrazar por cualquier hombre, se tornaba lánguida y vulnerable y acababa sucumbiendo al abrazo más osado o al moscón más constante, que generalmente es quien obtiene el trofeo por cansancio hasta el derribo.

Estos encuentros fortuitos con final feliz eran frecuentes en su vida de cazadora legitimada y eficiente. El la veía ir y venir de un hombre a otro sin otra variante que los días y las circunstancias concretas.

Tal vez por su dedicación de mujer nómada en estos avatares del placer, él nunca se atrevió a proponerle una vida en común y fiel como la de algunos pájaros. Por supuesto, también disfrutó su cuerpo alguna noche cálida con exceso de alcohol, cuando el amanecer rompe de repente la magia quebradiza de los amores enconados.

Él, por el contrario, vivía con una discreción sin fisuras sus trienios de galán pasivo. Ellas advertían en su mirada tierna y madura las técnicas más depuradas del amor bien hecho, y ninguna se resistía a vivir por siempre sin haber probado el elixir del delirio.

Como en todo, la leyenda también ayuda a construir el perfil y a divulgar una maestría sin paliativos que nunca fue tal. Ella, en cualquier caso, no lograba olvidarlo, y cada día más se sumía en una historia inventada que ella creía real pero que el tiempo fue desdibujando sin misericordia.

Un día cualquiera, ella lo vio salir del local abrazado a una muchacha. A ella se le adivinaba en la mirada una admiración incipiente y una atracción incontrolada y contundente, y un candor que la embellecía por momentos. Él la escuchaba con una ternura que ella no advirtió hasta entonces, y esa turbación nueva sintió que no le gustaba nada.

Él se fue, como siempre, calle abajo, discreto y ensimismado en sus sensaciones de hombre cansado, sin que nadie se percatara de su ausencia. Ella lo vio salir, lo vio cruzar la esquina que conduce al bulevar, con la chaqueta al hombro y las mangas de la camisa remangadas hasta el codo. Abrazaba a la muchacha y ella lo cogía de la cintura y dejaba caer el rostro en su hombro.

La tarde había agotado su luz y la noche se internaba en las calles con una presencia tan poderosa que lo inundaba todo. Ella miró la calle vacía y pidió un whisky sin saber bien por qué. Lo esperó durante muchas tardes con sus noches, con sus veranos y sus inviernos, aunque ella intuía ya que el tiempo de la espera y de la esperanza había tocado a su fin.

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