Leo en la prensa y oigo en los telediarios la noticia de que la Guardia Civil se quedó perpleja y después cazó –como si fuera un tigre de Bengala- a un conductor que viajaba con un maniquí vestido de mujer en el asiento del copiloto para poder circular por el bus-VAO (Vehículos de Alta Ocupación) de la autovía a A Coruña (A-6). Hay noticias que tendrían que redactarse como cuentos porque pertenecen más al mundo de la ficción que al de la realidad.
El muñeco –llamémoslo así- llevaba peluca, el flequillo le caía descuidado por la frente sin tropezarse con las gafas de sol que le ocultaban los ojos sin mirada o la mirada perdida –como ustedes prefieran-, un pañuelo azul celeste al cuello, un jersey amarillo de pico que anunciaba unos pechos turgentes que pugnaban por liberarse del cinturón de seguridad.
No se sabe cómo eran las manos, porque un paño o manta le cubría los brazos hasta los codos. Quieras o no, la tía tenía un aire insinuante y diferente, frío tal vez. Siempre miraba (¿?) a la carretera o al menos la cabeza estaba girada al exterior del vehículo, como si hubiera discutido con el conductor, un joven de 33 años del que no se ha dado a conocer el nombre. Es lógico. Hay que respetar la intimidad.
Es de suponer que el conductor quería estar a solas con esta mujer inanimada y buscó el bus-VAO para estar a solas con ella y no para voltear los atascos sin límites de la capital de España. El guardia civil, como es lógico, le aplicó la norma: una denuncia de 200 euros.
Pero el amor vale más que dos billetes verdes. Las crónicas no cuentan si el maniquí olía a perfume de 120 euros, que es lo más lógico, si portaba anillo de compromiso en los dedos de las manos, si había llorado o se sentía inquieta por alguna discusión con el conductor.
El amor, ya se sabe, en cualquiera de sus variantes, nunca es un camino de rosas, ni aunque cojas el carril bus-VAO. Y siempre aparece alguien a importunarte cuando las cosas se pueden arreglar entre dos.
A mí no me cabe duda de que se trata de un caso de enamoramiento llevado al límite. Le ha pasado a cualquiera y nos puede ocurrir a nosotros, o tal vez ya lo hemos vivido en alguna de sus múltiples variantes. Si no, no se explica el tiempo que este conductor dedica a vestir y desvestir a un ser inanimado. A no ser que en este empeño encuentre ella la vida que le sobra a él, y él prescinda en esa operación del desasosiego que le traído esta crisis financiera.
Además de que en ese encuentro tempranero cuando se dirige al trabajo, un joven de 33 años puede encontrar la felicidad y unos minutos de intimidad hasta que la autoridad competente pone pies en tierra y lo devuelve de Babelia con una denuncia de 200 euros para transportarlo de golpe a la puta realidad.
En fin, que en este mundo apenas queda un resquicio para el amor, aunque se trate, como en este caso, de un maniquí, que ni pía ni protesta, y que confía todo su ser a un conductor que ni siquiera sabe esquivar a la Guardia Civil en un momento de apuro.
Se aprende de lo sucedido que habrá que volver a los amores de rutina, a aquellos que pían y pían sin respetar los puntos y aparte cuando uno conduce, y que siempre te quieren cambiar la vida mientras intentas llegar a tiempo al trabajo.
El muñeco –llamémoslo así- llevaba peluca, el flequillo le caía descuidado por la frente sin tropezarse con las gafas de sol que le ocultaban los ojos sin mirada o la mirada perdida –como ustedes prefieran-, un pañuelo azul celeste al cuello, un jersey amarillo de pico que anunciaba unos pechos turgentes que pugnaban por liberarse del cinturón de seguridad.
No se sabe cómo eran las manos, porque un paño o manta le cubría los brazos hasta los codos. Quieras o no, la tía tenía un aire insinuante y diferente, frío tal vez. Siempre miraba (¿?) a la carretera o al menos la cabeza estaba girada al exterior del vehículo, como si hubiera discutido con el conductor, un joven de 33 años del que no se ha dado a conocer el nombre. Es lógico. Hay que respetar la intimidad.
Es de suponer que el conductor quería estar a solas con esta mujer inanimada y buscó el bus-VAO para estar a solas con ella y no para voltear los atascos sin límites de la capital de España. El guardia civil, como es lógico, le aplicó la norma: una denuncia de 200 euros.
Pero el amor vale más que dos billetes verdes. Las crónicas no cuentan si el maniquí olía a perfume de 120 euros, que es lo más lógico, si portaba anillo de compromiso en los dedos de las manos, si había llorado o se sentía inquieta por alguna discusión con el conductor.
El amor, ya se sabe, en cualquiera de sus variantes, nunca es un camino de rosas, ni aunque cojas el carril bus-VAO. Y siempre aparece alguien a importunarte cuando las cosas se pueden arreglar entre dos.
A mí no me cabe duda de que se trata de un caso de enamoramiento llevado al límite. Le ha pasado a cualquiera y nos puede ocurrir a nosotros, o tal vez ya lo hemos vivido en alguna de sus múltiples variantes. Si no, no se explica el tiempo que este conductor dedica a vestir y desvestir a un ser inanimado. A no ser que en este empeño encuentre ella la vida que le sobra a él, y él prescinda en esa operación del desasosiego que le traído esta crisis financiera.
Además de que en ese encuentro tempranero cuando se dirige al trabajo, un joven de 33 años puede encontrar la felicidad y unos minutos de intimidad hasta que la autoridad competente pone pies en tierra y lo devuelve de Babelia con una denuncia de 200 euros para transportarlo de golpe a la puta realidad.
En fin, que en este mundo apenas queda un resquicio para el amor, aunque se trate, como en este caso, de un maniquí, que ni pía ni protesta, y que confía todo su ser a un conductor que ni siquiera sabe esquivar a la Guardia Civil en un momento de apuro.
Se aprende de lo sucedido que habrá que volver a los amores de rutina, a aquellos que pían y pían sin respetar los puntos y aparte cuando uno conduce, y que siempre te quieren cambiar la vida mientras intentas llegar a tiempo al trabajo.
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