jueves, 27 de diciembre de 2012

La mujer de las bragas rojas

La vio una sola vez. Y fue aquella noche. La vio entrar en el local. Caminaba altiva, orgullosa, ausente a nuestras miradas, a nuestros murmullos. No miró a nadie. Se acercó a la barra, pidió un whisky con una piedra de hielo. En vaso ancho y bajo. Whisky del bueno, del caro. No recuerdo la marca. Bebió en varios tragos su contenido. Después bebió agua. Miraba a las botellas de los estantes, como si hablara con ellas o descifrara en sus etiquetas el porvenir o desentrañara secretos de un tiempo pretérito que nunca se fue del todo.

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Tenía una belleza diferente, posiblemente única. El pelo ensortijado, rojo, envolvente. Los labios gruesos, insinuantes, rojos, muy rojos, de un carmín intenso. La piel blanca. Las uñas también rojas. El foulard también rojo. Él bromeaba con el color de sus bragas. También deben ser rojas, decía a media voz, ensimismado en sus sueños de don Juan inexperto.

Ella no se percató de las miradas lascivas de ellos hasta que pidió el segundo whisky. Él se acercó con ademanes de conquistador trasnochado, envuelto en frases manidas y perdido en lugares comunes, pero a ella le gustaban su porte de hombre sincero y sus amenazas de enamorado loquito. Se le quedó mirando de arriba abajo como quien examina una prenda que desea adquirir. Él la imitaba con poco acierto y cierto gracejo que a ella le hizo reír. Creí que ya me habías examinado, le dijo ella. Para un examen más a fondo, dijo él, necesito otro espacio, tenerte a solas, se atrevió a añadir, desvestirte sin prisas, improvisó sorprendido, temblar con tu olor de mujer deseada, creyó oírse a sí mismo, inventarte de nuevo entre mis brazos, deconstruirte con mis palabras, reconstruirte otra vez para poder seguir existiendo en mis vísceras, dijo con todo convencimiento. Y ella escuchaba con cierta parsimonia de criatura conquistada, él dijo después que de criatura enajenada y feliz. Deja ya tanta palabrería, dice él que dijo ella, y apodérate de este cuerpo que te doy, apriétame hasta que el aire que respiro se entumezca de agonía, penétrame, le dijo, hasta que vea brillar la luz en esta noche oscura, dice que le dijo, y él, ordenando sus nervios, todo se andará, le dijo, pero anda ya, le decía ella, y no me mates de inanición, cómeme, le dijo, antes de que me consuma de deseo.

Todo eso lo contó él después, cuando regresó con la mirada perdida y esa sonrisa quieta que le quedó para siempre en el rostro. Pagó ella los whiskys y se fueron convencidos de que cualquier noche es buena para romper la monotonía de los otros días. Se amaron con una premura que él desconocía hasta aquel momento, y le gustó la pasión que ella puso en el empeño primero y el desinterés o el olvido que mostró después. No te enamores, le dijo ella, me joroban los hombres románticos, cursis, que pierden la dignidad por un solo polvo. Él no supo qué decir, pero le gustó su aire seco, su distante autonomía de mujer libre. Nunca me enamoré, mintió él, y no creo que ahora sea el mejor momento para traer esos lastres aquí. Ella sonrió porque, en esas frases hechas en las que no creía, encontró un humor cálido e inteligente que le gustó. En realidad, solo vine para comprobar que tus bragas también son rojas. Me gusta el rojo, mintió. Y quizás a partir de ahora más aún, mintió también. Tal vez no haya una próxima vez, advirtió ella de modo imprevisto. Te veo muy segura de algo que no estás muy convencida, esbozó él sin saber bien qué decía. Serías la primera en olvidarte de un hombre como yo, dijo, tal vez arrogante, sin saber bien por qué. Ella rió su osadía. Él se levantó de la cama, se vistió con parsimonia, acabó el whisky, y observó su cuerpo. Ella le miraba sin decir palabra. Él observó su pelo ensortijado y desordenado en la almohada, sus pechos abiertos que miraban a la luna que no había, su pubis moreno, sus piernas cansadas, un temblor tierno en la cintura. Sin mirar atrás, abrió la puerta del apartamento. Desde afuera, se atrevió a decir, siempre bebo en el mismo bar. Además, te debo un whisky. Ella oyó un portazo suave y después el silencio llenó el dormitorio. Todavía tenía su olor en la cama y la duda de que aquella aventura efímera se fuera al amanecer.

Cuando él entró al local, los amigos todavía bebían los estragos de la noche. Él pidió un whisky en la barra y se acercó a la mesa donde ellos estaban sentados. Todos tenían un aire de sorna dibujado en los labios. Él no los miró., se sentó, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó unas bragas y las tiró en la mesa. Y solo se atrevió a decir:

—Ya os dije que las tenía rojas.

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