martes, 11 de junio de 2013

La despedida

Ella quería quedarse. Yo le dije que no, que no era el momento. Nunca es el momento, me dijo. Siempre censuraba mis actos, sobre todo aquellas decisiones en que ella se veía involucrada. Es cierto que me amó como ninguna otra. El amor, como algunas flores o como el café de la mañana, huele de manera distinta a un perfume penetrante que es difícil de imitar o de encubrir.

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Yo le dije que la llamaría. Siempre lo he hecho hasta ahora, aseveré para que mis intenciones no estuviesen marcadas por la duda. Tú lo has dicho, hasta ahora, me recriminó. No sé si había reproche en sus palabras o tal vez algo de dolor. Las heridas siempre muestran un rostro huraño y una mirada esquiva.

Después empujó su maleta hasta la escalera eléctrica que la conduciría al tren. Ya se había despedido con un beso esponjoso, como si sus labios fuesen una magdalena bañada en un líquido edulcorado. Al borde de la escalera, me miró por última vez. Tenía los ojos apagados, de despedida última, y una expresión de no quererse marchar. Me hizo un gesto de complicidad y después volvió el busto y desapareció entre otros pasajeros.

Me senté en un banco hasta que el tren arrancó y desapareció con un sonido mecánico y rítmico que no quería escuchar. Me quedé un rato más sin pensar, sin abrir el periódico, sin saber si asaltar el tren y secuestrar a una dama que ahora mismo esbozaría las lágrimas propias de toda despedida, o bien si levantarme y comenzar a andar, con esa sensación honda y fugaz al mismo tiempo de quien no sabe a ciencia cierta cuándo el destino ofrece la última oportunidad.

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