sábado, 10 de agosto de 2013

Una cita por internet

Cuando ella entró en el bar, lo encontró sentado en un taburete y apoyado en la barra. Sabía que sería él. Se habían conocido por internet. Las fotografías delatan siempre un perfil que después rehúye la realidad, pero en este caso él era tal como ella lo imaginó. Antes de saludarlo, quiso jugar un rato al reconocimiento mutuo. Ella era así. Se situó a su lado sin decirle nada. Pidió un gin tonic y se dispuso a mirar a cualquier parte hasta que él se diera cuenta de que era la persona a quien esperaba.

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Él hablaba por el móvil, en un tono que iba del susurro a la sorpresa. Reconoció su voz. Habían intercambiado algunas conversaciones telefónicas. Adivinó sus gestos, su humor un tanto rebuscado, su capacidad de seducción, su modo de vestir algo informal o diferente. Quedaron en ese mismo bar donde ahora ambos beben de espaldas al público. No llevarían ningún signo identificativo. A ella le gustaba hacerlo un poco difícil. Él, que seguía enganchado al móvil, miraba de vez en cuando en derredor por si aparecía ella. En ese instante, ella disimulaba la espera, contaba las botellas del stand o miraba fotografías que no le interesaban para nada.

La espera le incitaba a beber más rápido de lo que acostumbraba. Pidió el segundo gin tonic. El primero le supo a poco. Cuando se perdía en la misma conversación, ella lo miraba sin disimulo, admitiendo incluso la posibilidad de un error y de que aquel hombre no fuera quien querría que fuera. Pero no. La camarera lo llamó por su nombre, le sirvió otro whisky con unas atenciones que no ofrecía a otros parroquianos. Ella comenzó a plantearse si había sido un acierto cerrar y acudir a una cita que no pronosticaba buenos resultados. En un momento se cruzaron sus miradas, y a él le llamó la atención aquella mujer elegante y seductora que bebía sola a su lado.

Ni por un instante se le pasó por la cabeza que fuera la mujer que esperaba y comenzó a sospechar si la cita había sido un craso error porque ella no aparecía. Cuando comprendió, más de una hora después, que la mujer había desistido de acudir a la cita, no le importó entablar una conversación con aquella otra que bebía a su lado. Estás solo, le preguntó ella. Solo, le dijo, esperaba a alguien, pero se ve que no vendrá. Ella se quedó tan perpleja que el trago de gin tonic se le cruzó en la garganta y a punto estuvo de vomitarlo.

Cómo puede ser, pensaba ella, que este tonto de los cojones no me haya reconocido. Sonreía con esfuerzo a sus chistes fáciles. Pidió un tercer gin tonic para apagar el impacto de su sorpresa. Él pagó la cuenta y le propuso salir a pasear y después comer o beber algo, como quieras, le dijo. Mejor, no, le dijo, esperaba a alguien que, parece ser, no existe. Él no entendió la broma. Pero podría ser otro día, le dijo ella. Claro, dijo él. Le dio el número de su móvil de nuevo y le regaló una sonrisa de dentífrico que odió en ese mismo momento.

Cuando salió a la calle todavía no salía de su perplejidad. Sonó el móvil. Era él. Dime, le dijo. Le dijo que la había estado esperando y que no había aparecido, que no le parecía serio. Y tú, le preguntó. Ella le dijo que fue a un bar, que estuvo hablando con un hombre a quien no conocía y que tampoco le atraía demasiado. Un poco despistado para mí, aseveró. Así que desistí de ir a tu cita, corazón, le dijo ella. Después le colgó. Y pensó que si todos los hombres de su vida iban a ser así, lo tenía claro. O mejor, el futuro lo tenía oscuro. Rió sus propias ocurrencias, con la certeza de que no se equivocaba. Pero tampoco se desmoralizó. Hay experiencias que ayudan a entender la vida, se dijo. O peor: a no acabar de entenderla nunca. Y después soltó una carcajada que le alivió la duda.

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