jueves, 8 de agosto de 2013

Una propuesta

De vez en cuando me llama. Obvio. Pregunta cualquier cosa insignificante. Por el tiempo. Algún libro. La salud. Nunca habla de la soledad. Ni de la suya ni de la mía. Yo la dejo que me cuente. La escucho por el auricular y conforme entra en esos detalles que no me interesan sobre temas banales, la imagino cómo irá vestida, qué hace con los dedos mientras me relata hechos insignificantes, si olerá al perfume que le regalé o si solo se lo pone cuando sale con otro hombre, si es que sale con otro hombre. No lo sé ni me preocupa. Llevamos meses o años hablando por teléfono. Alguna vez salimos para tomar algo. Muy de tarde en tarde, claro. Ella me mira con ganas de decirme algo profundo. Tal vez te quise tanto. O todavía pienso en ti cuando las hojas caen de árboles. Yo miro hacia abajo, a la calle, y no veo hojas caídas, ni árboles. Será que ella mira por otra ventana y ve las hojas y los árboles de las que caen ya sin vida.

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Mañana me llamará de nuevo. Le voy a proponer salir a pasear por el parque, la cogeré de la mano, le diré que aún la quiero. ¿Se sorprenderá? No creo. Después de tantos meses, lo lógico es que espere una respuesta mía. Igual que yo la espero de ella. Enviudó hace seis años. Y desde entonces se siente muy sola. Como yo. Le propondré cambiar de residencia. Que se venga a vivir a la mía. Ahora hay alguna habitación libre. Aquí no hay árboles, pero los dormitorios son luminosos y amplios. Y en invierno, cuando llueve, todo tiene una melancolía limpia, que no arrastra hojas muertas. Mañana se lo diré. A los 86 años, no hay que dejar que la duda nos consuma. Seguro que ella lo entiende y me dice que sí.

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