sábado, 19 de octubre de 2013

Olvidado en el aeropuerto

El nazi Erich Priebke no se arrepintió de sus crímenes. Como todos los suyos, tampoco pidió perdón. Para qué. O su dios o su jefe se lo impedían. Tampoco pudo negarse a asesinar a 335 personas en 1944. Se lo ordenaba Hitler. Y una orden de Hitler era una condena y un privilegio al mismo tiempo. Priebke murió el viernes de la pasada semana en Roma. Antes de abandonar este mundanal ruido, para demostrar que no era broma y que era un elegido de dios y de Hitler, grabó un video para justificar -¿justificar?- su participación en la matanza de las Fosas Ardeatinas. En el mismo, venía a decir, más o menos, que había sido una cosa terrible. Pero, claro, que no pudo negarse. Eran órdenes directas de Hitler. Para mayor honra.

El abogado de Priebke intentó, a la muerte de este, organizar un funeral público, pero el vicariato de Roma y el alcalde de la ciudad, Ignazio Marino, se negaron. El funeral, por supuesto, no se celebró y, como ya se sabe, en mitad de la noche, el ataúd con los restos mortales de Priebke fue trasladado al aeropuerto militar de Pratica di Mare. Ahí sigue, en el limbo internacional del desprecio, a la espera de que las autoridades italianas decidan qué hacer con él, a quien ya nadie adula ni ama, ni siquiera los suyos. Porque Alemania y Argentina, donde vivió oculto durante tres décadas y donde reside su hijo, se niegan a darle sepultura. A estos héroes del horror, cuando les toca la muerte con sus zarpas enamoradas, nadie los quiere cerca, nadie se atreve a enterrar su nefasto recuerdo, porque en la tierra, donde yacen también los huesos de sus víctimas, no queda ni un nicho para más infamia.

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