martes, 21 de abril de 2015

Lima

El día amanece envuelto en las panzas de burra. La palmera, que divide la ventana en dos mitades desiguales, apenas se percibe envuelta en la niebla. Después, cuando el día se abre, Lima es una ciudad bulliciosa y sensual. Aquí, en el parque del amor, el mar es gris. En otros años, Vargas Llosa paseaba por estas calles recreando personajes y dramas que todos leímos años después. La noche se acerca sinuosa y cubre el barrio de Miraflores de una humedad incómoda que se adhiere a la piel inevitablemente. El tráfico es caótico y sorpresivo.

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Miro el mar manchado de nubarrones grises que nunca alcanzan a ennegrecer. Aquí no llueve. El paisaje tiene un cansancio de tierra desértica, a un lado, y de océano pacífico, al otro. En mitad, la carretera es infinita y agotadora. Un piscosour o un pisco sin más –aquí lo llaman mulita- ayuda a enhebrar el día. Miro por esta ventana que no deja ver el mar, de espaldas al océano Atlántico, de espaldas a ese otro mundo que es el mío y al que un día, de nuevo, regresaré. El tiempo, mientras tanto, es un puente invisible que me lleva por estas calles, que ahora son mías.

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