Hay un curtido espacio de sombras que divide la habitación en dos mitades simétricas. A este, conforme se entra, la ventana, amplia y con vistas, muestra una ciudad caótica, un volcán milenario, el caos de un tráfico denso y ruidoso. Hay botellas blancas de escayola sobre algunos muebles que no dicen nada y una estética general que no soporta los años. Al otro lado, esta mujer acumula libros sin orden alguno, de temas varios y autores diversos. Lee por las noches, cuando el insomnio le ata las caderas a la nostalgia de otros años. Lee por matar las horas y, mientras lo hace, recompone en la memoria los días de felicidad usurpada.
Es falso, se dice, que una mujer sea feliz sola, que se adapte a vivir lejos de la presencia de un hombre que le busca a estas horas los métodos procedentes para el descarrío personal, a estas horas en que la somete a la ceremonia invariable del amor. Conforme piensa, lee más rápido, como si la lectura detuviera el curso de los sueños y lograra paliar el deseo con palabras que se entrecruzan en su cejo sin mucho sentido. Ella sabe que no obedece a ninguna lógica estos pensamientos que la van quemando por dentro, en ese mismo lugar donde algunos hombres indagaron su identidad más profunda, allá adentro donde esconde los secretos peor guardados de su alma. Ríe ante la sospecha de que el alma se escabulla allá adentro, en lo más profundo de su sexo pero, a veces, cuando la libido le duele tanto que la enajena, lo piensa sin tachaduras, en la certidumbre de que qué mejor lugar habrá para conservar lo más verdadero de ella misma.
Cuando ya la tormenta cede, esta mujer abandona el libro, la cama y se asoma a la ventana que trae una noche en calma, con música que alguna vez escuchó en los sueños. Se viste como para ir de fiesta. Es decir, para ir de fiesta. Se enfunda los zapatos de aguja, el vestido de seda que contornea al detalle su cuerpo de ave rapaz, se maquilla sutilmente rasgos que no podría ocultar y que ahora destacan en su conjunto. Después, baja decidida a no dejar que la vida se le escape por las alcantarillas del edificio.
Es falso, se dice, que una mujer sea feliz sola, que se adapte a vivir lejos de la presencia de un hombre que le busca a estas horas los métodos procedentes para el descarrío personal, a estas horas en que la somete a la ceremonia invariable del amor. Conforme piensa, lee más rápido, como si la lectura detuviera el curso de los sueños y lograra paliar el deseo con palabras que se entrecruzan en su cejo sin mucho sentido. Ella sabe que no obedece a ninguna lógica estos pensamientos que la van quemando por dentro, en ese mismo lugar donde algunos hombres indagaron su identidad más profunda, allá adentro donde esconde los secretos peor guardados de su alma. Ríe ante la sospecha de que el alma se escabulla allá adentro, en lo más profundo de su sexo pero, a veces, cuando la libido le duele tanto que la enajena, lo piensa sin tachaduras, en la certidumbre de que qué mejor lugar habrá para conservar lo más verdadero de ella misma.
Cuando ya la tormenta cede, esta mujer abandona el libro, la cama y se asoma a la ventana que trae una noche en calma, con música que alguna vez escuchó en los sueños. Se viste como para ir de fiesta. Es decir, para ir de fiesta. Se enfunda los zapatos de aguja, el vestido de seda que contornea al detalle su cuerpo de ave rapaz, se maquilla sutilmente rasgos que no podría ocultar y que ahora destacan en su conjunto. Después, baja decidida a no dejar que la vida se le escape por las alcantarillas del edificio.