sábado, 30 de noviembre de 2013

Leonardo Padura: “Los autores de novelas policíacas somos los Balzac de esta época”

El misterio en torno a un pequeño lienzo de Rembrandt le permite a Leonardo Padura levantar una sólida arquitectura narrativa y una compleja trama detectivesca en su última novela: Herejes. Fruto de un arduo trabajo de investigación, el escritor cubano describe la persecución de los judíos a partir del XVII, nos muestra las tribus urbanas en la Cuba actual y nos acerca a un Mario Conde que cada día más es su alter ego. Pese al título de su obra, no se considera un hereje, sino un heterodoxo, criado en la casa de un masón cubano, esa institución de hombres libres, dice.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Viste vaqueros y jersey de rayas blancas y azules. Padura es un hombre tranquilo, se expresa con precisión y exquisitez, tiene los ojos muy oscuros y la mirada profunda, propia de quien observa la vida desde su lado menos amable. Herejes es su novela más ambiciosa, y la que más trabajo le ha supuesto porque, como él mismo señala, “saber exactamente cómo es el pensamiento judío es muy complicado”.

Le interesa Europa. Él se define como un hombre occidental. Ahora que obtuvo la nacionalidad española, no piensa abandonar la isla, porque en Cuba es donde mejor escribe. Confiesa que este libro último libro tiene mucho que ver con el dolor y con la condición humana y cómo la pertenencia a un grupo puede convertirse en la condena para un individuo.

Es de esa generación de cubanos que aspiraba a un futuro chiquitito: un apartamento, un coche soviético, vivir del propio salario, fumar un cigarrito, tomar un ron. Pero los años 90 hicieron añicos todos los sueños posibles. Le gusta tanto investigar, como escribir. Se puede percibir en sus obras.

De Rembrandt le atrajo su sentido de la rebeldía, el pintor que cierra el Barroco. Habla del choteo cubano y asegura que es Fidel Castro quien más chistes ha protagonizado en su patria. Sabe que la novela policial es la novela social del siglo XX y principios del XXI. Pero él lo dice así: “Somos los Balzac de esta época”. Herejes, en definitiva, es una apuesta por la libertad y un paseo minucioso por el dolor que nos conduce a su consecución.

—¿Se considera o le consideran un hereje?

—Mira. Ya me han preguntado eso varias veces. Es una pregunta inevitable a través de lo que propone esta novela, reflexiva a partir de un concepto que es la búsqueda de la libertad individual. Yo no creo propiamente que yo sea un hereje porque tampoco he sido un creyente. Por lo tanto, no me llevarían a la hoguera precisamente por una herejía. Me podrían llevar por otras cosas.

Pienso, y lo he dicho así, que creo que más bien soy un heterodoxo. Soy una persona que trata de no aceptar, o de superar, o de enfrentarme, si puedo, si no me queda más remedio, a las ortodoxias. Tengo una formación muy peculiar porque me eduqué en Cuba, en la Cuba revolucionaria, donde se estableció una ortodoxia política, pero mi casa fundamentalmente fue la casa de un masón cubano. Y la masonería, ellos mismos la llaman así, es una institución de hombres libres. Y creo que ese concepto de la libertad, de la práctica de la libertad del individuo, de la elección al grupo que quiere pertenecer, tiene mucho más que ver conmigo que la disección de una disciplina a la que no he pertenecido.

—Cuando publicó El hombre que amaba a los perros, dijo que era su novela más ambiciosa. ¿Ocupa Herejes ahora ese lugar?

—Posiblemente, sí. Porque en El hombre que amaba a los perros tuve muchas dificultades para poder hacer una investigación que me era esquiva porque no la tenía a mano, no La tenía en Cuba. Tuve que venir a España y comprar muchísimos libros, trabajar en la Biblioteca Nacional, ir a Miami a tratar de enterarme cómo había funcionado aquello, buscar archivos que andaban medio perdidos. Tuve mucha gente que me ayudó en esa misión.

En Herejes la dificultad fundamental estuvo en cómo enlazar a través del tiempo una actitud tan relacionada con la condición humana como el deseo de libertad. Ningún hombre renuncia a su libertad por voluntad propia. La condición humana se opone a eso. Y, por lo tanto, tuve que hacer una reflexión muy profunda y la novela, la estructura, los personajes, la dificultad con una información que es asequible pero es muy compleja, creo que le dio ese nivel de ambición.

Te digo que es muy difícil, aunque es muy compleja, porque todos sabemos quiénes son los judíos, pero saber exactamente cómo es el pensamiento judío es muy complicado. Todos hemos visto en un museo los cuadros de Rembrandt, pero saber cómo pintaba Rembrandt resulta muy complicado. Y también entender cómo las pertenencias a determinados clanes, tribus, grupos, de alguna manera pueden convertirse incluso en grupos donde se proclama la libertad en cárceles para los individuos.

—Usted vive en Mantilla, a las afueras de La Habana. Ahora que tiene nacionalidad española, ¿se plantea quedarse en este país?

—Siempre uno tiene el sueño de vivir un tiempo en otro sitio que no sea el propio. A mí, cuando terminé la Universidad, me hubiera encantado haber venido a vivir tres, cuatro años a España, irme a Francia, irme a Alemania, Grecia. Me interesa Europa. Yo soy un hombre occidental. Y no lo pude hacer. Era imposible económica y socialmente en Cuba. Si no venías en función de trabajo, no podías hacerlo.

Ahora tengo el pasaporte español y pudiera hacerlo, sin embargo tengo un impedimento muy grande y es que el lugar donde mejor escribo es en Cuba, en mi casa, en mi estudio. Porque yo soy un escritor cubano. Y puedo venir a vivir a España. Estamos hablando, nos entendemos, podemos ser amigos, pero cuando tú me hablas de tu afición por el Betis o por el Sevilla, empiezas a hablarme de algo que no me pertenece, y a mí me pertenece la afición a un equipo de béisbol que se llama Los Industriales. Y eso es una cultura. Y un escritor pertenece a una cultura.

Herejes es, en realidad, tres historias que se superponen y que transcurren en Ámsterdam, en la década de 1640; la segunda transcurre en La Habana en 1939 y Miami en 2005; y la tercera también en La Habana entre 2005 y 2008. ¿Le costó montar la arquitectura de la narración?

—Fue difícil. Sobre todo decidir en qué sitio iba cada historia, porque la información se dosificaba pero también los estilos literarios se alternaban. Y por lo tanto, creo que haber tomado la decisión de empezar por el medio, seguir por el principio, terminar en el final, pero que no es el final –el final está más allá todavía en el Génesis-, creo que me ayudó mucho a poderle dar la forma definitiva a la novela.

—Pero Herejes es, sobre todo, una novela sobre el dolor, sobre la búsqueda de la libertad individual, sobre el precio que se paga por ello.

—Sí. Como tú decías, hay sociedades, Ámsterdam del XVII, o como pudo haber sido para los judíos esa Cuba de los años 40, mientras estaban muriendo en el Holocausto, había judíos en Cuba que se sentían que habían encontrado un lugar en el cual no sufrían ninguna discriminación, ninguna persecución, o la Cuba socialista actual, donde hay personas que no quieren pertenecer, no quieren obedecer, no quieren ser parte de la masa. Aunque esa masa sea pequeña, sea reducida. Y eso puede provocar un gran dolor.

En esta novela hay un episodio muy lamentable y vergonzoso de la historia de Cuba, que fue el de la negación del permiso de entrada de los judíos que venían en el barco Saint Louis. Se pudieron quedar en Cuba alrededor de 20, 900 regresaron a Europa y la mitad murieron en el Holocausto. Pero también hay otras historias, como la matanza de judíos en Polonia en el siglo XVII, que se considera la mayor antes del Holocausto. Y sí. Es una historia que tiene que ver mucho con el dolor y cómo el hecho de pertenecer a un grupo puede convertirse en una condena para el individuo.

—Encontramos en esta novela a un Mario Conde que ha ido envejeciendo con usted. Más cascarrabias, más cínico, desengañado, “un comemierda con dos doctorados”, como él se define. ¿Se ha ido transformando, sin pretenderlo, en su alter ego?

—De alguna manera, es mi mejor forma de expresar la realidad cubana contemporánea. Yo trato de que mis novelas, sin convertirse en documentos locales, tengan un componente local. A la hora de revelarlo, Mario Conde me es muy útil, porque yo le puedo transmitir mis conocimientos y mis desconocimientos, y de esa manera funciona bastante bien para poder armar la novela.

—El libro muestra la situación de Cuba y la desesperación de los cubanos. ¿Cuántos sueños de futuro acariciados por la generación de Mario Conde “se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida”?

—Muchísimos sueños. Mi generación en los años 80, en su momento de que empieza a ser una generación madura, cuando tenemos alrededor de 30-35 años, soñó con un futuro. Era un futuro chiquitito, no era un futuro ambicioso. Tener un apartamentico, que por el trabajo nos asignaran un automóvil soviético, tal vez viajar a la Unión Soviética o a la República Democrática Alemana. Coño, si tenías suerte, viajar a España, a Canadá, a México. Vivir con tu salario. Fumar tu cigarrito. Tomar tu ron. Y todo eso a partir del año 90 se derrumbó. Se derrumbó y caímos en una vida de supervivencia en la que además éramos los responsables de la supervivencia de nuestros hijos. Porque es el momento en que los hijos de mi generación son pequeños o están naciendo. Y fue una lucha a brazo partido por la supervivencia tan fuerte que muchas personas optaron por irse de Cuba y otros definitivamente, creo yo, se frustraron.

—El libro muestra también la persecución y las matanzas de judíos en el siglo XVII, fruto de una exhaustiva investigación, incluso ha utilizado documentos históricos de primera mano.

—Sí. A mí siempre, y es muy evidente en La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros o ahora en Herejes, me gusta hacer investigaciones profundas, exhaustivas. Y tengo últimamente una especie de temor y es que me gusta tanto investigar, como escribir. Disfruto tanto el proceso de investigación como la escritura, porque soy muy curioso.

Soy un hombre que no me considero suficientemente culto o enterado, y estudiar, conocer, me satisface muchísimo. Por ejemplo, está ese fenómeno histórico. Pero está la técnica pictórica de Rembrandt. Yo tuve que aprender cómo Rembrandt pintaba, estudiándolo en los libros, hablando con pintores en Cuba que tienen una formación académica muy sólida, sobre todo mi amigo Arturo Montoto, que me ayudó muchísimo en comprender todo este fenómeno de los materiales, de conseguir los efectos de la luz, el uso de la oscuridad como un elemento dramático. En fin, que la investigación es una parte tan importante de mi libro como el propio acto de escribirla.

—Rembrandt es el personaje que no está siempre pero que recorre todo el libro. ¿Qué le atrajo del pintor?

—Me atrajo su sentido de la rebeldía. Rembrandt pudo haber sido un pintor de gran éxito económico, en un momento lo fue, y en un momento dejó de serlo. Porque optó por la libertad antes que por la comodidad económica, aunque siempre como hombre que buscó ganar dinero. Lo necesitaba. Además, lo gastaba de manera bastante poco racional. Compraba muchas cosas que, a veces, ni siquiera necesitaba.

Pero ahí está esa rebeldía de Rembrandt, esa capacidad de renovar y de completar la pintura del Barroco. La pintura del Barroco termina con Rembrandt, y ahí no hay nada más que hacer. Y es un hombre que le da un sentido de realidad a la pintura del Barroco que yo únicamente encuentro con esa maestría en tres pintores: En Caravaggio, en Velázquez y en Rembrandt.

—Este inmenso trabajo de documentación histórica, sin embargo, no le ha alejado de la pretensión de conseguir una estructura compleja con saltos temporales y con una tensión narrativa que se sostiene con una escritura cuidada y exigente, en la que tampoco falta el humor.

—Yo traté de que esta novela se moviera como los carros de caja mecánica en tres velocidades. Está la novela barroca en la que cuento la parte de Rembrandt con un estilo, un lenguaje, un tempo muy peculiar, muy propio. O por lo menos que trata de reflejar el espíritu de su época.

Otro tempo que es la historia de Daniel Kaminsky en el que lo oral de una narración, que se va construyendo en la medida en que se va evocando y se va contando, construye la historia. Y una parte muy coloquial, que es la parte cubana, donde la novela está escrita en cubano, los personajes hablan en cubano, reflexionan en cubano y hay un movimiento con el lenguaje mucho más dinámico que en las partes anteriores, pero que cada uno responde al espíritu de la época a la que pertenece.

—Hablábamos del humor en su novela. Es decir, del humor cubano, que tiene unas características muy concretas, sobre todo en el último tramo de la novela.

—Hay varios teóricos que han hablado sobre este tema, que tiene una definición muy importante, que es el llamado choteo cubano, que es esa capacidad del cubano de mofarse de todo, de burlarse de todo, incluso de las cosas más serias.

Posiblemente, en los 50 años de revolución, el protagonista de más cuentos y chistes de humor en Cuba haya sido Fidel Castro. Y la gente hace de todo lo que le rodea, incluso de lo más dramático muchas veces, hace un juego de humor. Porque creo que el humor es una forma de defenderse de las agresividades de la sociedad. Ustedes los españoles son más agresivos en el humor. Nosotros los cubanos somos como más condescendientes con nosotros mismos y con los otros que nos rodean.

—Sorprende en su libro la presencia de comunidades judías en Cuba, pero sobre todo el descubrimiento de esas tribus urbanas que describe en la última parte de la novela.

—En Cuba en los primeros 50 años del siglo XX se fundó una gran comunidad judía en varias oleadas. Vinieron oleadas de judíos de distintas partes del mundo. Judíos que vinieron de Norteamérica, judíos que vinieron de Turquía en la época de las guerras de los Balcanes. Después judíos que venían de distintas partes de Europa: Polonia, Alemania, Austria, en fin. Y se formó una gran comunidad judía que el único episodio de discriminación resultó el peor de los posibles que fue este suceso alrededor del barco Saint Louis.

Esa comunidad hoy es poco conocida porque emigró de Cuba en un 80% de sus miembros al principio de la revolución. La mayoría de ellos vivían del comercio y decidieron que se iban de Cuba. Y muchos de ellos decidieron ir a Miami Beach, refundaron esa comunidad judía, junto al punto de que se hacen llamar hebreos cubanos. Siguen sintiendo una pertenencia a Cuba.

Con respecto a las tribus urbanas, son una respuesta a ese cansancio de una realidad socialista que pretendió que todos fuéramos absolutamente iguales, que hizo propaganda del igualitarismo, pero que no convenció a los jóvenes. Una sociedad que hoy mismo está desmontando el igualitarismo que una vez trató de fundar. Y es la manifestación de que Cuba está más cerca del mundo, está más cerca de la modernidad a pesar de todas las montañas que se levantaron y a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron en el sentido mental para tratar de homogeneizarnos.

—Cómo ve la sociedad cubana a estas tribus. En otros años, como usted cuenta, la represión fue demoledora contra los diferentes en Cuba, por “exhibir inclinaciones hippies, creer en algún dios o tener el culo alegre”.

—La sociedad los va aceptando, pero lo más importante es que a ellos no les importa si la sociedad los acepta o no. Ellos están cumpliendo con su deseo y eso me parece que es un acto de libertad muy importante.

—La literatura policial nos muestra hoy, mejor que otros géneros, la vida que vivimos y además está escrita con voluntad de estilo, como es su caso, o el de Élmer Mendoza en México. Sin embargo, sigue estando infravalorada.

—Yo creo que a la academia siempre le cuesta mucho trabajo evolucionar. Es muy conservadora. Tú lo sabes porque eres académico. La academia es muy conservadora como conjunto. Puede haber individualidades que pueden estar mucho más al día en las evoluciones y todavía cuesta trabajo que consideren a la novela como parte del mainstreaming de una cultura, de una literatura. Y me parece que la novela es la forma de novela social de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Es decir, nosotros somos los Balzac de esta época.

—¿La gran utopía del siglo XX, que fue el socialismo, vuelve a tener sentido ahora que la crisis nos ahoga?

—Yo creo que la utopía siempre tiene sentido, porque es el deseo del hombre de construir o de encontrar un mundo mejor, y creo que la enseñanza brutal del fracaso de un modelo capitalista descontrolado nos obliga a pensar en la necesidad de refundar muchísimas cosas. No se le puede llamar comunismo, no se le puede llamar socialismo, porque incluso los nombres a veces se pervierten y pierden su naturaleza. Pero hay que encontrar la forma de que la sociedad sea más justa y de que las personas tengan no solamente los mismos derechos sino las mismas oportunidades. Porque de las oportunidades que tengan las personas dependen sus derechos.

—En América Latina, por ejemplo, movimientos de izquierda están recuperando esta conciencia perdida con transformaciones económicas y políticas. ¿Da esperanza?

—Yo creo que sí. Pienso que, a pesar de que América Latina es un continente donde hay una convulsión social y política constante, creo que, por ejemplo, lo que se ha logrado en la lucha contra la pobreza en países como Ecuador o Brasil es una esperanza real para un posible modelo que no tiene que ser el modelo brasileño o el ecuatoriano, pero sí de cómo es posible una redistribución de la riqueza que signifique una redistribución, vuelvo y te repito la palabra, de las oportunidades de los individuos.

—Junto con su esposa Lucía, prepara una posible adaptación de las novelas de Mario Conde para una serie de televisión. Cuénteme.

—Es un proyecto de un productor alemán que se llama Peter Madermann, que trabaja para una productora importante que ha hecho series en los países nórdicos y en Alemania de mucho éxito y que está trabajando junto a Gerardo Herrero, de Tornasol. Y el propósito es, de momento, con las cuatro primeras novelas del Conde hacer una serie de ocho capítulos. Estamos trabajando en los guiones y ahora, como es lógico, en Europa el próximo paso y el que va a ser decisivo es conseguir dinero.

—Veinte años de trabajo periodístico y literario, con penurias económicas, comentarios cargados de resquemores, silencio en algunas instancias y críticas de compatriotas en Cuba y Miami. Duele pero resiste.

—A veces es doloroso cuando uno siente que son injustas, cuando te piden que tú hagas lo que otras personas son incapaces de hacer, cuando no reconocen tu espacio, cuando sientes que detrás de las críticas está la envidia, que es un mal nacional cubano bastante profundo y arraigado, y sobre el cual hay una reflexión en la novela. Pero resisto porque, en definitiva, estoy haciendo mi trabajo y he tenido la enorme fortuna de que mi trabajo haya tenido una proyección internacional que me haya permitido vivir de mi trabajo y porque mi trabajo me gusta muchísimo hacerlo.

—Recoge en su libro una frase Carpentier: “Si un país o un sistema no te permite elegir dónde quieres estar y vivir, es porque ha fracasado. La fidelidad por obligación es un fracaso”. ¿Eso es Cuba hoy?

—Es cualquier parte del mundo. Yo creo que la fidelidad debe ser parte de las elecciones del individuo. Yo soy un hombre especialmente fiel. Tengo una relación de fidelidad con mi esposa, con mis editores, con mi equipo de béisbol, con mi barrio. Respeto mucho el sentimiento de fidelidad, pero cuando la fidelidad es inducida u obligada se desnaturaliza y conduce a cosas que son completamente lo contrario de lo que debieron haber sido.

—Escribe de los jóvenes: “… la cosa es que esos muchachos no creen en nada porque no encuentran nada en qué creer”. ¿Ese vacío condicionará el futuro de Cuba?

—Va a influir. No sé si lo condicionará, porque es un vacío que incluso se está convirtiendo en un vacío físico. Muchos jóvenes bien preparados se están yendo de Cuba, están saliendo del país. Es una sangría enorme. Ustedes en España están pasando por un proceso similar. Es decir, que no te estoy hablando de algo planetario. Te estoy hablando de algo muy cercano y creo que la falta de credibilidad de esos jóvenes en los proyectos de estos colectivos es algo que nos va a afectar mucho en el futuro.

—Cierra su libro con esta frase: “… lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección… Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte”.

—Eso lo dice el narrador, lo piensa el Conde y lo pienso yo (ríe).
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Sábado

Es sábado. Pero eso bien poco importa. Coge un libro y lee media hora. Después métete en la ducha veinte minutos. Que el agua te borre los grumos de la memoria y te dulcifique la mirada. Vístete informal y cómoda. Después baja a comprar el periódico. Siéntate en una terraza con el sol tibio de la primera hora de la mañana. Mientras lees el periódico, pide un desayuno copioso, o suficiente, al gusto. Después anda, no demasiado. Te sonará el móvil. Siempre hay alguien que no sabe qué hacer a esas horas. Responde mecánicamente, sin exponer tu alma en la empresa.

Piensa qué te gustaría hacer hoy. Si has decidido llamarme, hazlo. Proponme algo indecente. No sé: comer juntos, acercarnos a la playa, pasear por el centro de la ciudad y comprar unos cedés. Más tarde, ya algo cansados de deambular sin sentido, me pides que vayamos a tu apartamento. Tú, tranquila: te diré que sí. A partir de ahí, el orden del día se puede improvisar. Tampoco se ha de ser tan exhaustivo en el itinerario de estas excursiones. Después de todo, ya sabes que acabaremos en la cama, con un vaso de whisky y planificando proyectos inútiles. Inevitablemente, es lo que tienen los sábados. Al final, todos son iguales.
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viernes, 29 de noviembre de 2013

Hay días

No sería descabellado aventurarse a afirmar que el hombre es tonto por naturaleza. Eso sí: los hay más y los hay menos. Como en los supermercados, pero sin precio. Este hombre ve a una mujer perfecta (físicamente, claro, pues no la conoce). En vez de emplearse en conquistar y regocijarse en sus encantos, aprieta el vaso de gin tonic como quien se agarra a la barra perpendicular del autobús. La mira y no determina qué acción llevar a cabo que le sitúe en una posición de ventaja respecto al objetivo que persigue. Como lo tiene claro, opta por pedir otro gin tonic.

El alcohol le hace ver claro, pero todos sabemos que no es así. Cambia de posición, atraviesa el salón, se sitúa junto a la barra. Desde este ángulo gana en perspectiva, aunque no en proximidad. Pide otro gin tonic, para refrescar las ideas. Es el momento de improvisar el ataque retórico: frases sueltas, con chispa, que apresen a la víctima como el anzuelo al pez. Por ejemplo. Se decide a dar un paso adelante, pero antes opta por llenar el vaso. Cuando se da la vuelta esa mujer de rasgos perfectos e insinuantes habla con otro hombre.

Él no sabe de dónde ha podido surgir ese enemigo que le enturbia la estrategia y le puede hacer perderse en la guerra. La mujer sonríe, besa a ese hombre –a quien se supone que antes no conocía-, le abraza, intercambian algunas palabras. Ella coge el abrigo y se dispone a marcharse con el hombre ya mencionado. Al salir del local, ella tropieza intencionadamente contra nuestro hombre que bebe el gin tonic, derrama el contenido en su camisa impecable y el vidrio se estrella contra el pavimento con un sonoro chasquido de fracaso.

Ella le pide perdón sonriendo, y le dice con doble intención (la intención la interpreta él mismo): Son cosas que suelen ocurrir. Después, ella sale con el hombre que la acompaña, y él pide otro gin tonic. Hay días que es mejor no salir. O no beber, piensa también.
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¿Adónde?

Queda siempre la esperanza de que ella pueda cambiar, de que mire hacia atrás y vea el fango del camino, de que vuelva la vista y de pronto el paisaje le cambie el color del futuro. Queda siempre esa posibilidad, pero nada más mira adelante, hacia donde sus pasos la llevan y donde sus pies están. Solo está su camino y sus pasos lentos y torpes, armónicamente descompensados con su mochila al hombro, que le curva la espalda y le hace bajar la mirada inexorablemente. Y es ahí donde el camino se torna monótono, y las piedras se parecen inmerecidamente unas a otras como si el mismo escultor las hubiese acomodado al mismo camino. Ella anda sin preguntar, sin dirección alguna, y cuando es de noche se cobija en cualquier fonda. Su corazón está hecho de estancias en habitaciones alquiladas. Cualquier día, igual interrumpe la marcha. Pero nunca sabrá por qué. A ella tampoco le preocupa. Y quienes la esperamos aquí, quizás ya cansados, emprendamos otro rumbo sin ella. Sin saber tampoco adónde.
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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Mirarte

Ahora sé que, convencida, te quisiste quedar. Esperé, durante un tiempo, tu posible partida. Es lógico que lo pensara. Siempre fui un nómada en estas cosas del amor. No era desconfianza. Muy al contrario, cuando alcanzas a entender la naturaleza humana, terminas justificando todos los actos. Aunque los ejecuten contra uno mismo. Así que es lógico que un día cogieras las de Villadiego. Pero no. Te quedaste a mi lado, como quien espera un milagro imposible. Al final, me acostumbré a tu presencia de criatura discreta e imprescindible. Ahora, cada vez que vuelvo, te veo mirando el paisaje desde la terraza. No te digo nada. Te ofrezco un vaso de vino. Y tú avanzas tu mano derecha para coger el cristal. Sonríes. Yo oteo el paisaje, pero no veo nada. No puedo dejar de mirarte.
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Hablando en sueños

Estás a mi lado cuando no te veo. Y cuando quiero verte, te has ido. Cuando te sueño tal vez estés con otro y cuando despierto no te necesito. Vienes y vas, y no me importa. Pero si te quedas sentada a mi lado, me inquietas. Pero también desespero cuando te busco y no te encuentro. Y cuando te hallo, siento una paz prescindible. Quiero que te quedes y que te vayas al mismo tiempo. Si te quedas, moriremos de desidia. Si te vas, me moriré de inanición. Mientras resuelvo este galimatías, sal un rato. Pero vuelve pronto, antes de que ande más confundido. Al menos soy consciente de mis contradicciones. Tú también las tienes, aunque las callas. Lo sé, porque te oigo hablar en sueños.
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martes, 26 de noviembre de 2013

Poniatowska

Durante años busqué en todas las librerías un libro que no me dejaba dormir en paz: La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. En uno de mis viajes de México logré localizarlo: solo quedaba uno en la editorial. Después sospecho que lo habrán reeditado alguna vez. El libro cuenta la represión llevada a cabo por el presidente Gustavo Díaz Ordaz en 1968. Todavía hoy la cifra de muertos en aquella matanza en la que fallecieron sobre todo estudiantes nadie la ha podido concretar.

El libro es una narración coral, en el que la autora presta la voz a los estudiantes y maestros presos en la cárcel de Lecumberri (donde anduvo preso también Álvaro Mutis), pero también recoge frases publicadas en la prensa, eslóganes de las pancartas, grafitis, gritos que coreaban los manifestantes. Todas las voces que ninguna memoria hubiera podido alojar en su seno están recogidas en este volumen. Sorprende la generosidad de su autora, que apenas habla en este libro, o bien dicho de otro modo, ella habla por todos porque fue quien recogió en estas páginas la voz de todos aquellos que se quedaron sin palabra. Como bien ha escrito Rosa Beltrán, Poniatowska es una de las autoras pioneras en la inclusión de la oralidad y la transtextualidad mucho antes de que estos términos fueran adoptados y puestos en valor por la academia.

Hace un par de años la conocí cuando vino a España a presentar su novela Eleonora, en la que dibuja con trazo melancólico y seguro la vida de la pintora inglesa Eleonora Carrington. Era una anciana guapa y pulcra, con una sonrisa inevitable que contagiaba a todos, menuda y elegante, con un pelo blanco y desordenado a su antojo. La Poniatowska mantenía una estrecha amistad con la Carrington, de la que decía que era muy mal hablada –lo decía riendo-, y a la que le encantaba el pastel de chocolate y de vez en cuando tomar un “tequilita”.

Leonora tenía entonces 95 años y vivía en México. Le pregunté por su estado. Y Leonora me dijo: “Voy a verla cuando regrese a México, pero sí, cuando yo me fui, la vi un día antes de tomar el avión y sí sentí que había dado un bajón, que no estaba tan bien como antes”. No sé si llegaron a verse. Un par de semanas después, esa inglesa mal hablada falleció. Ahora a Elena Poniatowska le han concedido el Premio Cervantes. Leo su dedicatoria, donde me escribe su dirección y su teléfono. “Si te pasas por México, hazme una visita”, me dijo. Claro que lo haré. Solo por haber escrito La noche de Tlatelolco –un título que nunca logro memorizar- se merece un reconocimiento como el Premio Cervantes, una razón justa para que con él la memoria colectiva no se atreva a olvidar a todos los muertos y reprimidos en la noche de Tlatelolco.
PARA LA FOTO
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