Se disponía a despedir el año, cuando sonó el móvil. Se disculpó. No podría asistir a la fiesta porque le abrumaban tantos compromisos, los bullicios repetidos y el champán burbujeante de nuevo. Se vistió con sus mejores galas. No descuidó las perlas ni el diamante. Como si aquel encuentro con ella misma fuera el más trascendente de su vida. Después se sentó sola a la mesa. Vertió vino en la copa y se dispuso a brindar sin palabras. Se rió de sus ocurrencias, pero no le disgustaron. Cuando sonaron las doce campanadas, prefirió tomar las uvas ya fermentadas. El mundo le pareció volátil por unos segundos y la sensación nueva de querer cambiarlo todo no le desagradó en absoluto. Cuando amaneció, ya llevaba unas horas durmiendo. Confortablemente sola.
martes, 31 de diciembre de 2013
Mirando sin ver
Después de todo, no vale la pena esperar. Casi mejor, subir al autobús. La ciudad pasa inadvertida a sus ojos, pero está ahí, aunque no la vea. Él va sentado, mirando sin ver. Lo hace a menudo. Se queda mirando al horizonte, aunque no haya horizonte. Pero se queda así. Sin más. Desde pequeño lo hace. Se queda como con la cabeza vacía o pensando algo o recordando cualquier cosa, pero no recuerda nada ni ha pensado nada. Tampoco suele hacerlo. Así lleva años. Todos los de su vida, prácticamente. Tampoco le importa.
Ahora recorre la ciudad subido a este autobús. El autobús está vacío. A esa hora, cualquiera anda en su casa, o en cualquier otra parte. Menos metido en un autobús, claro. Pero él es así. Se queda como lelo mirando a cualquier parte o pensando en cualquier cosa o en nada. Nadie supo nunca qué hace cuando mira. Así que lo hemos dejado de por vida con él mismo. Y no resuelve. Lo peor es que no resuelve. Se sume en sus divagaciones y se queda ahí metido. El mundo para él no existe. Nosotros no existimos.
Se le ve feliz, eso sí. Es lo único que nos tranquiliza. Nos gustaría despertarlo, decirle vuelva a este mundo. Pero tal como está este mundo, igual mejor que siga metido en sí mismo. No hace daño a nadie. Todos los días sube al autobús, recorre la ciudad, sentado siempre en el mismo asiento, a la misma hora, solo, como siempre está. Y vuelve con la mirada extraviada, como si hubiese estado visitando el cielo.
Ahora recorre la ciudad subido a este autobús. El autobús está vacío. A esa hora, cualquiera anda en su casa, o en cualquier otra parte. Menos metido en un autobús, claro. Pero él es así. Se queda como lelo mirando a cualquier parte o pensando en cualquier cosa o en nada. Nadie supo nunca qué hace cuando mira. Así que lo hemos dejado de por vida con él mismo. Y no resuelve. Lo peor es que no resuelve. Se sume en sus divagaciones y se queda ahí metido. El mundo para él no existe. Nosotros no existimos.
Se le ve feliz, eso sí. Es lo único que nos tranquiliza. Nos gustaría despertarlo, decirle vuelva a este mundo. Pero tal como está este mundo, igual mejor que siga metido en sí mismo. No hace daño a nadie. Todos los días sube al autobús, recorre la ciudad, sentado siempre en el mismo asiento, a la misma hora, solo, como siempre está. Y vuelve con la mirada extraviada, como si hubiese estado visitando el cielo.
lunes, 30 de diciembre de 2013
Al otro lado de la puerta
Llamaste a la puerta, aun cuando tenías llave para entrar. Lo siento, dijiste. No dijiste hola, me alegra verte. Solo dijiste lo siento, tantos años después. Como si el tiempo pudiera borrarlo todo, o detenerlo todo, o volverlo todo a un espacio pretérito que ya ni recuerdo. Me fui, dijiste, no sé bien por qué. O lo sé y no sé decírtelo. No importa, te dije, y si me importó, ya lo olvidé. Tú insistías en que no podría perdonarte nunca, que lo que hiciste no se debe hacer, así, sin más, salir corriendo, salir de una vida para ir a otra, o ir a ninguna parte. Volví a decirte que no importaba, que el tiempo pasó, que todo está olvidado.
Pensabas que estaría triste como un gato moribundo, pero me encontraste con los labios alegres y una vida desahogada, con los ojos libres y el corazón encaprichado por cosas nimias que me hacían feliz. No podías comprender que todo fuera distinto, tan diferente que yo era otro que no conocías. Yo sí te conocía a ti, porque no cambiaste en todos estos meses. Venías con la vida que un día dejaste, pero esa vida ya no existe, si es que un día existió. Y si existió, se quemó con todo lo demás. De entonces, ya no queda nada, apenas leves recuerdos que no ayudaron en nada a construir el futuro.
Un día los recuerdos se fueron, le dije, se esfumaron. No tuvimos que hacer mucho esfuerzo. La visa te lleva y te trae, y de un día para otro estás en otro lugar haciendo otras cosas que nunca imaginaste. Eso debe ser la vida, he pensado muchas veces. Estar de allá para aquí sin saber por qué ni hasta cuándo, y de un momento para otro todo cambia así porque sí, sin que tú hagas nada, igual que la tarde se va poniendo y deja paso a la noche. Es igual. Tú te estás quieto, sin decir apenas nada, sin querer nada mejor para ti. Pero he ahí que alguien se acerca y te abraza sin que tú se lo pidas, pero se lo agradeces.
Y después se va quedando en tu vida, sin tú quererlo ni despreciarlo. Sencillamente va sucediendo, ocurre. No sabría decirte. Se queda en tu vida hasta que es parte de tu vida. Y más tarde, sin que te des cuenta, los recuerdos se desvanecen y tu otra vida, si lo era, se va difuminando y te arrastra allá donde la felicidad se parece a un café caliente, a un amanecer claro, a unos ojos que nunca dejan de mirarte. Es difícil decirlo, pero ahí dejé de quererte, sin que yo pusiera nada de voluntad ni de riesgo. Ella vino como un viento liviano y borró los malos recuerdos. Se vive bien sin esos recuerdos, lo reconozco. Pero yo no lo quise así. Me dejé llevar.
La felicidad es lo que tiene, te transporta sin te que des cuenta, y tú te crees que todo seguirá igual, pero no, no es así. Un buen día despiertas, y ya no te quieres ir de aquí, quieres quedarte a su lado, donde antes estabas tú, ahí justo, justo donde la puerta se cierra y anuncia que al otro lado el mundo es menos acogedor que aquí adentro.
Pensabas que estaría triste como un gato moribundo, pero me encontraste con los labios alegres y una vida desahogada, con los ojos libres y el corazón encaprichado por cosas nimias que me hacían feliz. No podías comprender que todo fuera distinto, tan diferente que yo era otro que no conocías. Yo sí te conocía a ti, porque no cambiaste en todos estos meses. Venías con la vida que un día dejaste, pero esa vida ya no existe, si es que un día existió. Y si existió, se quemó con todo lo demás. De entonces, ya no queda nada, apenas leves recuerdos que no ayudaron en nada a construir el futuro.
Un día los recuerdos se fueron, le dije, se esfumaron. No tuvimos que hacer mucho esfuerzo. La visa te lleva y te trae, y de un día para otro estás en otro lugar haciendo otras cosas que nunca imaginaste. Eso debe ser la vida, he pensado muchas veces. Estar de allá para aquí sin saber por qué ni hasta cuándo, y de un momento para otro todo cambia así porque sí, sin que tú hagas nada, igual que la tarde se va poniendo y deja paso a la noche. Es igual. Tú te estás quieto, sin decir apenas nada, sin querer nada mejor para ti. Pero he ahí que alguien se acerca y te abraza sin que tú se lo pidas, pero se lo agradeces.
Y después se va quedando en tu vida, sin tú quererlo ni despreciarlo. Sencillamente va sucediendo, ocurre. No sabría decirte. Se queda en tu vida hasta que es parte de tu vida. Y más tarde, sin que te des cuenta, los recuerdos se desvanecen y tu otra vida, si lo era, se va difuminando y te arrastra allá donde la felicidad se parece a un café caliente, a un amanecer claro, a unos ojos que nunca dejan de mirarte. Es difícil decirlo, pero ahí dejé de quererte, sin que yo pusiera nada de voluntad ni de riesgo. Ella vino como un viento liviano y borró los malos recuerdos. Se vive bien sin esos recuerdos, lo reconozco. Pero yo no lo quise así. Me dejé llevar.
La felicidad es lo que tiene, te transporta sin te que des cuenta, y tú te crees que todo seguirá igual, pero no, no es así. Un buen día despiertas, y ya no te quieres ir de aquí, quieres quedarte a su lado, donde antes estabas tú, ahí justo, justo donde la puerta se cierra y anuncia que al otro lado el mundo es menos acogedor que aquí adentro.
sábado, 28 de diciembre de 2013
Un sueño ajeno
Cuando despertó, no se encontraba en su cama, ni reconoció a la mujer que dormía a su lado. Aquella tampoco era su habitación. Se asomó a la ventana y se sintió fuera de lugar. Bajó a la calle y recorrió varios kilómetros, pero se sintió extranjero en una ciudad que no lograba identificar. No supo cómo pudo suceder. Subió de nuevo al apartamento donde dormía aquella mujer. De repente, lo entendió todo. Habitaba un sueño que no era suyo; es decir, un sueño que nunca él pudo haber soñado. Se metió de nuevo en la cama e intentó dormir sin conseguirlo. Cuando lo logró, creyó que volaba por encima de la ciudad. Desde entonces, no sabemos nada de él. Como diría Machado: quién sabe si despertó.
viernes, 27 de diciembre de 2013
Sin perdón
Llovía cuando amaneció. Así que optó por encerrarse en casa todo el día. Le aburren las fiestas y los bullicios de estos días. Nada le indigna más que la alegría colectiva, porque ve en esa actitud solidaria un tamiz de escena falsa, un olor de obligada respuesta positiva. Él sabe, como todos, que los tiempos no están para bailar en torno a la danza del fuego. Hay una tristeza enquistada en los rostros que no es maquillaje de algarabías, sino rasgos fisionómicos que se adhieren a la piel y son ya la misma piel. Hay en toda esta improvisación de la alegría un ingrediente que no hemos echado: unas pócimas de indignación, unas gotitas de asco, tres cuartas partes de furia, un cuarto de concienciación frente a cuanto ha ocurrido y cuanto nos puede ocurrir aún.
Ahora, sí. Alcemos la copa y brindemos por que el próximo año nos traiga la luz necesaria para identificar a los responsables de la infamia que nos carcome. Detrás, ya hay una puerta abierta para irlos echando a empelladas. Faltan nuestros brazos y, sobre todo, la voluntad para parar estos azotes que nadie merece. Esto se tiene que acabar. Cueste lo que cueste. La mordaza que se la pongan ellos en los huevos. Sin perdón.
Ahora, sí. Alcemos la copa y brindemos por que el próximo año nos traiga la luz necesaria para identificar a los responsables de la infamia que nos carcome. Detrás, ya hay una puerta abierta para irlos echando a empelladas. Faltan nuestros brazos y, sobre todo, la voluntad para parar estos azotes que nadie merece. Esto se tiene que acabar. Cueste lo que cueste. La mordaza que se la pongan ellos en los huevos. Sin perdón.
jueves, 26 de diciembre de 2013
Tendido en el sofá
Estaba tendido en el sofá. Ella se sentó a mi lado. No me dijo nada. Me miró, eso sí, como si con su mirada lo dijera todo. Dejó un paquete pequeño envuelto en papel de regalo sobre la mesa. Después me besó. Me olió a despedida. El año echaba anclas en un temporal desaforado. No le dije nada. Ella deslizó la maleta por el parqué y abrió la puerta. Antes de salir, me miró. Yo estaba de espaldas. Seguía tendido en el sofá. Pero adiviné su expresión de extravío. No me dejaba por otro hombre. Lo hacía porque certificó que yo la engañaba.
No tenía ganas de irse ni de quedarse. Qué podía hacer yo. La amé como a ninguna otra mujer. Pero nunca he logrado deshacerme del vértigo que provoca una aventura. No es nada nuevo. Ella pensaba que lo podría superar. Y yo intenté sobrevivir con ella entre estas cuatro paredes. Pero la calle me puede. Es como la llamada de la selva. Oigo los aullidos de las lobas solitarias que reclaman un revolcón. Cuando cerró la puerta, sabía que ya nada sería igual. Yo sigo aquí tendido, atento por si suena el teléfono.
No tenía ganas de irse ni de quedarse. Qué podía hacer yo. La amé como a ninguna otra mujer. Pero nunca he logrado deshacerme del vértigo que provoca una aventura. No es nada nuevo. Ella pensaba que lo podría superar. Y yo intenté sobrevivir con ella entre estas cuatro paredes. Pero la calle me puede. Es como la llamada de la selva. Oigo los aullidos de las lobas solitarias que reclaman un revolcón. Cuando cerró la puerta, sabía que ya nada sería igual. Yo sigo aquí tendido, atento por si suena el teléfono.
Un cielo inmensamente azul
Después de todo, no le importó que aquella crisis financiera y económica lo hubiera masacrado sin piedad. Se dispuso a empezar el año con fuerzas renovadas. Y sabía que, ante todo, para intentar cambiar la vida, había que optar primero por trasformar su propia vida. No lo dudó. Rechazó de plano los lugares comunes, los valores vanamente aceptados como justos, las costumbres que solo conducían a la melancolía. Anuló visitas, rehuyó encuentros y proyectó un futuro a su medida. No rechazó la posibilidad de abandonar el país e instalarse en cualquier otra ciudad aunque no la conociera de antemano.
El mundo, a su edad, le parecía muy ancho y enigmático. Acaso vagar de uno a otro lugar no sería un mal destino. Dispuso un equipaje liviano y exigente: solo aquello verdaderamente imprescindible. Después salió de la casa. No se despidió de nadie. Para qué, se dijo. Pensando a dónde iría, comenzó a andar. Y no le importó que la mañana fuera fría ni que los vaticinios meteorológicos pronosticaran un diluvio sin precedentes. Mirando hacia adelante, el cielo le pareció inmensamente azul.
El mundo, a su edad, le parecía muy ancho y enigmático. Acaso vagar de uno a otro lugar no sería un mal destino. Dispuso un equipaje liviano y exigente: solo aquello verdaderamente imprescindible. Después salió de la casa. No se despidió de nadie. Para qué, se dijo. Pensando a dónde iría, comenzó a andar. Y no le importó que la mañana fuera fría ni que los vaticinios meteorológicos pronosticaran un diluvio sin precedentes. Mirando hacia adelante, el cielo le pareció inmensamente azul.
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