lunes, 15 de octubre de 2012

Perdón, pero ya no me quiero morir

El día en que decidió acabar con su vida, entró al bar que frecuentaba los fines de semana para tomar el penúltimo y último whiskys de su dolorida e ineficaz existencia. Estaba anocheciendo y el cielo, aún azul, mataba un atardecer rojo que se resistía a ocultarse del todo.

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La jornada había sido gris y monótona, acorde a como habían transcurrido las últimas semanas. Se aburría en el trabajo, el sueldo apenas le alcanzaba para pagar la hipoteca y la manutención, no gustaba a las mujeres que a él le gustaban ni podía presumir en su currículum de haber tenido una vida amorosa de galán de cine.

Ni tenía una gracia innata que magnetizara a las féminas ni sabía contar chistes que lograra arrancarles una carcajada. Son los genes, se decía a veces. No era alto ni bajo, ni trabajador ni holgazán, pero asumía sus responsabilidades sin desdén, era correcto en el trato, eficaz en las tareas domésticas, corto de miras y estrecho de bolsillo.

Podría decirse que la generosidad no era su fuerte. Pero eso sí, administraba la nómina con tal pericia que la crisis económica para él dejaba de existir cuando apagaba el televisor.

Había decidido que aquella noche sería la última de su vida. Antes de salir de la oficina había dejado una carta manuscrita en su mesa de trabajo para que los compañeros no se enteraran de su defunción por las esquelas. Vamos, que quiso tener un detalle con ellos aunque fuese póstumo.

Iba por el segundo whisky, el último según sus pronósticos, cuando se sintió sacudido por un empujón que casi le hizo tragar el contenido del vaso de un único y soberbio trago. Perdón, le dijo alguien.

Cuando se volvió vio a una mujer más joven que él, de una belleza inusitada, que él posteriormente calificaría de infarto, rubia de celuloide, al estilo de…, pero no recordó en aquel instante el nombre de ninguna actriz.

Montada en tacones de aguja era más alta que él, de piernas esbeltas, cintura de avispa, pechos los justos, labios moderadamente groseros, color cereza, mirada profunda y vertical, manos suaves como sábanas caras, uñas pintadas acorde con los labios y el traje.

Te invito a otro vaso, le dijo, a fin de cuentas fui yo quien te empujó. Aposta, añadió. Él abrió los ojos. Es broma, corrigió ella. Tropecé contigo porque he bebido demasiado. Ya sabes, dijo ella, lo de siempre, un hombre, un desengaño, la vida que es una mierda, los hombres que todos sois iguales. O sea, concluyó, lo de siempre.

Tu nombre, preguntó ella, porque de alguna manera te llamarás, digo yo. Guzmán, dijo él. Ese será tu apellido, corazón. No, es mi nombre. Mi apellido también es Guzmán. Una puñetera casualidad de la vida, explicó él.

Bueno, no entiendo nada, pero es igual, le dijo ella. Y le sonrió. Él vio entonces sus dientes blancos, escrutó sus ojos entreabiertos, olió su piel cansada de hembra frágil y experta, y optó, sin demasiadas cortapisas, a dejarse llevar a donde le corazón le llevara. Pero eso sí, se dijo para adentro a sí mismo, no olvides que hoy tienes una cita inaplazable contigo mismo. La cita última.

Vienes mucho por aquí, le preguntó ella apoyando su brazo en el hombro de él. Los fines de semana, solo los fines de semana. Yo nunca he entrado a este antro, le dijo ella, ni creo que vuelva a hacerlo.

Puedo besarte, le dijo ella, y le besó sutilmente, sin apenas rozar sus labios con los de este hombre que a punto estuvo de perder el equilibrio y el sentido común. Vámonos a otra parte, le insinuó al oído, aquí hay mucha gente para hacer contigo todo aquello que estoy maquinando hacer. Fue la primera vez en su vida que se dejó llevar como si un huracán le apretara los zapatos en dirección desconocida.

A la mañana siguiente no madrugó tanto como acostumbraba, se sintió cómodo en otra cama que no era la suya y el perfume de la mujer que dormía a su lado se le metió en la pituitaria para el resto de sus días.

Los compañeros le recibieron en el trabajo con preocupación, le dijeron que habían telefoneado a su casa y que nadie había descolgado el aparato, que habían leído su despedida manuscrita y que el desasosiego les había llenado el alma.

Él rompió la carta, dijo que se encontraba bien. En realidad, me encuentro demasiado bien, rectificó. Dijo que le perdonaran broma tan macabra y que no había de qué preocuparse, que la vida a veces te golpea con el rabo y otras te da sutilmente un beso en la comisura de los labios.

No vieron en su actitud un asomo triste de locura ni una locura desaforada, sino una sensación inexplicable de haber agarrado por fin la sartén de la vida por el mango y por muchos años.

Él no puso objeciones a los pensamientos confusos de sus compañeros, y se concentró en el trabajo con una felicidad que ya la quisiera cada uno de nosotros para cada cual. Después, llamó al periódico para anular la publicación de una esquela anticipada con el argumento definitivo de que había optado por prorrogar su vida un tiempo más.

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