jueves, 28 de agosto de 2014

Azul de mar

Lo vio sentado en la terraza, con el periódico desplegado que ocultaba su rostro. Pero en la pose, ella supo que era él. Se habían conocido muy atrás, cuando eran demasiado jóvenes para advertir de la pertinencia de los errores y de la perseverancia que el dolor arrastra con los años. Tenía el pelo cano, la mirada transparente de entonces, los mismos gestos que denotaban una templanza a prueba de bombas, pero también ese impulso incontenible que ella siempre echó en falta.

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Recordó un tiempo que ya se le borró de la memoria y que ella falseaba con escenas inventadas para esquivar los malos sueños. Se hubiera quedado allí todo el día, mirándolo sin más, sin decirle nada, pensando qué hubiera sido su vida con él si aquella tarde de verano no hubiese esquivado un encuentro irrenunciable y necesario. Ahora que lo miraba a una distancia prudente, intentó imaginar cómo sería su vida, pero no quiso verlo al lado de otra mujer, ofreciéndole esa sonrisa encapsulada que nunca olvidó.

Ahora podría dar un paso más, y otro, acercarse a él, preguntarle si la recordaba, si se acordó de ella todos estos años, mientras ella moría por haber estado a su lado cada hora, cada minuto, inevitablemente. Después, todos aquellos pensamientos se diluyeron, le parecieron absurdos. Miró al cielo y lo vio con el azul del mar, que es más oscuro y profundo, más enigmático. Le dio la espalda a aquel hombre y comenzó a caminar en cualquier dirección. Pensó que iba a lloviznar. En realidad, lloviznaba.
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miércoles, 27 de agosto de 2014

Peret: "No sé estarme quieto"

Ahora anda metido en el estudio de grabación preparando su último trabajo, un disco con canciones nuevas pero en el que también tendrán cabida cuplés y tangos, canciones que cantaba a los 12 años, cuando se inició en el mundo de la música. A principios de año publicará también un libro sobre la rumba catalana, un género que para él no es un palo “chico” del flamenco sino que hunde sus raíces en el rock.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Se llama Pere Pubill Calaf, pero todos le conocen como Peret. Nació en Mataró (Barcelona) hace 73 años. De éstos lleva 60 componiendo y cantando. Sus primeros éxitos son claros antecedentes de lo que después se llamó canción del verano. Serrat y Sabina le homenajearon en su última gira y ahora el padre de la rumba catalana llena conciertos con sólo gente joven. Viste chandal gris, calza deportivas y va tocado con una gorra negra. Las gafas de sol ocultan su mirada fija y serena. Su voz tiene más de predicador evangelista que de rumbero de éxito. Tiene barba de unos días y andares en los que los años y la enfermedad comienzan a hacerle estragos. Ya no hace el ventilador con la guitarra ni está de pie en el escenario durante todo el concierto. A veces se sienta mientras canta pero le sobra vida para rato. Mientras la tenga, al menos, no parará. Ése es su único secreto.

- 73 años. 60 dedicados a la música. Y está en sus mejores momentos.

- Creo que es el momento más importante de mi vida. A veces lo he dicho: “Esto que me está pasando a mí no me lo creo”. Porque a esta edad, conquistar a los jóvenes, no es nada fácil.

- A su edad podría vivir de las rentas, cantar las canciones de siempre, sin embargo investiga y renueva su repertorio. No le gusta quedarse quieto.

- No. No sé estarme quieto. Hay veces que sí. Hay ocasiones en que estoy en mi casa y viene un amigo y me dice: “¿No te aburres de estar mirando esta montaña?”, No, porque la montaña cada dos minutos es diferente. Cambia el sol, está nublado, no lo está. No me aburro, pero es que no sólo estás mirando la montaña, estás en silencio y estás aprendiendo y estás pensando cosas que, a lo mejor, si no estuvieran allí, no las aprenderías. El tiempo te enseña la naturaleza.
- ¿Qué tiene para conectar con los jóvenes a su edad?

- Nada. Si uno supiera, lo harías cuando te diera la gana. No soy pescador ni soy cazador de jóvenes. A lo mejor, quizás, lo que yo pienso también lo piensan ellos, aunque sea mucho mayor.

- Muchos grupos de pop y rock han popularizado la rumba catalana en los últimos años para acercarse a un nuevo público. ¿La rumba es una música comodín para otras músicas, útil para la fusión?
- Lo que puede hacer la rumba lo puede hacer el rock. Exactamente igual, porque el ritmo es el mismo. Si no hubiera existido el rock, no existiría la rumba catalana. La rumba catalana es el rock. Lo que ocurre es que dentro de esta rumba catalana hay diferentes formas de hacerlo o de expresarlo, pues la base viene del rock. Esto se puede combinar con muchas músicas, con casi todas las músicas. Quizás lo que es más difícil es el vals, pero “La lágrima” era un vals. Se puede combinar con todo.

- Ha dicho usted: “Hay por ahí muchos que dicen haber inventado la rumba y ni siquiera saben tocarla”.

- Sí, por su puesto, claro. Pero, bueno, la gente tiene que comer. Cuando vas y le dices algo, te dicen es que yo también tengo que comer. Sí, hombre, pero no muerdas la mano a quien te está dando de comer.

- ¿Cuántas veces ha repetido en su vida que es el creador de la rumba catalana?

- Unas cuantas, porque luchar contra una mentira… Yo estuve hace diez años retirado y en estos años pensaban que el muerto no estaba vivo, y entonces decían lo que querían. Se habían inventado un garrotín y después había venido la rumba. Y otros que la habían inventado ellos. Ahora para luchar contra esta mentira hay que traer pruebas, y esto es lo que he hecho yo: tener que demostrarlo.

- La historia que cuenta “El muerto vivo” ha aparecido muchas veces en la prensa, es como un tema recurrente. ¿Sabe si el muerto de esta canción está inspirado en un caso real?

- “El muerto vivo” no es un tema mío. Es una versión que yo hice de una música cubana y la transporté a la rumba catalana. Era un tema que había tenido muchísimo éxito y que ahora, aquellas cosas que ocurren, Serrat y Sabina la incluyeron en su repertorio, en su gira, y fue un éxito tremendo.

- Además de un éxito, también es un homenaje a usted.

- Exacto. A mí me han llamado de Argentina para decirme que Serrat y Sabina te están haciendo un homenaje aquí tremendo. Es verdad.

- Cuando descansa entre concierto y concierto, no lo hará para ver a la familia, porque suele viajar con buena parte de ellos.

- Ahora menos. Antes llevaba a casi todos, pero ahora menos.

- 60 años cantando y más de 700 canciones compuestas. ¿No le asustan los números?

- Es que no te das cuenta. Es como aquél que se saca un klínex y lo utiliza y lo tira y no pasa nada. Pero al cabo del tiempo aquello te agotaría. Esto se hace poco a poco, y cuando lo piensas, diez: “¿Todo esto he hecho yo?”. Sí, claro.

- Imagino que no se acordará de todas las canciones. Tal vez de alguna no dude si es suya.

- Fíjese. Me cuesta más recordar las del último disco que no las más antiguas. Por cierto, que aquellas se han cantado más veces y están grabadas. Sin embargo, las últimas son más difíciles.

- Prepara un libro que servirá, ha dicho, para “poner las cosas claras en su sitio”.

- Bueno, y para información, porque creo que la música de la rumba catalana necesita que se sepa lo que es. Por ejemplo, están hablando del ventilador como si uno aprende a hacer el ventilador éste y ya puede tocas rumba catalana. Yo no lo llevaré a éste conmigo. Tendrá que aprenderse todas las canciones que voy a cantar, porque cada canción tiene su ventilador. El libro hablará de la rumba catalana y también de la rumba flamenca.

- También prepara disco con temas nuevos y canciones que cantaba con 12 años. ¿Tiene ya el título?

- Ahora me meteré ya en el estudio a trabajar. Cuando son temas nuevos, la mayoría de las veces el título del disco lo pone el técnico. Habrá unas cuantas canciones que son cuplé. Hoy conocemos el cuplé de las folklóricas, de la bata de cola, pero hay un cuplé de los años 40 que era el de los hombres afeminados que sacaban unos trajes preciosos y cantaban unas canciones como si fueran dirigidas a una mujer pero que iban dirigidas al hombre, con unas letras fantásticas. Yo, en aquella época, cuando yo tenía 12 años, había cantado canciones de éstas, vestido de corto, de flamenco. Pues habrá alguna canción de éstas. Habrá algún tango y algo que yo he compuesto ahora últimamente.

- Un enfisema pulmonar le apartó de la música unos años. ¿La enfermedad le hace pensar en la vida?

- No pienso en la enfermedad porque la estoy viviendo. Y para muchos años que la pueda vivir. Mientras la pueda soportar. Lo que me da es ganas de trabajar. Yo siempre he tenido ganas de trabajar, pero quizás ahora tengo más ganas de hacer cosas porque crees que te queda menos tiempo, como es lógico, y quiero aprovechar ese tiempo, pero, vamos, todos tenemos que enfermar. Hay que aceptarlo. Y cuando son cosas, como en este caso, que no tienen solución, lo único que puedes hacer es cuidarte y olvidarte y cuando venga pues ya está.

- ¿La rumba catalana es la música gitana más urbana?

- La rumba catalana es gitana. No es flamenca, como algunos han pretendido. Tendrían que contar el porqué es flamenca, porque cuando yo puse las palmas en la rumba catalana los flamencos no hacían estas palmas. Cada cual hacía lo que le daba la gana. Entonces ha habido algún flamencólogo que no sé por qué ha pensado que la rumba catalana era un palo chico del flamenco. No. Yo diría que es un palo que ha dado muchísimo que comer a los flamencos.

- En la rumba catalana la letra cobra una enorme importancia. Tiene algo de guasa, surrealismo, incluso de denuncia. Es una manera de mirar la vida.

- Sí, vamos a ver. “Es diferente” es una forma de ver la vida. Es preferible reír que llorar. No es mía esta frase. Esta frase era de un joven que estaba en el manicomio porque una mujer lo había abandonado, y mi madre y mi abuela iban a verle y al verle tan guapo y tan buena gente y enfermo de aquella manera, se le saltaban las lágrimas, y él les cogía las manos y se las besaba, y les decía: “¿Por qué lloráis? No lloréis. Es preferible reír que llorar”. Y de aquí vino la canción. Son sentimientos.

- Ha dicho usted: “Las prostitutas realizan un trabajo como otro cualquiera y no perjudican a nadie”.

- Por supuesto. Este padre y esta madre que tienen siete hijos, y han tenido una prostituta, han tenido mucha suerte, porque es la que se va a hacer cargo de ellos cuando sean mayores. Ésta es mi experiencia. Esto es lo que yo he vivido, lo que yo he visto.

- Usted vivió la posguerra. Este país ha cambiado tanto desde entonces. ¿Cómo recuerda aquella España?

- Yo como la recuerdo es en blanco y negro, pero con una alegría tremenda que no la hubiera cambiado por ningún país del mundo. Y ahora está en colores, pero sin alegría. No hay alegría. Y esto lo estoy diciendo ahora en este país que es el país de la alegría. Andalucía es España y el país de la alegría, pero supongo que el que lea esto se dará cuenta y dirá: “Pues es verdad”.

- Usted aprendió a leer leyendo los letreros en los tranvías. No le enseñó nadie.

- No teníamos tiempo. Mis padres viajaban continuamente. Estábamos cuatro días en un sitio, seis en otro, y no había tiempo.
- ¿Experiencias como ésta le inspiraron canciones como “Borriquito”?

- “Borriquito” es una canción protesta, defendiendo nuestra música. Nuestra música puede ser el chotis o puede ser una jota o puede ser unas sevillanas. Cuando los jóvenes se cambian incluso de nombre porque quieren parecerse a los americanos o a los ingleses, por eso dice “me llaman Peter y mi nombre es Pedro”, que con seis letras hacen mil canciones, porque cien canciones no decían nada, y ellos querían hacer esa música. Y luego había un público que era el que aplaudía a los jóvenes éstos que eran los que hacían aquella música. Era una canción protesta y al mismo tiempo intentando defender nuestra música.

- El 27 de noviembre de 1982 tuvo una revelación y se hizo pastor de la Iglesia Evangélica de Filadelfia. ¿Qué vio o qué no le gustaba de la vida para desaparecer durante diez años y qué le movió luego a volver?

- Era un momento muy bueno de mi vida. Yo, en aquel momento, estaba entrando en Estados Unidos. Recuerdo que estaba en Miami y me pasaba el día escuchando un programa de radio. Unos programas que hacían evangélicos. Y me gustaba aquello porque me hacía sentir el amor de la palabra. Y cuando me hacían entrevistas, yo no me daba cuenta y tenía que hablar del Evangelio. Yo no había sido nunca creyente. Fue una de las grandes experiencias que he tenido en mi vida, y no me arrepiento en absoluto de ello, pero perdí una gran ocasión de estar en Estados Unidos, porque dije no trabajo más y me voy a dedicar a predicar. No sé si fue bueno o fue malo, pero estoy muy feliz con todo aquello.
- Mientras estuvo apartado se dijeron muchas.

- A mí la prensa me visitaba, aunque no hubiera tenido un éxito, y me hacían entrevistas, pero a la iglesia no venía nunca nadie, y a mí me hubiera gustado.

- “Yo no presumo de ser buen cantante o buen guitarrista…”. De algo presumirá.

- Tenemos vanidad. Hay unas formas que ofenden. Sacas dinero del bolsillo, y a lo mejor uno que te está viendo allí no ha comido ese día. Si sacas dinero, por lo menos repártelo. Esto ofende. Pero hay otras formas de presumir que no ofenden, pero quieras o no hasta puedes presumir de humilde. Yo leo a Pablo y digo: “Cómo presume Pablo de humildad”. Todos presumimos.

- Por Andalucía ha venido poco.

- A mí cuando me dicen España, digo Andalucía. Y es seguramente el lugar que menos he visitado trabajando. Incluso hay gente que piensa que yo soy andaluz.
- ¿Qué le pide todavía a la vida?

- Salud. Esto es lo más importante. Salud. Cuando hay salud, puedes luchar, puedes coger el camino que quieras y luchar, pero cuando no hay salud, se acabó. Pero creo que lo más importante que hay en esta vida es el amor. No hay nada tan importante. El amor, hombre, claro que sí.
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martes, 26 de agosto de 2014

Siempre la misma frase

Nunca había leído a Gesualdo Bufalino, pero aquella frase del escritor siciliano se le quedó grabada en la mente como una incógnita sin respuesta que le desordenaba los sueños: “Y me introduje como una viborilla cálida en su interior, gemí amor, lloví amor dentro de ella. No abrió los ojos, no se movió, quiso confundirme con un sueño y lo consiguió.” Le gustaba de este escritor su estilo barroco y el manejo del lenguaje, su oceánico léxico de palabras nuevas que desconocía, sus frases bien construidas, su ironía profesional de hombre vivido, su atracción incondicional por esas mujeres que nunca le querrán.

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Rumiaba aquella y otras frases como si fuesen suyas, como si él mismo las hubiese generado una mañana de esas en las que se entretenía jugando con las palabras hasta buscarles el lado más sugerente e incógnito de todos sus significados. Pero aquella frase lo dejó sin tiempo los últimos días: “… quiso confundirme con un sueño y lo consiguió.” No sabía si era la causa o la razón de su desdicha o si nada más ahí había una invención literaria que le abrumaba.

Él tampoco era un doctor en saber esgrimir y delimitar vida y sueño. Se quedó mirando las palabras del escritor siciliano, como si su combinación de artesano del lenguaje alcanzara a deletrear un significado oculto, otra lectura posible, la fórmula mágica del ingenio y de la creación. En realidad, no lo descubrió.

Aún hoy, se sienta en esta terraza, cada mañana, pide un café negro y una botella de agua con gas. Saca de su cartera un papel doblado. Lo abre y lo extiende en la mesa como si fuera un mapa, una criptografía, un puzle, un crucigrama, una fórmula irresuelta. En el papel solo hay escrita una frase, la frase de Gesualdo Bufalino.

Se pone al empeño, al estudio profundo y concienzudo del galimatías que no logra descifrar. Al lado, sentada a otra mesa, una mujer hermosa, de pelo rojo, mirada sobrecogedora y piernas sin fin, pide un café y lee el periódico. Él no percibe su presencia de animal abrasador, aunque tal vez sea la mujer que busca, porque cree sin embargo que la identificará con toda convicción y que la hallará, no a su lado, donde ahora está, sino en esa frase que no le deja dormir ni soñar.
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lunes, 25 de agosto de 2014

El tren

La gente pasea por la calle, sube al autobús, espera un tren. Da igual. Este hombre, sin embargo, observa qué hace la gente. No le gusta pasear, no subirá a ningún autobús y no espera ningún tren. Tampoco espera nada en la vida. Pero que nadie se confunda. No es un ser infeliz que cruce las calles ciego como una plañidera o que pretenda adivinar el día del fin del mundo. Para nada. Va de sus cosas a sus dudas, de sus deudas a sus privaciones, y de sus añoranzas a su gratitud por todo cuanto ha acontecido y que él vio con sus propios ojos.

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En su vida amó a una sola mujer, a la que un día abandonó por miedo a que la flor del encanto se marchitara de tanto tocarla. Así que, después de su fuga, ella se dejó manosear por cualquier Casanova de medio pelo que se encontraba en mitad de la noche. Ella no le reprocha nada. Fue feliz con él como una niña indefensa y ahora que no está malgasta las horas atendiendo a los instintos más primarios, que siempre son los primeros, se dice ella.

Él, por el contrario, goza de un celibato inconcebible. Antes de conocerla a ella frecuentó prostíbulos de lujo, bares de copas hasta el amanecer y otros tugurios de amores efímeros y placeres caros y efectivos. Hasta que la conoció a ella. La amó más que a nadie en el mundo y, cuando la abandonó, sabía que no encontraría otra mujer igual. Le dio lo mismo, pues para entonces había dejado a un lado todos los placeres terrenales para refugiarse en una religión propia que le satisfacía en sí misma, sin más dioses que su propia voluntad de observar la vida sin regañadientes, pletórico del verdor vivido en su adolescencia y juventud, y plenamente satisfecho de una existencia de la empezaba a no entender nada.

Por aquellos días fue cuando descubrió que, cada vez que llegaba el tren, la gente se alborozaba al subir o al bajar al coche, al saludar o abrazar a un conocido o pariente, a un amor trasnochado, a alguien que hasta que nunca conoció hasta ahora. Viene cada mañana, y en esa alegría ajena percibe su propia alegría sin saber bien por qué, como si esperara a alguien que nunca acaba de llegar del todo. Pero esa sensación lo mantiene vivo, sin la necesidad de recurrir a recuerdos usados que lo bañan en una melancolía pastosa de la que huye por simple vocación práctica. Le basta con esperar un tren, cualquier tren, al que nunca subirá.
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viernes, 22 de agosto de 2014

Los efectos de la memoria

No hay nada que objetar a su actitud. Eso dice él. La vio subir al taxi, le dijo adiós con la mano. Ya habían hablado antes. Así que no dijo adiós. El taxi subió la avenida en dirección al aeropuerto. Él no esperó a que se perdiera a lo lejos. Entró al bar, sin tristeza y sin futuro. Como ahora está. Sentado, con un vaso de whisky en la mano.

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Tampoco espera. Muestra una alegría fingida cuando ríe sus propias ocurrencias y una mirada cóncava cuando suelta un aforismo sin pretensiones. Esgrime grandes verdades en las que no cree. Lo hace por afianzarse en una firmeza que nunca fue una de sus virtudes ni tampoco una de sus metas.

No conoce la melancolía, ni el olvido, ni la constancia. Intenta descodificar dentro de sus riñones las claves de su desconcierto. Y no lo consigue. Mira el vaso del que no bebe. A veces, sencillamente, se dice, es cuestión de esperar. De tenerlo claro. Así lo dice, como quien deja caer una verdad monda como una manzana. Tiene monda la cosa, se dice. Le gusta jugar con las palabras, mondarlas como frutas, degustar su pulpa, estrujarlas con la imaginación, mirarlas del revés, como mira la vida a veces.

A veces, también, se le viene a la cabeza la imagen de un taxi subiendo por la avenida y el perfil de una mujer a la que ama: hermosa, soberbia, enigmática, lejana. Mira a través del vidrio del vaso y ve su imagen desdibujada, saboteada por los efectos inmisericordes de una memoria marchita y dúctil.
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jueves, 21 de agosto de 2014

El río

La oía triscar entre los chinarros que iban al río, moviendo sus caderas en un baile improvisado e inusual, con una alegría exuberante e inocente y una mirada pudorosa que no concordaba con su ritmo de alacrán confundido. Allí, entre pinos mediterráneos y eucaliptos de industria de celulosa, se desnudaba sin importarle que algún vigía camuflado se tropezara de golpe con su cuerpo de infarto.

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Después se zambullía en un agua transparente que no escondía sus encantos más íntimos y, desde allí, como náufrago insistente, me pedía que no fuera cobarde, que fuera a por ella, que me sumergiera a compartir ese juego nunca resuelto de niños ya crecidos, chapoteando por doquier hasta que la fatiga nos pudo, y allí, entre la hierba y el gorjeo de los pocos pájaros cantores que aún no han acabado en la cazuela, procedimos a ejecutar, con pericia y suficiencia, las acrobacias de una pasión ahora prácticamente desfondada.

Tal vez -habría que advertir-, no cabría denominarlas como tales acrobacias, aunque sí movimientos provechosamente ejecutados en un tiempo prolongado y nada desdeñable. Después abandonamos el lugar, dejamos el río en el mismo lugar y a los pájaros entregados a su concierto de especies en extinción. Ya en la ciudad, ella me confesó que la cama es más cómoda para llegar a conocernos más a fondo, pero que ya le aburre hacerlo con un fondo de jazz de cualquier tugurio de Nueva Orleans. Y que, claro, quiere conocer nuevas experiencias. Con río o sin río. Con pájaros o sin pájaros.
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miércoles, 20 de agosto de 2014

Siéntate

Le dije quédate. Siéntate y quédate aquí para siempre. Ella sonrió. Siempre lo hacía, mostrando unos dientes blancos y bien alienados. Tenía en esa sonrisa, que la infantilizaba, una mueca de gratitud que nunca comprendí del todo. De eso hace ya mucho tiempo, o tal vez no tanto.

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Aquí el mar es siempre muy azul. A ella le gusta despertar oyendo las olas rompiéndose en la playa. Y por la noche le gustaba observar los barcos de arrastre que faenaban más allá, antes de donde se pone el sol. Creo que se quedó aquí porque echaba de menos el mar, o porque en ninguna otra parte del mundo el mar es tan manso como aquí.

Por la mañana caminaba por la orilla buscando conchas y estrellas de mar, pero siempre volvía con las manos vacías, como si esa vocación baldía apenas fuese el pretexto para salir a respirar el aire limpio que ella ama.

A veces, se me quedaba mirando. No sé qué buscaba en esas pesquisas. De todo eso hace mucho. Por la mañana la observo caminando por la playa, sucia de arena. No recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi así. Pero de eso hace tanto. Hay en ese acto tan simple una belleza que nunca lograré olvidar. Ni falta que hace.
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martes, 19 de agosto de 2014

Sensaciones

Ahora que ella no está, sabe, quizás por eso, que los recuerdos se conservan entre paños emolientes y que, al ablandarse, adoptan formas caprichosas imposibles de aislar del deterioro a que los someten los indeclinables avatares de la vida. La vida, tan moldeable, se escurre por doquier y, a su antojo, nos lleva de allá para acá como un tiovivo sin destino concreto.

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Él lo sabe y no le importa. Tampoco le intimida esta sospecha. Pero de vez en vez observa esta fotografía de otros tiempos. Tampoco tan lejanos. Y en ese paisaje desdibujado por la memoria, y en esa juventud mascullada por los años, siempre queda una pátina casi invisible que nunca se borra, un velo frágil y huidizo apenas perceptible, que enlaza aquellas horas idas con un ahora efímero, casi inexistente, donde se condensan los momentos que nunca se van y que certifican, por sí mismos, que seguimos estando vivos hasta que ella vuelve. Y aunque no vuelva.

Hay sensaciones intransferibles que morirán con nosotros y en nosotros.
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lunes, 18 de agosto de 2014

Preocupada

Se queda quieto. ¿Pensando? No. Solo se queda quieto, en pie. Sin saber qué hacer ni a dónde ir. Es la primera vez que le ocurre. Se ha incorporado del sillón donde leía el diario. No le interesaba en qué océano desértico naufragaba el mundo. Y de repente, como una estatua de sal, y sin haber mirado atrás –nunca le fue la nostalgia-, se ha quedado estático, frío, hueco. No le ocurre nada.

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De hecho, ha comenzado a mirar las paredes de esta habitación como si no las reconociera o no le gustaran. Ha contado los años de su edad y le parecen demasiados para seguir sentado aquí y viviendo en el mismo lugar. La mujer lo ve de pie mirando un paisaje que no hay y le pregunta si va a salir a la taberna de la esquina, como hace cada día desde hace demasiados años. Le responde que sí, que va a salir, pero que no entrará en la taberna. Ella le pregunta que a dónde irá entonces. Él le dice que aún no lo sabe, que el mundo, según entiende, no debe tener límites, y que las carreteras empalman unas con otras y que, donde no hay caminos, las montañas separan, pero también unen, mundos contrapuestos.

La mujer oye, pero no escucha. Solo le dice: no tardes. El hombre responde que no sabe cuánto tiempo tardará. Después la mujer oye un portazo, la habitación está vacía. Se acerca a la ventana pero ya no alcanza a distinguir su figura. Después se sienta en el sillón y se queda pensando, preocupada. No sabe bien por qué.
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miércoles, 13 de agosto de 2014

El espejo

Ella, que ama el verano y el mar, rehúye los rayos de sol. Le gusta lucir una piel blanca y melancólica, descatalogada de modas estivales. Le gustan los trajes de seda que le caen y contornean su cuerpo. Por eso, le gusta dejar las tetas sueltas, para perturbar a intrusos y seducir a enamorados. Ayer, frente a un espejo ustorio, veía los rayos de sol reflejados en un solo punto, la luz concentrada como por arte de birlibirloque en un foco.

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Ella prefiere el espejo de alinde, que en su superficie cóncava agranda y mejora la imagen proyectada. Por eso, ella pone las tetas en mitad del espejo cuando nadie la ve y el espejo le devuelve dos tetas enormes que ella quisiera para sí misma y que sus amantes no añoran, porque prefieren las redondeces perfectas de esas dos perlas que les empitonan los sueños.

Ella, que siempre mira al espejo o a ella misma –que vendría a ser lo mismo- se ve muy bien acompañada con un hombre del brazo, pero prefiere la imagen de ella sola caminando por el paseo marítimo. Marcel Proust que la ve y se inspira en ella para describir a un puñado de muchachas en flor cuando corren por la playa. Ese es uno de sus sueños preferidos. A ella le gusta la literatura traducida al presente, impostada desde un tiempo remoto y fugaz a sus sueños de cartoné y filigranas.

Se mira al espejo y es ella misma. Pero, cuando despierta, no se reconoce. Achaca la jaqueca a una mala noche, a un sueño desbarajustado, a las torpezas de un amante equivocado. Es entonces cuando cierra los ojos para volver a la realidad que no le devuelve el espejo.
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martes, 12 de agosto de 2014

Oteando la ciudad

Subió a la azotea, desde donde cagan los gorriones, a otear la ciudad en días de estío, y era un lugar muerto: antenas de televisión, copas de árboles, tejados repetidos de edificios colindantes y lejanos, nidos de golondrinas. Tal vez, en su inmensidad, el vacío se extendía a lo lejos, único espacio sin alambradas en este mundo de fronteras, el aire libre a ras de un territorio acotado, inerte, sombrío. La ciudad, observada desde esta altura, no es tierra firme, tampoco es el cielo azul.

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Más bien, un espacio intermedio, un lugar de nadie, deshabitado, donde no hay altura para que los aviones planeen sin quebrar las tejas sueltas de los tejados, ni proximidad para quemar las suelas de los zapatos de cualquier vagabundo. Ahí, donde crecen desordenadas las antenas por encima de nuestras cabezas y las cigüeñas se reproducen a su antojo, alguien mira un viento ligero que divide el asfalto y el aire en dos mundos irreconciliables.
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lunes, 11 de agosto de 2014

Significado

El tiempo se quedó quieto por unos segundos tal vez. Circunstancia suficiente para que el hombre se apresurara sobre sí mismo para direccionar su vida hacia otra parte. Daba lo mismo a cuál. Se puso en pie con una parsimonia que a él mismo le sobresaltó. Ya en la calle, la ciudad le pareció un nuevo mundo. Se sintió más joven, más ligero, como si alcanzara a levitar entre las aceras. Se vio la piel más clara y huidiza, y la mirada introvertida cual si los ojos buscaran atrapar los intestinos.

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Ahora recordando, no supo qué hizo ayer o hace media hora. Intuyó que comenzaba a perder la memoria y que ese otro cuerpo que ya habitaba no lograba domeñarlo a su antojo. Cuando cruzó la última esquina de la ciudad, vio el cielo anaranjado, un huevo con la yema rota que cubría todo el horizonte. Pero no resolvió su significado, si acaso lo tenía.
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