miércoles, 27 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XXII)

Apenas lleva sentada unos minutos en el banco del parque cuando lo ve llegar. La mujer le pregunta que cómo está, que cómo pasó estos días, que si volvió al parque alguna vez. Él le responde que sí, que todos los días acostumbra a venir al parque, a leer, a pensar o no pensar, a sentir cómo la vida fluye, cómo va y viene sin que nadie la pueda detener o entender. La vida, le dice, desde que te conozco, tiene sentido si estás aquí, a mi lado. Eso estuve pensando estos días, le dice el hombre. Lo pensaba en los sueños, al alba, cuando el sol se ponía, cuando nada tiene sentido o todo lo tiene, lo pensaba. Ahora lo sé, le dice mirándola fijamente, ahora sé que quiero estar aquí, a tu lado, nada más. Y sé que aquí, contigo, sobra todo. Quiero despertar y no ver otros ojos. Despertar y pensar que todo es un sueño, sabiendo, eso sí, que no lo es. Que algunos sueños son posibles, que llamamos sueños a algo que no lo es, porque los sueños, siendo mágicos e inalcanzables, no son tangibles, no están al alcance de cada cual en cualquier momento.

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Los sueños son volubles y enfermizos, acogedores como un fuego de leña en invierno. Pero también pueden ser hermosas prisiones, pero prisiones a fin de cuentas. Y pueden ser enajenaciones mentales y desdoblamientos de nuestra personalidad. Y pueden ser, como son, piezas imprescindibles de la vida, una vida aparte de la vida real, paralela a la que vivimos cada día, no ya necesaria y cómoda, sino también peligrosamente eficaz contra los albedríos del alma. Esto le dice el hombre. Y la mujer lo escucha sin pronunciar palabra alguna. Le gustaría estar toda la vida escuchándolo. Lo mira fijamente. El hombre piensa que alguna lágrima le puede empañar el rostro de rímel. Pero no. Te quedarás, le pregunta la mujer. Me quedaré, le responde. Pero mañana, le dice, saldremos fuera, viajaremos, no sé a dónde, tal vez sin rumbo. Quiero despedirme del mundo, verlo por última vez, pero esta vez a tu lado, contigo, para comprobar que ya el mundo no es nada sin ti.

La mujer lo encuentra cambiado siendo el mismo. Porque el hombre de hoy es parte también del hombre de ayer, siendo dos son uno mismo, o siendo muchos más aún, todos confluyen en él, en uno solo. Una figura poliédrica cuyos lados conforman todos un mismo ser. Me iré contigo, le dice ella, estaba esperando desde hace mucho tiempo que tú vinieras para irnos juntos. Yo u otro, insinúa él. No, le dice sin mirarlo, creo que nunca hubo otro. Estuve acompañada alguna vez, es cierto, pero te esperaba. Joder, media vida esperando, dice. Ahora la mujer lo mira. El hombre advierte que una lágrima le resbala hasta el labio superior. El hombre le seca el labio, el rastro visible que ha dejado en su rostro alcanza apenas el ojo. Déjalo, le dice, creo que ya se me olvidó llorar. Y sonríe con una carcajada limpia, con una sonrisa queda y frágil. Esto era la felicidad, le pregunta la mujer. Parece que sí, que esto es la felicidad, le responde sin dudas. Por fin, dice ella, estaba cansada ya de fabricar sueños.

Vistos a cierta distancia, este hombre y esta mujer, cogidos de la mano, sentados en el mismo banco, muestran, a quien los observa, una carta postal color sepia, o un fotograma en blanco y negro desgajado de cualquier película, una escena no representada en ningún teatro, un párrafo apócrifo de una novela aún no escrita. Ambos pasan desapercibidos a los viandantes porque, aparentemente, no les ocurre nada: se abrazan o se besan o se miran, sin más. Como haría cualquiera, aunque sin esa mirada. Como hacen todos, sin ser conscientes de que todos los momentos son únicos. Sin entender que la vida es la suma inexacta de todos los olvidos y de todos los recuerdos, y que la memoria es un almacén desordenado, un desván de estrecho acceso donde el tiempo todo lo revuelve y lo confunde y lo oxida y lo fagocita a su manera, de manera que, al final, nadie entiende de qué carajo va esta vida. Eso pensaba este hombre hasta ahora que ha apagado las luces de la planta alta de un edificio deshabitado donde todos conservan aquellos otros sueños inaccesibles al desaliento.
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domingo, 24 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XXI)

Aquella tarde se miró al espejo. Solo un instante. El tiempo suficiente para adivinar en la sombra de sus ojos el paso inexorable del tiempo. Conservaba aún una belleza juvenil que le disimulaba los años que la soledad había erosionado a pasos forzados en su interior. Optó entonces por disimular con pinceladas de rímel la curvatura de la mirada y acentuó con tonos sonrosados la palidez macilenta que encubre poco a poco el brillo de la piel. Se recogió el pelo para acentuar sus pómulos sobresalientes y resaltar unos labios que, desde que conoció a este hombre, resultaban más agresivos en esa vocación devoradora que no lograba ni quería disimular con ningún maquillaje ni con otro gesto menos expresivo. Quería que la expresión a primera vista delatara el laberinto de sensaciones que inundaba su corazón. En pocos días logró archivar definitivamente una vida de desbarajustes que nunca le entusiasmó y se propuso, tal vez sin haberlo analizado en demasía, y sin debatir pros y contras de modo pormenorizado, cruzar el panel que siempre la dejaba a este lado de la muralla.

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Ahora se hacía necesario traspasar esa invisible línea que embellece el alma, ese punto inexistente que muestra el abismo a nuestros pies, ese difícil desequilibrio que nos lanza, ajenos a las estrategias de vuelo, a cruzar los aires entrecruzados del azar sin otro equipaje u otro motor posible que unas alas inventadas que hacen real el sueño. Desde arriba, el mundo es un paisaje inmenso y diferente, y da pereza después bajar a tierra y analizar a tamaño real cuanto antes eran puntos insignificantes en una panorámica sin límites. Ahora esta mujer no puede volver la mirada atrás y desandar el camino, porque a veces no hay camino. El camino es cada uno de nosotros, piensa ella, nosotros somos el camino. A un lado y a otro, la vida sigue su curso sin que cada uno de nosotros sea pieza imprescindible de un mecanismo que nunca se agota en sí mismo.

La falda que elige es corta, aunque decente y elegante, piensa ella. Insinuante, eso sí. Él pensará sencillamente que piernas como esas conviene mostrarlas al mundo en todo su esplendor, para que el mundo sepa que ahí es donde él se quiere quedar a apagar sus pasiones. La blusa es transparente, o no lo es, pero alienta a hombres incautos y depravados y desprevenidos, aunque esta mujer nada más pretende sorprender a un hombre solo, y lo conseguirá sin demasiado esfuerzo. Cuando la naturaleza se muestra tal como es, diferente y sinuosa, dirá él después, no se le puede hacer ascos a ese duelo inevitable. Ella se ve bonita delante del espejo y, lo mejor, empieza a quererse de nuevo. ¿O es al revés? No sabe. Eso sí, adivina que quererse y estar bella posiblemente sean sensaciones que habitan juntas sin nosotros apenas saberlo el mismo y único espacio infranqueable del alma.

Ahora sale a la calle, decidida a no volver si ese fuera el destino, o a hacerlo acompañada si el paraíso se esconde de nuevo entre las mismas paredes. Después de todo, el espacio apenas aporta valor añadido a sus sentimientos. No importa descubrir las nuevas calles con otra mirada e inventar otra ciudad en la misma que durante tantos años vagamos sin encontrar el norte o el sur. Ahora no hay dirección, porque adonde va es su destino, aunque no lo haga a ninguna parte, aunque se quede aquí para siempre, sentada en el banco de este parque al que regresa después de unos días. Se sienta de nuevo en el mismo banco, observa los mismos árboles, los transeúntes que van y vienen a la misma hora, los niños que, inconscientes aún, saludan a la vida con gritos y juegos salvajes que les harán crecer. Ella se sienta en el mismo banco en el que encontró un día sentado a este hombre que le ha cambiado la vida. Ya no lo busca, porque lo ha encontrado. Lo ha encontrado sin buscarlo, y piensa cómo es posible que lo haya encontrado así, sin más, cuando quemó media vida buscando sin saber a quién, buscando adentro de ella y afuera, buscando sin ilusión o desesperadamente sin sospechar siquiera qué o a quién andaba buscando. Y sonríe ahora de estas insignificantes anécdotas de la vida. Sonríe porque al final lo encontró sentado en un banco, con un libro entre las manos, como siempre hacía, y mirando alrededor como si él ya supiera que solo debería esperar un poco más para dejar el mundo que siempre anheló a ese otro lado de la muralla.
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viernes, 22 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XX)

Durante años anduvo buscando a ese hombre de sus sueños que nunca alcanzó a identificar en cuantos machos se le acercaban a desbrozarle la intimidad. Los veía venir desde antes que la miraran fijamente con deseo irrefrenable, y ella les huía con una indiferencia y desinterés que a ella misma molestaba. Es cierto que, de entre todos, algunos, más doctos en el arte de la seducción, lograron cerrar citas a horas poco usuales para ella, o la habían besado con fruición después de unas copas de más. Ella, incluso, en alguna ocasión, quiso pensar que la hora de entregarse a uno de aquellos hombres había llegado. La hora cero, como ella se decía, está aquí. Pero le inquietaba en ellos la rapidez y pericia con que pretendían acometer una tarea tan persuasiva como esta del amor. Los veía tan armados en la entrepierna que a veces les preguntaba, movida más por la curiosidad que por el deseo, si sufrían de lo lindo hasta que lograban descargar todo ese arsenal de semen que les hacía sudar como toros desparramados en la cama. Ella les decía que el amor era cosa de dos. Sin embargo, ellos solo esperaban a que ella apremiara en la consecución última a la que estaban convocados esa noche. Y ella les complacía en provocar aquella erupción de vertido denso que les dejaba inermes y anonadados el resto de la noche.

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No encontraba placer alguno en aquellos encuentros fugaces. Muy al contrario, los esquivaba siempre que podía con correctos ademanes y palabras de agradecimiento. Y volvía después a una soledad deseada que nunca quiso compartir con nadie. No siempre fue así, por supuesto. Alguna vez, el deseo saturaba sus neuronas y se atrevía entonces a esbozar insinuaciones impropias de su carácter y de su educación. Pero cuando la doliente sensación de hembra mal follada le podía, se sentía tan desgraciada que los hombres adivinaban nada más en su mirada un mundo inexplorado que se abría ante sus ojos. Ella entonces se dejaba llevar por un sentimiento de enajenación que le hacía temblar todo el cuerpo, y en las manos inexpertas de aquellos con pocas horas de vuelo en su currículum lograba apaciguar esa voz interior que la demonizaba. Pilota esta nave con argucia, les decía, o te apeas al instante que esta tormenta no la para ni dios. Ella sentía cómo la mano del hombre acariciaba su pubis sin maestría y cómo le abría los labios en un intento por acelerar el lance final. Y ella le reprochaba sin ningún romanticismo que montara aquella yegua que era ella misma y se dejara de pendejadas, que le hiciera ver el cielo sin bajar de la cama, que no se le ocurriera parar ahora que la bola del mundo se mueve, que pusiera en alerta toda su artillería contra el enemigo más próximo que era ella misma y que se dispusiera a disparar sin ambages y sin cortapisas en esta guerra sin cuartel en la que solo dos enemigos, ellos dos, se enfrentaban en una confrontación salvaje e incontrolada.

Nunca le satisfacían con plenitud aquellos revolcones de cine. Tampoco le parecían creíbles los del cine, tan sutiles o groseros, dependía. Intuía, eso sí, que el amor debiera ser otra cosa que ella, a este paso, nunca acabaría de conocer en su integridad. Quieres una copa, le decía entonces aquel hombre, sea quien fuera, y ella respondía que sí. Y bebe rápido, añadía sin cariño, que tengo sueño y quiero dormir. Si quieres dormimos juntos, inquiría él. Mejor no, le aconsejaba. Os acostumbráis y cualquiera os saca luego de la cama. Y mandaba a aquel hombre, con la palabra y el whisky aún en la boca, a paseo para siempre. Está claro que el amor, se decía, es un enigma indescifrable. Después reía sus frases absurdas. Y en la cama abría un libro para olvidar los sinsabores del espíritu una vez aplacados los impulsos del cuerpo. Con un hombre experto y al que ames de verdad, se decía antes de cerrar los ojos, esto debe ser la hostia. Y antes de que el sueño la transportara a otros ámbitos deshabitados, aún lograba esbozar media sonrisa de felicidad.
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jueves, 21 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XIX)

La mujer, al contrario que este hombre, que está cansado de tropezar en la vida, siempre anduvo esperando. No le importó vivir sola, anhelar un sueño que, con toda probabilidad, nunca se materializaría. Soñó un hombre y lo quiso siempre a la medida de sus sueños. No le importó no encontrarlo nunca. La soledad no era un obstáculo para alcanzar la felicidad. Al contrario, se había acostumbrado a una vida cómoda. Compartía con amigos días de fiesta y noches de viernes, pero celosa de su espacio vital. Necesitaba como el aire horas de lectura, viajes para fotografiar paisajes nuevos, kilómetros de camino para volver más tarde a una casa estrecha que fue creciendo con ella en una esquina de la ciudad, equidistante del centro urbano que necesitaba y del mundo rural que amaba sobre todas las cosas. La casa, de dos plantas, era pequeña y luminosa. En la planta baja había adaptado el dormitorio y la sala de estar. La planta de arriba la había dotado de un espacio diáfano, donde conservaba libros en estanterías y apilados en cajas o esparcidos en mesa y sillas. La terraza, amplia, se abría a un paisaje verde que alternaba naranjos y pinos mediterráneos. De vez en cuando, alguna construcción pretenciosa rompía la armonía natural del lugar. Le gustaba encerrarse por las tardes hasta que el sol se ponía, y después bajaba por la noche al recaudo de una televisión encendida que nunca atendió.

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Iba a cumplir los cuarenta años con una belleza natural e impoluta que gustaba a los hombres, una belleza no solo joven sino inmaculada, un rostro en el que la ternura y el carácter férreo luchaban en matices por definir un halo diferente y enigmático. Los ojos eran profundamente negros y la mirada, entre ingenua e interrogativa, brillaba siempre sin pretensiones. Los labios no eran demasiado gruesos, pero sí generosos en sus insinuaciones. La nariz, algo respingona que no afeaba su perfil. La piel era de terciopelo, blanca con matices rosados. En pocas ocasiones se ruborizaba. El miedo lo escondía adentro y se traslucía en la torpeza de sus manos o en la parquedad de sus palabras. La oratoria no era una de sus virtudes principales. Al contrario, callaba y le gustaba escuchar. Sus pechos eran suficientes, desafiantes a la gravedad de la tierra. Las piernas, largas, estilizadas, perfectas. Subida en tacones de aguja, sus andares pronosticaban infarto generalizado en derredor. El culo, correcto y alto, como su sonrisa, anticipaba una espalda de deportista profesional que a ella gustaba lucir desnuda en fiestas y demás saraos.

Muchos hombres sucumbieron a sus encantos y a sus negativas. Le regalaban ramos de flores naturales, libros de autores que ella no conocía, joyas caras que hubieran brillado de modo natural en su cuello o en su muñeca y que ella rechazaba sin paliativos. Le proponían veladas a la luz de la luna aunque la noche no tuviera estrellas, cruceros de encanto por islas desiertas que nadie acertaba a dibujar en los mapas, noches de pasión bañadas con champán de marca y miradas lánguidas, pero todos sucumbían a estos intentos y mataban sus intenciones rotas con whisky de saldo que les agriaban el estómago y el carácter.

Ella se sabía objeto de placer. Le halagaban las declaraciones engoladas de estos hombres desorientados por el amor, pero pronto lograba recomponer la compostura y despacharlos con una dosis suficiente de buena educación que no les destrozara el armazón de su amor propio. Había logrado conservar a su edad una virginidad rota pero prácticamente casi intacta que no quería y que le dificultaba una relación espontánea con los hombres que la pretendían, y esperaba como agua de mayo a que el príncipe azul de sus sueños le rompiera por siempre y con furia el virgo de sus miedos enconados. Cuando encontró a este hombre sentado en un banco del parque supo sin dudas que los días de deseo imposible habían tocado a su fin.
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domingo, 17 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XVIII)

Los días son ahora un remanso de paz. El invierno ha sido frío pero las tardes cada vez más alumbran las noches que menguan inexorablemente. Hay una serenidad que este hombre siempre buscó y que ahora encuentra. Después de unos días de intenso trabajo y continua búsqueda, no ha dejado de pensar en la mujer a la que quiere. Tiene luz en los ojos, unos andares sensuales y rítmicos. Sus pasos son casi inexistentes. Avanzan como si en ellos no hubiera nadie, como si su presencia se dibujara de golpe como una aparición feliz. Cuando avanza hacia él no la ve, tal vez la sueña, y de pronto la tiene delante de él con su mirada tierna y persuasiva, y sus labios carnosos y seguros expuestos voluntariamente a su codicia. Le gusta oler un perfume dulce que no esconde el olor de su piel. Su piel huele solo a ella. Es distinto a todos los demás olores, piensa él. Un olor que no alcanza a definir. Tampoco lo pretende. Desde que la conoció vive de sensaciones, de sentimientos, de percepciones, de intuiciones, de necesidades carnales que son sobre todo vacíos espirituales. Ahora ya lo sabe. Lee algún libro, ahora que está tendido en la cama, y el olor ausente de esta mujer le devuelve un recuerdo grato de añoranza.

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Ha vivido media vida de allá para acá, sin necesidad de compartir una conversación o un vaso de vino. No le importó la soledad como un rasgo más de su personalidad o de su carácter. Siempre vivió así, de modo que no amaba cruzar solo los océanos, o compartir muchas noches frías de invierno con mujeres que no conocía y que nunca volvería a ver en su vida. A veces, esa huida sin rumbo le devolvía una inquietud que lo ha definido durante muchos años pero que, a fin de cuentas, no dejaba de ser sino un retrato transitorio y parcial de una biografía incompleta aunque digna, brillante si bien manchada de sombras y trastornos felices.

Ahora sabe que, cuando pasea mirando el río cada tarde, su vida es una rama que arrastra el cauce sereno que observa con admiración. Le perturba la belleza de la naturaleza. El agua y el lodo de un río que atraviesa la historia y que el hombre no alcanza a encauzar a su antojo. Los árboles que se alzan inmisericordes contra un sol rotundo que cuartea estas tierras secas y pobres. Sabe que la ciudad pronto sucumbirá con sus delirios a esta belleza salvaje que, poco a poco, agota para instalar sucursales de Burger King y de Mercadona, cafeterías y parques infantiles, que sobrevivirán de espaldas a un río que vive siempre a nuestras espaldas.

Piensa si debe quedarse en esta ciudad para siempre, si esta mujer le dirá que sí, que se quede a su lado, que recoja sus libros y sus indecisiones y se apreste a vivir una vida sin dudas y sin huidas, que esconda las botas del camino debajo de la cama y olvide de momento el cuaderno de notas en la misma mesita de noche porque nunca más lo necesitará. Sabe, eso sí, que ya no le inquieta ir a ningún lado, que le basta sentarse a esta mesa para escribir estos pensamientos que le abstraen, y que le sobra todo ese mundo que hasta ahora anduvo buscando o bien encontró por casualidad. Ahora que lee este libro observa que la cama es demasiado ancha, y mira a su lado, y no está la mujer. Las sábanas no están arrugadas y su perfume dulce se ha disuelto. Parece que nunca estuvo allí, piensa este hombre. Sin embargo, hay una sensación extraña de que nunca se fue del todo, o de que está sin haberse ido o de que ha llegado aunque nunca hubiese estado con anterioridad. Una sensación extraña que le nutre de él mismo en todo momento y que ahora precisamente le gusta sentir a consciencia. Afuera el sol declina y un sueño vago le adormece de un cansancio que no le agota. Ahora sabe que, cuando amanezca, el sol ya no se extinguirá.
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sábado, 16 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XVII)

La vida transcurre sin apenas novedades. A veces, este hombre prefiere una existencia programada contra los golpes del destino. Pero quién podría controlar el destino. Al mediodía prefiere una comida ligera. Para poder pasear por la tarde antes de que el sol decline. Las mañanas, sin embargo, le gusta pintarlas variadas. Las salas de cine son una de sus preferencias. Opta por El monje (2011), dirigida por el francés Domink Moll, una película que ni le seduce ni le convence, una historia imperfecta y desequilibrada en su estructura, donde los momentos geniales se precipitan hasta la vulgaridad sin transición posible, pero que le hace pensar en los disfraces de la vida y en la identidad del ser humano, ahora que el carnaval sucumbe en sus celebraciones. El film es una adaptación de una obra de referencia de la primitiva novela gótica francesa. Escrita en 1796 por el dramaturgo y político inglés Matthew G. Lewis, narra la historia de un niño abandonado por su madre al nacer y adoptado y criado por un grupo de frailes capuchinos. Ambrosio, encarnado en Vincent Cassel, simboliza la eterna lucha entre el bien y el mal. Admirado como elocuente orador y creyente intachable hasta que la tentación le seduce, sufre desde pequeño insoportables dolores de cabeza. Su fe entra en crisis con el ingreso en el convento de Valerio, quien esconde tras la máscara una falsa identidad y quien sofocará el malestar de sus migrañas a un alto precio: el de su alma. Ese extraño novicio echa por tierra sus más férreas creencias. El disfraz no esconde el rostro deformado por el fuego del novicio, sino la belleza impoluta de Déborah François. Despojada de la túnica que cubre su cuerpo, Ambrosio se precipita al gozo de su cuerpo cegado por las luces y las sombras que le extravían, como a todo ser humano, por el resto de sus días. Este hombre piensa que no es para menos, que es inviable la virtud frente a ese cuerpo de infarto de la actriz francesa. Una vez más, la mujer encarna la tentación, la visita del demonio, la reencarnación del mal absoluto. Lee en internet un comentario sobre la película de Susana Hernández y cuenta ella que, con trece años y con unas amigas, pretendió entrar en la Real Cartuja de Santa María de Aula Dei, muy próxima a Zaragoza. No lograron su objetivo porque el hermano portero les conminó a no hacerlo, pues ellas representaban “el pecado y la carne”. Y ella concluye su comentario con esta frase feliz: “Ahora tengo claro que el hermano portero ya debía haber leído este libro, casi seguro.” Ese libro o cualquier otro. El sexo también anida y vivifica en la Biblia.
Pero a este hombre, una vez más le llama la atención que una mujer camufle su identidad femenina en hábitos de varón. La mañana anterior también frecuentó las salas de cine. Esta vez optó por Albert Nobbs, dirigida con maestría por Rodrigo García. El film también es una adaptación, como tantos filmes, de una novela maestra e innovadora: La vida singular de Albert Nobbs, de George Moore, el primer novelista irlandés moderno, quien ejerció una influencia reconocible en la obra de James Joyce. Esta pertenece a la colección de ficciones autobiográficas A Story-Teller’s Holiday y se enmarca dentro de la rica tradición oral de la literatura irlandesa. Publicada en 1918, en este texto se reconocen ya tecnicismos que medio siglo después adoptarían tantos escritores, como es esa combinación de párrafos que mezclan el estilo indirecto libre con el directo y la inserción de diálogos sin comillas. Pero su modernidad, más allá de su técnica novedosa, se halla inmersa en la propia historia. Esa naturalidad con la que trata la convivencia homosexual o el derecho de los homosexuales a la paternidad. Gonzalo Gómez Montoro escribe que “no hay rastro de censura ni de intención moralizadora en el comportamiento de los personajes”. Este hombre observa el mimetismo natural de la actriz norteamericana Glen Close, quien interpretó a Nobbs tanto en los escenarios como en la pantalla, y ve en su rostro inexpresivo el fondo de su alma atormentada, el alma de una mujer que se ve obligada a hacerse pasar por hombre para ganarse la vida en la Irlanda de los años 1860.
Le ocurrió igual cuando, muchos años atrás, fue a ver La Raulito, una película argentina que contaba la vida de una chica que se hacía pasar por un muchacho para sobrevivir en las calles de Buenos Aires. Recordó las palabras que escribió Luis Leante: “La Raulito dormía en un parque, debajo de un árbol. Entonces se levantaba y daba unos pasos. Miraba a la derecha y a la izquierda, y en el primer plano de su rostro se veía que le daba igual ir para un sitio que para otro.” ¿Le ocurría igual a Albert Nobbs?, se pregunta este hombre. ¿Les ocurre igual a todos aquellos seres humanos que camuflan su identidad o distorsionan su personalidad hasta no reconocerse por alguna razón que ni ellos mismos son capaces de asumir? Escucha estos días las chirigotas de carnaval, una fiesta que no es precisamente de las que él más frecuentó en otros años más proclives a vivir en permanente algarabía, y piensa qué esconderán esos hombres que son felices durante unos días vestidos de mujer.

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También la baronesa Amandine Aurore Dupin firmaba sus obras con el seudónimo de George Sand. Novelista, dramaturga y ensayista, gustaba de vestirse de hombre para acceder a los cenáculos artísticos y literarios del París del siglo XIX. En este sentido, llevaba pantalones siguiendo los consejos de su madre: “Cuando yo era joven a mi padre se le ocurrió que me vistiera como un muchacho. Mi hermana hizo lo mismo, así íbamos a todos lados a pie, con nuestros maridos al teatro. Significó una gran economía en nuestros hogares.” Su vida amorosa no fue precisamente un remanso de paz. En Mallorca vivió una turbulenta historia de amor con el pianista y compositor polaco Fréderic Chopin. Contemporánea de Baudelaire, se escribió con Flaubert y Balzac. Su novelita Cora fue objeto de ira de la Iglesia Católica que, como el resto de sus libros, entró a formar parte de ese inagotable índice de libros prohibidos e indeseados, sobre todo porque, más allá de camuflar su personalidad femenina con un nombre masculino, en su literatura brillaba el alma de una mujer libre.

No solo Juana de Arco, también conocida como la Doncella de Orléans, fue heroína militar. Esta santa francesa, ya con 17 años, encabezó el ejército real francés. Había convencido al rey Carlos VII de que expulsaría a los ingleses de Francia. Y así sucedió. Sus campañas militares permitieron la coronación del monarca. Como recompensa, el rey eximió al pueblo natal de Juana de Domrémy del impuesto anual a la corona. Pero este hombre recuerda también La monja alférez de Thomas de Quincey, el comedor de opio, como le llamó Baudelaire. Catalina de Erauso, la monja que vestida de hombre recorrió la América española, fue un personaje brutal. Escribe Luis Lozaya que fue “un asesino ocasional que contaba sus crímenes con indiferencia y un soldado castigado por su crueldad con los indios.” De Quincey cuenta que la monja no había pronunciado sus votos y, por tanto, “no llegó a cometer el peor de los crímenes perseguidos por la Inquisición”. El Papa le concedió una indulgencia especial por intercesión del rey, entonces el rey más poderoso sobre la tierra.

Cuando la película toca a su fin y el público comienza a levantarse de sus butacas, este hombre recupera el sentido de la realidad que se le había extraviado por unas horas entre los libros leídos y las películas recordadas. Sale a la calle y piensa con sensatez que todos, en cualquier momento de nuestra vida, o acaso durante toda nuestra vida, escondemos nuestra más honda identidad tras una máscara sin que por ello nos apercibamos de este mecanismo interior que nos transmuta. Nos acostumbramos a ser varios en uno mismo, piensa, y sobrevivimos sin dificultad a enfrentarnos sin más a estos inicuos reveses del destino. Probablemente, se dice para adentro, todos y cada uno de nosotros seamos muchos más al mismo tiempo y llegados a un punto puede que tampoco alcancemos ya a reconocer al auténtico del impostor, al vivo del muerto, al real del soñado, porque el tiempo y los sueños, como el viento en ocasiones, barren la memoria más pertinaz y las certezas más arraigas en los más profundo de nuestros convencimientos y de nuestras convenciones. Después de todo, piensa este hombre, todos me saludan cuando cruzo esta u otra calle sin ellos saber con certeza quién se esconde adentro de esta gabardina o si es la propia gabardina la que vaga sola por el mundo en busca de su propia existencia.
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jueves, 14 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XVI)

Desde aquella noche pasaron juntos muchas horas. No había propuestas a largo plazo ni siquiera de un día para otro. Inventaban la vida, a cada instante, seguros y convencidos de que no valía la pena forzar los acontecimientos. El tiempo arañado en la piel enseña de diagnósticos precoces y de resoluciones innecesarias. Nada se puede hacer contra los huracanes ajenos, pero sí se puede abarcar con las manos aquello que seduce y deleita. Así piensa este hombre. Hoy ha bajado a la orilla del río. Le gusta pasear por donde no hay gente y los perros sin dueño buscan un amo fugaz para consolar su infortunio. Sube en el funicular y desde arriba divisa la ciudad dividida por el río, y más allá una inmensa llanura verde que contrasta con la tierra cenagosa y pobre de los arrozales donde tantas aves diversas se alimentan durante todo el año. Aquí el cielo siempre es azul, sin nubes, un cielo limpio que no conoció en ningún otro lugar del mundo. Por eso, a veces viaja, no para encontrar nada, sino para conocer otros lugares, y por esa misma razón siempre vuelve a esta luz que conoce y le identifica.

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De vuelta al hotel, se sienta a la barra de la cafetería y pide una cerveza helada. Hace ya un tiempo que abandonó la cerveza y las bebidas largas. Ahora se cuida. Prefiere el vino. Sentado en un taburete, mira al exterior. Las calles hoy están concurridas, hay un ajetreo alegre en la mañana. Le gusta pasear por las ciudades los días de diario, a esa hora en que las sucursales bancarias están abarrotadas de clientes desorientados y los mercados huelen a vida y en los bares la atmósfera saturada de aroma a café barato impide leer con comodidad el periódico, y solo de vez en cuando, cuando el camarero llena una copa de aguardiente, este hombre abre los pulmones y los llena de un azúcar que dulcificó otros días de su vida. Pero no le gusta el tráfico denso, el ruido del claxon, los agentes de policía que rompen con sus reglas una armonía anárquica y natural que embellece el caos urbano a esa hora en que nadie sabe exactamente de qué va la vida, qué hace el otro ahora que no está con él, esa hora a media mañana en la que más de media humanidad trabaja en un oficio que repudia, esa hora en que los sueños, de manera ligera, se apoderan de las ilusiones marchitas y las llenan por segundos de una oscuridad obstinada que nos ha ido cegando con los años y los desaciertos voluntarios. Así piensa este hombre.

O así pensaba. Sube a su habitación y tendido en la cama recién hecha abre un libro, cualquier libro. Siempre le gusta leer varios a la vez. Siete u ocho o más. Le gusta apilarlos en la mesita de noche, junto a un bolígrafo y una libreta pequeña en la que va anotando sin orden pensamientos, algún verso, recetas, teléfonos, direcciones, algún viaje truncado, títulos para libros que nunca escribirá, deseos, dudas, marcas de ginebra que no conocía. Le gusta leer a esa hora en la que el sol comienza a arder en las calles y un aire diáfano inunda la habitación de esa alegría fácil de digerir y de aceptar. A veces, cierra los ojos y se sume en un sueño ligero que lo lleva al lado de esta mujer que ahora le llena los días y las noches.

Sabe que ya nunca podrá irse de este lugar o que no debería hacerlo. Que llega un momento en que hay que quedarse en alguna parte, cerrar para siempre la maleta, decir adiós a los aviones, a las carreteras, ir, sí, pero luego volver para enredar los dedos en sus cabellos, para encontrar en un abrazo lleno una razón suficiente y plena para seguir viviendo, entender que los caminos a veces se agotan y que los pies se cansan de estar siempre presos en los mismos zapatos y que los zapatos ya están muy usados y destrozados de tantos viajes, y que los caminos, cuando ya se han andado, tienen todos al final un mismo paisaje de esperanza encontrada y de paz primera, que todas las ciudades del mundo y todos los hombres y mujeres del mundo son iguales por muy diferentes que seamos, como le dijo el escritor vasco Ramiro Pinilla, que por esa misma razón a él ya no le gustaba viajar, porque todos los puertos son iguales y están habitados por las mismas putas y los mismos tugurios que huelen a alcohol y a sal de mar amotinado, pero sí le gustaba, como a este hombre, vivir cerca del mar, porque allí siempre se esconde una última esperanza, una posibilidad en caso de que la fuga fuese necesaria, un camino siempre abierto por si acaso. Ese si acaso que nunca nos deja.
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lunes, 11 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XV)

Claro que podemos cambiar la vida, piensa este hombre. Desde luego, hasta ahora tampoco fue así. Ni lo contrario. En ocasiones, se ha dejado llevar. La vida es una correntía de agua después de la tormenta que arrastra cuando se tropieza a su paso, y a este hombre siempre le gustó navegar contra corriente. Lo lleva en la sangre. Pero a veces se deja llevar. Y ahora que mira el reloj, sin que le importe la hora ni el día, porque tampoco sabe por qué mira el reloj, entiende que el tiempo se mueve aunque la aguja del reloj deje de girar en su monótono y calculado tictac, porque sabe que el tiempo está afuera. No sabe si en el aire o adentro de él. Y no le preocupa. Tampoco sabe si el tiempo existe, o si es otro sueño como tantos otros sueños que inventamos para que la correntía no nos arrastre contra nuestra voluntad. Ahora el hombre sabe que es feliz. Y qué carajo será la felicidad, piensa. Tampoco lo sabe. Ni le importa. Mira a esta mujer que está desnuda delante de él y cuenta el tiempo que vivió sin ella. Se remonta a otras ciudades por donde anduvo y a otras mujeres que intentaron cambiarlo, y ahora que mira a esta mujer no recuerda apenas nada. Ya ha consumido media vida, o más de media vida, y solo sabe que valió la pena llegar hasta aquí para conocerla.

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La mujer lo observa y no pregunta. A veces, él mira a ninguna parte y ella intuye que está ausente. No le importa. Le gusta observarlo, callada a su lado, compartiendo un momento que solo es de los dos. No necesitan más palabras que estar allí tendidos, con la luz apagada y una sombra azul que ilumina sus cuerpos ya cansados. La luna, a través de la ventana, es incluso un intruso en este espacio limitado a dos voluntades. Ella recorre con sus dedos el cuerpo de este hombre. Percibe que tiene el miembro erecto. Es tan suave esta piel, piensa ella. Le gusta acariciarlo con movimientos rítmicos que él no rechaza. Se desplaza como un reptil entre las sábanas buscando con los labios lo que sus manos también quieren y que abandonan cuando sus labios toman posesión de aquel terreno ocupado. Besa el miembro de este hombre con una ternura tan sutil que él apenas advierte la humedad ligera de su lengua que va y viene jugando con capricho y sin prisas, consciente de que la noche es el paisaje idóneo en estos avatares de la carne. El hombre siente los labios de la mujer que atrapan su miembro y después los dientes que clavan sin dolor huellas perennes que ya nunca olvidará. El hombre sabe que el tiempo es finito y que el placer es breve e incontrolado, al contrario que la pena, que se prolonga y se intenta domeñar al antojo aunque sin éxito. La mujer se afana con dedicación y destreza a la tarea que ahora tiene encomendada. Siente la respiración acelerada del hombre que aprieta su piel o la sábana con una desesperación de la que no pretende escapar, y es entonces cuando la mujer siente fluir como un volcán en erupción el miembro de este hombre que se derrama sin arrepentimiento y tumultuosamente dentro de su boca, pero ella no cesa en un quehacer que siempre quiso dominar con maestría. Cuando el hombre relaja los músculos feliz y vacío, la mujer salta de la cama buscando el grifo del baño y cuando se enjuaga la boca todavía persiste el sabor de un hombre que siempre buscó, y, aunque se cepilla los dientes y desinfecta la boca con flúor, no logra desprenderse de un sabor que imaginó más amargo y que le gusta.

Cuando sale del cuarto de baño, apaga la luz y sube a tientas y sigilosa a la cama. El hombre sigue tendido boca arriba, en la misma postura, mirando a la luna. La mujer lo observa con felicidad. Él no dice nada. Para qué. El acto está consumado. Vuelve la cabeza y ve los ojos negros de esta mujer iluminados en la oscuridad. Quiéreme siempre así, alcanza a decir. Entonces cierra los ojos. Ella sigue mirándolo. El reloj marca las doce de la noche. Su respiración profunda le dice que el hombre duerme. Ella se recuesta en su hombro y espera a que el sueño la venza. Ahora ella también duerme pero, aún en el sueño, siente el mismo sabor extraño en la boca. Y sonríe, porque no le importa.
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sábado, 9 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XIV)

Despertó con la sensación de zozobra y enajenación que arrastran los sueños felices. Sentía una serenidad inusual que siempre buscó, compacta como un trozo de hielo y moldeable como una barra de plastilina. Sabía que la felicidad es un antojo ineficaz, pero esta vez no rehuyó ninguna terapia, tampoco ninguna herramienta útil en estos litigios. Todavía olía el perfume de la mujer y sentía un cansancio alegre que le reconfortó plenamente. Estaba solo en la cama. Miró a su alrededor y encontró la habitación estrecha y clara. Un rayo de luz eficaz anunciaba un día glorioso. Vio las sábanas arrugadas y el vacío que había dejado en ellas la ausencia de la mujer. Imaginó otra vez su cuerpo con todo detalle, consciente de que la memoria es instrumento que describe con imprecisión la fortuna de la belleza. No se regocijó en su éxito de amante demente, pero una sensación de satisfacción irreconocible le recorrió las venas.

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Cerró los ojos y no atrevía a abrirlos de nuevo por miedo a que el recuerdo de la noche anterior se disipara como por arte de birlibirloque. Al fin, alargó la mano y cogió uno de entre tantos libros que tenía apilados en la mesa de noche. Abrió Metafísica del amor de Arthur Schopenhauer y comenzó a leer. Se detuvo en las primeras páginas: “Por tanto, no es lícito dudar de la realidad del amor ni de su importancia.” Pero unas líneas más arriba, también leyó: “Pero es aún más grande el número de individuos a quienes esta pasión conduce al hospital de locos.” Compartiendo por entero la opinión del filósofo alemán, se preguntaba si éste alguna vez se sintió loco de amor por una mujer. O si sencillamente se sintió amado por una mujer como él se sentía ahora. Y pensó que no. Y él, sin embargo, comenzaba a delirar aun cuando la razón le imponía unos principios inamovibles en su acción. Dejó el libro porque le reconfortaban más los aromas que deja la vigilia.

Ahora se preguntaba, eso sí, por qué la mujer no estaba con él, si se había ido para siempre a otro lugar, si volvería a verla, por qué no le había dejado una nota de despedida, un adiós breve que despeja como una llovizna en mitad de la calima. Pero al instante abandonó los malos pensamientos, y quiso creer que ella esta tarde volvería a estar sentada en el mismo banco, esperando que él apareciera para siempre a su lado. Se sentía cansado, así que sucumbió a un sueño necesario. Cuando despertó era más de mediodía. Se duchó sin prisas, dejándose rejuvenecer por un agua tibia que le devolvía la cordura. Después salió a pasear, a recorrer la ciudad como nunca lo hizo antes. Ahora ya no veía un pasado del que quería rehuir o encontrar para olvidar del todo. En aquellas calles ya no estaba su niñez ni su adolescencia, o lo estaban de otro modo, transmutadas en un tiempo presente que hacía añicos el pasado, porque los días venideros se hacían más plausibles y en los ya vividos solo quedaba una ceniza dulce que reconocía con una añoranza controlada que abría paso a otros momentos indescriptibles.

Comió algo ligero, degustando con parsimonia un vino tinto que le pareció a los labios sedoso y sensual. Buscó en la memoria los labios de la mujer y creyó encontrarlos en el cristal húmedo de la copa, cerró los ojos por un instante y allí estaba ella desnuda, susurrando algo que no entendía y que le gustaba, y allí estaba él también saboteando a placer el cuerpo de una mujer que nunca imaginó igual, una piel en la que se encontró por ese puro azar que le permitía ahora sobrevivir más allá de donde las puestas de sol son indeclinables y donde la realidad y los sueños se confunden en una mezcla sutil y diferente. Pensó sin arrogancia que podría estar escrutando aquel cuerpo sin tregua todo el resto de su vida, yendo y volviendo de una a otra parte y volviendo luego por otra ruta distinta al lugar de origen, escrutador de una amazonía justa y perfumada, de un valle llano y tembloroso, escalador sin artefactos de cúspides suaves y generosas, hasta alcanzar de nuevo sus labios y sus ojos, y morderlos como si fueran uvas, y perderse en su pelo enrejado de sospechas que siempre pensó posibles.

Después salió del restaurante. La tarde imponía un cielo azul intenso que amaba. Anduvo con pasos lentos el camino hasta el parque. Allí estaba la mujer sentada en el banco, esperándolo. La alcanzó y la saludó torpemente sin una sonrisa en su rostro, con una mirada enigmática que pronto se diluyó en su mirada. No sabía si estarías aquí, le dijo. En qué otro lugar podría estar, le dijo. Él no dijo nada. Alzó su brazo y la atrajo contra su hombro. Ella se retrepó en su pecho y sintió que su corazón trabajaba con obstinación por que el tiempo se detuviera allí mismo. Después le dijo que lo encontró agotado, que lo dejó dormir para que descansara, que no quería despertarlo, pero que esperó impaciente su regreso sin advertir que el tiempo infinito cabe en apenas unas horas del día. Después le dijo que la llevara al hotel, que los sueños, para que no desfallecieran, habría que alimentarlos. Y él no entró en debate. Aceptó su propuesta como el mejor indicio de que la vida valía la pena vivirla.
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Los sueños deshabitados (XIII)

Este hombre y la mujer andan cogidos de la mano. Todavía no se han abrazado. Andan juntos sin saber adónde van. Es la primera vez que ambos, juntos, caminan sin rumbo, porque ahora el ayer ya no importa y el mañana solo existirá si son capaces de crearlo entre los dos. Lo saben sin haberlo aprendido sin antelación. Ineluctables ante un destino ineludible, avanzan paso a paso hundiendo los guijarros en la tierra. Sin darse cuenta, la proximidad de los viñedos les percata de que la ciudad se ha quedado a una distancia prudente. Se han buscado tanto, sin que cada cual supiera a quién quería encontrar, que se han quedado solos, voluntariamente solos, y ahora que la luna es clara se miran de frente con un deseo irrefrenable. Así que eras tú a quien andaba buscando, acierta a decir ella. Él apenas sonríe. La mira fijamente, apenas sin parpadear, porque el rostro que lo observa lo vio en los sueños, no en los sueños de estos días, sino en aquellos otros que el tiempo difumina con una pátina de sombras y de olvidos. Pero no cabe duda. Es ella, piensa.

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Ella quiere besarlo. No se atreve a decírselo. Sencillamente lo besa con una ternura que él nunca conoció. Apenas le ha tentado los labios con los suyos, y sabe, sin saberlo en realidad, que se quedará en ellos por mucho tiempo. Ahora es él quien la besa con firmeza, y ella se deja llevar por un huracán de sensaciones que la aturde, pero no quiere regresar. Ya nunca podrá regresar a esa región que habitaba sola. Tampoco quiere. Tiene una luz en los ojos que es nueva y que él detecta como un objeto propio y necesario. Propio no en el sentido de dominio, sino como pieza imprescindible de su mismo destino. La abraza con la certidumbre de que nunca más saboteará otras habitaciones, ni sudará las sábanas de otras mujeres que nunca amó, ni aceptará propuestas con embargos, ni buscará los fines de semana una botella con dos vasos y una compañera para sortear el maleficio de los días de pecado que ya purgó. Ahora abraza a esta mujer, la aprieta contra su cuerpo creyendo que el contacto íntimo e innecesario nunca lo separará de ella.

Vuelven a la ciudad cuando todavía el bullicio agota las calles, y los locales nocturnos les devuelven una música pegajosa con letras de bolero y melodía de canción italiana de otros años, mientras las parejas se besan en las esquinas de los bares, esquivas a estos dos transeúntes que cruzan la ciudad de punta a punta, ausentes de ellos mismos, componiendo una identidad nueva que les devuelva los años que se fueron sin pena ni gloria, vacíos como globos que estallan en mitad del silencio, y donde solo había oxígeno, el aire que vuelve a ser solo aire, perdido en medio de un horizonte sin aristas posibles.

En el hotel, la mujer observa la maleta sobre la cama y el equipaje a medio hacer, el billete de avión sobre la cama con un destino que no conoce, un libro con una página doblada que advierte de las páginas leídas, una botella de whisky irlandés, llaves, varios bolígrafos, una grabadora, cintas de cassette vírgenes, un par de libretas con nombres y direcciones tachados, con anotaciones ilegibles, sin fecha, escritas al azar, aunque indicativas del estado de ánimo de este hombre. Ella no dice nada. Solo observa este reducto de soledad de donde se dispone a sacar a este hombre que la mira. Ella comienza a desnudarse con una seguridad y maestría que él aprecia en su medida. Deja su blusa blanca que huele a perfume en una silla y el sujetador de un color burdeos indefinido sobre la propia camisa. Él observa unos pechos turgentes y blancos, con un botón claro en el borde del vacío, un botón pequeño, incluso infantil, rosáceo o color caramelo, pero nunca supo de qué color son los caramelos. Sentada en la silla se despoja de los vaqueros y de unas bragas también color burdeos que le esconden un pubis negro y recortado a la medida que él descubre cuando ella tira las bragas al suelo, como si improvisara la escena de una película que ya ha visto o que en un momento determinado se atrevió a soñar.

Ella está sentada en la silla, se echa hacia atrás y abre las piernas. Sabes ahora dónde está el paraíso y cómo se entra al paraíso, pregunta ella sin sarcasmo alguno. Él observa, con una luz opaca, esa mancha oscura que lagrimea entre sus piernas, ese mundo claro que se abre ante sus ojos. Mira un coño que es distinto a todos los coños que conoció en otra vida, y sabe que ahí se puede perder para siempre, que es donde se quiere extraviar premeditadamente, conscientemente. No apaga la luz. Al contrario. Enciende la lámpara de la mesita de noche. No quiere vivir a oscuras un espectáculo sin igual. La vida ya no está para sandeces, piensa. La mujer le mira con media sonrisa, porque sabe que este hombre se dispone a espolear su cuerpo a placer. Y piensa que ya era hora de que un hombre le calmara, de una vez por todas, esos sueños que vagaban sin dueño por doquier.
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jueves, 7 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XII)

Es de madrugada y este hombre no puede dormir. Abre la terraza y la noche, como siempre, es oscura y enigmática. El firmamento está poblado de estrellas minúsculas e incandescentes, o de estrellas inmensamente grandes que desde su ángulo de visión las encuentra curiosamente minúsculas, aunque él sabe que se engaña y que nunca podría medir con precisión su volumen ni su influencia vital. Mirando desde este espacio parcial y concreto es consciente de la medida reducida de su existencia y de la inmensidad del universo, del abismo que se abre por doquier y que nunca alcanzará a indagar. Entra en la habitación y cierra la puerta de la terraza, y entre estas cuatro paredes sí puede abarcar el mundo que afuera se le escapa.

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Ahora, reducido a simples pensamientos deshilvanados, no le importa viajar con la imaginación a paisajes inexistentes o a cordilleras elevadas desde donde se divisa, como una meseta llana y pulcra, la vida que ha vivido. No sabe qué hace en esta ciudad o a qué ha venido, por qué, en ocasiones, volvemos allá adonde fuimos felices con la sensación contrastada de que allí no encontrará la felicidad, pero también con la intuición siempre presente de que cualquier día es bueno para torcer el rumbo de los acontecimientos cotidianos.

Ahora que es de noche y no sabe adónde ir ni dónde se encuentra exactamente ni por qué, comienza a hacer el equipaje. No lo ha meditado. Muchas veces en la vida, se ha guiado por estos impulsos inexplicables, y desde entonces anduvo de allá para acá. A veces a este hombre no le ha importado vagar de una ciudad a otra sin más, sin otro fin que sentir sus pasos a su lado, como si otro, que no es otro sino él mismo, caminara junto a él, siempre siguiendo su sombra de peregrino improvisado, de vagabundo primario e inconsciente. Aprendiz de viajero, sonámbulo de noches solas, devoto de una soledad que alimenta con una fidelidad a prueba de cualquier soborno. El equipaje es ligero; el camino, cualquiera; el pasado, un retorno imposible, una ciudad a la que tal vez nunca tuvo que volver. Porque ahora se acuerda de esa mujer que el otro día encontró sentada en un banco del parque, una mujer enigmática como la noche y tierna y apetitosa como un trozo de pan recién horneado. Sonríe con estas metáforas improvisadas que le gustan. Le gusta comparar a esta mujer con un trozo de pan o de bizcocho, o con un racimo de uvas, o con una lluvia improvisada que de repente cala hasta los huesos, se mete adentro donde las vísceras y los sentimientos componen un mosaico ilegible, un legajo intraducible, un manuscrito de letra minúscula y correcta que advierte al caminante de que el azar es ocioso y ventisquero, caprichoso y desconcertante.

Deja la maleta abierta sobre la cama para que, quien la pueda observar unas horas más tarde, entienda que hay viajes trucados por el destino y que la suerte, en un porcentaje indescifrable, es ingrediente de un cóctel que otras manos voltean, receta cuyo formulario nadie logra desentrañar sino una vez consumados los hechos que van a ocurrir. El hombre baja a la taberna y pide un café negro y una copa de aguardiente. Hace ya mucho que no bebe aguardiente ni baja a estas horas de la noche a estos establecimientos que con los años cada vez escasean más, residuos de una vida agotada que se consume a su pesar. Después pasea por las calles vacías cuando el día se abre irreductiblemente sin que él se aperciba de una claridad que echaba de menos.

A media mañana se siente agotado, vuelve al hotel y en la habitación encuentra la maleta abierta sobre la cama. Se recuesta a su lado, como si su presencia le devolviera una paz que ahora necesita, y se sume en un sueño ligero del que no huye. Cuando despierta, la tarde está avanzada. Se ducha, se viste como para ir de fiesta, se descubre una sonrisa ligera y sólida en su semblante que no logra domeñar. Piensa si será la sonrisa de otro que habita en él mismo, dos criaturas diferentes que no logran habituarse a vivir en el mismo cuerpo. Suelta una carcajada rotunda que no logra contener con estas gilipolleces que de vez en cuando se le ocurren y le desconciertan. Se dirige con paso firme y pausado al parque. En su banco está sentada la mujer del otro día, esperándolo. Ahora no sonríe. Ella tiene una mirada llena que no encontró el otro día. Te esperaba, le dice. Por eso vine, le explica él. Quiere esbozar una sonrisa, pero no lo hace. Prefiere decir: “No puedo olvidarte.” Ella le mira fijamente. Tampoco sonríe. Y le dice: “Tampoco yo.” Él, sin saber cómo ha sido, se ve dibujando con su mano los labios de esta mujer. Ella atrapa con sus manos los dedos de este hombre, los besa tal vez. Siempre lo quiso hacer. Después se pone en pie, coge la mano derecha del hombre con su mano izquierda y comienzan a andar. Ninguno sabe a dónde va y tampoco sabe si este viaje que ahora comienza tiene regreso. A veces, piensa él, hay viajes que no se agotan.

No sabe por qué pero ha visto sobre la tierra del parque una copa de aguardiente que ha golpeado contra sus zapatos. La copa se vuelca sin romperse y derrama su contenido. Su olor anisado inunda toda la atmósfera de un aire edulcorado. No sabe si esta imagen improvisada guarda algún sentido. Y esboza otra sonrisa que tampoco sabe si es suya o de aquel otro que habita su mismo cuerpo. Ella le mira y sonríe, porque ambos saben que lo que les va a ocurrir lo soñaron algún día, y se someten sin resistencia a acometer cuanto el destino les depara.
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Los sueños deshabitados (XI)

El hombre lee: “Sé feliz en el momento. Toda felicidad que dura es desdicha.” Apenas esboza una mueca, un conato de sonrisa. No lee el libro, descifra su propio destino. La frase es de Marcel Schwob. El escritor francés fue autor de cabecera de Borges, de Faulkner o de Tabucchi. Este hombre prefiere a estos tres escritores antes que a Schwob, pero piensa también que algunas frases de El libro de Monelle son dardos certeros y muestran, tal vez sin pretensiones, la auténtica caligrafía con la que se escribe la vida. Le gusta la historia de Monelle pero prefiere la historia real en la que se basó Schwob para escribir estos relatos. En 1890 conoció a una joven prostituta de la que se enamoró sin reparos y sin solución. Louise, así se llamaba, murió de tuberculosis y Schwob nunca aceptó esa pérdida. Así que la buscó por las noches en las calles donde ya no podía estar. Acaso se buscaba a sí mismo también. Suele ocurrir.

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En 1894, consciente de que el dolor era insobornable, comenzó a escribir: “Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano.” Después añadió una segunda frase a un libro que todavía hoy, más de un siglo después, conmueve por su belleza y singularidad: “No te sorprendas –me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.” Borges acertó a escribir: “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen sociedades secretas.” El hombre cierra el libro, porque en el libro lee su misma vida. Es lo que ocurre con estos escritores que, indagando en sus propias llagas, muestran sin intenciones las heridas ajenas. Es inevitable. El dolor es de todos.

Piensa si la mujer que encontró sentada en un banco del parque se parece a Louise o a Monelle. O si acaso todos escondemos a una joven prostituta o a una virgen en nuestras vísceras. Es posible que sí. La literatura, después de todo, es una impostura de la vida. Este hombre no está seguro de nada de lo que piensa. Y tampoco le importa. La duda también es ingrediente imprescindible del dolor y de la vida. Mira el libro abierto sin leer. Lee hacia adentro. No el tiempo pretérito que sucumbió con acierto o sin fortuna, sino el tiempo venidero que no logra doblegar a su antojo. Pero también gusta del riesgo y de los percances imprevistos. Entonces recurre de nuevo a Schwob: “Piensa en el momento. Todo pensamiento que dura es contradicción.”

Un día vino a la ciudad, en parte a reconstruir el pasado para construir su futuro. Lo hizo sin nostalgia. Sencillamente por el simple placer de atar los nudos sueltos de su existencia. Por olfatear los olores de la niñez, por beber el vino de la adolescencia, por ver y encontrar en otras miradas ajenas su perfil extraviado de hombre errante. Vino para no quedarse. Solamente quería arañar al olvido las piezas de un puzle incompleto que le inquietaba. Después se marcharía a otro lugar. Daba igual. El mundo es ancho y enigmático. No es como un libro, que cabe entre las manos y se puede abarcar con la mirada la inmensidad de sus propuestas, aunque también sea cierto que cualquiera puede naufragar o enloquecer entre aquellas palabras que insinúan un mundo inalcanzable y real.
Este hombre sabe que los sueños son reales. Por eso hay que atraparlos aunque en ello le vaya la vida. Quizás comenzó a hacer el equipaje pero enseguida desistió del intento. Sabía que no podría partir sin volver a ver a la mujer que encontró sentada en el parque. Alguna otra vez le ocurrió con otra mujer o con otras mujeres. Ya no recuerda.

Pero siempre hay un momento definitivo que es imposible obviar porque el tiempo comienza a mostrar fechas de caducidad en los frascos en los que el olvido es invisible. Después, no se sabe cuándo, el olvido adopta sus propias formas y envuelve el entorno de una pátina indisoluble que todo lo enturbia y oscurece. Este hombre teme a la oscuridad y sabe que la oscuridad es semilla del miedo y que el miedo siempre anida en las almas volubles y dubitativas. Una vez más piensa que la joven prostituta de Schwob en nada se parece a la mujer que encontró sentada en un banco del parque y sabe, no obstante, que él busca en ella el mismo sentimiento de enajenación y perdición que Schwob encontró en Louise y que inventó en Monelle.
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Los sueños deshabitados (X)

El hombre mira a la mujer que está sentada a su lado en un banco del parque. Mientras la observa, piensa que la vida es caprichosa y sorpresiva, sinuosa y sugerente. Hasta el momento en que la encontró allí sentada, la imaginó como era y como nunca fue, le modificó los ademanes a su antojo, le inventó un pasado que nunca vivió, le puso en los labios media sonrisa que le infantilizaba y en los ojos una mirada tierna que siempre soñó. Pero nada más conocerla, la aceptó tal como era. No tenía una belleza de infarto, pero sí un atractivo diferente a otras mujeres que había conocido. Soñó con ella con una serenidad que nunca había sentido y al despertar se sintió liviano en su propio cuerpo. Hasta la tarde, que era cuando iba al parque para ver ponerse el sol, logró sacarla de sus pensamientos. Dejó a un lado su vida pendiente y pensó si dar un giro a su monotonía diaria sería buen aliciente para esquivar el desasosiego.

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Le había visto a esta mujer en su modo de andar un vacío interior que le desconcertaba y que no le dejaba manejar con destreza sus encrucijadas más firmes. Comió sin hambre y después se vistió con una parsimonia calculada. Eligió una camisa clara y una chaqueta discreta hecha ya a sus formas. Mientras caminaba en dirección al parque, supo que aquel día le cambiaría la vida. Ahora se sentía un impostor de sí mismo que había optado por dejar a un lado otra vida ya deshecha por las circunstancias. Cuando la vio sentada en el banco, sonrió con esa sensación de victoria de haber ganado una guerra que todavía no había estallado.

No le preguntó el nombre. Para qué, se dijo. Después escrutó sus ojos cansados, sus labios desconcertantes. Ella miraba las ramas altas de los árboles. O tal vez miraba el cielo todavía azul. Hoy es un día distinto, dijo ella. Después le miró a él. Tú sabes que hay días que pueden alterar toda una vida, le dijo. Volvió a mirar un cielo que poco a poco se apagaba. Era el último día del año. Bastarían unas horas para que un nuevo día y un nuevo año abrieran las hojas del calendario. Atrás no solo quedaban 365 días de nefasto recuerdo sino un futuro de incierto pronóstico y de aun más difícil diagnóstico.

Se había ido ya la luz cuando le mujer le propuso pasear por las afueras de la ciudad. La noche era fría y clara. Durante un buen trecho ninguno pronunció palabra. Al rato ella se detuvo. Pensé que nunca te iba a conocer, le dijo ella. No quieres saber cómo era mi vida, le dijo, por qué hoy vine a buscarte, qué hombre desató la ira que muerdo, la paz que no hallo. No me importa de dónde vengas, le dijo el hombre. Solo me interesa la mujer que veo, la que existe ahora. El hombre quiso besarla, pero no se atrevió a romper el silencio que ella buscaba. La mujer se le acercó con paso decidido. Bésame, le dijo, y después acompáñame a casa. Mientras la besaba soñó que la estaba besando. A veces, la vida y los sueños se confunden inevitablemente.

La dejó a la puerta de la casa. Le hubiese gustado entrar, haber compartido con ella la noche. Sin embargo, optó por callar la propuesta. Regresó solo y con la sensación de no haber acertado en su decisión última. Durmió con una pesadez cómoda que le devolvió el sentido común cuando amaneció. El nuevo día le pareció más azul que el anterior. Por la tarde, de nuevo, iría al parque. Pensaba que la mujer también iría. Cuando llegó, se sentó en el mismo banco, abrió un libro y se sumió en una lectura liviana que le devolvió otros sueños más insolventes. Cuando anocheció, cerró el libro, miró el banco en el que se sentó la muchacha la otra tarde. Se preguntó una sola vez por qué no había acudido a la cita. Después entendió que no habían quedado en nada, aunque él esperaba que ella hubiera aparecido con su presencia frágil de mujer sola. Sonrió, no supo por qué. Después comenzó a caminar sin rumbo, como había hecho toda su vida.
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miércoles, 6 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (IX)

La mujer que ayer se sentó en un banco del parque no logra olvidar al hombre que vio allí también sentado. No lo conoce de nada. Lo sabemos. Pero su imagen, sola y enérgica, ocupa un espacio cada vez mayor en su cerebro y su cerebro, acaso sin pretenderlo, bifurca extrañas órdenes a sus manos. Y entonces ella, frente al espejo del cuarto de baño, escruta arrugas apenas incipientes, la luz apagada de sus ojos que hoy brilla como si el sol alimentara su luz, su piel de melocotón todavía inexplorada por manos expertas. Sabe que algunas sensaciones solo alcanzan a ser reales cuando otras manos que no son las suyas las exploran en su propia piel. En realidad, no lo sabe. Lo sospecha solo desde hace unos instantes, desde el sueño que dejó apagado entre las sábanas de anoche. Pero los sueños no se apagan.

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Nadie sabe cómo agonizan los sueños y qué materiales son los más efectivos para mitigar sus efectos o para prolongar su color. He ahí que esta mujer, a sus cuarenta años, ha roto con un hombre que conocía de tanto tiempo atrás y con quien pensaba andar todo el trecho de vida restante. Ella no sabe cómo ocurrió. Fueron tal vez unas palabras inoportunas, un gesto vacío, una mirada que buscaba otro paisaje. No lo sabe. Pero le dijo adiós. Adiós definitivamente. Como si cada despedida, según el tono de la voz, anunciara un paréntesis infranqueable. Aquel adiós, sin embargo, fue breve y decidido. Después se puso a andar. No importaba a dónde. Fue así como se sentó en un banco del parque. No solía ir al parque para nada. Ahora no logra olvidar el parque y a un hombre sentado en un banco que la miraba fijamente.

Sabe, ahora sí, que su vida ha cambiado, aunque no ocurra nada más. Algunas veces, no debe ocurrir nada extraordinario para que la vida nos dé un vuelco. Puede ocurrir después y, en realidad, ocurre más tarde, cuando ya estamos alerta y sabemos que el azar, como el maleficio, nos ronda siempre por segunda vez y nos abandona definitivamente cuando no somos capaces de dirigir la mirada a la persona que nos mira y que nos miró siempre, aun cuando nosotros no sabíamos de otros ámbitos ya habitados por nuestros sueños y franqueados por nuestros propios pies.

Ahora esta mujer se ha metido bajo la ducha y, cuando frota la espuma de jabón contra su piel, siente como si se desprendiera de otra piel que nunca fue suya y ahora le sobrara. Es entonces cuando se siente desvergonzadamente desnuda, cuando al mirar al espejo y desprenderse de la toalla, descubre su propio cuerpo, todo entero frente al espejo aún empañado de vapor, sin que ningún hombre dibujara con sus manos parcelas de ternura, esa agresividad dulce que le atraviesa el esqueleto y que, desde anoche o quizás desde siempre, no la deja dormir en paz. Se viste con una premura inusitada, pero midiendo cada minuto. Porque ahora, se dice, el tiempo importa. El tiempo es lo que importa. Restar tiempo al destino. Viste un vaquero usado que anuncia unas formas nada detestables, una blusa blanca mal abrochada que insinúa más de lo que contiene, el pelo suelto, el perfume que siempre conservó para un día como hoy. Se mira frente al espejo y sabe ahora que a los años se les puede sobornar sin estrategias demasiado rígidas.

La mujer se ha sentado en el banco del parque donde estaba sentado el hombre que vio ayer. Apenas ha esperado cinco minutos para verlo, porque el hombre, cada tarde, se acerca al lugar a distinta hora, pero hoy quería saber si la mujer acudiría a una cita que no tenía concertada. El hombre mira al banco donde se había sentado la mujer ayer, pero observa que no está y, cuando se dirige a su banco, detesta, algo confundido y feliz, que la mujer le espera. Sonríe y ella sonríe también. Le dice algo divertido: “Pensé que este era mi banco”. Ella le dice: “Sí, lo sabía. Por eso me senté”. Después esboza apenas una sonrisa. A él le gustan sus dientes, sus labios, su media sonrisa, su atrevida timidez. Y solo logra responder: “Aquí las tardes son breves y acogedoras. ¿Lo sabía?” La mujer suelta una carcajada rotunda, y después lo mira sin fisuras. “Sí, lo sé desde ayer”, le dice. Ambos piensan que hoy la luz se prolongará aun cuando se haya puesto el sol.
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Los sueños deshabitados (VIII)

El hombre está sentado en un banco del parque. De vez en cuando, le gusta andar un trecho y después sentarse en este banco del parque. Las tardes de otoño son breves, pero se prolongan en exceso después de haber echado una breve cabezada en el sillón de orejas. Le quita el sonido a la televisión y le gusta poner su propia voz a las imágenes en movimiento que poco a poco se mezclan con las otras imágenes de un sueño liviano. Sentado en un banco del parque, mide el paso del tiempo con una melancolía matemática, y no le importa contar los años vividos y las aventuras truncadas. Le gusta, sobre todo, deleitarse en los éxitos. Éstos nunca fueron acontecimientos deslumbrantes, pero él los celebra como piezas imprescindibles de este puzle que es su vida. Se trata de algunos viajes gratos, de noches que se prolongaron hasta el amanecer para huir de las pesadillas, de mujeres que buscaron sus hombros donde apoyarse cuando la vida les confundía convulsos intereses con los impulsos del corazón. Nunca llora, pero alguna vez los ojos se le humedecen y en las comisuras de sus labios esboza apenas un conato de sonrisa que alivia con unas palabras que tampoco pronuncia. “La vida”, dice entonces. Y en esas dos palabras sintetiza toda una existencia de hombre vagabundo que alguna vez fue feliz.

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Mira a esta mujer joven que se ha sentado en otro banco. Calcula su edad, y sospecha que no ha cruzado el umbral de los cuarenta. Piensa que es aún joven, pero que ambos, de haberse conocido en otras circunstancias, hubiesen alcanzado a ser felices juntos. Viste como si tuviese una cita ya cerrada. Sin embargo, su mirada algo extraviada en ella misma le dice que el encuentro ya tuvo lugar y que las esperanzas puestas en el mismo se han chamuscado como alas de pollo olvidadas al fuego. Él piensa que la tristeza, en ocasiones, cuando no es obsesiva ni demasiado gris, embellece a algunas mujeres. Y éste es el caso. Piensa que le gustaría conocerla más a fondo. Decirle algunas palabras que ahora desconoce y que no le importaría proponerle algún despropósito que mitigara la contrariedad en la que se halla sumida.

La mujer mira a este hombre que está embebido en sus pensamientos. Ha observado que alguna vez la mira para después de nuevo meterse en sus interioridades que deben obsesionarle o bien lanza una mirada panorámica al parque como si contara cada árbol y en cada uno intentara descifrar tantas incógnitas que lo mantienen ensimismado. La mujer mira con discreción a este hombre. Sabe por su pelo encanecido que ha cruzado el ecuador de la vida y en su serenidad despierta sabe que cobija otra vida que solo él maneja a su antojo. Y es esa seguridad que esconde sin intenciones donde ella quisiera reconocerse ahora mismo. La mujer ve en este hombre una belleza sólida y diferente que le perturba los pensamientos. Le gustaría importunar su soledad, sentarse a su lado y escrutar su mirada de espía jubilado. Ella piensa que posiblemente la comparación no sea la más afortunada, y ríe de esas extravagancias que se le ocurren. Vuelve de un encuentro con un hombre al que ha dejado de amar en solo unos instantes. Fueron unas palabras inoportunas, una excusa torpe, esa sensación que anuncia catástrofes que aún no han ocurrido y que no deben ni pueden ocurrir. Ha mirado a este hombre y sabe ahora que no se ha equivocado apostando por otro futuro que desconoce y que no alcanza a vislumbrar. La tarde se apaga como una fiesta sin vino. Vuelve a mirar a este hombre, ahora de manera descarada y convencida, pero ella sabe que un caballero, incluso con tanta ciencia como este hombre acumula, no se acercará a saludarla y proponerle cualquier despropósito. Se pone en pie y vuelve a mirarle con intención. Después comienza a caminar sin rumbo.

El hombre también la mira, muy fijamente, tal vez con ternura. Sabe que posiblemente no volverá a verla y esa sensación, que no es nueva, le recuerda que la vida se repite de vez en cuando con pequeñas variantes. Afortunadamente. Después se ríe a carcajadas sin razón alguna. Solo él se escucha en este parque vacío. La noche, lo sabe, nos vuelve a dejar a todos solos.
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Los sueños deshabitados (VII)

Nadie se cansa de soñar. Es la única adicción a la que nadie logra escapar nunca. Este hombre que apenas conocemos tampoco puede burlar los sueños. Los sueños no son viento ni tormenta. Pero anidan en el aire y en el agua. No se los puede exterminar porque no podemos caminar por la vida como impostores de aquel otro que siempre quisimos ser. La única recompensa por estar vivos no es colmar las más abyectas ambiciones que nos delatan, sino ser propietarios de sueños únicos e imposibles. Nadie tiene acceso a esa caja que es otra vida dentro de nuestra propia vida, sueños dentro de otros sueños, universos inmensos en este estrecho hábitat. Este hombre sabe que necesita de los sueños para sobrevivir y que sin ellos la existencia es un océano vacío que confunde sus orillas con la arenas de todos los desiertos que nos desorientan y confunden. No hay mayor error que pensar que nuestros sueños alcanzan el valor de nuestra nómina o de nuestro patrimonio o de nuestra fortuna, o la dimensión de nuestra altura, o la flexibilidad de nuestra inteligencia. Los sueños cruzan fronteras infranqueables y se adueñan de identidades que fagocita y exprime hasta la extenuación. Cuando el hombre duerme, la noche lo vuelve indefenso y extraviado en el laberinto de los sueños que no maneja a su antojo, busca la luz del día para huir de su más íntimo fracaso que todos conocen y que solo él pretende ignorar. No hay antídoto o insecticida posibles contra los sueños. Cuando se les rehúye, siempre vuelven después como un enjambre de abejas a ocupar el lugar que les negamos.

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Este hombre sospecha que los sueños de aquel otro hombre son tóxicos como la prima de riesgo que el sistema maneja a su antojo. El hándicap del sistema en el que este y aquel hombres andan inmersos es que nadie puede expropiar los sueños, ni desvalijarlos, ni controlar sus ausencias o sus posibilidades. El sistema le expropiará la vivienda, le condenará a una nómina indecorosa, le apretará el cinturón hasta hacerle vomitar bilis, le esclavizará hasta el extremo de que a su dueño lo confundirá con otro dios y a su dios lo expulsará del templo de sus ensoñaciones, porque el hombre, cualquier hombre, teme más al peligro que acecha que a la miseria que lo ciega y lo domina. Por eso, este hombre no busca pelea, rechaza el bullicio colectivo que todo lo impregna de turbio desencanto y espera a que otro día le devuelva uno de tantos sueños que el sistema no logra arrancarle de cuajo, porque mientras los sueños aniden en lo más hondo de este hombre, la posibilidad certera de que el mundo puede cambiar es una sospecha que el sistema, en lo más hondo de su estructura, en lo más oscuro de ese silencio que nunca logrará apagar, no podrá vencer.

Ha amanecido pero este hombre vuelve a cerrar los ojos, porque prefiere habitar sueños disparatados que morder los bordes de una vida que no le gusta y que le mata, y a la que está condenado a volver para vencerla o malgastarla.
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Los sueños deshabitados (VI)

Este hombre un día se embriagó de sueños desmesurados, y está bien que así sea, porque esa ambición sin límites le permitió traspasar barreras infranqueables, le ayudó a diseñar una existencia digna sin tener que atenerse a normas trasgresoras ni mucho menos a vulnerar principios elementales. Los sueños reconfortan no solo el paladar sino también los resquicios del alma por donde se escurren las lágrimas que nunca traspasan la red de unas pestañas sedientas de lluvias interiores. Este hombre sabe que hay que administrar los sueños con la misma sabiduría con la que gestionamos las horas de cada día. El tiempo y los sueños son ingredientes indisolubles de un mismo cóctel, piezas de un puzle siempre incompleto que nos persigue de por vida sin que sintamos su presencia a nuestro lado. Este hombre mira de vez en cuando el reloj para otear las horas, pero sabe también que las horas no son el tiempo, sabe que las horas son pequeñas piezas abstractas que delimitan un tiempo que no alcanzamos a conceptualizar en toda su extensión. Él sabe que vivimos en un tiempo que no es nuestro ni de nadie y que, cuando seamos tierra de la propia tierra, el tiempo vagará por el espacio ilimitado del universo a la espera de que otros hombres que nazcan lo inventen una vez más para medir su vida desbaratada.

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Los sueños son agujeros negros en el tiempo, porque los sueños traspasan su corteza para sumergirse en otro tiempo que solo existe en nosotros y que con nuestra muerte ese tiempo menor y difuso de los sueños sucumbe también y por siempre. Es cierto, como ya sospechaba Borges, que un hombre podría infiltrarse en los sueños de otro hombre, y que una vez nosotros fallecidos, este hombre estaría condenado a deambular sin rumbo en un limbo que es este sueño ajeno, sin propietario en un universo condensado de tiempos personales y asimismo desconectado de un tiempo real e infinito. El hombre que un día traspasó las fronteras de uno de sus sueños para habitar otro sueño de un desconocido es este hombre de sueños desmesurados que un día se equivocó de ruta y ahora naufraga sin brújula en un océano de nadie. Él lo cuenta a los más próximos y estos a su vez sospechan que este hombre en realidad navega por ese otro océano que nadie conoce y donde el crepúsculo nunca se pone.

Cualquiera puede trasgredir un sueño ajeno, por propia voluntad o bien movido por el azar, y puede reordenar el cauce de los ríos y la tala de los bosques, e iluminar el cielo con lluvias de pirotecnia, levantar muros donde antes la tierra era de todos e inventar otras lenguas para confundir a sus semejantes. Pero siempre se corre el riesgo de que el hombre propietario del primer sueño despierte porque la luz del sol lo llame o un presentimiento fatal lo desvele en mitad de la noche, y entonces aquel otro intruso, que modificaba a su antojo un sueño que no era suyo, vagará por un tiempo inexistente hasta que el primer hombre, ya reconfortado de un miedo del que huye, de nuevo sucumba a la tentación onírica de olvidarse de su misma vida para inventar otra diferente o mejor que no existe y que siempre quiso.
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Los sueños deshabitados (V)

Hoy el sol irradia una luz natural y esta luz, para el hombre que mira sin saber adónde, es necesaria como el pan de cada día. La expresión no sería correcta. Le han detectado glucosa y colesterol en la sangre, y por esta razón evita el pan de cada día. El pan de cada día lo conforman también las noticias de los informativos audiovisuales. Éstas no le alimentan ni le divierten. Es más, le aturden y le enfurecen. Sobre todo por la actitud que han adoptado sus vecinos y los vecinos de sus vecinos. Escucha a alguno o algunos que el periodista interpela al azar a la hora de la cena, y sus declaraciones no solo no le estimulan el apetito, sino que le hacen llorar de rabia. Suele quejarse más del malestar que le provocan los males ajenos que los propios. Escucha a una mujer joven justificar las medidas de austeridad impuestas por este gobierno saliente y aquellas otras que implantó este gobierno entrante, y piensa que el mundo se ha extraviado primero en el confort de una riqueza falsa que nunca fue real y ahora delira en los bastiones de una pobreza azul que cree virtual y que en nada le recuerda la miseria genética en la que siempre vivió. Y antes envenenado por el exceso de glucosa en sus venas y ahora sediento como consecuencia del café amargo ingerido, sueña y duda de aquellos días que imaginó felices con tan pocas herramientas en los bolsillos.

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Este traje le viene ancho y no quiere acostumbrarse a su pena diaria, ni alimentarse como un parásito de su propio dolor y, mucho menos, vivir la vida que otros le diseñan desde otros ámbitos y que en nada se asemeja al mundo de sus sueños deshabitados. Ahora, consciente de que el mundo no cambiará hasta que sus vecinos asuman la austeridad y la pobreza como una forma de vida y no como un estado de ánimo pasajero, y recuperen aquellos valores de integridad que les hacían grandes siendo tan pequeños, se ha sentado en su sillón de orejas, ha abierto un libro entre otros muchos, ha cerrado con llave la habitación. Hoy la mañana es fría. Busca en los rescoldos del fuego de anoche un calor que le atraviesa los huesos. Ahora no mira las cenizas ya frías, porque una luz natural atraviesa este espacio que ilumina su vida.
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Los sueños deshabitados (IV)

Éste es un tiempo difícil y el hombre que observa las estrellas fugaces que cruzan el cielo lo sabe. De vez en cuando, se asoma a la ventana y mira el mundo ancho que sus ojos no alcanzan a abarcar; o se sienta en la arena como si metiera su vida entera en el mar y, aunque el horizonte es finito, admira la falsa infinitud que su imaginación le propone; o bien pasea por las mismas calles de todos los días y adivina otra ciudad distinta a la de ayer. Sin embargo, la fosa donde lo ha hundido este tiempo de infortunio le rompe los sueños más verosímiles en sus propias manos y, aún así, con los coágulos recientes de una herida que no cicatriza, avanza sin rumbo por los atajos que le oferta la noche.

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No hay estrellas fugaces hoy. Tampoco ayer. El hombre que observa un cielo estrellado sabe que el universo es todo movimiento pero, a esa hora en que la ciudad duerme, en el firmamento reina una paz estática y medida que no tranquiliza a nadie porque la quietud que él mastica es el anticipo improvisado de la desgracia. Mañana volverá sobre sus propios pasos. No obstante, comprobará que todos los días son el mismo día y que también el tiempo está estancado no solo en su memoria sino también en la de quienes le rodean y le quieren o le odian. Los demás son escépticos a los cambios y prefieren morir en un rincón conocido y reconocido por sus semejantes que abrirse a otro paisaje que nadie ha dibujado en sus biografías.

Todos saben que el miedo es la sensación que les habita y saben también que el miedo es una pomada que endurece la piel, que oscurece y oculta la piel, y sobre esa misma piel los demás solo percibimos una capa gelatinosa, como baba de caracol que humedece el cuerpo. Y eso es el miedo que va de adentro afuera pero también de afuera para adentro, y en ese punto en el que se bifurcan los miedos interiores y los ajenos, la piel es ya transparente, como si no la hubiera, pues nadie quiere entender en realidad que, cuando el miedo es un sentimiento común, el advenimiento de otros tiempos de bonanza se transmuta en días de vigilia que nadie desea sentir en la propia piel que el miedo hizo cenizas en este futuro sombrío.
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Los sueños deshabitados (III)

Este hombre cuenta con los dedos, como cuando era un niño, las últimas monedas con las que no alcanza para cerrar el mes. La crisis financiera, la recesión económica, las reformas laborales y otras palabras nuevas para él, que nunca entendió en su concepto preciso, son las razones por las que sus sueños se han estrellado como un huevo contra el futuro y se ha hecho añicos. Ahora ya no es un niño y sabe que cuando las cuentas no salen, con dedos o sin dedos, algo va mal, y que cuando esa situación de inestabilidad no depende de él ni de cualquiera con quien se tropieza por la calle, la solución siempre es una falsa solución. Eso sí: si es que la hay.

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Cuando el poder de adquisición se reduce como los días en invierno, hasta el mismo punto que una tarde nublada oculta las montañas más próximas, la oscuridad suplanta a la luz y las tinieblas configuran formas imposibles de descifrar que no tranquilizan el alma. La sociedad de consumo, cuando el consumo no es posible, es la peor de las pesadillas, porque las pesadillas violentan toda esperanza emergente y bajo la almohada nada más podemos esconder aspiraciones livianas que en nada pueden sustituir a los sueños que nos hicieron crecer cuando todavía contábamos con los dedos tantas sospechas que no pudieron ser reales.

Probablemente estas sospechas ni siquiera alcanzaron a ser proyectos, porque el olvido, cuando la vigilia recorta la intensidad de la luz, amenaza no solo con romper las esperanzas desmenuzadas día tras día, sino que también oxida toda posibilidad de que otro tiempo nunca soñado alcance a ser real, aunque ya se sabe que la vida se alimenta de la ficción y sin ficción no es viable la realidad que nos mueve y conmueve. Afortunadamente, la ficción es maleable como el barro, pero llegados aquí es necesario que las manos sepan moldear el horizonte desdibujado que otros resquebrajaron y rompieron por nosotros, contra nosotros y, sobre todo, sin nosotros y a nuestro pesar.
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Los sueños deshabitados (II)

El hombre que mira a las nubes no busca el rastro de la lluvia inminente ni piensa que la lluvia le pueda devolver la nostalgia que no quiere. Se ha cansado de mirar al frente y atrás, después de toda una vida caminando por doquier, pero siempre alrededor de él mismo. Ahora mira al cielo y deduce que el universo también debe ser finito, aunque inmenso observado desde este ángulo en el que las cosas se muestran pequeñas y cercanas. El hombre piensa que toda una vida, ni varias vidas vividas en una sola, bastarían para abarcar las dimensiones de una realidad que se nos muestra ilimitada y agotadora.

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Ahora la lluvia, aunque todavía son menudas gotas de agua, le devuelve una inquietud ajena, nueva para él. Se pellizca los brazos porque teme que su identidad se le haya evaporado con este viento incipiente y que alguien que cruce por el lugar le devuelva otra experiencia trocada que confunda con la propia y que no coincida con sus esperanzas últimas. El hombre no teme a las tempestades exteriores que mutan esta naturaleza conocida por otra cuya imagen rehúye a regañadientes. Teme, sobre todo, los huracanes interiores que le tiñen el alma de un color que desconoce.

Mira de nuevo a las nubes y no ve el sol que busca y le ilumina, mientras la lluvia, densa como una nuez, le nubla la vista, y se imagina nadando a brazadas huecas en un mar próximo, náufrago de él mismo, consciente de que cualquiera se ahoga en el lago de sus propios sueños confundiéndolo con el océano de ilimitadas orillas.
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Los sueños deshabitados (I)

Sabemos que el tiempo no existe. Alguien escribió que dios creó el tiempo y el hombre inventó las horas. Podría ser. Tampoco sabemos si la memoria existe. Probablemente seamos hijos del olvido. Ahora no recuerdo. Eso piensa este hombre. Ahora mira este arroyo que desborda las orillas después de una riada reciente. La lluvia ha menguado y el cielo, al abrirse, muestra un sol tímido un tanto gris, como si fuera un huevo redondo. Ve a dos jóvenes zambullirse en sus aguas claras. Junto a un tronco, encuentra sus ropas en un desorden buscado.

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Ahora mira otra vez y no ve el arroyo, sino la tierra cuarteada, y no hay árboles, y el canto de los jilgueros y los verderones se ha disipado con el viento y esta primavera desacostumbrada. Ahora observamos a este hombre desde donde no puede adivinar nuestra presencia y advertimos que no tiene mirada, y que su edad suma treinta años, más tal vez –o más-, y que en su gesto de abandono no hay una expresión de desengaño sino de apatía, y que, en los treinta años ya vividos que ahora recuerda, cuando ha cumplido los cincuenta solo hay momentos desvencijados que no suman una vida, sino una existencia umbría y un destino esquilmado de desaciertos.

Este hombre no sueña. Mira este arroyo de su primera juventud. Y nada más ve que el tiempo, aunque inexistente, se le agota por instantes. También es cierto que la realidad es otra. Pero esta ya no le interesa tanto como la anterior, aquella que tuvo que haber vivido.
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Los sueños deshabitados (Proemio)

Este hombre no conoce su destino. Acaso porque el destino no existe. Él no sabe. Tampoco importa. Siempre anduvo por el mismo lugar, escrutó la misma habitación, asomó el busto a un balcón sin paisajes, volcó la esperanza en hechos insignificantes, sin más añadidos que estar vivo, sin más latidos que sobrevivir a su propia existencia. Y ahora, a una edad en la que los despropósitos suenan a cascabeles anacrónicos, él emprende el camino que nunca hizo.

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No intenta culminar el sueño imposible. Solo de conocer una tierra que nunca nadie le prometió, que nadie le anunció que existiera o pudiera existir. Él mira hacia adelante. No sabe si volverá sobre sus propios pies. Le delatan sus pasos certeros, su ritmo monocorde, su sospecha de que nunca sabe nadie a dónde le llevará este o aquel trecho. Más allá, difuminado entre los campos, el mar es invisible y la noche vuelca mansa un cobertor luminoso sobre el cielo. Este hombre sabe que las estrellas son pájaros imposibles de enjaular, faros de la noche, brújulas desorientadas que al caminante reconfortan cuando el sueño golpea y pide una parada de postas, un lecho, unos brazos que no están cuando el frío impone un silencio oblicuo y reconfortante. Ahora que sueña, no sabe si cuando amanezca emprenderá el camino. O si acaso, este sueño está ubicado en el arcén de un viaje que no sabe cuándo emprendió.
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lunes, 4 de enero de 2016

La vieron caminar

Después cayó una lluvia de barro que transformó la ciudad en un lodazal arbitrario e irreconocible, vinieron los días solos y los perros abandonados que cruzaban las calles husmeando un pasado que no lograban identificar como propio, creció la hierba roja en los terruños estériles y, más abajo, donde el río se embravece en las noches aciagas y muerde con sus fauces invisibles las orillas rotas de los embarcaderos muertos, dicen que ella paseaba sola sin un atisbo de tristeza, ajena al mundo que se iba deshaciendo en las alcantarillas tumefactas.

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Había en sus ojos un amago de incertidumbre apagada, como si la vida le hubiera devuelto incólumes las dudas irresolutas e irreverentes de una juventud maltrecha y vacía de horas blancas. Dicen que la vieron andar los caminos que llevan a los arrozales, espigada, como un ave más del paraíso perdido, sin plumaje, con una serenidad prestada al futuro al que ya no teme. Dicen quienes la vieron que su belleza nunca conoció otra igual y que, en ese laberinto que tanto se asemeja a los sueños, se disolvió su presencia como un ensalmo, en mitad de la tierra, donde ya no crecen los árboles y los pájaros huyen por miedo a los hechos fantásticos. Quedó después una melancolía liviana en el paisaje, allá donde las sombras se extravían y anuncian el fin del mundo.
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