jueves, 31 de octubre de 2013

Anticipo de la desgracia

Cuando despertó, pensó que ese sería un gran día. Proyectó un viaje sin rumbo definido, tal como lo había visto en algunas películas americanas. Ya volvería, se dijo. Se preparó un desayuno copioso, prólogo a una aventura que imaginaba irreversible y reveladora de cara a un futuro prometedor. Estaba en ello, cuando la imaginación se le desbordó: se vio fuera de la carretera, sin poder manejar el coche, en una pendiente tan vertical que parecía imposible salir ileso del incidente (que no accidente, se corrigió a sí mismo). Se vio tendido en la camilla, con la mascarilla de oxígeno en la nariz. La realidad se le mostraba turbia (o desenfocada, si así lo prefieren).Cuando recuperó la conciencia, estaba encamado en la sala de un hospital, de paredes verdes y frías. Una enfermera, atenta, le saludó con aire de reconocerle, pero él no daba con su identidad. De hecho, nunca la había visto en su vida, se dijo.

No había nadie en la habitación. Sus familiares más próximos vivían en otra ciudad, y los amigos, contados, estarían trabajando o no sabrían nada de su estado. Estaba ensimismado en su desgracia, cuando sonó el reloj. Fue ahí donde recuperó la identidad que se bifurcaba en pesadillas excesivas. Optó por acabar el desayuno y volver a la cama. Dejaría el viaje para otra ocasión. Porque igual el sueño, se dijo, no es sino el anticipo de la desgracia.
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miércoles, 30 de octubre de 2013

Desde que la conozco

Desde que la conozco, me llaman los amigos y, lógicamente, no los atiendo. Les gusta saber con quién ando. Desde que la conozco, he dejado de leer libros. Todos cuentan aquello que ya poseo. Desde que la conozco, bebo solo con ella. Si no, no tiene sentido. Desde que la conozco, la crisis es una entelequia, el futuro no me interesa y el tiempo solo existe si ella está a mi lado. Desde que la conozco, no veo a más mujeres. Y eso ya me preocupa. Estoy pensando que igual los psicólogos sirven para algo.
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martes, 29 de octubre de 2013

A oscuras

Cuando despertó, aún no había amanecido. Entendió que al universo se le habían fundido las bombillas. Intentó dormir con los ojos abiertos para que cuando prendiera la luz el milagro no le pillara desprevenido. Después de haber estado vigilando durante toda la noche los astros del cielo, el cansancio le pudo. De tal manera que, cuando amaneció, el día le pilló abrigando un profundo sueño. Al abrir los ojos, había anochecido. Mejor mantenerse despierto y vigilante hasta que vuelva la luz, se dijo. Esa noche tampoco durmió, ni la siguiente, ni la otra. Desde que tiene el sueño cambiado, vive la vida a oscuras. Y no hay quien le haga enderezar las entendederas.
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lunes, 28 de octubre de 2013

Después del deshaucio

Cuando despertó, un rayo de sol lo deslumbró. Estaba tendido en un banco del parque. Ya era media mañana y los ancianos ocupaban sus asientos como cada día. Había soñado sin convicción, como quien entra en propiedad ajena. Tenía un sabor agrio en la boca y una sensación de sentirse libre que no entendía del todo. Entonces fue consciente de que lo habían desahuciado, y aquella había sido su primera noche a la intemperie. Por primera vez en su vida se vio sin nada que hacer, con todo un día por delante para administrarlo como le viniera en gana. Y con muchos días después para dar a su existencia un nuevo sentido. Se quedó mirando a los viejos buscando el sol. Después, se tendió de nuevo en el banco. Y adoptó la decisión más firme hasta entonces: hoy, a partir de hoy, no iría al trabajo. Acababa de autodespedirse. Más tarde se quedó dormido.
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domingo, 27 de octubre de 2013

Ningún amor es perfecto

Por más que lo niegue, se pasa todo el día pensando en él. Todo empezó por puro azar, sin que ninguno de los dos prestara más trascendencia a acto más natural. No le des más vueltas y llámalo como quieras, hacer el amor, follar, qué más da. A fin de cuentas no se trata sino de pasar juntos un rato. Siempre se justifica con argumentos de este tipo. Yo la dejo, claro. Para qué insistir. Pero ya llevan tres semanas viéndose todos los días y, de momento, no parece que el nivel de exigencia baje unas décimas.

La suya es una historia como tantas. Ella vivía un noviazgo que coleaba sus últimos días. Él salía con una muchacha con proyección de futuro, pero a la que no amaba. Siempre lo negaba, claro. A nadie le gusta que le metan los dedos en las heridas más íntimas. Un día acabó por confesarlo, que esa relación estaba más muerta que viva, pero que ahí iba. Hasta que ella apareció, y el castillo de naipes se desmoronó en un instante sin que ningún viento hiciera temblar su existencia de Calixto confundido.

Ella lo tenía más claro. Al día siguiente, después de una discusión sin precedentes, le dijo al novio que todo había acabado, que no sentía nada desde hacía tiempo y que necesitaba abrirse caminos por otros derroteros. No hubo compasión en su despedida ni un halo de nostalgia cuando la besó por última vez sin más palabras que hasta luego. Cuando se dio la vuelta, a ella le pareció ridícula, incluso lamentable, una despedida tan vacía. Una sonrisa fría y una sensación de asco le recorrieron todo el cuerpo.

Pero ella no ignoraba que el motivo de esa relación truncada había sido consecuencia de la noche anterior. Todo surgió como quien no quiere. Era un amigo, se dice todavía. Y esas cosas ocurren. Nada especial. Vamos, repite, nada del otro mundo. Bebimos como es normal, compartimos algunas intimidades, yo le besé, dice, no sé, me dio por ahí. A ella le gustaba besar a los amigos siempre que ellos no se confundieran. El amor era otro tema, dice ella, demasiado trascendente.

El caso es que volvieron a salir todas las noches para revolcarse sin demora y sin descanso, con una ansiedad que a ambos empezó a preocuparles. Pero siempre negaban lo evidente. No olvides que solo somos buenos amigos, le decía ella, siempre con media sonrisa que no lograba administrar a su antojo. Él, siempre obediente, se sentía el hombre elegido por la mano de una diosa. Un cuerpo de vértigo, una maestría impecable en las acrobacias del amor, una relación sin compromiso que no lograba entender del todo.

Ella estaba hecha a relaciones de todo tipo y de naturaleza varia, pero aquellas noches turbulentas de amor sin amor, sin una palabra de ternura entre tantos jadeos de placer y enajenación, empezaron a preocuparle, porque ella necesitaba, sin saberlo, o sospechándolo contra todo pronóstico, una frase liviana de poesía que ordenara la sinrazón de aquella locura. Él, más timorato y práctico, y sabedor de que todos los días la fortuna no se detiene ante uno, no estaba dispuesto a declararle un amor que le jodiera las noches que nunca soñó atrapar entre sus manos. A su modo, los dos se querían. Él no quiere dar al traste con todo por una metáfora desafortunada. Y ella se niega a creer que el hombre de su vida siempre hubiera andado tan cerca sin que ella se percatara de su presencia. Ahora le cuesta avanzar dos pasos adelante, pero tampoco puede dar marcha atrás. A él no le importa. Sabe que ningún amor es perfecto.
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sábado, 26 de octubre de 2013

Desde entonces

Las noches de los viernes siempre entraba al mismo bar, a la misma hora, sin más intención que tomar un par copas, solo, sentado en un taburete en la misma esquina, apoyado el codo en la barra. Los años le habían disuadido de que esa noche no era la mejor de la semana para vestirse de un Casanova reincidente que, después de todo, nunca lo fue. Así que ahora iba por la vida arropado de una profesionalidad exterior que engañaba a cualquiera. En realidad, hacía ya años que había optado por lanzar una moneda al aire y que el azar le trazara el camino a seguir.

Después de todo no le fue mal. Había alcanzado un éxito relativo con mujeres de bien estar y había satisfecho con ellas prácticamente todos los sueños a los que un hombre medio podría aspirar. A veces, incluso, no se dejaba engañar y aceptaba que las mujeres lo habían tratado relativamente mejor que a otros amigos a quienes la vida les había dejado caer por la pendiente del infortunio o del desagravio. No había ningún truco en esos éxitos inusuales de un hombre cuyo horizonte lo había reducido a vivir en una soledad con la que lograba entenderse de maravilla.

Por momentos, eso sí, le venía la duda. Y divagaba si debía colgar los arreos de la seducción en el armario del olvido de por vida o si, por el contrario, estaba destinado a vivir una existencia sin rumbo conforme los acontecimientos se desarrollaran en rededor. Temas tan trascendentes andaba rumiando cuando ella se le acercó para pedirle fuego. Fue un fogonazo tal que le dejó los pensamientos fríos como una barra de hielo y las palabras deshilvanadas en un desorden inexplicable impropio de su carácter y preparación. Tenía los labios entreabiertos y en los labios el cigarrillo que sostenía entre sus dedos. No le dejó decir una palabra. Quieres un cigarro, le preguntó. Pero él, recargando como podía la maquinaria ofensiva, le dijo que allí no se podía fumar. Y ella, girándose y haciendo ademán de esperarlo, le dijo que lo harían afuera. Él la siguió, por supuesto.

Consumieron varios cigarrillos, aunque él no era fumador y además evitaba todo tipo de humos. Hablaron de temas intrascendentes, de lo incierto del futuro, del momento que les había tocado vivir, de lo precarios que eran los sueldos, de los viajes soñados, de la manera en cómo acomodarse a los regates de la vida. A él le gustó su sonrisa, leve y transparente, fugaz como nube de agosto, escribiría después, aunque le pareció demasiado cursi para un hombre como él que se las gastaba con otros gustos literarios. Le pareció buena iniciativa pasear cuando ella lo invitó a desbrozar la noche paso a paso por calles vacías. No hacía viento y la lluvia había amainado.

Ella lo tomó del brazo sin su permiso y él agradeció el detalle. Después se deshizo del hechizo y se atrevió a cobijarla bajo su brazo, la estrechó contra su cuerpo con una elegancia de caballero extinguido que ella valoró positivamente. En la esquina, dudaron hacia dónde dirigir la marcha. Él la besó sin esfuerzos y ella se dejó llevar sin saber exactamente cómo había sucedido todo. No le pidió explicaciones. Faltaría más. Él tampoco se justificó. A ella le gustó esa manera mecánica de conducirla por donde él quería llevarla.

Cenaron frugalmente en un restaurante italiano, bebieron un vino de reserva que les dibujó una alegría natural que a ambos les agradó. Bebieron un gin tonic en algún bar de copas. Ya ninguno recuerda. Hicieron el amor en la casa de ella, un apartamento céntrico desde el que se veía la ciudad iluminada como un mundo ajeno a ellos. Se dieron las buenas noches con un beso de matrimonio feliz. A la mañana siguiente, volvieron a hacer el amor con una técnica depurada que a ambos dejó satisfechos de momento. Planificaron la jornada sin otro compromiso que estar juntos. Desayunaron leyendo los periódicos, caminaron por una mañana limpia y otoñal, y hablaron como si lo hubieran hecho durante toda la vida. En el fondo, es lo que hicieron desde entonces.
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viernes, 25 de octubre de 2013

Desahucio a un dinosaurio

Cuando despertó, al dinosaurio lo habían desahuciado. Ya no tendría un lugar en la historia de la literatura. A Augusto Monterroso no le quisieron decir nada. Se llevaba muy mal con la verdad de tanto andar con la ficción. Al dinosaurio tampoco le importó. Le gustaban más aquellos tiempos que estos. Cuestión de tamaño, piensa a veces desde el olvido.
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jueves, 24 de octubre de 2013

Cuando despertó...

Cuando despertó, ella aún no había vuelto. Se fue a la cocina, bebió jugo de naranja y se preparó un sandwich mixto (jamón serrano y jamón cocido). De postre, un chupito de whisky, sin hielo. Después volvió a la cama. Cuando despertó, el sol se ponía. No sabía qué día era ni cuánto tiempo había estado durmiendo. De algo no estaba seguro: no sabía si ella volvería. La casa le pareció lúgubre en su ausencia. No tenía hambre, pero sí sed. Bebió una tónica muy fría. El agua tónica le recordaba a ella. No sabía exactamente por qué. Después se acostó. Soñó con trenes. No con los de ahora, sino con aquellos primeros que removieron el siglo XIX. Olió a humo en los sueños y pensó que algo en su vida se quemaba. La pesadilla lo despertó. Ella no había vuelto. No le apetecía vivir la vida que le quedaba. Así que volvió a esconderse entre las sábanas. Hasta hoy.
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Los años

Cuando se conocieron derrochaban una juventud sin límites, como si las células del cuerpo hubiesen nacido para vivir eternamente. A ninguno le importó abanderar cualquier tipo de exceso. Aunque expresado con respeto, lo cierto es que la vida les trató con benevolencia. Tantos años después, tampoco hacen ascos a una celebración, a una noche de alcohol, una fiesta improvisada. Siempre le gustaron las bullas pero, eso sí, las bullas alegres, no los bullicios. Ahora que los años peinan canas en él y ella se tiñe algunas arrugas con maquillajes caros, todavía logran sobrevivir a esos actos que ya solo son contadas excepciones en sus vidas.

Eso sí, todavía se les ave alegres y joviales, compartiendo una vida estirada al máximo, con sus paréntesis y sus reyertas cicatrizadas, pero convencidos de que el uno sin la otra son islas deshabitadas, perdidas en un océano sin tránsito marítimo. Todavía hoy, cuando él se sienta a leer el periódico, ya avanzado el mediodía, ella le pone un vaso de vino en la mesita del teléfono y le pregunta, sin más intención que preguntar, que cómo anda el mundo. Va, le dice, como nosotros, pero con más problemas y más tiempo para resolverlos que el que nos queda a nosotros.

Ella no le reprocha ese golpe bajo que, de vez en vez, encuentra en su mirada. Ella se ha servido otro vaso de vino. Lo hace siempre. Sabe que a él no le gusta beber solo. Brindemos entonces, le dice, por el tiempo que nos queda. Él sonríe, porque sabe que el brindis lleva ya implícito el reproche, pero todavía alcanza a decirle sin intenciones: Pero hasta hoy fuimos felices, qué carajo, y de eso hace ya tanto que ni lo recuerdo. Ella bebe un trago corto, muy corto, solo moja los labios. Después le deja que deshoje el mundo en los titulares del diario.

A ella le gusta verlo ahí sentado. Piensa que los años han pasado por él, pero que le sientan bien. Y piensa también que si ahora tuviera que buscar a otro hombre lo elegiría de nuevo a él. Vaya estrechez de miras, se dice sonriendo. Él sabe que ella está divagando. Suele hacerlo. Pero la ve feliz y no le dice nada. Hay que prestar atención al mundo, que anda bastante más jodido que nosotros. Cuando abre el periódico de nuevo, ella está en la cocina, cantando, sin hacer nada, esperando que el tiempo no la traicione en un descuido. Ya es lo único que comienza a preocuparle.
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miércoles, 23 de octubre de 2013

La vida te da

Ella nunca se atrevió a decirle que lo quería, y mucho menos que lo quería más que nada en la vida. Le parecía obvio. Nunca nadie le dijo que en el amor hasta lo evidente necesita de su demostración, de su entrega total, de sus dudas; y sobre todo, de sus dudas. Ella no encontró la respuesta deseada. Suele ocurrir. Cuando indagamos demasiado en nuestro ombligo, le dijo alguien, olvidamos que los demás también lo tienen. A ella no le pareció un argumento suficiente ni oportuno. Así que decidió abandonarlo. Él solo dijo que le dolió, que aquello de que lo dejaran le dolió. Después, intentó olvidar el percance.

Cuando se reencontraron años después, él apenas la reconoció. Es cierto que seguía igual de escandalosamente hermosa y que los años por ella habían pasado de costado. Pero a él le costó percibir en su sonrisa un halo de bondad que antes tampoco le encontró. A ella, por el contrario, la vida se le trucó en una broma de mal gusto. Parecía ser cierto cuanto le habían contado. Había rehecho su vida, no con una mujer, sino con lo que surgiera cada noche. Tenía una alegría serena que a ella le siempre le gustó y un encanto desbordante que le rompió el corazón. No pensó que se hubiera equivocado al abandonarlo, pero tampoco desde entonces encontró la piedra filosofal de la felicidad. La vida es así, pensó. Te quita lo que antes te dio. Pero tampoco ella sabía a ciencia cierta qué sentido tenía todo aquello que no entendía del todo.
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martes, 22 de octubre de 2013

El mundo no es una tortilla

Mañana mismo puede cambiar todo. Sin darte cuenta. Despiertas, y el mundo es otro. Pero eso puede suceder mañana, o nunca. No se sabe. De momento, es decir, hoy, lo que hay es lo que hay. Por muchas vueltas que le des. El mundo no es una tortilla. Acepta todo como es y como está. De ese conocimiento previo y preciso nacen las estrategias necesarias y correctas, las mentes lúcidas, el impulso que antes nadie veía. Ese es el primer paso para darle la vuelta a la tortilla (y al mundo).
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Cuando no hay sueños

A esta hora, tan temprano, él no es el mismo. Ella lo sabe. Necesita todavía una hora o más, un café o dos, para ser consciente de que ha retornado al mundo de donde nació. Cada día más vive ausente de él mismo. Ya no baja a la calle, no compra el periódico, con enciende la televisión. A veces, se pone la radio muy cerca del oído y escucha cómo va el mundo. Tal como lo dejé ayer, piensa sin decir nada. El mes próximo se le acaba el subsidio de desempleo. No sabe cómo sobrevivir a los embates de la vida. Ahora ya no sabe. Cuando era joven, le sobraban energías para morder la corteza de la existencia, pero ahora se ve disminuido, imperceptible a los ojos de quienes le observan –aunque nadie le observa-, insignificante en su currículum agotado.

Se jura y perjura que esto tiene que acabar. Pero no sabe cuándo ni cómo. Tampoco nadie lo sabe. Apaga la radio. No le interesan las claves de la actualidad. Se mete de nuevo en la cama. Tampoco le interesan los sueños. Tal vez se ha quedado sin sueños. Y ella se pregunta cómo puede sobrevivir un hombre sin sueños en esta vida tan estrecha. Ella se sienta en un rincón de la casa, también sin sueños, pero no puede dormir. Intenta adaptarse a una posible tormenta pero, afuera, el sol anuncia un día muy azul.
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lunes, 21 de octubre de 2013

No entiendas que le gusta el hogar porque nunca sale de casa: igual le da miedo el mundo. No creas que te ama porque jamás lo viste con otra mujer: igual no os necesita a ninguna. No te atrevas a esbozar su perfil con tanta precisión: muchas veces, en el trazo descuidado, se esconde el corazón más severo. No le digas, así como así, nunca dejaré de quererte, porque nadie se quiere quedar en el mismo lugar para siempre. Si no le presionas y nunca mira la puerta cuando está cerrada, es que no se quiere mudar de habitación. Caliéntale un café y siéntate a su lado: eso es que necesita a alguien. Igual puedes ser tú.
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domingo, 20 de octubre de 2013

El compromiso de Leonardo Padura

Lo conocí cuando publicó El hombre que amaba a los perros, una novela que para mí un deslumbramiento, una radiografía certera de lo que fue el siglo XX y un diagnóstico y condena impecables de los regímenes totalitarios, un retrato sin ángulos del asesino de León Trotsky, Ramón Mercader, y una mirada esperanzadora y crítica sobre su Cuba natal, esa isla donde le adoran y le vapulean por igual.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Ahora ha vuelto a Sevilla a presentar Herejes, su última novela, igual o más ambiciosa que la anterior, en la que un cuadro de Rembrandt nos lleva a seguir el calvario persecutorio que han sufrido los judíos desde el siglo XVII.

Investigador y narrador a partes iguales, dotado de una prosa impecable y reveladora, se nos muestra hoy como una de las voces más nítidas en español desde el continente americano. Como su obra, Leonardo Padura es cercano y comprometido, profundo e irónico. O, como él mismo diría, está dotado del choteo cubano, que es esa capacidad para mofarse de todo cuanto le rodea, incluido él mismo.

Aunque tiene la nacionalidad española, no abandonará Cuba, porque él se siente un escritor cubano, un elemento más de ese paisaje que es su propia vida. Fuma cigarrillos, pero en nada desdeña los cigarros –o puros- que produce su tierra.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Prefiere el beisbol al fútbol, razón más que suficiente, advierte, para sentirse un extranjero allá donde el Caribe no rasca la piel. Ahora nos trae una novela de la memoria para la memoria, en la que el olvido no arrancará ni una sola página.
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Muy cerca

¿Tiene sentido la tristeza si estás a mi lado? Anda, llena el vaso de ron –solo por cambiar de licor- y ponte delante de mí. Mírame antes de que el sol se ponga, abre tus manos y palpa mis ojos y después los tuyos para que sepas que existimos. Después acércate un poco más, ahí mismo, párate sobre tus propios pasos y mide la distancia entre tú y yo. Dirás que no existe, y es verdad. Así quiero que estés para siempre, hasta que olvides que eres tú para ser parte de mí mismo, y para que yo recupere tu memoria toda ahora que has vuelto. No te importe si al respirar tu aliento es el mío, o si los sueños los confundimos o los extrañamos como propios. Ahora dame el vaso. Tengo sed y no sé si mis labios o los tuyos son los más oportunos para apagar esta sed que compartimos. No te importe embriagarte, ya que la lucidez no tiene cabida a tan corta distancia. Ya ves. Nos bastará, siendo dos, saber que somos tan solo uno.
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Sin prisas

Cuando despertó, ella aún dormía. Le gustó verla tirada en la cama. Ausente de sí misma, con el pelo revuelto y los ojos escondidos en algún sueño. Hoy le daré todas las horas del día, se dijo. El tiempo dedicado al trabajo, cada vez más, inexorablemente le alejaba de ella, del tiempo libre, de la casa que compraron para compartir. Se fue a la cocina, preparó zumo con naranjas frescas, café muy negro, como a ella le gustaba, tocino frito, huevos revueltos. Como si estuvieran de visita por la ciudad y desayunaran en un hotel. Antes, bajó a comprar el periódico en el quiosco. Se sentó en la terraza, oteó la primera página del tabloide para comprobar que el mundo seguía en su sitio. Después de una ojeada, le pareció que todo seguía igual a su alrededor. Miró al horizonte y esperó a que ella despertara. Por primera vez en su vida, sintió que no tenía prisa.
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sábado, 19 de octubre de 2013

El encanto vulgar de la vida cotidiana

Le dijo ven, como en el bolero, y lo dejó todo. Se lo tomó al pie de la letra. Las letras son o no son, le aseguró ella descargando el equipaje en el parqué. Nunca se arrepintió. Él bebía mientras ella hablaba. Ella miraba los distintos tonos verdes del paisaje mientras él vislumbraba en sus entrañas un mundo propio en el que sumergirse para escribir. Aunque cada cual habitaba su propio universo, se complementaban a las mil maravillas. Mañana, mientras tú sueñas, le dijo un día, yo bajo a hacer la compra. Él creyó que no volvería. Siempre fue muy preciso con las palabras y le gustaban los juegos del lenguaje como el café a media tarde, del mismo modo que desconfiaba de los estribillos certeros de algunos boleros. La mañana está para no salir, le dijo ella cuando volvió. Se lo dijo con una sonrisa que nada escondía. Y a él gustó ese encanto vulgar de la vida cotidiana. Hasta hoy.
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Olvidado en el aeropuerto

El nazi Erich Priebke no se arrepintió de sus crímenes. Como todos los suyos, tampoco pidió perdón. Para qué. O su dios o su jefe se lo impedían. Tampoco pudo negarse a asesinar a 335 personas en 1944. Se lo ordenaba Hitler. Y una orden de Hitler era una condena y un privilegio al mismo tiempo. Priebke murió el viernes de la pasada semana en Roma. Antes de abandonar este mundanal ruido, para demostrar que no era broma y que era un elegido de dios y de Hitler, grabó un video para justificar -¿justificar?- su participación en la matanza de las Fosas Ardeatinas. En el mismo, venía a decir, más o menos, que había sido una cosa terrible. Pero, claro, que no pudo negarse. Eran órdenes directas de Hitler. Para mayor honra.

El abogado de Priebke intentó, a la muerte de este, organizar un funeral público, pero el vicariato de Roma y el alcalde de la ciudad, Ignazio Marino, se negaron. El funeral, por supuesto, no se celebró y, como ya se sabe, en mitad de la noche, el ataúd con los restos mortales de Priebke fue trasladado al aeropuerto militar de Pratica di Mare. Ahí sigue, en el limbo internacional del desprecio, a la espera de que las autoridades italianas decidan qué hacer con él, a quien ya nadie adula ni ama, ni siquiera los suyos. Porque Alemania y Argentina, donde vivió oculto durante tres décadas y donde reside su hijo, se niegan a darle sepultura. A estos héroes del horror, cuando les toca la muerte con sus zarpas enamoradas, nadie los quiere cerca, nadie se atreve a enterrar su nefasto recuerdo, porque en la tierra, donde yacen también los huesos de sus víctimas, no queda ni un nicho para más infamia.
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jueves, 17 de octubre de 2013

Un pueblo muy tranquilo

Dicen que entró en la taberna con la pistola al cinto, como si se tratara de un western. Lo dicen testigos visuales. Estaban allí cuando ocurrieron los hechos. Pidió un whisky en vaso pequeño, sin hielo, le daba igual la marca. Desde la barra, apoyando el codo derecho, cogió el vaso con la mano izquierda, muy cerca de donde tenía la pistola. Todos pensaron que quizás fuera zurdo, pero nadie sabe. En esa posición, casi moverse, como una estatua animada, se dirigió al gerente de la inmobiliaria, un hombre algo pasado de peso, que sudaba a borbotones, rojo, con los ojos muy abiertos, probablemente el miedo no le dejaba parpadear.

Hablaron de mujeres, sobre todo de una mujer, dijeron su nombre. Ella no sería de la localidad, porque nadie la conocía. En ningún momento él aludió a deudas o venta de inmuebles. Le dijo que no lo quería ver más por aquí. Que se fuera por donde había venido. Se bebió el whisky de un solo trago, dejó unas monedas en el mostrador y salió como entró, escoltado por la atenta mirada de todos los parroquianos.

¿Qué ocurrió después? El hombre cerró la inmobiliaria y abandonó el pueblo. Nunca más se supo de él. El pistolero, aunque parezca sorprendente, vive en una casa de las afueras, solo, con un perro grande y educado. De vez en cuando, entra en la taberna, bebe su whisky entre un silencio sepulcral y sale ante la expectación silente de todos nosotros. No habla con nadie ni sabemos nada de él. No hemos dicho nada a la Guardia Civil. Para qué. Aquí nadie quiere problemas, ni con la pasma ni con los forasteros, y el gordo de la inmobiliaria a nadie nos caía demasiado bien. Desde aquel día, este es un pueblo muy tranquilo.
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miércoles, 16 de octubre de 2013

Sigue con nosotros

Lo vieron cruzar la calle. Iba solo, con el paraguas abierto, aunque no llovía. En la misma dirección, como todos los días, como siempre hasta entonces. Se sentó en la terraza de la primera cafetería, bajo los soportales. Pidió un café con poca leche y una botella de agua mineral. Miró alrededor, con una quietud próxima a la indagación o a la despedida. Después compró el diario en el quiosco. Lo dobló y se lo colocó bajo el brazo. El camarero fue la última persona que lo vio doblar la esquina. Después, nadie ha vuelto a saber de él. Tampoco dejó un perfil muy nítido sobre su persona. Era un hombre enigmático. Nadie sabe dónde vivía ni en qué trabajaba. Era educado, vestía bien, sin alardes. Era callado. Nunca preguntaba. Se le veía siempre por las mañanas, a la misma hora. Se le veía ir, pero nunca volver. Hasta ese día. La policía lo buscó, indagó en balde. Lo hizo solo durante unos días. A quién le puede importar un hombre a quien nadie echa de menos, por quien nadie pregunta. Pero desde ese mismo día todos hablan de él. Es una manera, dice alguien, de seguir estando con nosotros.
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Huyendo de la oscuridad

Cuando el hombre despertó, empezaba a anochecer. Siempre anduvo huyendo de la oscuridad. Así que, de nuevo, se metió en la cama, se abrigó contra sí mismo y eligió, de entre tantos, un sueño confortable. Tal vez allí, ensimismado en su propio laberinto, encontró la luz. Porque nunca más despertó.
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lunes, 14 de octubre de 2013

Quédate

Quédate. Afuera ha comenzado a llover. Arriba tienes tu habitación, el armario tal como lo dejaste. El perro ladra desde el patio. Te ha reconocido. Sube, recupera el espacio que dejaste deshabitado, identifica los objetos que todavía hoy necesitas. Yo te espero junto a la chimenea. Mientras, escucharé So What de Miles Davis, como hacíamos entonces. A ti también te gustaba. No importa el tiempo que te quedes. Seguramente no sabrás a dónde ir. Yo sigo aquí solo. Con el perro y con mis libros. Bueno, te engañaría si te dijera que no hubo otra mujer. La hubo. Tal vez, varias. Pero poco importa ya. El tiempo borra casi todo. El tiempo es un huracán caprichoso. A su paso devasta la memoria, pero conserva inalterables esquirlas caprichosas, inamovibles, íntegras después de la tempestad.

Ahora no hay tiempo. Esa es la única variable. Cuando nos conocimos la juventud atropellaba los proyectos, los demolía sin conciencia. Ahora, sin embargo, estamos otra vez aquí salpicados de días vividos, de sueños arañados, de oportunidades remotas. Siendo los mismos, ya no somos los de antes. Y acaso ignoramos si podremos ser otros siendo los mismos. La vida tiene agarraderas difíciles cuando se la mira desde el precipicio. La fuimos deshilvanando según el capricho o el momento. Después de todo, no nos fue mal. Hemos sobrevivido al desencanto colectivo, al naufragio que nos acechaba. Pero ahora ya no hay fuerzas para remontar el río. Tampoco hay tiempo. Quédate. El perro muestra una alegría incontenible y yo, después de todo, nunca deje de esperarte.
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sábado, 12 de octubre de 2013

Libros

No le digas que vine. Ese dolor no tiene reparación posible. Ella lo sabe. Vive nada más pensando en qué momento se equivocó, dónde pisó para que la tierra se desmoronara a sus pies. Poco importa. El mundo es ancho y adonde fui y adonde retornaré cualquiera se puede permitir el lujo de olvidar percances del pasado. Solo vine para recoger estos libros, otros objetos; en fin, menudencias sin importancia que me recuerdan quién fui. Ella vive atrapada en días de desasosiego inventando aún un futuro que pretende reconstruir desde los rescoldos de un pasado que ella misma apagó. No le digas que volví. Si pregunta por los libros, que no lo hará, porque ni siquiera sabrá que estaban aquí ni los echará de menos, comprenderás por qué quiero que no le digas que volví solo para recogerlos. Es la parte de mi vida que nunca compartimos y que siempre eché de menos allá adonde fui.
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Nadie lo podía creer

Miró el periódico y no alcanzó a creer lo que leía. La necrológica hablaba de él mismo. Carajo, se dijo, si soy yo. Estaba escrita en un tono halagüeño. Eso fue lo que más le inquietó. Cuando hablan de ti bien, se dijo, es que esta vez sí es verdad que te vas de aquí para siempre. Era su propia biografía despiezada desigualmente: trozos de un currículum profesional nada envidiable pero, a lo que se deduce según su autor, encomiable y aprovechado; el perfil humano era recortado –llamémoslo discreto-, más o menos un ciudadano de buena disposición u entrega, de cambios de ánimo inconcebibles, amigo de sus amigos, enemigo de sus enemigos –entiéndase bancos, academias y demás instituciones, señoras casadas y otros acreedores-, agnóstico para la vida y para la muerte, algo bohemio pero poco soñador; discreto en el vestir, generoso en las horas de taberna y muy dado a la lectura de libros inútiles –no se incluyen manuales de autoayuda-.

Sin pensárselo dos veces, fue al quiosco de prensa, compró otros periódicos del día, los hojeó sin parpadear. En ninguno leyó su nombre. Se tranquilizó. Habría sido un fallo editorial –página reservada para otro día y publicada hoy por puro azar-, una inocentada –aunque no era 28 de diciembre-, un error lógico –los nombres vulgares se repiten con recurrencia-, una venganza –hay mucho hijoputa en este mundo (o en aquel, depende desde donde se mire)- o el propio destino que había adelantado la hora. Tiene cojones esto de morirse sin previo aviso., se dijo. Me sentaré a pensar cómo pudo ocurrir este incidente inevitable sin previo aviso.

Fue allí donde lo encontraron, en el mismo banco, entre un montón de periódicos leídos, tirado en mitad de los titulares de una actualidad marchita y con una sensación de estar vivo que se nadie creía del todo que ya estuviera muerto.
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Inevitablemente

Tenía esa arrogancia propia de las mujeres que nunca han amado, de esas mujeres que juegan al amor sin prestarle más trascendencia al acto que ultimar con éxito los devaneos del instante. Fue así hasta que ese hombre se le cruzó en su vida. Vino a ella con la locuacidad propia de quien se acerca para vivir el momento y con la dedicación hecha de quien conoce a fondo estos trances efímeros y mágicos del placer. Era, después de todo, como a ella le gustaban los hombres: decidido, efectivo y fugaz. No obstante, desde que lo conoció, este último adjetivo comenzó a desecharlo de su léxico diario.

Merecía, se decía a sí misma, otra oportunidad, una permanencia más estrecha junto al objeto de culto. Pero él era ave rapaz y ave de paso. Vamos, un pajarraco, como le gustaba definirlo a ella. Desde luego, no se quedó en su vida ni para siempre ni por un tiempo pactado entre ambos. Iba y venía conforme su naturaleza le dictaba. Ella fue cambiando después de conocerlo. Supo, a partir de entonces, qué era la melancolía y que en este mundo de las relaciones más íntimas nadie está a salvo de salir indemne cuando pone toda la carne en el asador. Le gustaba esta metáfora. Porque siempre alguien sale escaldado, decía.

Se fue volviendo huraña y triste, hablaba de los hombres como si nunca los hubiera conocido, y cuando se acordaba de él una angustia delgada y fría le escocía todo el cuerpo. Lo veía de vez en cuando. Y eso era lo peor. Porque así era imposible dar paso al olvido. Y así sigue. Los amores enconados no se curan como la resaca, sino que permanecen hibernando para siempre en un lugar que no detectamos, pero cuyas secuelas nos van arañando la mirada hasta que nos transmutan la piel. Ahora la vemos allí sentada y sabemos que así vivirá inevitablemente.
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viernes, 11 de octubre de 2013

Desde ese día

Desde el día en que la conoció, no dejó de pensar en ella. Era una tarde de octubre, el cielo indefinido, entre un gris sutil y un azul diluido, y a veces manchado de nubes grises y densas que no provocaron ni una lágrima. Era de una belleza delgada, de un estar sosegado y elegante, inadvertida entre la multitud, pero refulgente a sus ojos. La siguió con pasos torpes aunque decididos. La vio tomar un chocolate a media tarde, espiar los escaparates de moda femenina, atender alguna llamada de su móvil. Le gustaba escrutar su sonrisa, el guiño ingenuo y capricho en los pliegues de sus párpados, sus ojos luminosos y grandes, sus ademanes de mujer frágil y decidida. Él la observaba en la convicción de que ninguna mujer podría ser como ella.

La esperó cuando entró a unos grandes almacenes. Después accedió a seguirla en su interior. Y entre probador y probador, el explorador la perdió la vista. Salió a la calle y no la encontró. Volvió a entrar, ausente de él mismo y sintiéndose culpable de su torpeza. Miraba en rededor como si el mundo se le estrechara a sus espaldas y se agotara frente a él. Ella no estaba. Parecía que se hubiera evaporado en el aire. Desde ese día en que la conoció, no pudo olvidarla. Cada día la busca en esta misma calle, otea los mismos almacenes, a media tarde toma un chocolate caliente, aunque nunca le apetece. No desiste en sus pesquisas. Pero más nunca ha vuelto a verla.
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martes, 8 de octubre de 2013

La mejor hora del día

Se sentó en una terraza y pidió un café con leche, con poca leche. Dejó sobre la mesa un euro. El precio justo. La última moneda de un mes que cruzaba su ecuador. El día era soleado, anticipo de un otoño previsible. No fue feliz en su trabajo, pero le permitía sobrevivir y soñar. Un buen día lo despidieron. De eso hace dos años. También era previsible. Cada mañana, si puede, baja a tomar un café con leche. Le gusta sentarse en esta terraza. Después anda sin rumbo por la ciudad. Dos o tres horas. Cansado, se encierra en su apartamento. No quiere hablar con nadie. Se tiende en el sofá y piensa si esperar le servirá para algo. Quizás debería hacer las maletas y salir del país. No importa a dónde. Pero ya no tiene años para ese tipo de aventuras. Ayer cumplió 54. Una edad que no aparenta, se dice para sí. Pero que pesa en los huesos. No sabe cómo vivirá el resto del mes. De momento, se recuesta en el sofá. Es la mejor hora del día. Cierra los ojos y sabe, mientras despierta, que la vida puede volver a su origen.
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lunes, 7 de octubre de 2013

Tan real como lo imaginó

Hablaba por teléfono con él cada día. Lo había contactado por internet. Ella no creía en esas pasiones cibernéticas de las que tanto había oído y leído, pero se fue acostumbrando a su voz y lo imaginaba, probablemente no como era, sino como ella lo esperaba. Imaginó su mirada penetrante y su boca sinuosa, sus manos grandes de amar y su porte aristocrático venido a menos, tal vez lo veía algo más grueso de cómo fueron sus otros amantes, pero en nada le desagradó. Por las noches lo buscaba en los sueños con tal insistencia que comenzó a condicionarle la vida diaria.

Pensaba que no era posible que alguien a quien no conocía se le hubiera metido tan adentro, hasta tal punto que lo sentía cada vez que respiraba. Había sido una mujer enamoradiza y caprichosa, libre en su voluntad y en sus actos, pero ahora comenzaba a sentirse vinculaba a este hombre de quien solo conocía su profesión, su adicción a los libros, su devoción por el whisky y su inclinación a viajar solo. Cuando hablaba con él, le encontraba un tono neutro en sus disertaciones que la contrariaba. Le pedía que fuera más tierno, o más romántico, que le dijera palabras cargadas de sentimiento, que la indagara por medio mundo para estar a su lado.

Se lo decía y así lo soñaba cada noche. Se le hizo tan real en su imaginación como abstracto en los sueños. Creía verlo en cualquier momento del día, y por la noche sentía que la abrazaba después de la cena y que después la llevaba a la cama con frases que ella misma pronunciaba en susurros. Un día él le dijo que iría a verla, que dónde quedaban, que el encuentro se hacía inevitable. Ella ordenó su vida y sus desvaríos oníricos, y nunca se sintió tan feliz y tan fuera de sí como en ese instante. Sabía que aquel hombre no era el de sus sueños, pero adivinaba también que nunca como ahora podría ser tan real como lo imaginó durante tantas noches desorientada dentro de ella misma.
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domingo, 6 de octubre de 2013

Un mensaje indescifrable

Acaso antes de irnos, sonó el disparo. Nadie oyó nada. El volumen de la música era muy elevado y el griterío de los invitados nos aislaba en un caos de desorden y placer que nadie rechazó. El cadáver lo encontraron tres horas después del fallecimiento. La fiesta aún languidecía cuando supimos del suceso. Era mediada la noche, y el frío todavía no se había puesto. Conservaba aún su belleza de mujer instigadora y resuelta. Tenía el cráneo roto y empapado de sangre coagulada, y una fragilidad de porcelana en las manos que nos sorprendió a todos. Aún tenía la pistola enganchada entre los dedos, como si le costara soltarla de una vez. Era pequeña y niquelada, fácil de esconder en un bolso o en el calcetín. Un arma de tres disparos que a bocajarro te borraba del mapa sin más. Nosotros no la conocíamos. Nunca la habíamos visto. Las pesquisas policiales dieron resultados más sorprendentes todavía. Ningún invitado sabía de su nombre ni de su paradero ni de su existencia. Nadie la había visto jamás. En la otra mano conservaba una carta manuscrita. Estaba escrita en un idioma extraño que ninguno reconocimos. Todavía hoy nadie ha logrado traducir su mensaje indescifrable. La verdad. Ya tampoco a nadie le importa.
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Obsesiones

Después de todo, ella entiende que él se fuera sin apenas alguna explicación. No esgrimió excusas, no se defendió con acusaciones, no puso al descubierto ninguna circunstancia personal o fraudulenta. No se trata de eso, le dijo, sencillamente me ahogo. Se ahogaba. Qué coño significaba esa expresión, se seguía preguntando ella. Sabía, a ciencia cierta, que después de ella no vivía con otra mujer y que tampoco frecuentaba lugares festivos donde apagar sus arrebatos sexuales.

La suya había sido una relación poco convencional. Ella no había conocido a otro hombre antes que a él, tampoco luego. Le había abierto un mundo de sensaciones que siempre creyó ajeno a ella. Desde muy joven se sintió vulnerable a los contactos carnales, desconfiada de una agresividad que veía natural en los hombres y que creía extinta en las mujeres. No obstante, se acostumbró a sus modos rudos y a su ternura de hombre maduro y apasionado. Pero mantenía todavía cierto recato cuando él la desnudaba con esa necesidad imperiosa que a ella le cohibía.

Pese a todo, comenzó a gustarle sus abrazos secos y a necesitar cada día más esos momentos que ella nunca sospechó tan intensos. Estaba perdida en esas divagaciones interiores, cuando él puso delante de ella y le dijo que se iba, que se iba para siempre. Que se iba sin esperanza y que no entendía. Ella le miró con un llanto contenido y como si la vida se le hiciera añicos en ese instante. No supo qué decirle. Sabía por qué se iba. Cuando se quedó sola en el dormitorio, se desnudó frente al espejo del armario y, observando su cuerpo casi inmaculado, comprendió que cualquier hombre se pudiera obsesionar hasta la desesperación por tenderla otra vez en la cama como él hizo en tan contadas ocasiones.
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sábado, 5 de octubre de 2013

Adentro de ella

Cuando me mira, sé que quiere algo, pero no pide nada. Sé, sin embargo, que anida la duda en sus entrañas. Es tan transparente que no puede obviar detalles menores. He aprendido a interpretar sus silencios, a concederle todos sus deseos, a llenarle las horas vacías que la dejan aislada de nosotros. No siempre acierto en mis actos y mis propuestas. Muy adentro, no sé adónde, vive con alguna herida de la que ignoro su causa, pero no sus consecuencias. Se queda, a veces, muy metida en ella, como si no pudiese escapar de un pasado que solo es suyo, donde no cabemos los demás.

Me pide perdón, cuando me ve que la observo y que me preocupo. A partir de ahí cambia de pose, sonríe livianamente, me pregunta por cosas insignificantes, intentando quemar el fuego que la consume. Yo no le digo nada, porque sé que cada cual es dueño y víctima de sus pecados y de sus errores, de otros años quizás oscuros que no son de nadie más. Un día cambiaré, me dice, con algo de tristeza y con mucho de esperanza. No puede ser que el tiempo sea tan obstinado, añade, que se resista a dar paso al olvido. Me lo dice con una paz que compadezco. Yo no digo nada. Creo que ella prefiere que calle y que espere, que tenga fe. Es su manera de amarme, después de todo.
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viernes, 4 de octubre de 2013

Lo esencial

Después, nos quisimos. Pero ya éramos demasiado viejos. Ambos somos conscientes de que los años no importan. Pero lo sabemos ahora. Tanto tiempo después. Entonces, nos sobraba la vida. Y la dilapidamos. Qué se puede hacer cuando la sangre borbotea todo el día y no nos deja el alma en paz. Derrocharla, claro. Ahora no importa, porque ella está aquí. Pero ahora me mira y me lo dice, me lo repite cada día. Si fuéramos jóvenes. No llora. Se lo tengo prohibido. Ella sonríe. Me gusta su sonrisa y eso me basta. Cuando uno es viejo, puede vivir con muy poco, si eso es lo esencial.
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miércoles, 2 de octubre de 2013

El miedo

Cuando desperté, estaba a mi lado. Dormía profundamente. Desnuda. Como la última vez la que vi. De eso hace mucho tiempo. De hecho, ya no la esperaba. El tiempo rompe las murallas más hondas. No quise despertarla. Era noche cerrada. Afuera el frío era helado. Y sobre todo, temí que volviera a irse.
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