sábado, 12 de octubre de 2013

Inevitablemente

Tenía esa arrogancia propia de las mujeres que nunca han amado, de esas mujeres que juegan al amor sin prestarle más trascendencia al acto que ultimar con éxito los devaneos del instante. Fue así hasta que ese hombre se le cruzó en su vida. Vino a ella con la locuacidad propia de quien se acerca para vivir el momento y con la dedicación hecha de quien conoce a fondo estos trances efímeros y mágicos del placer. Era, después de todo, como a ella le gustaban los hombres: decidido, efectivo y fugaz. No obstante, desde que lo conoció, este último adjetivo comenzó a desecharlo de su léxico diario.

Merecía, se decía a sí misma, otra oportunidad, una permanencia más estrecha junto al objeto de culto. Pero él era ave rapaz y ave de paso. Vamos, un pajarraco, como le gustaba definirlo a ella. Desde luego, no se quedó en su vida ni para siempre ni por un tiempo pactado entre ambos. Iba y venía conforme su naturaleza le dictaba. Ella fue cambiando después de conocerlo. Supo, a partir de entonces, qué era la melancolía y que en este mundo de las relaciones más íntimas nadie está a salvo de salir indemne cuando pone toda la carne en el asador. Le gustaba esta metáfora. Porque siempre alguien sale escaldado, decía.

Se fue volviendo huraña y triste, hablaba de los hombres como si nunca los hubiera conocido, y cuando se acordaba de él una angustia delgada y fría le escocía todo el cuerpo. Lo veía de vez en cuando. Y eso era lo peor. Porque así era imposible dar paso al olvido. Y así sigue. Los amores enconados no se curan como la resaca, sino que permanecen hibernando para siempre en un lugar que no detectamos, pero cuyas secuelas nos van arañando la mirada hasta que nos transmutan la piel. Ahora la vemos allí sentada y sabemos que así vivirá inevitablemente.

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