domingo, 30 de diciembre de 2012

Joaquín Berges: “El humor es ese prisma que uno se pone como unas gafas”

Joaquín Berges (Zaragoza, 1965) publica su tercera novela, Un estado del malestar (Tusquets, 2012), una obra que él define como un cuento de hadas para adultos. Le resulta imposible prescindir del humor en sus textos. Podría escribir una tragicomedia, pero no “un drama dramón”. “La cabra tira al monte”, se justifica.

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La familia es de nuevo el escenario más pintoresco para situar la acción, y en su seno la lucha de poder entre hombre y mujer. Una productora ha comprado los derechos de autor de su anterior novela, Vive como puedas. Además, tiene en cartera dos proyectos de futuro. El primero, escribir una novela “muy gamberra”. “Venderme al humor por el humor”, dice. El segundo, una novela más seria, confiesa muy serio. Después, reinventarse de nuevo.

—Define su novela como un cuento de hadas moderno. ¿Necesitamos este tipo de historias en estos tiempos que nos ha tocado vivir?

—Pues seguro que en estos tiempos más que en ninguno porque, de alguna manera, estos tiempos tan oscuros nos han quitado un poco la ilusión. Y la ilusión era aquella cosa que teníamos cuando éramos niños y nos contaban cuentos. Entonces, de alguna manera esto es un cuento para adultos. A ver si nos animamos.

—El asunto que trata en la novela es muy serio, pero salpicado de momentos muy divertidos. ¿Todo se puede contar con humor?

—Casi todo. Todo, todo, no. Casi todo. El humor es ese prisma que uno se pone como unas gafas. De pronto, no se ve bien cuando uno se hace mayor, tiene presbicia, y de pronto se pone uno unas gafas y ve las cosas de otra manera. Pues es un poco eso. Hay que ponerse unas gafas para ver las cosas de otra manera porque hemos mirado demasiado tiempo desde un solo prisma y hay más formas de mirar. Y el humor es una de ellas.

—A usted le sería muy difícil prescindir del humor. ¿Nunca ha intentado escribir algo serio?

—Sí. Lo he intentado y cien por cien serio soy incapaz. La cabra tira al monte. Tengo un proyecto de una novela más seria, pero me sale un personaje que ya voy viendo que va a ser el bufón de la trama. Digamos que, como mucho, puedo llegar a escribir una tragicomedia, pero no un drama dramón.

—La familia es también en esta novela el escenario principal en el que desarrollan su vida los protagonistas. ¿Tan absurda y pintoresca le parece la institución familiar?

(Ríe). Pero, bueno, es que todos vivimos en una familia. Por eso mis personajes también viven en una familia. Porque la fuente de inspiración cuando te preguntan dónde te inspiras, yo digo que me inspiro en el día a día y en el día a día yo lo que veo son familias. Yo vivo en una familia, mis amigos viven en una familia y todo el mundo vive en una familia. Entonces, es el escenario natural de mis personajes. Es la familia, donde todo el mundo vive. Lo que pasa es que la familia se ha modernizado y ahora las familias pues no son solamente lo que eran antes: el papá, la mamá y la abuela. Ahora hay primera mujer, segunda mujer, niño de primera mujer, de segunda, niños adoptados. Bueno, las cosas han cambiado pero la familia es el escenario donde vivimos todos.

—Pero le resulta un escenario muy pintoresco.

—Yo hago que sea pintoresco. Yo no podría escribir sobre una familia normal a la que no le pasa nada. Yo necesito que mis familias sean pintorescas para que potencialmente den lugar a una trama que se desarrolle con comicidad y con hilaridad. O sea, mis puntos de partida tienen que ser familias muy pintorescas para poder desarrollar a partir de ahí una trama con humor.

—Su protagonista, Ricardo, es 12 años mayor que usted. Le costó meterse en su piel porque la edad vuelve a uno más sarcástico. ¿Le va ocurriendo también a usted?

(Ríe). Sí, sí. Simplemente tuve que hacer una proyección, recordar como yo era hace 12 años y cómo soy ahora, y trasladarlo 12 años después. Sí, yo creo que la vida te va haciendo más sarcástico, vas teniendo peor humor, más mala leche; o sea, el humor se va volviendo más agrio. Y yo creo que eso es lo que le pasa a mi personaje. Y el humor que tiene mi personaje Ricardo es 12 años más ácido que el que tenía mi personaje Luis de Vive como puedas, mi anterior novela. Y me tuve que disfrazar de él, hacer un poco ese ejercicio de traslación, por decirlo así.

—Las relaciones de sus personajes con las mujeres también ocupan un lugar destacado en su obra. A Ricardo, por ejemplo, le atrajo el físico de su mujer. Pero ella también envejece.

—Bueno, es un caso extremo. Es como lo de la familia pintoresca. Esto es un caso extremo. Pero también pasa. En este caso, él dice que le gustaba su mujer antes cuando su piel era tersa y sus vestidos tenían arrugas. Ahora sus vestidos están perfectamente planchados, pero su piel tiene arrugas, y entonces ya no le gusta. Es un caos un poco extremo, pero es verdad que la guerra doméstica entre hombres y mujeres está presente en mis novelas, pero porque también está presente en las familias, al menos en las que yo conozco. Hay como una especie de lucha de poder dentro del hogar entre el hombre y la mujer. Y eso es lo que yo reflejo también en mis novelas.

—Los hijos también aparecen en sus libros. ¿Es más fácil comunicarse con los hijos por WhatsApp que hablar con ellos directamente?

(Ríe). Sin duda. Lo que hay que hacer es mandarles un whatsap. Exacto. Tú ves a tu hijo adolescente que está en el sofá de al lado viendo el mismo programa que tú y tu única opción de comunicarte con él es mandarle un whatsapp, que se integre junto con los whatsapp que está recibiendo de sus amigos, así por lo menos te va a hacer caso. Si le hablas, es inútil, porque él está conectado a su matrix particular.

—A su protagonista la prejubilación, en el estado del bienestar, le produce malestar. ¿Se contagia de la realidad?

—Lo que le pasa a mi personaje es que se prejubila porque le obligan a prejubilarse y a todos nos han contado que la prejubilación es el estado ideal de la vida pero a mi personaje no le parece así porque es un luchador. Él dice que el que no tiene nada por lo que luchar no está vivo, no se siente vivo. Y si a él lo prejubilan, no tendrá nada por lo que luchar, tendrá todo, se lo darán todo el estado del bienestar. Y esa situación, de encontrárselo todo hecho, le producirá un profundo malestar personal.

—Una productora española ha comprado los derechos cinematográficos de Vive como puedas. ¿Sabemos algo más?

Vive como puedas es una novela que puede ser llevada al cine para ser una película muy sabrosa, y los productores y nosotros hemos estado hablando de una feel good movie, como se dice ahora en inglés, que es una película que cuando el espectador salga de ver el cine se va a sentir muy bien. O sea, mis lectores, que han leído Vive como puedas, me han informado y escrito para decirme lo bien que se han sentido después de terminar la novela. Pues los productores querían trasladar esa misma euforia al cine, que la gente cuando salga de ver la película pueda sentirse feliz. Yo creo que es una novela muy cinematográfica.

—¿Por dónde va a seguir ahora después de Un estado del malestar?

—Tengo dos proyectos que son, casi te diría, diametralmente opuestos. Uno es escribir una novela muy, muy gamberra, con muchísima guasa y sin darle tregua a la emotividad. Venderme al humor por el humor. Ese es uno de los proyectos. Y el otro es hacer una novela un poquito más seria e incluso profundizar un poco más. Y luego me reinventaré nuevamente.

Publicado en el diario Córdoba el 1 de diciembre de 2012
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jueves, 27 de diciembre de 2012

La mujer de las bragas rojas

La vio una sola vez. Y fue aquella noche. La vio entrar en el local. Caminaba altiva, orgullosa, ausente a nuestras miradas, a nuestros murmullos. No miró a nadie. Se acercó a la barra, pidió un whisky con una piedra de hielo. En vaso ancho y bajo. Whisky del bueno, del caro. No recuerdo la marca. Bebió en varios tragos su contenido. Después bebió agua. Miraba a las botellas de los estantes, como si hablara con ellas o descifrara en sus etiquetas el porvenir o desentrañara secretos de un tiempo pretérito que nunca se fue del todo.

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Tenía una belleza diferente, posiblemente única. El pelo ensortijado, rojo, envolvente. Los labios gruesos, insinuantes, rojos, muy rojos, de un carmín intenso. La piel blanca. Las uñas también rojas. El foulard también rojo. Él bromeaba con el color de sus bragas. También deben ser rojas, decía a media voz, ensimismado en sus sueños de don Juan inexperto.

Ella no se percató de las miradas lascivas de ellos hasta que pidió el segundo whisky. Él se acercó con ademanes de conquistador trasnochado, envuelto en frases manidas y perdido en lugares comunes, pero a ella le gustaban su porte de hombre sincero y sus amenazas de enamorado loquito. Se le quedó mirando de arriba abajo como quien examina una prenda que desea adquirir. Él la imitaba con poco acierto y cierto gracejo que a ella le hizo reír. Creí que ya me habías examinado, le dijo ella. Para un examen más a fondo, dijo él, necesito otro espacio, tenerte a solas, se atrevió a añadir, desvestirte sin prisas, improvisó sorprendido, temblar con tu olor de mujer deseada, creyó oírse a sí mismo, inventarte de nuevo entre mis brazos, deconstruirte con mis palabras, reconstruirte otra vez para poder seguir existiendo en mis vísceras, dijo con todo convencimiento. Y ella escuchaba con cierta parsimonia de criatura conquistada, él dijo después que de criatura enajenada y feliz. Deja ya tanta palabrería, dice él que dijo ella, y apodérate de este cuerpo que te doy, apriétame hasta que el aire que respiro se entumezca de agonía, penétrame, le dijo, hasta que vea brillar la luz en esta noche oscura, dice que le dijo, y él, ordenando sus nervios, todo se andará, le dijo, pero anda ya, le decía ella, y no me mates de inanición, cómeme, le dijo, antes de que me consuma de deseo.

Todo eso lo contó él después, cuando regresó con la mirada perdida y esa sonrisa quieta que le quedó para siempre en el rostro. Pagó ella los whiskys y se fueron convencidos de que cualquier noche es buena para romper la monotonía de los otros días. Se amaron con una premura que él desconocía hasta aquel momento, y le gustó la pasión que ella puso en el empeño primero y el desinterés o el olvido que mostró después. No te enamores, le dijo ella, me joroban los hombres románticos, cursis, que pierden la dignidad por un solo polvo. Él no supo qué decir, pero le gustó su aire seco, su distante autonomía de mujer libre. Nunca me enamoré, mintió él, y no creo que ahora sea el mejor momento para traer esos lastres aquí. Ella sonrió porque, en esas frases hechas en las que no creía, encontró un humor cálido e inteligente que le gustó. En realidad, solo vine para comprobar que tus bragas también son rojas. Me gusta el rojo, mintió. Y quizás a partir de ahora más aún, mintió también. Tal vez no haya una próxima vez, advirtió ella de modo imprevisto. Te veo muy segura de algo que no estás muy convencida, esbozó él sin saber bien qué decía. Serías la primera en olvidarte de un hombre como yo, dijo, tal vez arrogante, sin saber bien por qué. Ella rió su osadía. Él se levantó de la cama, se vistió con parsimonia, acabó el whisky, y observó su cuerpo. Ella le miraba sin decir palabra. Él observó su pelo ensortijado y desordenado en la almohada, sus pechos abiertos que miraban a la luna que no había, su pubis moreno, sus piernas cansadas, un temblor tierno en la cintura. Sin mirar atrás, abrió la puerta del apartamento. Desde afuera, se atrevió a decir, siempre bebo en el mismo bar. Además, te debo un whisky. Ella oyó un portazo suave y después el silencio llenó el dormitorio. Todavía tenía su olor en la cama y la duda de que aquella aventura efímera se fuera al amanecer.

Cuando él entró al local, los amigos todavía bebían los estragos de la noche. Él pidió un whisky en la barra y se acercó a la mesa donde ellos estaban sentados. Todos tenían un aire de sorna dibujado en los labios. Él no los miró., se sentó, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó unas bragas y las tiró en la mesa. Y solo se atrevió a decir:

—Ya os dije que las tenía rojas.
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miércoles, 26 de diciembre de 2012

María Dueñas: “Los lectores quieren personajes llenos de humanidad”

Con El tiempo entre costuras vendió un millón de libros y en 2013 sus lectores podrán verla como serie televisiva. Ahora publica Misión olvido. Y sueña con vender también muchos ejemplares. No piensa defraudar a sus lectores, que probablemente se confundan con su cambio de registro, con este viaje que emprende a California en su nueva obra. María Dueñas vuelve tres años después con la única aspiración de seguir vendiendo millones de ejemplares y, sobre todo, de seguir seduciendo a estos y a nuevos lectores.

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—Después de haber vendido un millón de ejemplares de El tiempo entre costuras, ¿no le da vértigo sacar al mercado otra novela?

—No. Es un reto. Lo sé. Pero es un reto ilusionante.

—En Misión olvido abandona las aventuras de la modistilla Sira Quiroga para marcharse a California. ¿Lo entenderán sus lectores?

—Lo han entendido ya perfectamente.

—Pidió una excedencia en la Universidad para dedicarse a escribir. No sabe si volverá, pero no quiere hacer las dos cosas a la vez. Si la gente piensa que los funcionarios no trabajan.

(Ríe). Los funcionarios de la Universidad, desde luego, yo doy fe de que sí trabajamos.

—En su novela recupera las aventuras de los misioneros españoles en California entre 1769 y 1823. Un tema del que se ha escrito poco.

—Poquísimo. La verdad es que poquísimo. La primera sorprendida al conocer aquel mundo fui yo. Y así lo trasladé después.

—¿Qué le llamó la atención de aquellas misiones?

—Me llamó la atención, sobre todo, conocer la última de las misiones, San Francisco Solano, que es la más norte, y que tiene una historia muy particular por el momento histórico en el que fue establecida.

—“Conecto con la gente porque cuento historias que rozan la piel”. ¿Será también que la gente vive en sus libros lo que la vida no le ofrece?

—Lo que la vida no o lo que la vida sí, pero al fin y al cabo son personajes llenos de humanidad, y eso es lo que los lectores quieren.

—Usted es ahora el sueño de cualquier escritor. ¿No le han hecho ninguna propuesta inconfesable?

(Ríe). Cero, cero, cero. Me ven muy fiel a mi casa.

—Toda una vida buscándole el revés a las palabras, como lingüista que es, y de golpe se nos pone a escribir. ¿Qué es lo que no nos ha contado?

—Muchas novelas que me quedan por escribir todavía. Esas llegarán.

—Su libro reivindica también a los exiliados en las universidades norteamericanas, como Ramón J. Sender, hoy tan olvidados.

—Sí. Les rindo un pequeño homenaje tributo. Yo que he conocido sus universidades y he sido alumna y colega de los discípulos de algunos de ellos, me apetecía que estuvieran en mi novela rindiéndoles un pequeño homenaje.

—¿Se recuerda a escritores como Sender?

—Se le recuerda a veces en los circuitos académicos. Fuera no.

—¿Para el desamor es mejor perderse en el olvido antes que curar las heridas?

—Mis personajes creen que refugiándose en el olvido van a sanarse y al final se dan cuenta de que no.

—Con este libro, dice usted, quiere rendir un tributo a la posibilidad de reinventarse cuando la vida ha tocado fondo. ¿Así lo ha vivido usted también alguna vez?

—No. Yo afortunadamente no he tenido golpes como los de Blanca Perea, golpes tan duros. Pero, bueno, todos hemos tenido nuestras pequeñas derrotas y todos hemos peleado por salir de ellas, y eso te va curtiendo también.

El tiempo entre costuras llegará a televisión en forma de serie. ¿Para cuándo y para cuándo el cine?

—Está terminada la grabación de la serie y esperemos verla a principios de 2013. Y en el cine hay proyectos posibles sin confirmar.

—“Lo mejor de la vida a menudo está por venir”. Después de vender un millón de libros, ¿qué espera de la vida?

—Además de seguir vendiendo muchos más, seguir seduciendo a los lectores.

—En determinadas circunstancias, la literatura puede ser reparadora. ¿Usted lo intenta con sus libros?

—Por supuesto. Estoy convencida de que la literatura tiene mucho más poder que el nuevo entretenimiento, la mera evasión, y ojalá lo consiga.

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martes, 25 de diciembre de 2012

Rodríguez Gordillo: “Córdoba es fundamental en la Carmen de Mérimée”

Don Quijote, Don Juan y Carmen son los tres mitos españoles. Córdoba y Montilla transitan por la novela de Mérimée. Carmen. Biografía de un mito, del historiador José Manuel Rodríguez Gordillo, nos acerca al personaje y al mito. A uno de los nombres de mujer que, junto con Madame Bovary y Ana Karenina, más sueños ha espoleado en los corazones masculinos. Este libro nos muestra lo que aún no sabíamos y que, con toda probabilidad, algún día sospechamos.

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—¿El mito de Carmen está a la altura de Madame Bovary o de Ana Karenina?

—Son diferentes. El hecho de ser Carmen un personaje proletario le da una dimensión completamente distinta.

Carmen. Biografía de un mito. ¿Qué descubriremos en su libro que ya no sepamos?

—Primero, la personalidad de Mérimée. Y después, diferencias mucho más nítidas entre la ópera y la novela.

—¿En qué porcentaje Mérimée es responsable de ese sambenito de haber creado una imagen falsa y tópica de España?

—En mi opinión, escasamente responsable. Más bien, los responsables somos los españoles que adulteramos la obra magnífica que realizó el francés.

—Lleva dos décadas detrás de este mito femenino. ¿No se habrá quedado colgado de este prototipo de mujer?

—No es tanto el prototipo como su reflejo en la mitología cultural de nuestro tiempo. Uno se enamora indefectiblemente del personaje que estudia.

—Carmen representa la libertad. Pero las cigarreras malvivían, afrontaban y compartían la vida laboral y doméstica, eran manejadas por los administradores. ¿No hay demasiado parecido con la mujer de nuestros días?

—Yo creo que el triunfo del mito de Carmen es sencillamente porque refleja el camino que está tomando la mujer en la vida con relación al hombre, al trabajo y de la realidad social.

—Carmen no existió, pero Mérimée se inspiró en anécdotas que le narró la condesa de Montijo. Cuénteme.

—La condesa le cuenta dos anécdotas. Una, que se había enterado de un incidente en Málaga. Un bravucón, un chulo, que había matado a su enamorada porque le daba celos con otros hombres. De ahí viene el bravucón, la violencia y demás. Y otra anécdota de la propia familia de la condesa en la que un pariente suyo se había enamorado de una cigarrera. Las diferencias sociales eran tan extremadas que eran imposibles. Entonces, le había quedado en la mente a Mérimée esa relación de una cigarrera y un aristócrata.

—Después de Don Quijote y Don Juan, Carmen es el personaje más representativo de España.

—Según la encuesta que realizó la Comunidad Europea hace unos años, ese es el resultado de la opinión en Europa.

—La seducción de Mérimée por Sevilla queda patente en la obra. Pero también está Córdoba.

—Sin duda alguna, esa es una de las transgresiones de la ópera sobre la novela. Córdoba es fundamental en el desarrollo de la novela de Mérimée.

—También Montilla y sus vinos se dejan beber en sus páginas.

—Montilla está muy presente en el inicio y en el drama final de la novela. En su entorno se da el primer encuentro entre Don José y el autor, y al final el drama está en la misma sierra de Montilla.

—Mérimée también se dejó impresionar por bandoleros y contrabandistas, por los paisajes abruptos de las serranías andaluzas.

—Es que en su viaje de 1830 las recorrió profundamente, tanto los alrededores de Córdoba como después cuando desde la costa sube hasta Ronda. Entonces, ese entramado de serranías es fundamental en la concepción de España en Mérimée.

—Por supuesto, describe las condiciones de vida de algunos grupos de marginados, como los gitanos.

—Es que Mérimée tiene una frase esencial. Dice: “Como estoy estudiando a los gitanos, hice a mi heroína gitana”. Estaba absolutamente fascinado por la cultura, la forma de vida y por la etnia gitana.

—Gitana y cigarrera. ¿Son señas de identidad suficientes para sustentar un mito que sobrevive a los años?

—Hombre, el mito se ha gestado fundamentalmente por el desarrollo que dio al personaje la ópera, pero con eso solo no hubiera triunfado en la cultura actual.

Publicado en el diario Córdoba el 19 de diciembre de 2012
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lunes, 24 de diciembre de 2012

Ninguna parte

Miro tus ojos orientales, grandes y cálidos, persiguiendo el aire de la mañana. Despiertas al día con una alegría intacta y limpia, como si nunca la hubieras usado hasta ahora, y es entonces cuando me tropiezo con tus ojos vivos de ave al acecho, vigía de sueños compartidos y de viajes truncados. Te recuestas a mi lado sin pedir nada, esperando que el día avance hasta su ecuador inexorablemente, y ahí tendida, inerte, conservas entera tu grandeza de animal salvaje, tu fidelidad de gatita doméstica, tu pronto bravío de yegua desbocada. Tus ojos escrutan el universo reducido de esta habitación que es nuestro mundo común, esta isla de sábanas tibias que habitamos voluntariamente cada noche y que no es sólo un lugar de encuentro sino el compromiso sólido de las sensaciones compartidas.

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Aquí, cuando no estás, abro la ventana para escuchar tu voz cuando me hablas desde muy lejos, cuando andas otras calles que no conozco ni conoceré, y sé por tus ojos que ahora no veo que estás junto a mí cuando la luna corona el cielo de estrellas fugaces. Miro tu almohada deshabitada y la sábana que se me queda grande con tu ausencia, y sé por eso que nunca te fuiste del todo de mi lado. No me gusta inventar tus ojos cuando no estás, porque no es posible reconstruir con las manos los días extraviados en la memoria, ni puedo ni quiero vivir otra vez las horas que me diste sólo para mí y por una sola vez, porque no se puede repetir el momento único ni el deseo que se trucó de sueño en vida. No quiero ser un impostor de mi propia vida, ni vivir del tiempo pasado, ni rendir cuentas al tiempo venidero en aguas amargas.

Miro tus ojos ahora que estás a mi lado para saber que es posible retar cualquier esperanza, hacer factible cualquier proyecto siempre que me cubras la espalda de dardos enemigos. Somos dos cuerpos que siempre quisieron ser un solo espíritu, si bien sólo alcanzamos, y no es poco, a ser dos cuerpos engarzados y confundidos, yo dentro de ti, inmerso en ese placer entero que no olvido y que me persigue en ocasiones para arrebatarme la soledad que persigo.

Busco otros ojos para sustituir a los tuyos y es como querer cambiar el cielo por un techo cualquiera, o pretender cambiar el mar por un charco de agua en mitad del vacío denso de la existencia. No quiero otra soledad que la que yo busco ni otra mujer que la que dibujan mis manos si no estás, y es ahí, enredado de pensamientos y posibilidades, donde quiero quedarme para que nadie me llame ni me busque. No quiero escuchar mi nombre ni que otros labios me susurren palabras que conozco, porque en el espacio que yo construyo no tienen cabida las distancias que otras mujeres me proponen. Aquí, de vez en cuando, cierro los ojos y pronuncio tu nombre y, aunque sé que no estás, también sé que me escuchas, y por eso espero una respuesta que nunca viene, aunque también sé que es imposible.

En este rincón del mundo, escribo palabras para cualquier mujer, pero en realidad las escribo para mí, o para ti. Da igual. Describo los árboles legendarios, los senderos que se bifurcan, las escaleras vacías, a las mujeres solas que me cuentan sus penas arañando las escamas a la noche como si fuera un pez mordido por el viento iracundo. A todo respondo que sí, pues no escucho. Sólo oigo mis pasos acá adentro, las suelas de mis propios zapatos mordiendo la lengua de mi estómago sordo. No quiero estar con nadie si tú no estás, ni quiero apagar los primeros fuegos de una fiesta a la que no me invitaron, ni quiero gritar borracho por las calles oscuras tu nombre de hembra deseada. Quiero, por una vez aunque sea, decir adiós a nadie, mirar tus ojos y no penar porque los he perdido, abrir la puerta y saber que no serás tú, y que eso tampoco me importe. Y cuando otra mujer me diga las palabras que tú escribiste para mí, quiero olvidar que un día fueron tuyas y mías, y así saber que puedo vivir sin otra duda que no saber que existes porque yo mismo te inventé cuando te fuiste para ninguna parte.
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domingo, 23 de diciembre de 2012

El recuerdo que aquella mujer dejó

No recuerdo cómo nos conocimos. Y ahora ya bien poco importa. Lo que importa, entiéndeme, es que esa mujer cambió mi vida. Que por qué lo sé. Joder, nunca logré olvidarla. Se metió en mi vida como quien cruza por el lugar sin intención de detenerse, como quien va de paso, nada. Y de golpe te pregunta. No sé qué preguntó, qué más da. Fue cómo me miró. Que cómo me miró. Joder, tampoco lo sé. No sé nada. Sí sé que nunca encontré ninguna mujer como aquella. Más bellas, tal vez. Mejor equipadas, es posible. Pero ella tenía una magia indescifrable en las manos, un olor sutil a felicidad perenne que me persigue desde entonces. No sabría decirte. Le gustaba hablar lo justo y de manera precisa. Manejaba las palabras a su antojo. Y los silencios. Eso sí que me ponía. Tenía en las manos el tacto de un viento que no sabías por dónde soplaba, iba de ti y venía de ti. De acá para allá, sin ruido, acariciando la piel tan suavemente que no sé cómo decirte y que nunca olvido.

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Es eso el amor, me pregunto a veces. En realidad, me lo pregunto a cada instante. Y creo que no. Tú me ves a mí cara de lelo. Sí, mejor no digas nada. Pero no. Es algo distinto y total. Tú sabes que yo nunca me enamoré, que no soy incapaz de hacerlo. Podría escribirte lo más íntimo que hayas leído nunca. Sin embargo, es pura técnica. Debajo, no hay nada. Engaño a los lectores, pero no podría engañarme a mí. En cualquier caso, estos síntomas de los que te hablo me tienen preocupado. Me despierto con una pesadez en el estómago que no es del estómago, porque no como. Tengo una sed en la garganta que no logra apagar mi sed. Y bebo, ya ves que si bebo. Pero no logro olvidarla, carajo. Me pregunto si se puede olvidar a una mujer como ella. Claro que no. Y ese es mi problema. Que sé cuál es mi problema. Y no es amor. Es algo más epidérmico. Que necesito refregarme por su cuerpo, como hacen los perros en las arenas de las playas, embadurnar mi piel con su piel, apegarme a su sombra por si fuera su sombra, escudriñar en el silencio por si percibo alguna palabra suya descarriada, cotejar el horizonte por si percibo su perfil de amante completa.

Después que no ocurre nada de esto, como sabes, me vengo al bar, me siento aquí, cuento las botellas -me resulta fácil que contar ovejas- y mato los días que me quedan por vivir en su ausencia. Sé que todo es vulgar, que estoy jodido, que me estoy volviendo loco, pero es que me resulta imposible olvidar sus tetas de magdalena, sus labios de sandía, su coño de trufa. De acuerdo. Ya no te hablo más de comida. Pero son las figuras que me vienen a la cabeza. La sueño y la sueño comiéndomela. Y no tengo hambre, la verdad. No sé cuánto hace que no como nada. Inapetente total. Tengo el estómago cerrado, el corazón estropajoso, la sangre envenenada de su sangre. No estoy enfermo. Sencillamente me muero por ella. El problema cuando uno conoce el paraíso es vivir después fuera del paraíso. Y ella era Eva, como mínimo. Aunque tampoco recuerdo su nombre. Es lo único que he logrado olvidar de ella. Bueno, igual nunca me dijo cómo se llamaba. Nunca le pedí su móvil. Sé que me dijiste que lo hiciera. Pero estaba tan metido en su cuerpo que no estaba yo para plantearme cuestiones de esa naturaleza. Pensé que sería algo pasajero. Como siempre. Una noche de viernes que se olvida una mañana de sábado. Ahora, sin embargo, cada sábado que amanece me siento huérfano de mí mismo, vacío y confundido, extraviado en mi propio pellejo, buscando a ras de suelo las huellas de mi infortunio, pero no encuentro nada, tan solo recuerdos rotos que no me llevan a ninguna parte.

Esto ocurrió el verano pasado, sin formalismos, sin proposiciones, sin intención alguna de trascendencia. Cuando desperté aquella mañana ya se había duchado, vestido, olí desde la cama el café recién hecho, la ventana abierta a un día azul como pocos. Se me acercó, me besó apenas, con una sonrisa liviana, me dijo adiós, me dijo te quiero. Y hasta hoy. Después cerré los ojos y me quedé ensimismado en mis sueños hasta media mañana. Desperté y me acerqué aquí a tomar un café. No sabía a dónde ir, ni dónde buscarla. Desde aquel día vengo aquí. Tampoco sé por qué. Anda, ponme otro whisky. Tengo la garganta seca y el estómago cerrado. Y no me salgas con que esto son estragos del amor. Ahora no estoy para mariconadas. Lo sabes. Así que no jodas.
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sábado, 15 de diciembre de 2012

Cambiar de barrio

La última vez que lo vio le pareció un sueño andante. Con una elegancia falsificada de hombre austero y con la eficacia de la severidad en sus análisis. Algo frío en sus gestos, pero con tormenta en los ojos. Abominaba de los locales abarrotados de ciudadanos cansados de sus propias vidas y borrachos sin compasión y sin sentido.

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Ella, de vez en cuando, le lanzaba una mirada de corderita degollada o a punto de serlo, ensimismada como estaba en sus palabras de doble filo y en sus frases armónicas y sediciosas. Por momentos, pedía perdón y se acercaba a los aseos. Se miraba en el espejo el rostro pálido de emoción y se preguntaba qué le había metido ese hombre entre ceja y ceja. La sinrazón, se decía. La locura, se decía, La enajenación mental, se decía. O tal vez el amor, se preguntaba.

Desde aquella noche no logró olvidarlo. Le iba a las amigas con el cuento de que necesitaba tomar una copa en aquel local y no en otro, y se tiraba las horas esperando expectante a que un hombre cruzara el umbral de sus desesperación. De vez en cuando, daba un giro a la conversación para que aquel hombre fuera el tema a debatir, y comprendió en un solo instante que todas ellas amaban al mismo hombre. Fue como una ráfaga de fuego invisible que le quemó el estómago. No podía ser, pensó, que todas –vamos, las tres amigas que estaban sentadas a la misma mesa- quemasen sus sueños con el mismo arsénico. No se vio disminuida frente a una competencia que consideraba desleal, y por esta misma razón se empleó a fondo a fin de utilizar cualquier herramienta útil en el campo de batalla.

Cuando regresó al apartamento, sintió una soledad nueva, intacta, como si fuese una lata de conservas todavía sin abrir. Qué tendrán algunos tíos, pensaba, que son capaces de echar por tierra toda una vida edificada al margen de sus existencias. Se tendió en el sofá, se quitó los zapatos, encendió el televisor y se dispuso a no hacer nada. Entonces se dio cuenta de que debía hacer algo. En el frigorífico encontró un pack de cervezas. Abrió la primera lata sin convicción, y la bebió con una obsesión de experta en solo dos tragos. Ni esta mierda emborracha ni hace olvidar, se dijo. La vida está fabricada con mitos falsos, especuló. Después optó por ir a la calle y andar sin rumbo un buen trecho.

Al salir del portal, se tropezó con el hombre de sus sueños. Él la identificó con una sonrisa de confidencia, le dijo que no sabía que eran vecinos y le preguntó que adónde iba en una noche tan fría. No lo sé, dijo sencillamente, me aburría. Ya no supo decir más, y emprendió el camino reprochándose la falta de iniciativa y de concentración. Una hora después, volvió a la casa. No le apetecía cenar. Se desnudó, se metió en la ducha y pensó si sus manos fueran las de aquel hombre. Pero no eran. Se acostó con los sueños vacíos y con una sensación de estar confundida que no la dejaba dormir.

Apagó la luz. Y en el rincón más oscuro de la habitación sintió que una mujer jadeaba sin retorno posible, con unos silencios interrumpidos que bien se podían parecer a la muerte. No sabía si la protagonista de aquellas escaramuzas del amor limpiaba el cielo a solas o acaso un hombre cualquiera la había secuestrado en el limbo del deseo. Tampoco sabía si aquellas lamentaciones del placer más salvaje provenían de al otro lado de la pared o bien del techo, es decir, del vecino del tercero, es decir, del hombre que no la dejaba dormir desde la noche que se conocieron. Sintió un pánico alrededor de las piernas que le invadió de lleno el corazón. Será hijo de la gran puta, dijo en voz alta, pues no se está follando a la otra. Se persignó y juró también en voz alta:

—Mañana ese tío es mío o me mudo de apartamento.

Más tarde, un poco más serena, llegó a la convicción de que debía mudarse de barrio, que se aburría en este y, sobre todo, que prefería un lugar más tranquilo, donde la gente durmiera más y follara menos.
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martes, 11 de diciembre de 2012

Andrés Trapiello: “Ni una sola persona ha reconocido haber matado en la guerra civil”

Un niño presencia el asesinato a sangre fría de su padre en los primeros días de la guerra civil. Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) parte de este hecho real, porque “la guerra nos da muchísimos ejemplos de barbarie”, para ficcionar la historia de su última novela: Ayer no más (Destino, 2012). Una historia narrada a través de los monólogos de sus personajes, un método idóneo para dejar que el lector saque sus propias conclusiones.

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La obra, en la que están representadas con voz propia las tres Españas, es una tragedia en clave griega, como Antígona, en un país que dejó 600.000 muertos en los frentes de retaguardia y que nadie ha reconocido haber matado a ninguno. Es autor de ocho novelas, ensayista, poeta y autor de un diario titulado Salón de pasos perdidos, del que se han publicado diecisiete entregas.

—Un niño presencia el asesinato a sangre fría de su padre en los primeros días de la guerra civil. Su novela es ficción, pero parte de un hecho real.

—Por desgracia, la guerra civil nos da muchísimos ejemplos de barbarie, de injusticia, de crímenes que no pueden competir con la ficción, porque la ficción siempre se quedará corta con esa realidad. Por tanto, ni siquiera me molesté en ficcionar algo que la realidad española tiene sobreabundatemente.

—Pestaña renuncia a escribir un libro de Historia y transforma sus apuntes en una novela. Pero los lectores creen encontrar en la ficción las claves de un relato histórico. ¿A veces no sirve la Historia y hay que acudir a la novela para contar la verdad? No sé si ese es su caso.

—Está muy bien formulada la pregunta y no es mi caso. Es decir, yo quería hacer una novela desde el primer momento, porque tenemos la paradoja de que la ficción de la novela a menudo nos ayuda a desmontar la ficción de la historia, o la Historia como ficción, que es básicamente lo que ocurre en la guerra civil española, donde hay dos ficciones contrapuestas, históricas.

La ficción bolchevique y la ficción revolucionaria nacionalsocialista, que creen que la Historia es una especie de inmenso tapiz o de inmensa alfombra que se despliega llevándose por delante a millones de víctimas inocentes, necesarias, para construir ese final feliz en Roma, en Moscú. Esa mentira, que es una mentira también que se da en los nacionalismos, por ejemplo, y en otras concepciones de las naciones, etc., queda desvelada por la novela, porque a diferencia de la Historia donde los hechos suceden uno detrás de otro, la novela nos presenta hechos que suceden unos como consecuencia de los otros. Y este sentido que tiene la novela y no tiene la Historia es el que afortunadamente el lector agradece; es decir, que le da un argumento a lo que no lo tiene, y ese argumento que la vida no tiene le ayuda a comprender el no sentido de la historia.

—La novela está narrada con monólogos de distintos personajes, al estilo Faulkner. ¿Es el mejor método para dejar a todos los personajes que hablen y que el lector saque sus propias conclusiones?

—Me han preguntado cuál es mi personaje favorito en esta novela y he dicho que yo, porque soy el único que no está en la novela. Escribir una novela de la guerra civil que agrupa a las dos partes es muy difícil porque la realidad histórica lo impidió. La guerra civil fue una fractura del país en dos mitades que no tenían ninguna relación. Por tanto, hacer una novela de las dos Españas estas es prácticamente imposible, porque es inverosímil. No existió unos personajes que vivieran al mismo tiempo las dos Españas. Como mi novela sucede ahora, en 2006, en esta novela están representadas no solamente las dos Españas, sino las tres Españas posibles. Y tienen voz propia. Y era obligatorio darles esa voz propia que nunca han tenido al mismo tiempo, y hacerlo además con sus mejores galas intelectuales.

Es decir, que cada uno de los personajes hable como mejor sepa. Hubiera sido desleal por mi parte como escritor darles más inteligencia a uno u otro para que el lector se incline hacia uno u otro. Y el que es realmente protagonista en mi novela es el lector, que es un lector omnisciente que sabe en todo momento, oyendo las distintas voces, quién miente, quién engaña, quién no quiere contar la verdad, las razones por las que no puede contar la verdad, los conflictos de cada cual. Cosa que los personajes no saben todos de todos, ni mucho menos. Porque entre ellos se engañan y se mienten.

—Félix de Azúa dijo que su novela no trata de la guerra civil, sino de una tragedia que admite una sociedad como la nuestra.

—La novela es casi una tragedia en clave griega, una tragedia irresoluble, como la de Antígona; es decir, el protagonista se va a debatir entre su obligación como ciudadano entre denunciar a su padre y su obligación como hijo de defender a su padre. Es decir, oír la voz de la ley u oír la voz de la sangre. Y eso no tiene solución posible. Esa es la tragedia.

—¿Es diferente este país porque, como usted dice, nadie en España reconoce haber matado?

—La naturaleza de esta novela parte de este hecho peculiar, que no ocurre en ninguna otra parte. Ha habido en España 600.000 muertos en los frentes de la retaguardia y ni una sola persona ha reconocido que haya matado a ninguno de esos 600.000. Luego quiere decir que alguien miente o nadie cuenta toda la verdad. Por tanto, Pepe Pestaña, como hombre ilustrado que es, parte de esta idea. Es decir, no se cree lo primero que le han contado ni en la familia ni en los amigos. No se cree lo primero que le cuentan, pero tampoco quiere ser el último en contarlo.

—¿En su casa se hablaba de la guerra?

—Probablemente, si la pregunta se la hiciera a mi padre, diría que no. Si se me hiciera a mí, yo diría que no se hizo otra cosa que hablar de la guerra. Porque ellos creen seguramente que no han hablado de la guerra porque no nos han hablado a los hijos de la guerra. Pero entre ellos no hicieron otra cosa que hablar de la guerra.

—75 años después de que Chaves Nogales o Clara Campoamor descubrieran el engaño de los dos bandos, se ha escrito que la tercera España ya tiene por fin su novela: la suya.

—Me encantaría que fuera así, porque ese ha sido un poco el propósito. Yo, como sabes, estoy un poco en el origen de la recuperación de Chaves Nogales y de Clara Campoamor, y me encanta identificarme con personas que tan pronto se dieron cuenta de que la España a la que la inmensa mayoría de los españoles hubiera querido pertenecer, que es la tercera España, fue la primera que sucumbió.

El 19 de julio, España dejó la España democrática y liberal por la que habían luchado Chaves y Campoamor. Prácticamente, esa España democrática desaparece y por eso se van. Yo creo que esa España es la que tenemos ahora. Las dos Españas son más minoritarias que nunca y en cambio hay una inmensa España que es una tercera España real.

—La ley de Memoria Histórica fue necesaria pero insuficiente. ¿No se debió abordar este tema en plena Transición? Dicho de otra manera: ¿No piensa que la izquierda de este país cedió demasiado?

—No lo comparto enteramente. Porque lo que hemos visto es que hemos vivido el periodo más largo de la historia en democracia. Por tanto, no se debieron hacer del todo mal las cosas. Y de hecho, estamos hablando del pasado sin el traumatismo que hubiera significado hacerlo en el 75. Lo que sí es verdad que la ley de Memoria Histórica es una pequeña oportunidad perdida, porque era un arranque noble y necesario –la reparación de injusticias-, pero lo que se hizo mal es que es que fue ambigua la ley porque se reparó a muchos pero se agravó al mismo tiempo a otros tantos innecesariamente. Las víctimas son de todos.

—Pero sí es cierto que una España fue más culpable que otra.

—No es que haya sido más culpable. Es que ha sido responsable, una de las dos Españas, del golpe de estado contra un régimen legítimo. Por tanto, es un golpe ilegítimo. Esto es fundamental. Mientras no se admita este mínimo, no avanzamos nada. Pero no podemos quedarnos aquí, que es lo que ha hecho en parte la izquierda.

El problema de la izquierda es que tiene que admitir que la República que defendía los principios de la Ilustración hasta el 18 de julio, en buena medida dejó de hacerlo a partir del 18 de julio. Es decir, que la República es responsable, al menos en parte, de la violencia que se generó en la zona republicana. Y eso la izquierda todavía no acaba de reconocerlo. Es verdad que la derecha tiene toda la responsabilidad en el golpe de estado.

—¿Algún día el Congreso condenará ese golpe de estado?

—Debería hacerlo cuanto antes, pero al mismo tiempo, como ha propuesto algún diputado de derechas, no estaría de más que el mismo día se pusiera una placa en el Congreso con el nombre de todos los diputados asesinados durante la guerra, cosa que cierta izquierda no quiere porque la mayor parte de los asesinados son de derechas.

Publicado en el diario Córdoba el 8 de diciembre de 2012
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lunes, 10 de diciembre de 2012

Patricia Ramírez: “Convivir con la crisis está siendo un reto solidario”

Ayudó al Betis a subir a Primera División. Ahora pretende que el ciudadano disfrute de las pequeñas cosas con los consejos de su nuevo libro: Entrénate para la vida. Patricia Ramírez ha sido la psicóloga deportiva del Real Betis Balompié, del R.C.D. Mallorca y de muchos deportistas nacionales e internacionales. Se considera gran lectora, rehúye de la televisión excepto para ver el fútbol y ama el cine de las pantallas gigantes. Además, da conferencias sobre optimismo, actitud y autotelia.

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—Fue considerada el mejor fichaje del Betis en la temporada 2010-2011 por ayudar al equipo a subir a Primera División. ¿Ese ha sido el mejor gol de su vida deportiva?

—No. El mejor gol de mi vida deportiva es la relación que tengo con mis jugadores. Las relaciones personales que establezco en el deporte.

—¿Los jugadores del Betis se pusieron en sus manos o eran esquivos a que una psicóloga les tocara las pelotas?

(Ríe). No. Yo creo que les generé confianza y se dejaron llevar por mi trabajo. Es un trabajo fácil de realizar.

—De pequeña se le quedó grabado el incidente que Umbral protagonizó con la Milá cuando le retó: “Yo vengo aquí a hablar de mi libro”. Ahora le toca a usted. Dígame.

—Yo vengo aquí a hablar de lo mismo, de mi libro. ¿Y tú eres Mercedes?

—De momento, no. Lo siento. ¿Pero cree que con lo que está haciendo Rajoy hay que gritar fuera de juego o hay que dejarlo que corra a sus anchas por el campo?

—Yo creo que hay que ser siempre crítico con la situación, independientemente del partido.

—Ahora con la crisis, ¿piensa que la gente se acostumbrará a la cultura del esfuerzo y olvidará la cultura del pelotazo?

—A la cultura del esfuerzo y de la solidaridad. Porque convivir con la crisis está siendo un reto solidario.

—¿Qué les suele decir a aquellos jugadores que nunca tocan el balón?

—Que llegará la oportunidad.

—Dígame qué debo hacer para parar un penalti que me va a tirar Messi.

(Ríe). Ser más rápido que él anticipándote. Ser un adivino para saber por dónde lo tira y poder tirarte.

—¿Este Gobierno echa balones fuera para interrumpir el juego o porque no sabe tirar a la portería?

—O porque la situación es tan difícil que a veces no sabemos cómo salir de ella.

—La terapia del jódete, de la que usted habla en su libro, ¿es hoy el deporte más practicado en España?

—Y si no lo es, deberíamos. Porque, desde luego, estaríamos con la misma crisis pero más contentos.

—Cuando un jugador se le pone triste, como le ocurrió a Cristiano Ronaldo, ¿qué suele decirle?

—Que tiene muchos motivos por los que estar feliz.

—Para entrenar en la vida, ¿también hay que tener pelotas o basta con enseñar los dientes?

—Para entrenar en la vida hay que ser perseverante. Y tener claro el objetivo.

—Usted dice que la psicología deportiva se puede aplicar a la vida. ¿Pero qué hacemos cuando tenemos el banquillo lleno hasta la bandera?

—Pues buscar soluciones para que puedan ser titulares.

—En fin, tal como está la cosa, dígame cómo lanzar bien lejos el balón de la desesperanza.

—Desplegando un radar con el que busquemos oportunidades, que no lo hacemos. La gente tiene una escala de valores con la que se cierra y unas expectativas con las que se cierra y no ve más allá que eso.

Publicado en el diario Córdoba el 14 de noviembre de 2012
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sábado, 8 de diciembre de 2012

Javier Urra: “La gente no sabe convivir con su soledad”

Publica Mapa sentimental, un manual de autoayuda para todo aquel lector que aspire a alcanzar la estabilidad emocional conociendo sus sentimientos. Javier Urra es doctor en Psicología con la especialidad en Clínica y pedagogo terapeuta. Ha publicado, entre otros libros, Mujer creciente, hombre menguante (2007), ¿Qué ocultan los hijos y qué callan los padres? (2008), Recetas para compartir felicidad (2009) y ¿Qué se le puede pedir a la vida? (2011).

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—Dice que desde el Paleolítico apenas hemos avanzado en sentimientos morales. ¿Ese es el principal reto a vencer?

—Sí. Conocernos e intentar conocer a los demás es el reto de esta sociedad y de la venidera.

—“La pena la puede soportar uno solo, pero la verdadera alegría exige al menos dos”. Es decir, que si acierto las quinielas, ¿debo compartir los beneficios?

—Sin duda. Si uno quiere disfrutar, tienes que hacerlo con amigos. Si no, se es puramente onanista.

—Dice usted que la tristeza no está de moda. ¿Se ha olvidado de Cristiano Ronaldo?

—Pero él la ha superado rápido. No, venimos de una sociedad judeocristiana, de la culpa y la tristeza. Y ahora esta es una sociedad donde todo el mundo quiere ser feliz, y hay mucho nihilismo y hedonismo.

—Las mujeres prefieren a los hombres que las hacen reír. ¿Es preferible hacer un poco el payaso para hacerlas felices?

—Sí. Sin duda, sí.

—¿Es necesario conocer nuestros sentimientos para alcanzar la estabilidad o en ocasiones es mejor olvidarlos?

(Ríe). Debemos conocernos pero al 100%. Menos mal que no es posible.

—Nunca voy al psicólogo porque no me gusta que husmeen en mi vida secreta. ¿Me ocurre algo, doctor?

—Sí, que no quiere conocerse. Que es usted un extranjero en sí mismo.

—Las tardes de los domingos traen una tristeza espesa en el ambiente. ¿Tan mal está el personal?

—Sí. La gente necesita ir al campo, a comprar, para pasar el rato. La gente no sabe convivir con su soledad.

—¿Qué se le puede decir a la madre de Ruth y José para llenar un vacío tan grande como la pérdida de dos hijos?

—Yo con él establecería ya el silencio. No es importante él.

—¿Se puede hacer lo que presuntamente hizo Bretón sin perder el sentido común?

—Se puede hacer desde el volcán que es el odio y con unas características personales que se encuentran muy pocas veces.

—¿Esa frialdad de Bretón es un caso tan atípico?

—Es absolutamente atípico, porque además él ha fracasado. Él lo que esperaba era salir libre y que su mujer se arrastrase ante él para salvar a los niños.

—En situaciones de riesgo como la actual crisis, ¿qué salida de emergencia aconseja adoptar?

—La creatividad, la cooperación, el apoyarse en los otros, y los que tenemos oportunidades, como yo, en crear puestos de trabajo.

—“Estamos habitados por una nostalgia del más allá”. ¿Quiere decir que no logramos salir del limbo?

—Quiere decir que somos seres espirituales con sentimientos de trascendencia, que nadie nos pidió que naciéramos, que sabemos que en cualquier momento podemos decidir irnos, pero que en todo caso hay que irse. Y esa es una terrible angustia.

—Se dice que del amor al odio solo hay un paso. ¿Estamos condenados a andar en el filo de la navaja?

—Del amor al odio hay un paso, pero del odio al amor son infinitos los pasos. Y sí, sí estamos siempre entre la posesión y la territorialidad. Eso es peligroso.

—“Lo que nos ocurre es que no sabemos lo que nos pasa”. Si no lo sabemos nosotros, ¿lo puede adivinar un psicólogo?

—No. Puede ayudar cual espejo, pero no más.

—¿Vale más un gesto de comunicación que cien palabras?

—Una lágrima o una sonrisa es lo más conmovedor.

—“Los acontecimientos que componen nuestra vida no están regidos por la casualidad, sino por la causalidad”. Entonces, ¿qué hacemos con el azar?

—Aprovecharlo.

—“Los sentimientos son un material inflamable”. ¿De ahí la expresión: “Estás más quemado que el palo de un churrero.”?

(Ríe). El no saber gestionar los sentimientos es la explicación de la violencia de género, de los conflictos en el tráfico y posiblemente de las guerras civiles y mundiales.

Publicado en el diario Córdoba el 26 de noviembre de 2012
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jueves, 6 de diciembre de 2012

¡Al carajo!

La mañana que lo llamaron al despacho del director general para recoger su carta de despido, se sintió tan desconcertado en la vida que había vivido hasta entonces que pensó si la felicidad podía ser posible sin una nómina mensual, un horario fijo que mancillara todas las mañanas de la existencia, tardes vacías y desconcertante en las que apenas uno acierta a ordenar un conato de paz interior. Esa misma mañana, entró a la casa, puso un cedé de John Lennon, Plastic Ono Band, su primer álbum en solitario. Después se sentó en el sillón de siempre. No se puso a pensar, como hacía siempre. Simplemente dejó el tiempo pasar, consciente de que a partir de ahora la vida era un río indomable.

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Sintió una zozobra áspera en el paladar. “Sabe a whisky robado”, dijo. Pero no supo por qué dijo eso. No obstante, no le dio más vueltas. Después de treinta y dos años de acudir cada mañana, de lunes a viernes, a la misma empresa a desarrollar un trabajo que no amaba en absoluto, no se sintió apesadumbrado. Sintió un confort incómodo en las rodillas que le subía hasta el estómago y que le apaciguaba la mirada. No le pareció una barbaridad acometer su vocación trasnochada de escribir cualquier cosa. Se sentó frente al ordenador y comenzó a escribir frases inconexas que le gustaban. “Nunca le dije que la quería, y no sé por qué no lo hice.” “Me hubiera gustado caminar sin rumbo. No importa a dónde.” “Siempre sueño con ella. Será porque nunca la tuve al alcance.” “Estoy en paro. Es jodido. Pero más jodido era mi trabajo.”

De repente, se vio reflejado en la pantalla del ordenador. No era el mismo de antes, sino aquel muchacho que vendió todas sus esperanzas a una empresa en la que no creía. No se sintió aturdido, sino desorientado. Se vio más joven: sin nostalgia en las manos, con dudas felices, los ojos bañados de sueños que revoloteaban como pájaros libres. Cuando despertó del ensimismamiento, ya se había borrado la imagen del joven que ya no era, pero tampoco encontró al hombre maduro derrotado por la melancolía que nunca buscó. Era, en cierto modo, el perfil que siempre había dejado a un lado para no desatender los deberes impuestos de una existencia desdichada y que, aunque buscó durante muchos años, nunca se lo había tropezado de frente. Ahora que veía ese rostro incrustado en su propia piel, no se vio extraño en él mismo ni tan siquiera diferente. Era como si se hubiera arrancado la piel y dejado hubiera hallado al hombre que realmente era.

Dejó de escribir, porque sabía, sin que nadie se lo advirtiera, que, para hacerlo con eficacia y eficiencia, se había necesario haber vivido. Pasó mentalmente su biografía por la memoria como si fuese un escáner minucioso de su pasado, una película de otro que detestaba, y comprendió que estaba vacía como un océano sin agua. No le abrumó el vértigo de la nada, ni el abismo de su infortunio. Buscó en el armario un equipaje suficiente, ligero, cómodo, y salió a la calle por primera vez en su vida dispuesto a invertir los ahorros de treinta y dos años en seis meses de una felicidad compacta como el hielo. En una gasolinera llenó el tanque de combustible, compró el periódico, una guía y un mapa, una botella de agua mineral muy fría, un paquete de chicles. Le sonrió a la dependienta con un gesto cómplice e inaudito en él. Cuando subió al vehículo, giró a la derecha y tomó la autovía sin una dirección concreta. Encendió la radio, pero le resultaban cansinos los informativos siempre con la melodía de una crisis financiera y económica inextinguible, que había abarrotado el corazón de todos los hogares del país. Seleccionó otro cedé de John Lennon. Mientras escuchaba Walls and bridges, recordó que alguna vez había leído que ese disco era maravilloso, uno de los mejores discos del beatle, una obra maestra del rock clásico. En ese momento olvidó su edad, su condición de desempleado, su futuro incierto, una existencia ahogada en el olvido. Puso el coche a 120 kilómetros por hora, mientras cantaba a dúo con John Lennon Whatever gets you. Sonó el móvil, pero como sabía que no se trataba de ninguna mujer, se desentendió. Después bajó el cristal del asiento del copiloto, agarró el móvil con vehemencia y lo lanzó por la ventanilla. Comenzó a esbozar una sonrisa, pero le pareció demasiado absurdo el gesto. Así que bajó el cristal de su ventanilla, sacó la cabeza y gritó, contra el viento claro de la mañana, a un cielo inmensamente azul: “¡Al carajo!”.
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martes, 4 de diciembre de 2012

Las palabras que nunca dijo

Nunca le dijo que la quería. Para qué. Llevaban tantos años viviendo juntos que, se supone, ella debe saber que la amo sobre todas las personas, se decía a sí mismo en esos días grises que confunden en lo más hondo del alma. Se conocieron siendo adolescentes, cuando estudiaban en el instituto. A él le gustó su piel tersa, sus ojos con luz, su andar insinuante, su mirada de ave rapaz, su tesón ante el infortunio pero, sobre todo, su constancia y su lealtad a prueba de cualquier catástrofe. Ella se sintió atraída por su discreción de hombre corriente, atento, educado a la antigua usanza, frío y equilibrado en sus decisiones, pertinaz en situaciones límite.

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Habían sobrevivido juntos a tantas catástrofes y cumpleaños felices, que él pensó siempre que el matrimonio era el único huevo que no se hacía añicos al estrellarse contra el pavimento. Y así ocurrió durante algunos años. Durante bastantes años. Pero no hay mal que cien años dure, se decía a veces. Las noches que el insomnio le podía, se levantaba de la cama sin hacer ruido y le gustaba mirarla mientras dormía un sueño intransferible y feliz. De hecho, lo hacía cada vez con más asiduidad. Después caminaba hasta su despacho, se ponía algo de whisky en el vaso y salía a la terraza aunque la noche fuera fría o lluviosa. Regresaba al despacho y se acomodaba en el sillón de orejas, abría un libro que no leía, y se quedaba pensando hasta que el sueño le abrazaba la piel.

Al amanecer, ella lo encontraba con el libro caído entre las manos y con una sensación de sentirse confundido en los sueños, que no era sino la misma sensación de verse abatido en la vida de todos los días. Lo dejaba dormir todavía media hora más mientras le preparaba el desayuno y después lo despertaba con un beso tierno como él ya no recordaba, y le obligaba a ducharse y a vestirse para salir a la oficina. Cuando alcanzaba a tomar el desayuno, ella ya había partido al bufete donde trabajaba. En una nota le dejaba escrito: “Nos vemos. Besos.” Pero aquella noche no volvió.

Por la noche se hizo una cena fría, pero no comió ni un bocado. Esperó su regreso y, mientras lo hacía, controlaba su enojo, su impuntualidad, su falta de cordura, su desafección al matrimonio y al amor conyugal, o algo así. Ella nunca se había retrasado en su vuelta a casa, ni se había excedido en la bebida ni había jugado a la seducción con otro hombre que no fuera él. Tampoco esta vez lo hizo.

Recordó la nota de la mañana y entendió sin acritud que era una despedida en toda regla. Lo había intuido bastante antes, mucho antes de que a ella se le hubiera ocurrido abandonar el hogar. No hubo más palabras ni una despedida en regla. Solo una nota breve que no dibujaba el porvenir.

Aquella noche tampoco durmió. Se quedó mirando la cama vacía y nada más entonces comprendió que estaba solo en la casa. Salió a la terraza con un vaso de whisky y se quedó mirando las estrellas como si se tratara de un puzle irresoluble. Al amanecer, ella lo encontró sentado en la terraza, el vaso roto en el terrazo. Tenía la expresión de un niño perdido o desesperado, pero en realidad se trataba de un cuerpo que no tenía vida. Estaba frío como la mañana. La ciudad se agitaba con una monotonía de rutina y un sol sin brillo habitaba la ciudad.

Se sentó a su lado, sin mirar el cuerpo, bebió de la botella y comprobó, aun sabiéndolo, que el whisky no le gustaba. “Sabe a chinches”, dijo. Después cerró los ojos, cansada, sin saber qué hacer y sin saber por qué aquella noche había vagado de pub en pub sin vocación de noctámbula. No le sorprendió verlo allí tirado en la hamaca como un muñeco de goma. Fue al cuarto de baño y se duchó. Se preparó un café negro, muy negro. Llamó al hospital. Después, sin saber todavía cómo, se dispuso a diseñar una nueva vida sin saber bien cómo. Esperó a que sonara el timbre. Mientras tanto, solo adivinó a saber que la vida era los años que había dejado atrás, cuando tenía la piel tersa, los ojos con luz y la mirada de pájaro fiero, como él nunca supo decirle.
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lunes, 3 de diciembre de 2012

José Manuel Caballero Bonald: “He escrito quizás demasiado”

A sus 80 años, José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) piensa que la senectud no le ha traído ninguna crisis, pero sí le ha arrebatado las ganas de escribir. Dice que ha publicado demasiados libros, que no escribirá el tercer tomo de sus memorias y que sólo aspira a crear un buen poema que se recuerde para siempre. Desde que viera la luz su último poemario, Manual de infractores, sólo ha esbozado unos borradores de poemas. Nada más. Pero a su edad nos ha legado una obra sólida, la obra de un magnífico estilista.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

A pesar de sus años vividos en Madrid, no ha perdido el acento andaluz, ni el aire coqueto y educado de quien no está dispuesto a sumar ni restar años. Ha publicado memorias, novelas, poesía. Ha recogido múltiples premios y distinciones. Lleva más de dos años sin escribir. Y tiene sus razones: “A mi edad, los estímulos literarios flaquean, y ya tienes pocos incentivos, pocas ganas de ponerte a trabajar. No es pereza, es falta de aliciente. Yo ya he escrito quizás demasiado, he escrito muchos libros y he dicho muchas cosas. Ya voy a descansar. Para qué voy a escribir más. No vale la pena”.

No escribe, pero observa, habla y analiza la vida que le rodea. Sobre todas las cosas, no ha perdido ni quiere perder la costumbre de vivir. De ahí que su camisa roja le delate un cierto aire seductor de joven octogenario.

—Vamos cada vez peor. Ya todos los días hablamos de las consecuencias del cambio climático. Es inevitable abordar el tema aquí cerca de Doñana. Le preocupa el tema, claro.

—Siempre me ha preocupado. El Coto de Doñana ha sido para mí el territorio más próximo a mi idea de paraíso. El Coto de Doñana me lo conozco bastante bien, he andado mucho por allí de muchas maneras y siempre he sentido como algo muy personal las amenazas que se han cernido siempre sobre él. Desde que tengo uso de razón, recuerdo una carretera que querían hacer por la costa, con la interrupción de las dunas móviles que ocasionaría un gran desequilibrio en Doñana. Luego, el tendido eléctrico, el aprovechamiento indiscriminado de los acuíferos, el nacimiento de una urbanización en uno de los lugares más sensibles de la costa, Matalascañas, que es un lugar horrendo de veraneo con cada vez más bloques de viviendas. Y eso está mermando el acuífero de una manera alarmante.

Todo esto y la desecación de las marismas del norte de Doñana. Y la siembra de arroz. Los caños arrastran pesticidas que producen gran mortandad de aves, etcétera, etcétera. Y todo esto a mí me llegaba muy en lo hondo. Pensaba que estaban atentando contra una naturaleza sagrada, que no podía admitir de ninguna manera. Entonces yo escribí una novela, Ágata ojo de gato, que trata del Coto de Doñana no directamente pero que es una especie de actualización de la leyenda clásica de la Mater Terrae que castiga a todo aquél que pretende ultrajarla. Ése es un poco el fondo de la novela y mi deseo de salvar, desde un punto literario, el Coto de Doñana.

—Usted se pronunció en distintas ocasiones contra la guerra de Irak, le producía indignación. Ahora más, imagino.

—Pues efectivamente. Yo siempre me manifesté en contra de esa guerra atroz, miserable, aparte de ilícita y fuera de toda norma. Ya uno se acostumbra a la reiteración de la desgracia. Es una guerra terrible en la que el mundo civilizado debería tomar carta en el asunto y retirarse de allí. Sería también un desastre porque hay una guerra civil, ésa permanecería, pero por lo menos no habría contra los invasores esa especie de venganza. Eso es un desastre que no tiene nombre y que supongo que pronto acabará. EE UU echará marcha atrás y retirará las tropas. No hay otro remedio.

—Uno de los artífices del conflicto y miembro del triunvirato de las Azores es Aznar. Como no puede estar callado, ahora dice que España se rompe.

—Me parece una frase retórica y tan sin sentido. España se rompe, se despedaza. Es una retórica de política barata que no tiene ningún sentido. Ya se hablaba en la campaña del Estatuto de Cataluña, incluso del boicoteo de los productos catalanes, como algo que estaba ahí amenazando la unidad de España. No pasó nada. Es un estatuto muy parecido al andaluz, progresista sin duda ninguna y encaminado a una mayor autonomía de las distintas regiones de España.

—ETA ha roto la tregua. ¿Será posible la paz en este país?

—Hay que buscarla por todos los medios. Yo soy partidario absoluto del diálogo. Sea como sea. Cualquier cosa menos hablar con los asesinos. Bueno, está bien, pero el diálogo es absolutamente obligatorio. Cuando ha habido guerras se ha llegado a un armisticio, a una paz. Los adversarios se han reunido en una mesa a hablar. Si la simple idea del diálogo conduce a una sospecha de que pueda haber una solución pacífica, hay que seguirla. Yo creo que es absolutamente obligado por todos los medios conseguir la paz y el fin del terrorismo.

—Antes de un año tendremos elecciones generales. ¿No teme que si gana el PP imponga de nuevo el pensamiento único?

—Lo que pasa es que la derecha del PP es un conglomerado de fuerzas de derecha civilizada y al mismo tiempo de gente extrema que está metida ahí para sembrar cizaña. Yo creo que España es un país dividido en dos políticamente hablando: la derecha y la izquierda, el PP y el PSOE. Y la alternancia no me parece mal, es algo que está en el sentir de este país. Ahora, insisto en lo mismo. En el PP hay incrustada la extrema derecha y eso es muy malo para el PP. Si no se libra de eso, seguirá siendo un partido retrógrado.

—No le disgustó cumplir 80 años. Pero sí le afectó cumplir 50. Aconséjeme cómo superar la crisis.

—¿Dije eso?

—No sé. Eso leí.

—Yo recuerdo que los 50, el medio siglo ése, me pareció que cumplía una etapa, que ingresaba en un nuevo ciclo vital, esa frontera significativa de pasar de tener medio siglo a tener ya medio siglo y un año. Bueno, yo digo que no me afectaron los 80 años pero sí, de alguna manera sí. Los 80 son también una frontera. Uno empieza a ver que el futuro es cada vez más corto y que el pasado es cada vez más largo. Y todo esto te afecta de alguna forma, claro que sí. Además, uno se habitúa a tener 80 años. Yo dije que como era la primera vez que los cumplía no me había acostumbrado a la idea de que era octogenario. Pero los 80 años es también una frontera capital.

—Tiempo de guerras perdidas. ¿Perdió tantas guerras o vio a otros perder otras guerras? A veces las guerras ajenas pueden doler más que las propias.

—Ese título tiene también un sentido literal, indirecto, metafórico. ¿Qué es la guerra perdida? Yo pertenecí a una familia de los vencederos y pasé paulatinamente a sentirme vencido. Y esa guerra la perdí. Al cabo de los años me di cuenta que la habíamos perdido. Y luego, las pequeñas guerras personales, esas cosas que uno quiere conseguir y no consigue, y que fracasa en ciertos aspectos de la vida, pequeñas ingratitudes, decepciones, pues todo ello forma parte del conjunto de guerras perdidas.

— La azotea de su casa es la imagen de la infancia, el escenario donde descubre la vida.

—Ya se sabe que el lugar donde se descubre el mundo es también para siempre el compendio simbólico del mundo. Para mí, la azotea de mi casa era la aventura, la libertad, la investigación, el descubrimiento de cosas. Tengo un poema que habla de eso también porque la azotea de mi casa fue como el territorio donde yo aprendí a ser hombre.

—De pequeños todos hemos tenido animales de compañía, pero tener un borriquillo y querer compartir con él las noches en el dormitorio ya no es tan normal.

—Tuve un regalo insólito. Yo era muy niño y un amigo de casa me regaló, cuando estábamos en el campo, un borriquillo, al que yo adoraba y quería de manera especialísima y cuidaba con toda clase de mimos y atrocidades y de comidas que le daba, y también quería llevármelo a mi cuarto a dormir, cosa que no me dejaban. Una vez medio lo conseguí.

Pero esa idea también era una idea de la inocencia, la compañía de un animal que no es exactamente un animal de compañía, pero se me quedó muy grabada esa anécdota infantil. Uno sigue siendo niño, pienso yo, a pesar de los años y la vejez y el arrabal de senectud en el que uno ya está. Los recuerdos de la infancia siguen acumulándose y siguen formando una especie de almacén de vida inolvidable. A partir de ahí, estás siempre aprovechando cosas que has vivido en la infancia para acomodarlas ya a la ancianidad.

—En la Transición no hubo culpables. Se impuso el olvido. Acaso ésa haya sido la razón de que la derecha se haya crecido en los últimos años.

—Ahora se habla mucho de esa transición, pero yo siempre he tenido cierta actitud crítica. Yo viví muy de cerca la Transición. Intervine en la formación de la Junta Democrática en aquellos años, estuve también procesado y realmente lo que me ocurre con la Transición es que yo pienso que no se pactó nada, que todo rodó de una forma casual y muy bien por casualidad, pero que realmente allí se decretó básicamente el olvido, una historia sin culpables, no se hizo el menor intento de juzgar o de llevar a un tribunal los crímenes del franquismo.

El silencio a lo mejor fue necesario, pero yo creo que faltó un espíritu crítico y un deseo de juzgar lo que había ocurrido en España y de empezar desde cero otra vez. Pero no se hizo y, claro, yo creo que eso también ha sido el motivo de que permaneciera una especie de franquismo soterrado, latente, que ha estado y sigue estando todavía en algún sentido en la sociedad española actual.

—Ahora hablamos de memoria histórica. Comienzan a abrirse algunas tumbas.

—La memoria histórica –no me gusta mucho ese término- hay que dividirla entre la guerra civil y la posguerra. En la guerra civil ocurrieron atrocidades sin cuento, en ambos bandos hubo una catástrofe general. Ésa es una memoria que debe recuperarse y saber realmente lo que pasó.

Ahora, la memoria de la posguerra es otra cosa, porque no se olvida la represión franquista en la posguerra, desde el año 1939 a 1975, la persecución del vencido, la aniquilación total de t5odo aquel que no pensara como Franco. Ésa sí que es una memoria terrible que merece toda clase de análisis y de ahondamiento. No hay mayor crueldad del vencedor de una guerra que perseguir al vencido hasta la muerte. Eso es lo que hizo Franco y es algo que hay que recordar con sus pelos y señales.

—A los escritores de la Generación del 50 os unió mucho la lucha antifranquista. ¿Pero, en general, se luchó lo suficiente contra el régimen?

—A partir de 1956 yo trabajé mucho en política y en la lucha antifranquista. Ahora, el Partido Comunista era entonces el que tenía el poder de la oposición y organización de la lucha clandestina. Pero de ninguna manera ahí se había hablado de lucha armada. Luchar contra el franquismo con las armas que tenías a mano: manifestaciones, movilizaciones, huelgas, manifiestos, pero nada más. Eso no era, de ninguna manera, suficiente. Pero no se podía hacer otra cosa. Era una lucha que no conducía más que casi a la justificación personal. Tanto es así que Franco se murió en la cama. Nosotros luchamos contra Franco con la pluma, con la palabra, con las ideas. Pero eso no era suficiente.

—Algunas imágenes de la posguerra se le quedaron grabadas para siempre, como fue el registro que los falangistas llevaron a cabo en su casa.

—Yo tenía ya once o doce años. Y fue al volver del colegio. Lo cuento también en un poema, El registro. Mi padre era republicano reformista, del Partido Reformista, en el que también comenzó a militar políticamente Azaña. Luego ese partido se hizo de derechas. Mi padre tenía un cargo en la provincia de Cádiz en ese partido, y eso bastó para que en la posguerra unos falangistas fueran a registrar mi casa en busca de papeles. Las cartas que yo recuerdo ya habían desaparecido. Abrían cajones, revolvían.

Y se me quedó una idea nebulosa del miedo, más que nada del miedo. Porque además en mi casa, como tantas otras españolas, mi madre era católica de familia tradicionalista o de derechas, y mi padre era republicano y no católico. Y ese enfrentamiento en mi casa se llevó muy bien. Yo no recuerdo ningún tipo de altercado en este sentido. Pero fue una escena para mí imborrable, se me quedó muy grabada y apareció en varios trayectos de mi obra.

—He leído que no piensa escribir el tercer tomo de sus memorias.

—De cuando en cuando tengo la tentación, pero resulta que yo quería hacer precisamente la historia de la Transición. El segundo tomo termina con la muerte de Franco, y a partir de ahí hay mucho trayecto vivido. Y por otra parte, hacer unas memorias sin tocar para nada esos aspectos de la vida política, sería imposible hacerlo. De modo que estoy en esa indecisión y creo que no lo haré.

—En su obra hay algunas referencias recurrentes. El mar, por ejemplo.

—El mar lo tengo aquí enfrente. Es una de mis referencias humanas, literarias, artísticas más consistentes, más inalterables. Desde que yo descubrí el mar aquí mismo, en Sanlúcar, siendo niño, desde entonces ha sido para mí como una aventura, la idea de la aventura, de la libertad también. Además, mi primera vocación fue la de marinero.

Estudié Náutica porque quería imitar a los héroes de las novelas de aventuras que yo leía entonces: Stevenson, Conrad, London, Melville. Con los años me compré un velero aquí y navegué mucho por estas aguas. En el mar, todo lo que ocurre a bordo cuando estás navegando es distinto a lo que ocurre en tierra, las conversaciones, las ideas, la forma de actuar, la manera de ser. Para mí el mar ha sido una norma de vida. Ya lo decían los latinos: Navegar es necesario, vivir no tanto.

—Usted trabajó con Cela. Ha escrito sobre Cela. Unos años después de su muerte, qué queda del personaje y de la obra.

—Hombre, Cela es un hombre complejo, complicado. Yo conocí a la madre de Cela, que era una señora magnífica, aparte de guapa, con mucha prestancia, elegante y muy bien educada. Camilo heredó la buena educación, pero luego heredó de no sé quién el ser también una persona muy incómoda, muy insolente, además de la manera más gratuita. Todo esto a mí me molestaba muchísimo.

El Cela humano a veces era muy intratable. Pero como escritor yo defiendo que Cela era un buen heredero de los clásicos, de la picaresca, de Quevedo, cervantino en cierta manera. Y su prosa es una prosa muy rica. Pero lo que pasa es que eso está en cuatro libros. Luego se imitaba a sí mismo. Un escritor mimético. Y un gran estilista. Pero luego hay un gran montón de libros suyos ilegibles.

—Siendo muy joven ya estrechó amistad con los poetas cordobeses del grupo Cántico.

—Mis primeros amigos poetas fueron los de Cádiz: Fernando Quiñones, Julio Mariscal, Pilar Paz y Juan Valencia, que era un poeta de Jerez muerto prematuramente en Málaga. Hicimos un viaje a Córdoba para conocer a los de Cántico. Yo era muy jovencito. A Pablo García Baena, Ricardo Molina y Juan Bernier. Ricardo era una persona un poco más especial, menos asequible, era un poco severo de carácter. Pero Pablo se hizo muy amigo y ha seguido siendo para mí un amigo fraternal.

A Pablo le quiero mucho y he estado cerca de él y me parece que su poesía es tan rica, tan adornada. Al mismo tiempo que la ornamentación, que es espléndida, lo que dice Pablo siempre tiene mucho interés. El grupo Cántico supuso en aquellos años una isla dentro de la abigarrada evolución de la poesía española desde los años 50. Cántico representa el valor de una poesía impregnada de tradición excelente.

—Usted fue también productor discográfico.

—Cuatro o cinco años estuve dedicado a la producción discográfica con la casa Ariola. Yo hice ahí unos discos de los que me siento muy orgulloso, que fue el Archivo del Cante Flamenco, que era una colección de discos de cantaores anónimos en aquellos años que no conocía nadie y que luego fueron figuras claves en la evolución del flamenco. En Córdoba grabé con Onofre, un viejo cantaor cordobés.

—El flamenco es otra clara referencia en su obra.

—Yo me acerqué al flamenco por razones casi sociológicas, porque el flamenco, incluso en Andalucía, no está bien visto en ciertos sectores. Era una manifestación de la música popular vinculada a los bajos fondos, a las vidas prostibularias, a las tabernas. Y cuando yo comencé a aficionarme, me aficioné por eso, me atraía ese mundo marginal de los gitanos de Jerez que cantaban en los patios de vecinos, en las tabernas, y cuando en mi casa sabían que yo iba por esos lugares pensaban que andaba metido en malos pasos nocturnos. Y luego poco a poco fui interesándome por el mundo expresivo.

Ahora ya estoy un poco distanciado del flamenco, también por la edad o el cansancio, la falta de ánimo. Lo que ocurre ahora se me queda un poco lejos. Yo soy partidario de la fusión del flamenco, de la libertad de elegir lo que uno considera más oportuno para su expresión personal. Pero hay cosas que me confunden.

—¿Qué no ha escrito que le hubiese gustado escribir?

—Siempre hay cosas que no has hecho y que piensas que podrías haber hecho. Por ejemplo, me gustaría haber aprendido árabe. Me gustaría haber tocado el saxo menor. Pero yo creo que un buen poema justifica la vida de un escritor. Y yo estoy siempre pensando que voy a escribir ese buen poema, un poema de esos que se quedan ahí y que dentro de años vuelve a leerse con gusto pensando en quién lo escribió. Ése es el poema que yo querría hacer.

—¿Por qué piensa que no lo ha hecho?

—Yo he hecho poemas, pero el buen poema, el poema que lo lees y te quedas perplejo, ése es Las Soledades de Góngora. Ese poema es inacabable. Un poema donde te pierdes, es una selva. Te pierdes cuando entras en ese poema, no sabes por dónde vas y de pronto encuentras una luz, un deslumbramiento en el bosque. Y es la belleza absoluta de la palabra. Eso es lo que yo querría hacer. Es una aspiración un poco excesiva.
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domingo, 2 de diciembre de 2012

Luis Landero: “A los que somos más o menos infelices nos gusta vivir”

Sorprendió para siempre a sus lectores hace 23 años cuando invadió la escena editorial con Juegos de la edad tardía, una joya al servicio de un absurdo sin límites y de una imaginación desbordante. Ahora publica Absolución (Tusquets, 2012), su séptima novela, posiblemente su obra más podada, de estructura bien planteada, y cerrada con acierto y precisión.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Una historia que versa sobre la búsqueda de la felicidad, pero que, en manos de un insatisfecho crónico como es Luis Landero, se traduce en un intento absurdo e inútil por dar sentido a la vida. Él, en cambio, lo dice de otra manera: “En los libros yo he encontrado, a veces, más vida que en la vida real”. De todo un poco tiene este libro tan bien escrito, incluso algo de suspense para tensar su lectura como la cuerda de un arco.

—Publica ahora su séptima novela, Absolución, a la que no le ha importado calificar como la “más redonda”.

—Esto, en realidad, ha sido un mal entendido, porque a mí me preguntó una periodista: “¿Considera que esta es la más redonda de sus novelas?”. Pero porque lo pensaba ella. Digo: “Pues puede ser”. Y entonces, a partir de ahí, resulta que me han atribuido a mí solo esto, si es la más redonda. Pero creo que en cierto modo quizás sea la más podada, la que menos ramas superfluas tiene, la que menos digresiones. Lo cual no quiere decir que sea la mejor, pero sí la más redonda en ese sentido, en el sentido de una acción más bien planteada o, por lo menos, lo he intentado, y bien cerrada.

—Una novela que versa sobre la búsqueda de la felicidad en un momento en el que el único relato imperante es la crisis y la incertidumbre.

—Bueno, claro, el problema este de la crisis es que se encuentra el mismo discurso en la radio, en la televisión, en internet, cuando quedas con los amigos y demás. La política es un arte de convivencia y no mucho más. Y más allá de eso puede llegar a embrutecer si realmente llena nuestra vida más de lo que debe. La vida hay que enriquecerla.

—La novela la escribe además un insatisfecho crónico que solo ha conseguido en su vida momentos de felicidad, sobre todo cuando escribe.

—Pero eso nos pasa a todos. Todos somos más o menos insatisfechos y todos conseguimos momentos más o menos efímeros de felicidad. Lo que pasa es que hay quien negocia con la vida y consigue un negocio de mínimos. Tú no me jodes mucho, pero yo tampoco te pido más. Y hay quien no se conforma buscando, buscando, hasta el final de sus días. Y mi personaje es uno de ellos. Es un insatisfecho crónico como lo soy yo. Y como creo que lo es mucha gente.

—Le gusta Absolución, pero también Juegos de la edad tardía. ¿Son sus mejores novelas o siempre a la última se le tiene un cariño especial?

—No lo sé, porque con las novelas uno tiene una época de idilio con ellas en las que uno es el mejor escritor del mundo, quiere mucho a la novela y la novela quiere mucho al autor. Es la época de idilio que todos hemos conocido. Y luego viene una época ya de contrariedades conyugales, en que uno ya no está contento con la novela, empiezan los reproches, todo esto. Son dos novelas a las que tengo mucho cariño, pero también a alguna otra.

—García Márquez, después del éxito de Cien años de soledad, se quedó bloqueado. No sabía por dónde seguir. ¿Qué se podía escribir después de Juegos de la edad tardía?

—Pues se trataba de seguir para adelante con otras historias. Aunque a mí casi todas las historias me salen con unos cuantos temas sucesivos de los que no puedo escapar. Tengo que escribir historias que me salen muy del fondo y que todas tienen un aire de familia.

—¿Cuáles son esos temas que tanto le obsesionan?

—Pues uno de ellos es el absurdo de la vida. Y cómo el hombre intenta buscar un sentido a la existencia. De ese desnivel que hay en el hombre entre lo que es, que es muy poco, que es frágil, que es breve, y la enorme paciencia que tiene para soñar, para intentar trascender su condición humana. Entonces, de ahí surgen, entre la realidad y los deseos.

—Esta novela es también una obra de aprendizaje. ¿En qué sentido?

—Eso también lo ha dicho un crítico. Tiene algo de verdad, porque es la historia de alguien desde los 15 años a los 33. Si ahí está la adolescencia, la primera juventud y demás, pues cómo no va a ser de aprendizaje. Incluso Don Quijote y Sancho, ya talluditos los dos, también inician una historia de aprendizaje. De manera que esto de vivir es un oficio que lo estamos aprendiendo hasta el final y no lo aprendemos bien.

—Lino, el protagonista, es un fugitivo. ¿Somos todos también un poco fugitivos permanentes en nuestras vidas?

—Sí, porque buscamos algo que probablemente no existe, porque existe un desasosiego esencial en el hombre que le hace buscar cosas, que le hace moverse, ir, venir. Y lo vemos en la sociedad actual cómo la gente no para de viajar, no para de inventar cosas, se tira de un puente con una cuerda atada al tobillo, se aturde de algún modo por medio de la acción o del alcohol o de lo que sea. Y todo es una forma de huida para no enfrentarte a tu propio destino cara a cara.

—Dice usted que el dinero tiende a “corromper y vulgarizar” todo lo que toca. Pero con diez euros no podemos comprar la botella de vino que a los dos nos gusta.

—No, claro. Pero también el vino de diez euros puede estar bien. Tampoco hay por qué comprar vino de 40 euros. Y lo peor de todo es que el escritor que tiene éxito luego ya no escribe lo que quiere sino lo que demanda el mercado. El escritor ya lo que quiere es gustar. El éxito es una droga adictiva y quien lo conoce, no todos pero muchos, ya no quiere renunciar a él. Teme ser olvidado. Teme perderlo. En esa medida, el éxito puede corromper.

—Dice usted: “Lo mejor que tiene escribir es que sin necesidad de mirar por la ventana estás viendo la vida”.

—Escribir es un modo de vivir. No hay que darle vueltas. Don Quijote se educa en una biblioteca. En los libros yo he encontrado, a veces, más vida que en la propia vida real. Si miro para atrás, he vivido la vida, pero he vivido más la literatura.

—El argumento es importante en una novela, pero en sus obras los protagonistas cobran una relevancia especial.

—Para mí el personaje es el pilar fundamental de la novela. Yo siempre parto del personaje. Es el que me inspira. Habrá otros para quienes es más importante la acción que el personaje. En mi caso, el personaje es muy importante. Y luego equilibrarlo con la acción. Un personaje se define actuando, claro.

—¿Y se deja llevar por la historia y el personaje o necesita esbozar un guion previo?

—No. Yo soy de escaleta y de cosas de estas. En la novela anterior, no tanto. Fue un tanto anárquica. Me dejé llevar. Pero es la excepción. Normalmente, sí tengo claro lo que voy a escribir. Lo que pasa es que realmente son generalidades lo que uno sabe. Es la historia en general. Cuando realmente uno conoce una novela es cuando se pone a hacer camino, cuando se pone a escribir.

—El lector se mete de lleno en su novela y de golpe se da cuenta que el suspense es otro de sus ingredientes básicos.

—Es una novela más de relojero. Las dos primeras partes transcurren en unas horas. Se va viendo cómo se va acercando algo fatal que va a ocurrir y que termina ocurriendo. Y sí, tiene algo de intriga, lo cual está muy bien. Incluso para el propio autor, que el relato esté tenso como la cuerda de un arco está muy bien, porque a veces ayuda a escribir también.

—¿Le incomoda que todo en la novela actual esté al servicio del entretenimiento?

—Leer a Kafka o a Fernando de Rojas es una gran placer. Lo que pasa es que hay placeres que hay que merecérselos. Vivimos en una sociedad muy aniñada donde se mima mucho al lector, y los lectores se vuelven antojadizos, inapetentes, donde todo es demasiado fácil. El verdadero placer de la lectura es un placer muy intenso y hay que merecerlo.

—“Da igual estar en tiempos de crisis o de bonanza, el hombre no acaba de ser feliz”. Así es.

—Eso es verdad. Lo que pasa es que es mejor estar en época de bonanza. Pero de todos modos el hombre no acaba de ser feliz, porque sabe cuál es su destino. Su destino es envejecer, enfermar y es morir. Y eso es una cosa que lo invalida para una felicidad plena, no para momentos de felicidad estupendos. A los que somos más o menos infelices nos gusta vivir, aunque haya una cierta melancolía. Pero nos gusta vivir. Como decía aquel: “Ya que estamos en la ratonera, pues vamos a comernos el queso”.

Publicado en el diario Córdoba el 17 de noviembre de 2012
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sábado, 1 de diciembre de 2012

El amor es lo que tiene: también se puede consumir sin poesía

Nunca le dijo que la vida sin ella no tenía sentido. Le decía cosas parecidas, como que su vida era un peregrinaje por un desierto circular, sin salida posible. Le decía que la echaba de menos y que, en su ausencia, cuando miraba la noche, manchada de estrellas, se sentía pequeño frente a un universo que imaginaba sin límites. Le componía metáforas trabajadas cuando le nombraba los ojos de miel, la piel de melocotón, y otras frutas según el rincón de su cuerpo que en ese instante le inspirara. Y le decía que sin ella él era un náufrago sin rumbo en la vida, extraviado en estas calles de una ciudad que no quería.

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Pero a ella, que amaba y conocía la literatura más a fondo que él incluso, le gustaba el lenguaje directo, los piropos dichos a bocajarro, la austeridad de los símiles y la sobriedad de una frase construida con las herramientas más básicas y comprensibles. Así que cuando él se disponía a esbozar un soneto sin rima, ella le cortaba en seco sin ningún atisbo de poesía en sus arrebatos: Déjate de monsergas y bésame ya, carajo, que me derrito. Él acometía con obediencia la propuesta. Tal vez podría decirse que la ejecutaba con pericia y moderado entusiasmo. Aunque, también habrá que añadir, con efectividad un tanto creativa y un placer suficiente en las desatadas necesidades de ella. Ella no se dejaba vencer tan fácil, y le incitaba con pocas herramientas: No dejes lo que estás haciendo y pon empeño, que aquí se me va la vida. Y daba igual qué acción acometiera en ese momento, dentro del amplio catálogo de posturas renovadoras o extravagantes y otras técnicas depuradas que fue aprendiendo en libros, por boca de amigos o buscando y rebuscando en internet, en casas de mujeres especializadas en la materia y en consultas donde le adivinaban el porvenir y le sugerían pócimas poco recomendables y otros ungüentos para mantener en pie de guerra el arma ofensiva.

Él era un soldado disciplinado y que había demostrado en repetidas situaciones un valor y dominio del arte del amor sin lugar a dudas, le decía ella, pero le decía también que ella urgía de un ejército como el de Napoleón para doblegar sus más instintos más bajos, y otros ubicados no tan abajo tampoco. Vamos, le dijo, que necesito una dedicación exclusiva, que necesito que me comas de un extremo a otro y que no pares hasta que te diga basta, entiendes, así que empieza que el tiempo vuela. Él la miraba con los ojos iluminados, como si le hubiera tocado la bonoloto y no supiera qué hacer con el premio millonario. Creía vivir en una felicidad blindada al desasosiego hasta que, transcurridos unos meses largos, la vida se le iba por los costados. Era imposible saciar a aquella mujer hasta la bandera. Es cierto que era una mujer de bandera, como se suele decir, pero no era tan fácil colocar en aquel cuerpo de infarto una pica en Flandes. Él presumía de haberlo logrado en distintas ocasiones, pero ella, cuando lo escuchaba, lucía media sonrisa de cómo que no entendía nada. Si esto es follar, corazón, le decía, estamos lejos de graduarnos todavía.

Él comenzó a odiar tanto la poesía como el sexo, en ese orden. Cada vez más excusaba su ausencia sin argumentos convincentes frente a cualquier cita, justificaba su ausencia de la ciudad sin metáfora alguna, con un lenguaje tan directo que él nunca sospechó lograra alcanzar con tal maestría. Se transformó en un hombre rápido de reflejos en las trifulcas dialécticas. Las mujeres comenzaron a descubrir en él un aire de Don Juan despistado que les atraía, de vanidad sumisa que las hacía arder por dentro, de incontrolable seducción que jamás lograron ver en otro hombre. Ella sintió cómo aquel hombre desgastado y huidizo se le iba de las manos a otras manos también expertas. La experiencia es un grado, pensaba él sin decirlo. Aprendió que la mejor estrategia era sabotear sus cuerpos de primerizas las primeras noches y después huir a reponerse donde nadie le encontrara. Dejó tantos cuerpos quemándose en sus propias cenizas que pensó si estas tareas del amor sería conveniente sacudirlas con algo de poesía. Y así lo hizo. Pero resultó que así incluso ellas preferían ahora más que antes y por siempre esa energía incontenible de sus manos mientras les recitaba los versos perdidos de Petrarca o de Garcilaso. Daba igual el poeta. Habían acabado por amar a cualquier poeta cuando escuchaban sus versos y ellas gritaban como lobas extraviadas en la cornisa de la noche.
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