sábado, 12 de julio de 2014

Pilar Urbano: "Suárez pudo llevarse a la tumba su sufrimiento"

Periodista, ha creado escuela con sus entrevistas y sus columnas. Rastreadora de hechos recientes, Pilar Urbano (Valencia, 1940) publica La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar, un libro que indaga en aquellos aspectos que no se habían contado sobre la Transición. Entre otros títulos suyos, destacan Con la venia, yo indagué el 23-F, La Reina, Yo entré en el Cesid o El precio del trono.

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FOTO: Miguel Ángel León

- ¿La Transición que conocemos hubiese sido la misma si Suárez no hubiese perdido la memoria?

- No hubiese podido tomar cuerpo la mentira oficial. Que el gran salvador y el gran modernizador fue el Rey y a continuación Felipe González.

- ¿Cuál fue ese gran secreto que Suárez se llevó a la tumba?

- Suárez no se llevó secretos a la tumba porque habló. No se fue a una cartuja cuando abandonó el poder. Suárez pudo llevarse a la tumba su sufrimiento. El resto nos lo contó. Por eso yo he podido hacer este libro.

- ¿Sabemos ya todo cuanto se puede saber sobre este periodo de la vida política española?

- En absoluto. Hay que levantar la corteza de esa historia. Hay muchos puntos oscuros todavía que reclaman luz. Y no se trata solo de desclasificar papeles o cintas. Los coprotagonistas tienen que perder el miedo y hablar.

- Fraga pidió dinero a los pudientes del País Vasco para organizar un servicio civil de información sobre ETA. ¿Hablamos de terrorismo de Estado?

- Exactamente. Un servicio civil de defensa. Por tanto, ese era el cuajo, el huevo, de la serpiente del terrorismo de Estado.

- Arias Navarro llamaba al Rey “niñato e imbécil”. Y Juan Carlos hablaba mal de Franco y de Don Juan. ¿Un corral de gallos?

- Muchos gallos con cresta muy alta y con corvejones.

- Uno de los aciertos de Suárez fue reubicar con trabajo y sueldo a decenas de miles de funcionarios del Movimiento, entre alcaldes o gobernadores civiles. ¿Por tan poco se vendieron?

- Algunos por un viaje al Caribe para no votar la ley de reforma política. Se trataba de no dar la vuelta a la tortilla. El Rey lo dijo: “No quiero que ahora los vencidos sean los vencedores”.

- Leopoldo Calvo-Sotelo apoyó al PSOE, incluso económicamente, para frenar al PCE. ¿Tan hondo era el miedo a los rojos?

- Sí. El miedo lo tenían los empresarios. No querían que “los obreros se sienten en los escaños”.

- Usted dice de Suárez: “Tardará mucho tiempo en nacernos otro político de esa estatura moral”. ¿Tan mal está el banquillo?

- Hay un bajonazo de la ética política y del concepto de la política. No existe ya el político, sino el hombre que vive del aparato, sea del Estado, sea de los partidos. Dicho de otro modo, hay una involución política y una devaluación política. Hace falta una regeneración o esto estalla.

- El Rey tenía miedo al ritmo que impuso Suárez a las reformas. Miedo a una constitución atea, a una España descuartizada, a poderosos sindicatos de izquierda. ¿Tan pocas miras tenía Juan Carlos?

- No juzgo sus miras. Juzgo sus miedos. Tenía un miedo americano y un miedo militar.

- Rodríguez Sahagún tuvo que vender un Picasso para costearse la campaña electoral. ¿Adónde han ido esos políticos?

- Se han muerto (ríe). Habría que haberles conservado en formol. Hoy no solo no se pone dinero, sino que se mete la mano en la caja. Se vive de la caja del partido.

- El Rey quería al general Armada y se fiaba de él. ¿No era una relación un tanto extraña?

- No es una relación extraña. Es una relación demasiado humana, demasiado cercana para la jefatura del Estado. Tenía que haber cesado cuando un hombre pasa a ser jefe del Estado. Un hombre de Estado no puede tener ayos ni ayas. Es una relación de invernadero.

Periodista, ha creado escuela con sus entrevistas y sus columnas. Rastreadora de hechos recientes, Pilar Urbano (Valencia, 1940) publica La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar, un libro que indaga en aquellos aspectos que no se habían contado sobre la Transición. Entre otros títulos suyos, destacan Con la venia, yo indagué el 23-F, La Reina, Yo entré en el Cesid o El precio del trono.
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lunes, 7 de julio de 2014

Rodrigo Fresán: "Aspiro a tener una vida completamente aburrida"

Junto con Ricardo Piglia, está considerado uno de los principales narradores argentinos de hoy. Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), aunque ama y sufre el cuento como buen argentino, ha optado esta vez por acercarse a la novela total con un volumen de casi 600 páginas titulado La parte inventada (Randon House, 2014). Y como buen argentino también, tampoco esta es una novela al uso, siguiendo la tradición de Rayuela o de Respiración artificial. Conocido por títulos como Mantra, La velocidad de las cosas o El fondo del cielo, le gusta que tanto los magos como los escritores le deslumbren, y no le llama la atención el truco que esconden, que para él siempre es decepcionante.

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FOTOS: Miguel Ángel León

Desde su altura física e intelectual, otea el paisaje de la creación literaria desde el horizonte de su niñez. Desde que tiene memoria quiso ser escritor. Además, no podría haber sido otra cosa. Su padre era ilustrador gráfico e hizo libros con Borges y con Cortázar. Su madre estuvo casada con Paco Porrúa, director de Minotauro y editor de Rayuela y Cien años de soledad. Piensa que los escritores no son personas interesantes, porque lo dejan todo en sus libros. Aspira a dejar una vida aburrida para sus futuros biógrafos, si un día los hubiera. Para él todo es estilo, el camino más difícil y también el único sendero posible. Ahí, dice, es donde la literatura es superior al cine, la televisión, los blogs y los videojuegos.

Gafas de pasta, calvicie avanzada y barba cuidada entretejida de canas, chaqueta oscura, brazos largos, como su estatura, habla buscando la precisión de las frases, apoyándose en el gesto de sus manos y en una sonrisa constante que moldea la contundencia de sus argumentos, que no pretenden tanto ser como sugerir o confundir quizás. Busca en sus novelas la mecánica del pensamiento, la prosa que se mueve en lugar de sus protagonistas, como si el viento la arrastrara sin guion previo hasta alcanzar la perfección.

Tuvo una infancia complicada. Sus padres se separaron y volvieron a juntarse entre ellos ocho veces, y mientras tanto ambos vivieron parejas alternativas. Desde entonces se refugió en los libros. Ahí lo encontró todo. No le preocupó cambiar el mundo y tal vez el mundo le interesa porque lo absorbe y lo transmuta para sus novelas. Eso sí, prefiere la lectura ante todo. Porque todo está en los libros. Una parte de él la podemos encontrar en las páginas de su última novela, pero la otra, la que inventa la parte inventada, anda suelta sin que él pueda atraparla. Ha creado un nuevo género literario: la ‘autibiografía’. Autobiografía autista. Ama la literatura inglesa y norteamericana, y echa de menos a su amigo Roberto Bolaño. El resto del tiempo lo dedica a leer y a escribir. Y a su familia, claro, aunque no lo dice. Ya lo aprendió de sus padres.

- Nació clínicamente muerto.

- Y con una costilla de más. La parte femenina.

- Usted lo dice así: “Empecé por el final, quizá por eso mi literatura trata de buscar razones”. ¿Las encuentra, usted que tiene la posibilidad de vivir la vida al revés?

- No. Voy encontrando otras cosas. La respuesta definitiva la encontraré cuando despegue el círculo completo. Tampoco me interesa encontrarlas, porque si las encontrara dejaría de escribir y de leer probablemente, y me dedicaría a algo mucho más provechoso, desde un punto de vista material, y más sencillo. Pero tampoco tengo una necesidad de encontrar nada. Me la paso muy bien yendo por el camino.

- Además, sería muy aburrido.

- Además. A mí me sorprende esta gente que va a ver a magos y lo único que le preocupa es averiguar cómo hace el truco. A mí lo que me preocupa es que me deslumbre. El porqué detrás del truco siempre es decepcionante.

- Por sus libros viajan asesinos en serie, muertos vivientes y sobre todo escritores.

- Que son asesinos en serie y muertos vivientes también (ríe).

- En La parte inventada también están los escritores. ¿Es algo inevitable?

- Bueno, es un tema que me interesa mucho y que me fascina desde pequeño. Yo siempre tengo un momento de deslumbramiento vocacional donde yo recuerdo haber decidido ser escritor. Desde que tengo memoria quise ser escritor. Siempre hubo muchos escritores alrededor de mi vida, incluso cuando era niño. Mi casa era la típica casa de un matrimonio joven, porteño, intelectual, clase media ilustrada. Mi padre era diseñador gráfico, hacía muchas portadas de libros. Hizo un libro con Borges. Hizo un libro con Cortázar. Mi madre estuvo un tiempo casada con Paco Porrúa, con el editor de Rayuela y de Cien años de soledad, y el director de Minotauro. Lo cual también contribuyó a que yo tuviese todos los libros de ciencia ficción gratis durante mi infancia. Y eso, evidentemente, se pega y produjo un efecto casi radiactivo desde el principio.

- Vamos, que era casi inevitable que fuera escritor.

- Después la vida se las arregló para que yo no pudiera tener otra opción. Yo siempre que entro a una universidad es como entrar a un lugar extraño, porque yo para la ley argentina soy semianalfabeto. O sea, sé leer y escribir pero no tengo el colegio primario terminado por una serie de vicisitudes y pérdidas de legajos y exilios, y de idas y vueltas, etcétera, etcétera. Lo único que hacía relativamente bien era leer y lo que hacía un poquito menos bien era escribir. Entonces, tuve que decir, bueno, tengo que escribir.

- Es decir, que usted en Argentina es un escritor clandestino, sin papeles.

- Sí. Pero también es una cosa muy angustiosa. Quiero decir, las opciones hubieran sido estudiar Filosofía y Letras, o estudiar Periodismo, y ningún escritor argentino que yo conozca tiene demasiados estudios.

- En su último libro disecciona la mente de un escritor, que puede ser usted, es busca de respuestas. Usted escribe: “La parte inventada que no es, nunca, la parte mentirosa, sino la que realmente convierte algo que apenas sucedió en algo como debió haber sucedido”.

- Sí. Esa es la parte divertida, además de inventada. Es el trabajo y el placer al mismo tiempo. En el oficio del escritor, el trabajo y el placer corren juntos, a diferencia de otras profesiones, donde el trabajo se interrumpe para que puedas experimentar el placer. En el trabajo del escritor esas dos polaridades corren simultáneas. De todas maneras, también tiene un montón de desventajas. Como que no puedes desconectar nunca. Es un trabajo de 24 horas al día.

- El primer capítulo termina con esta pregunta: “Por qué nunca me preguntan: ‘¿Cómo se le ocurrió la idea de ser escritor?” ¿Ha encontrado la respuesta?

- Nunca preguntan eso. Como yo no la tengo, porque no tengo memoria de eso, ni tengo ninguna precisión ni ninguna pista que seguir o remontar siquiera, me la invento. Y en el libro hay una posibilidad que yo le adjudico al personaje, que es un personaje, aclaro, que se parece mucho a mí pero no soy yo. Vive en una dimensión alternativa. No está casado ni tiene hijos. Yo creo que son los factores determinantes para que se convierta en el tipo de animal un poco insoportable y descarrillado y extremo que es.

- Un libro de 600 páginas con letra menuda. Entiendo que le horrorice la dictadura de los 140 caracteres.

- Que ese sea un gran descubrimiento y una forma de la vanguardia me parece extraño. Hay algo que es ilimitado, que es la escritura y las posibilidades de la combinación de 30 signos. Quiero decir que el avance tecnológico sea reducir eso a 140 caracteres, me parece un poco ridículo. No todos somos Cioran ni somos maestros zen para tener grandes aforismos.

- Los protagonistas de su libro han vivido el modernismo, el posmodernismo y el pos-posmodernismo. Y ahora esperan algo nuevo. ¿Sabe usted qué es lo que vendrá?

- No. Es algo que ya vino. Seguro. Todo siempre son flujos y reflujos, ciclos y contraciclos. Yo me río mucho cuando se anuncian las vanguardias o la literatura experimental. Hay una frase que yo la pongo ahí de William Burroughs que me gusta mucho, que decía: “Se le dice a algo experimental cuando el experimento salió mal”. Me parece que ya el experimento está en Moby Dick, está en El Quijote, sin ir más lejos, y en la Biblia. Cualquier texto religioso ya es increíblemente metaficcional.

- El protagonista de La parte inventada es su alter ego, como decía, pero algo deformado. ¿Dónde deja de ser usted para ser otro?

- En el momento que me siento a escribir, supongo. No soy también muy diferente. En el libro no soy yo. Los escritores no son personas tan interesantes, salvo que seas una especie de escritor vitalista patológicamente casi loco a la Hemingway, que tiene necesidad de correr delante de toros y luego en una guerra. A mí lo escritores muy preocupados por tener una vida interesante siempre me produjeron una especie de rechazo. Porque lo interesante se hace en otro lado. Yo aspiro a tener una vida completamente aburrida para mis futuros biógrafos, si alguna vez los hay. Está todo en los libros.

- El escritor es, o debe ser, ante todo estilo.

- (Hace palmas). A mí me parece que para uno mismo no hay nada más divertido que encontrar el idioma determinado de un libro. Pero ya en términos de diversión pura y dura. Y el estilo, como lector, yo lo agradezco muchísimo. Y me parece que es algo que todavía no está en el cine y en la televisión, ni en los blogs ni en los videojuegos. Creo que es el único lugar donde la literatura sigue siendo superior y sigue presentando batalla.

- Me gusta su definición de Buenos Aires: “Es como el primer parque temático del mundo”. ¿Así la ve?

- Es bastante psicótica. Ahora no se nota ya tanto. Ahora se ha convertido más en una gran capital latinoamericana como todas. Pero sí la Buenos Aires de mi infancia. Yo recuerdo la enorme maravilla y decepción cuando viajé, por primera vez a Europa, a Nueva York, y descubrí que seguía estando en Buenos Aires, que daba vueltas a una esquina en Buenos Aires. Y era Londres, y la otra era París, y la otra Madrid. Un poco así. Y también ha marcado mucho a los escritores argentinos esa especie de distancia enorme en el mapa, pero al mismo tiempo una voracidad y una cercanía enorme con todo. Borges es el caso más claro de eso.

- Este libro, como otros suyos, son procesos mentales. No hay acción. Todo ocurre en la cabeza de sus protagonistas. Como ocurre en Drácula o En busca del tiempo perdido. Obras que usted cita. O bien con Lolita. Lo que usted denomina “escritores del monólogo confesional”.

- Son todos escritores que me interesan mucho. O escritores contemporáneos como John Banville, por ejemplo. Es lo que más me interesa. Ver un poco la mecánica del pensamiento. A mí me gustan los libros aparentemente intimistas pero que son extremistas de tan intimistas que son.

- La escritura es una profesión muy sedentaria y que requiere mucha disciplina. Pero escritores como Jack London o Hemingway tenían que vivir la historia antes de escribirla.

- Pero es un peligro eso. Me parece que todos terminan mal. Tanto London como Hemingway o Fiztgerald terminan convertidos en personajes suyos. Me parece que eso es horrible.

- ¿Para usted vivir no es imprescindible para escribir?

- La cosa de tener la experiencia antes, no. Me parece imprescindible haber leído, que es una forma de experiencia y de vida de pasar por muchas cosas. Cada vez me encuentro más con escritores que leen muy poco. A mí me sorprende mucho. Escritores incluso que además ubican la prehistoria en 20 o 30 años antes de su nacimiento como mucho. Por ejemplo, a mí, entre los escritores jóvenes, el desconocimiento absoluto del siglo XIX me parece una cosa rarísima.

- Su último libro comienza por el niño. De hecho, el tema de la niñez atraviesa toda su obra. En este sentido, ha dicho: “Los paisajes de mi niñez son mucho los paisajes de los libros que leía”.

- Yo tuve una infancia muy complicada, muy movida, pero muy divertida al mismo tiempo. Mis padres se separaron y se juntaron entre ellos ocho veces con diferentes parejas alternativas en el medio. Y la verdad es que era mucho más estable la vida de Sandokan o la vida de D’Artagnan o la vida de los que perseguían a Drácula que la vida de mis padres. Había, no te digo una sensación de fuga y de refugio en los libros, pero sí una cosa mejor estructurada. Yo en ese sentido me parezco mucho a mis abuelos. Podría haber salido una especie de mis padres 2.0. Yo creo que en perspectiva es muy duro. Escribí bastante sobre esto en mi libro que se llama Jardines de Kensington, donde la juventud se la coloco en un pedestal y les digo que podían cambiar el mundo y que todo dependía de ellos. De quién más. Y, claro, es imposible cambiar el mundo. Y entonces me parece que debe ser muy difícil envejecer con ese fracaso detrás. Aunque es un fracaso de antemano. A mí no me interesa cambiar el mundo, ni a mi generación. Yo, con cambiar un bombillo, ya me siento completamente realizado.

- La práctica de la escritura es engañosamente sencilla, dice usted: “A los seis años todos estamos capacitados para ser Cervantes”. ¿No estará levantando tempestades con tanto optimismo?

- No. Me refiero a la parte mecánica. Cuando sabemos leer y escribir. La literatura es una de las disciplinas artísticas que no requiere de conocimientos añadidos, técnicas muy sofisticadas ni mucha inversión de dinero incluso. Ya sé que es muy optimista.

- O tal vez por eso sea el oficio más difícil.

- Yo creo que todo el mundo consciente o inconscientemente es escritor hasta un determinado momento de su vida. Luego, lo es siempre. A partir de un momento en que tú decides qué recordar y qué olvidar, ya estás editando y reescribiendo tu vida. Después la gente se da cuenta de que escribir es mucho más difícil de lo que parecía. De todas maneras, yo siempre cuento una cosa que me causó mucha gracia el otro día viajando en el Ave, que hay momentos donde hasta los no escritores tienen como un momento de gran literatura. Estábamos viajando en el tren y de repente por los altavoces se escuchó la voz del vigilante que decía: “Se recuerda terminantemente a los pasajeros que está prohibido fumar en este tren, especialmente en el baño del coche 6”. Y yo dije: “Genial. Perfecto”. Yo no lo hubiera escrito mejor en mi vida.

- Usted ha hecho mucho periodismo pero cada vez le interesa menos.

- Me interesa, pero estoy más cansado ya. De todas maneras, yo no soy periodista ni crítico.

- ¿Es por lo mal pagado que está o porque no vislumbra nuevos horizontes en la profesión?

- Está mal pagado. Está cada vez peor hecho. Está cada vez más despreciado incluso por la gente que debería preocuparse por enaltecerlo. Y después por una cuestión personal. Quiero decir, me gustaría ir a ver una película al cine o escuchar un disco, leer un libro, y no pensar automáticamente en la reseña, aunque no tenga que escribirla. Finalmente, la escribo porque ya la hice en la cabeza. Entonces, me gustaría poder volver a ser esa especie de lector puro o espectador puro y oyente puro antes que ser periodista.

- En España se publican muchos libros con cuentos, pero no hay libros de cuentos. ¿Es por eso que el género no se vende y no tiene lectores?

- Es que para mí es muy difícil de entender, porque yo vengo de un país, Argentina, donde el cuento es el género rey. Es un país donde nadie piensa escribir la gran novela latinoamericana, ni Conversación en La Catedral ni Cien años de soledad. Las grandes novelas argentinas son muy extrañas todas. Desde Rayuela o Sobre héroes y tumbas, Respiración artificial, son muy atomizadas. No pensamos en términos novelísticos. Estamos más cerca del cuento, tal vez también porque la historia de Argentina es tan turbulenta y empieza y termina en periodos tan breves que está más cerca del cuento que de la novela.

- Sí, pero si medimos el grosor de su novela…

- Pero tampoco es una novela al uso. A mí me gustaría escribir una novela decimonónica donde el capítulo tres termine en el momento que empieza el cuatro. Por el momento no puedo.

- Mantiene una relación casi patológica con la literatura inglesa y norteamericana. ¿Qué encontró en ellas que no tiene la literatura en español?

- No creo que haya encontrado nada, sino que tres o cuatro libros fueron determinantes para mí en un momento, y ya esos libros te llevan a otros libros. Libros como Matadero Cinco, El Gran Gatsby, Moby Dick. Eso es un azar. Y además te especializas en algo. Es un idioma que yo hablo. Es la única literatura además que no tengo que leer en traducción. Leo exactamente como los escritores de su país la pensaron.

- Al final de su libro, aparecen las posibles definiciones de su obra. La que más se aproxima es ‘autibiografía’, es decir, “autobiografía autista”. ¿Ha inventado un nuevo género literario?

- No. Nadie inventa nada. A lo sumo, de tanto en tanto, la coges para t y sales corriendo y esperas que no te alcancen antes de llegar a la puerta.

- Cada vez le gusta más escribir y cada vez le gusta menos ser escritor. ¿Alguna contradicción?

- No. Me gusta estar más en mi casa escribiendo y leyendo que estar en mesas redondas y tertulias, y que me llamen por teléfono a las diez de la noche cuando muere alguien y me pidan una opinión. Alguien que no necesariamente es un escritor a veces.

- Preparaba con Roberto Bolaño un proyecto sobre escritores no convencionales. Una conversación entre ambos que se iba a titular Fricciones. Su muerte abortó el proyecto.

- Bueno, salió un capítulo dedicado a Philip K. Dick. Salió otra parte dedicada a Andy Warhol como escritor. Había un capítulo dedicado a Hitler como escritor también.

- Ahora trabaja en una novela y en un libro de varias nouvelles.

- No tengo nada más que decir, salvo eso, de momento.


(Publicado en el diario Córdoba el 6 de julio de 2014)
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domingo, 6 de julio de 2014

Objetos

Ahí está el columpio, la infancia, un tiempo muerto al que de vez en cuando vuelvo. Lo hago sin la necesidad de buscar nada ni de encontrarme pequeño e inválido frente al mundo que amenaza. Había una jirafa de goma con un mono montado en su lomo que mis padres me trajeron de Francia y con la que jugaba en el baño salpicando agua por doquier. Y había un coche rojo, de carreras, con un piloto blanco y aguerrido, dotado de casco y gafas.

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El mundo era grande en aquella casa familiar. Husmeaba en los armarios, en los chineros, en las despensas, donde trastos viejos, desvencijados e inútiles me hablaban de otra vida olvidada: frascos de perfume, hachas herrumbrosas, abrigos de visón con olor a naftalina, escopetas muertas que no fueron a ninguna guerra y por las que presumiblemente pasaron varias, cajas son sombreros de nadie, botellas con olor a años dorados que se fueron, corchos sin botellas, revistas, libros del abuelo, paraguas, sacos de leche en polvo, de los que Eva Perón suministraba al régimen.

Había entonces en las casa la vida de los abuelos y de sus padres, una vida que abandonaban del todo y que era, en cierto modo también, parte imprescindible de nuestra infancia. Aquellos objetos sin funciones y con recuerdos que fueron desapareciendo de nuestra memoria y de nuestra presencia como por arte de birlibirloque, sin que nadie les hubiese dado una despedida última y definitiva, un adiós obligado frente a un provenir que no imaginábamos posible sin aquellos objetos de culto, que nos hacían imaginar una vida que ya no existía y que nunca supimos a ciencia cierta cómo desapareció del todo, sin nuestro consentimiento, a nuestras espaldas, como si los objetos fuesen animados y cambiasen de ubicación por propia voluntad, como si el destino los arrastrara al exterminio, a un tren sin destino, a un túnel sin luz que desaparece vagamente en nuestra memoria.

Había en aquellos objetos una gloria prestada, un mundo descrito de imposible lectura que, ahora, de vez en cuando, el cine nos devuelve interpretado a su modo, una vida postiza que, por ciertos detalles, sabemos que un día fue real.
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miércoles, 2 de julio de 2014

Salir

Ahora quédate. Mañana haz el equipaje. Si duermo, no me despiertes. Cierra la puerta. Llévate la llave. Cuando vuelva, si no estoy, no dramatices. Igual he salido a tomar dos copas. O he emprendido un viaje para encontrarle los vértices al mundo. Ya sabes que suelo volver a esta casa. En realidad, siempre vuelvo. No podría refugiarme en otro lugar. Pero a veces la vida, con otro lenguaje, me confunde.

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Me gusta estar aquí y me gusta andar sin saber adónde ir. Estoy solo. Ya sabes. Y me da por salir. Por escuchar. Porque me escuchen. A veces, eso es todo. Tampoco me gusta dormir solo. Uno se aburre. O le gusta divertirse. Qué más da. Cuando salí no había nadie en casa. No tenía a nadie a quien decir ahora vuelvo. Me dio la impresión de que tenía tiempo libre.
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