martes, 30 de junio de 2015

La vida que ya no recuerda

El futuro, cual antojo, se le torna quebradizo ahora. Él lo sabe. No es hombre de costumbres inamovibles ni de creencias demasiado arraigadas. Sabe también que la vida golpea en seco con mazo que nadie empuña pero cuyo golpe es inevitable y definitivo. Como definitiva, en esencia, es toda decisión, aunque en cualquier momento se pueda rectificar, si bien nunca los objetos vuelven a ocupar el mismo lugar de antes. Y no es por cuestión de espacio. Aquí cabe todo y cabemos todos. En todo caso, los objetos necesitan sus distancias, como los cuadros en los museos, para que cada cual llene el vacío que se le asigna o para el que fue creado.

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Entre cada silencio y el vacío correspondiente cabe una vida entera, sin trocear y sin mediar, con sus recuerdos imposibles y sus olvidos inevitables. El resto, de lo queda en la memoria, nadie sabe nada. Apenas nosotros logramos doblegar las imágenes que fueron más claras y las voces cuyo eco jamás quisimos apagar. Pero la niebla envuelve todo el paisaje en un desierto inhabitado y, en mitad de ninguna parte, este hombre, como cualquiera de nosotros, busca recuerdos que no sabe si existieron y que necesita para no morir solo del todo y en todos. Ahora sabe que el futuro no existe, y es acaso lo que menos le preocupa, porque anda husmeando en los lodos oscuros del olvido, donde sospecha o sabe que ahí tampoco anda la vida que ya no recuerda y que, como consecuencia, tampoco le pertenece.
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jueves, 18 de junio de 2015

Caminos

Se quedó diciendo adiós, con el brazo alzado y los ojos quietos, viendo cómo el tren dibujaba a lo lejos el movimiento sinuoso de una serpiente en huida. Cuando se dio la vuelta, estaba sola en la banquina, sin equipaje y sin destino. Dudó qué camino tomar, porque el destino es indeclinable en sus insinuaciones. Había dejado atrás una vida vacía y confusa, y aquel último adiós no era sino un episodio más de una existencia extraviada.

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Sabía que, con el tren, no solo se iba un tiempo pasado, sino que los recuerdos, escasos y recurrentes, volvían de vez en vez para no estar en ninguna parte. No le preocupó en absoluto, porque sabía además que la memoria y el olvido habitan el mismo hotel donde todos somos huéspedes en tránsito. Solo se le ocurrió sonreír ante tal ocurrencia. Cuando subía la calle que escogió al azar, no miró atrás. Sabía también que todos los trenes y todos los ríos son imágenes de sí mismos, pero que todos son distintos. Afortunadamente.
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miércoles, 3 de junio de 2015

Último día

Siempre hay un último día, un reinicio de una historia nunca acabada, una vuelta al lugar de origen. Uno nunca sabe cuándo el reloj señala la hora exacta, pero es hora de partir, y en cada viaje el tiempo se descongela como un cubito de hielo en un vaso vacío. Uno siempre está solo con uno mismo, siempre anda solo buscándose a sí mismo, o huyendo de su propia sombra. Da igual. La soledad gira como la manilla del reloj, de manera obsesiva, describiendo sobre sí misma círculos concéntricos, repetidos, invisibles.

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Desde afuera, nadie lee su historia secreta de la infamia. Desde afuera, nadie percibe su olor a azufre quemado, su aroma a rosa extinguida. Desde afuera, nadie sucumbe a la sospecha del peligro. Pero acá adentro, donde los roedores muerden la piel de las muchachas dormidas, la soledad sucumbe a su belleza. Y nosotros, cansados de repetir una canción triste y desandar un camino de senderos que se bifurcan, nos dejamos llevar por los olores de la tarde, por el agua clara de las albercas donde estas jóvenes, desnudas de anillos y de prejuicios, nos muestran la belleza usada de sus cuerpos salvajes y, gracias a ellos, escapamos un día más de una soledad que nos cambia los días.
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