jueves, 30 de abril de 2015

Así es mi vida.

Un gintónic helado. Una mujer que me ama sin pedir nada a cambio aunque tú luego le des la vida. Un árbol que da sombra en el estío. Números rojos en la cuenta corriente. Calles vacías. Bares concurridos. Libros para releer. Siempre los mismos amigos. Casi nunca las mismas mujeres. Teoremas. Contradicciones. Convicciones. Dudas. Deudas. Compromisos que no son tales. Imposturas. Imposturas cuando la situación es adversa. Seso al límite. Sexo –también quisiera- al límite. Stop. Cansancio. Causa: los años. Otra causa: los excesos. Los años no perdonan, ni los excesos, ni las mujeres. Un callejón sin salida. Nadie entiende esto.

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Una frase de sosiego cuando se atisba el abismo. El abismo también se puede observar desde el borde de un vaso, salpicado de las burbujas de carbónico que despide el gintónic. Algún lo escribiré: Panegírico por el gintónic. No, mejor me lo bebo. Como me bebo la vida. Sin pensarlo demasiado, para no dar marcha atrás. A lo hecho, pecho. Pecho el de ella, con perdón. La vida no da para otros dolores. Ni falta que hace.

Ella llama a altas horas de la madrugada. Dice que la vida es muy jodida. Le digo que sí, que la vida es muy jodida. Quiere verme. Le digo que no puedo verla, que duermo. Dice que me desvele, que viene a casa, que no quiere dormir sola. Cuando llega, me dice gracias. Se acurruca en mi pecho, como un gato asustado. Y duerme. Le pregunto si hacemos el amor. Sonríe. Acepta mi propuesta, pero la posterga hasta la mañana siguiente. Cuando despierto ella se ha ido al trabajo. Me dice que volverá, que le debo un revolcón. Sonrío, ahora que nadie me ve. No hay nadie en casa, claro.

Así es mi vida. Y de aquí nadie me mueve. Ni un desahucio.
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martes, 28 de abril de 2015

El último sueño

Sintió que la vida se le iba sin remisión. Despertó desconcertado, con ahogos, con un sudor frío que le helaba el corazón. Sintió que le latía con premura, que a punto estuvo de reventarle el tórax y saltar por los aires y salpicar la habitación de amargura espesa y azul. Creyó que todo había acabado cuando, de golpe, despertó de un mal sueño. Vio perros ladrando a la noche, aullando como lobos perdidos, y a lo lejos el brillo metálico del río que dormía sin pausa.

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Nunca quiso creer que la última noche se podría parecer tanto a un día cualquiera, que de pronto todo se apagara y, en la oscuridad diáfana que todo lo cubre, él renacería como el ave fénix para inventar otro momento que nadie conoce. Se había cansado de calzar los mismos zapatos, de habitar el mismo pellejo, de morder una manzana tras otra sin más pecado que los años acumulados en una biografía que a nadie interesaba. Después de todo, acertó a decir a nadie, aquí estoy, vacío, enfermo, vivo. Cuando la noche puso sus alas sobre un cielo cerrado, él no alcanzó a entender que nunca más despertaría.
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lunes, 27 de abril de 2015

Suficiente

No hay que equivocarse intencionadamente, dice siempre. Si llegas a enamorarte, a colgarte o a desnutrirte o a desfallecer por ella, pulsa la alarma y escapa antes de que la habitación se incendie inevitablemente. El fuego –entiéndase la pasión- lo quema todo. Todo lo que arde, concluye sacerdotalmente, acaba en cenizas. Y de las cenizas no queda ni olvido. El viento arrastra sus restos y de sus secuelas nadie acaba sabiendo. Ni ella.

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Lo dice sin traumas, con el verbo sosegado, con convicción firme, auspiciado de una retórica seductora que no convence pero intimida un tanto. Habla del mundo de las mujeres como si fuera la especialidad de su cátedra. Pero ya con muchas copas de más, advierte que también él se hundió en el barro de esos abrazos que nunca se dejan de sentir, en esas noches que jamás debieron clausurarse, en aquellas sensaciones que le enajenaron el seso y le vivificaron el sexo, que le consumieron las expectativas sensoriales cuando ella dijo adiós.

Él no sabe por qué ocurrió así. Él no sabe nada. Por eso predica a estas horas en que la noche encubre sus males, los desafíos a los que está sometido el ser humano. De golpe –como si el alcohol le hubiese gastado una mala jugada-, recupera su capacidad indagatoria que lo sume en un abismo inescrutable del que no logra escapar. A esa hora, poco importa, piensa él. Después, andando intuitivamente de vuelta al hogar deshecho, solo sabe que mañana amanecerá y que cualquier día, un día de estos, logrará explicarse a sí mismo de dónde provienen estas divagaciones exculpatorias que siempre lo conducen a ese lugar donde nada más cabe un rostro, unas manos, un nombre, una identidad que no identifica o que no conoce.

Lo mismo da, se dice. Pero no da lo mismo, se dice. Sabe que, al final, se perderá por una mujer, por otra mujer, de la que solo sabe que estará a su lado el rato suficiente para entender que valió la pena. Y eso ya es suficiente.
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sábado, 25 de abril de 2015

El otro lado de la vida

Le dijo que volvería. Sus ojos ocultaban una felicidad reciente, conmovedora, diferente. Se lo dijo besándolo, con una tristeza desconocida para él, como si el mundo, en tres segundos, fuese a estallar en fragmentos microscópicos. Lo miraba con la necesidad urgente de la huida y con el error evidente de la partida. Pero el mundo, allá afuera, ofrece posibilidades, otras posibilidades, que no son compatibles con la serenidad encontrada a su lado. El mundo, allá afuera, gira más rápido sobre sí mismo y desmocha por montes donde nadie puede contener el paso, y se adentra por vericuetos insospechados, y se estrecha en abrazos que cortan la respiración.

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Ella no le dice nada de esto. Para qué. Quiere que la despedida sea breve, indolora, sutil, discreta. Solo piensa que allá afuera alguien la espera, alguien a quien no conoce, y ese desconocimiento la puede, la enajena. Sabe que las nuevas oportunidades siempre dejan un rastro de sangre que nadie ve, pero que oscurece el camino andado. Él entiende, sin embargo. No queda otro remedio. Le dice que tenga suerte. Y en esas palabras sin más significado, ella traduce otra lectura: sabe que el proceso del olvido se hace inevitable. Ahora, mirando dese la ventanilla del tren paisajes que se pierden inevitablemente, sabe que no hay viaje de vuelta. Y esa sensación cierta le hace medir el futuro con cautela, transforma la pasión en un capricho; la seducción, en un antojo; el riesgo, en un vacío distinto. Sabe que no hay vuelta atrás.

A él, por el contrario, no le queda más remedio que echar el aldabón al pasado y pasar página. Y en ese tránsito inevitable, las páginas vacías de ese libro que es su vida, se le antojan novedosas y frágiles, pero al mismo tiempo necesarias y sugerentes, como una mujer desnuda que le llama desde otra parte y le espera desnuda en la cama de nadie, con una propuesta que ningún hombre osaría rechazar. Es el destino, se dice, y sonríe sin saber bien por qué. Ella, desde el otro lado de su vida, le ve sonreír, solo, ausente de sus inquietudes, tal vez también feliz.
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viernes, 24 de abril de 2015

Mañana será otro día

Tiene los ojos negros, tan negros que se confunden con la noche, y en la oscuridad brillan con una luz inexistente. Y las manos son largas y delgadas, suaves como pulpa de naranja, siempre frías, esperando tal vez otras manos que les devuelvan la primavera que rompió el invierno. Nunca la vio triste, porque no se permite desvelos, ni tristezas, ni desvaríos, ni otra debilidad que vaya más allá de un suspiro bien medido. Para ella serían un lujo inaceptable.

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Marca una distancia estrecha entre nosotros, pero está cercada de un muro invisible que la endiosa y petrifica. Su dolor, acaso, no es de este mundo, y por esta razón busca, más allá de los placeres terrenales y bajos en que otros se sumen, el cobijo que no encuentra. Su sonrisa está fabricada de piezas que no engarzan y que la infantilizan con una expresión inapropiada a esa edad en que otras mujeres mueren, con perdición, por cualquier hombre.

Mantiene una virginidad acribillada por los años, amoratada por sueños inaccesibles, solvente a costa de sacrificios inútiles. Le gustaría –a veces lo sueña- que un hombre cualquiera, una noche cualquiera, le quebrara el alma y saltara como cristales usados y después los pisara al salir para nunca más volver. En esos sueños húmedos y hondos como pozos ciegos, se pierde con un delirio desconocido que teme, y cuando despierta llorando confunde el dolor con el placer, y la infelicidad con el delirio.

No es de nadie. Acaso nunca fue de nadie. Y cuando se pone en pie y encamina sus pasos a la ducha, borra de su piel, con agua tibia, los últimos retazos de alegría que la enardecen. Abajo, paseando por largas avenidas desiertas, se siente ligera, como si levitara, y pisa con destreza y con ahínco las piedras de pizarra por temor a que le crezcan las alas y el vuelo sea inevitable. Tal vez por esta razón, prefiere estar en casa sentada, a techo cubierto, viendo cómo los pájaros no alcanzan el cielo pese a tantos intentos fallidos.

Cuando oscurece, los sueños se tornan pájaros sin alas. El cansancio ya la confunde y el firmamento, plagado de estrellas, le parece un lugar enigmático y acogedor. Después, apenas cierra los párpados, se deja vencer por acontecimientos que no logra domeñar y que la confunden. Cuando amanezca, impondrá un orden férreo a estos estropicios que la dejan vivir sin ser consciente de ello. Mañana será otro día, piensa, aunque no lo dice.
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jueves, 23 de abril de 2015

Cumpleaños feliz

Hoy cumple años. Un año más. ¿Cuántos? No importa. Aún es joven. Hace casi tres, cruzó el océano Atlántico y se afincó en Lima. Se fue, como tanto jóvenes, para construir un futuro mejor. Cada mañana, se asoma a la ventana y ve el océano Pacífico, que no era su mar. Ahora es el patio de su casa. Vive sola, rodeada de percances, de botellas de vino, de españoles extraviados en el extranjero, de amigos peruanos, de proyectos y de añoranzas. Pero la nostalgia no le puede. Antes, más bien, está dispuesta a dejarse el pellejo en el intento. Tiene una mirada saltarina que controla a regañadientes contra ella misma. Y en la piel, una ternura que le gusta compartir con pocos amigos.

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Estos días anda preparando la fiesta de su cumpleaños, que la posterga para el fin de semana. En esa Lima turbia de nubarrones que nunca rompen, ella sabe acariciar los rayos de sol fugaces e imagina la lluvia ausente en las tardes largas de invierno. Allí la dejé ayer, tan lejos de las noches etílicas en las que nos conocimos. Y allí o aquí volveremos a reencontrarnos, con esa sensación perenne de que nunca se fue de nuestro lado. Helena, bébete mi copa
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martes, 21 de abril de 2015

Lima

El día amanece envuelto en las panzas de burra. La palmera, que divide la ventana en dos mitades desiguales, apenas se percibe envuelta en la niebla. Después, cuando el día se abre, Lima es una ciudad bulliciosa y sensual. Aquí, en el parque del amor, el mar es gris. En otros años, Vargas Llosa paseaba por estas calles recreando personajes y dramas que todos leímos años después. La noche se acerca sinuosa y cubre el barrio de Miraflores de una humedad incómoda que se adhiere a la piel inevitablemente. El tráfico es caótico y sorpresivo.

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Miro el mar manchado de nubarrones grises que nunca alcanzan a ennegrecer. Aquí no llueve. El paisaje tiene un cansancio de tierra desértica, a un lado, y de océano pacífico, al otro. En mitad, la carretera es infinita y agotadora. Un piscosour o un pisco sin más –aquí lo llaman mulita- ayuda a enhebrar el día. Miro por esta ventana que no deja ver el mar, de espaldas al océano Atlántico, de espaldas a ese otro mundo que es el mío y al que un día, de nuevo, regresaré. El tiempo, mientras tanto, es un puente invisible que me lleva por estas calles, que ahora son mías.
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martes, 14 de abril de 2015

En la mitad del mundo

Mira a través de la ventana la luz de Quito, la irregular temperatura del día, con sus rayos de luz perpendiculares y sus manojos arrebujados de nubes negras y huidizas. Pronto será de noche y el tráfico, denso como cada tarde, dejará la ciudad vacía y los restaurantes llenos. Aquí y ahora, en la mitad del mundo, en estas altitudes andinas, este hombre escribe páginas que son confesiones y que se quedarán aquí cuando él se vaya.

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Mientras tanto, anda sus calles, sorteando el tráfico, observando los altos edificios metálicos y las casas de dos plantas que albergan comercios, cafés, tiendas que muestran escaparates con vestidos de novia, camisetas del Barça, corbatas. Las iglesias están abarrotadas. Aquí la gente es creyente. Creen en Dios o en Rafael Correa, depende. Aquí todo depende. Aquí, también, todos creen. Las tardes son breves y cambiantes. Y las mañanas se abren de pronto con un sol de justicia o con un cielo cubierto de día triste.

Aquí dicen que los días son irregulares, como las mujeres. A ellas no les importa la comparación, pues son imprevisibles, y les gusta ese juego en el que nadie gana ni pierde, un juego en el que no se sabe a ciencia cierta qué pierde el perdedor. O qué gana nadie, si la suerte le sonriera. Aquí este hombre mira una tarde que se agota en sí misma, una tarde repetida y monocorde. Afuera, cuando comience a andar, y se enciendan las farolas y los bares rebosen de una alegría no pretendida, este hombre abrirá la puerta de su apartamento y se tirará en el sillón, en mitad del salón y en la mitad del mundo, cansado y feliz de volver a casa.
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viernes, 10 de abril de 2015

Cada tarde

Tal vez abra la puerta más tarde, cuando la tarde recorta las horas y el sol se pone en lontananza. A esas horas, cada día, sale de la casa y observa el fondo de la carretera que conduce a todas direcciones, menos al pasado. Ve la calle vacía, húmeda de una lluvia fugaz. El olor a tierra mojada le trae sensaciones antiguas. Todos piensan que espera a alguien que nunca llega, a alguien que nadie conoce. Y ese vacío documental entre nosotros despierta murmullos y construye historias inverosímiles. Basta con una simple insinuación para que cada cual aporte su ingrediente a esta olla de lamentaciones.

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Entra en la casa después y cierra la puerta con cerrojo. Mañana, a la misma hora, volverá a asomarse a la calle, a espiar a quien nunca viene, a lamentar que la lluvia no haya mojado la tarde caliente. A estas horas, a través de las ventanas, las luces mueven sombras de una mujer que baila sola, sin música, adherida a los recuerdos más dolorosos. Desde afuera, nosotros improvisamos una orquesta que ella no oye, y seguimos sus pasos rítmicos con intención de dar credibilidad a lo que vemos. Después, cuando apaga la luz, nos metemos al bar y bebemos sin olvidarla, como cada tarde, hasta que el alcohol nos duerme y la madrugada nos engaña y nos lleva a pensar que aquí la música la carga el diablo.
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miércoles, 8 de abril de 2015

Después

Quedó después la zozobra del tiempo perdido, la no acción invocada desde adentro de las entrañas, con el aire quemado de los días muertos y de las noches puras. Las palabras que nunca dijo se le agolpaban en la garganta, prontas a estrellarse contra el abismo de un silencio compacto e inalterable. Nunca quiso bajar a ese pozo sin agua que ahoga y estrangula sueños de porcelana. Venía de la algarabía nocturna, de las mujeres que entregan el alma y el cuerpo a cambio de un abrazo sincero. Amaba de ellas su perdición, su nihilismo, su falso y confuso enamoramiento. Venía de un mundo noctámbulo, agotado y preciso, que ya vivía en muy pocos de ellos, un mundo que se consumía en sí mismo y renacía de nuevo en sí mismo como un ave fénix, para sucumbir y renacer hasta la extenuación.

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No quedaba ya nostalgia de aquellos días, ni testigos con quienes pudiera contrastar y compartir aquellos tiempos de la dicha y el placer. Venía de allí sin otro rumbo posible, como si el pasado borrara el futuro, o el futuro no existiera, o no hubiera otro camino que andar y andar sobre huellas desconocidas y anónimas, trechos recorridos con un cansancio pesado, venido de adentro, donde ninguna excusa vale, donde ningún recurso es útil, donde acaso la palabra después está excluida de todo diccionario. Él sabe ahora que la vida, aquella vida, apenas es ya un recuerdo.
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martes, 7 de abril de 2015

Solo

Está solo. Siempre estuvo solo. ¿Acaso importa? A él, no. A los demás, tal vez. Se pregunta insistentemente por qué quienes le rodean, todos, tienen miedo a la soledad, a abrir la puerta y que al otro lado no haya nadie, mirar al espejo y que el espejo devuelva la misma mirada, el vacío de la casa, la monotonía de los días adyacentes. Nada ahí más allá de sus ojos que su propia mirada, sin otros ojos que contemplar y otras manos que compartir. Está de pie, observando a un hombre que es como él, sin ser el mismo.

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Identifica las canas abundantes, las arrugas inminentes de una piel tersa y cansada a la vez. Las manos suaves, de teclear palabras inconexas. Las piernas alerta, por si hay que huir de las autoridades o hay que salir de noche buscando una mujer joven y dispuesta. En los ojos, él lo sabe, no solo hay una mirada que refleja el espejo, sino trozos de una existencia que él olvida inexorablemente, como si un óxido exterminador se trepara por la memoria arrasando días felices, noches de insomnio, amores secretos, viajes de ensueño, propósitos en desuso, pretensiones inalcanzables, milagros fortuitos y compensatorios, empeños perennes, sueños irreconciliables, horarios prolongados, lecturas embriagadoras, amigos leales, alguna mujer que siempre le quiso, otras que le olvidaron sin fecha y con perjuicios y sin resolución posible, palabras que dobla en la cartera como si fuesen su documento de identidad, frases expropiadas a otros escritores y de las que hace un uso exquisito, fagocitadas hasta el punto de que piensa que él mismo las creó, canciones que le devuelven una melancolía empanada e indigesta, y siempre ese regreso a donde él quiere estar, leyendo, escuchando su voz de alondra enamorada, despeinándolo, midiendo sus palabras mordaces e irónicas, atenta a sus movimientos de viajero sentado, a su lado, dejando que el tiempo pase inexcusablemente, que no le importe a ninguno de los dos.

Después, anochece, el espejo borra la sombra de un hombre que ahora duerme, y afuera la noche recoge estrellas extraviadas.
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lunes, 6 de abril de 2015

La felicidad

Le gustaba la prosa de Jeffrey Eugenides, su ritmo pausado, amable, y sin embargo pleno de intriga. Le gustaba la elegancia de sus frases, sus historias tan humanas como extraordinarias, su visión tan personal del mundo, su capacidad para retratar y huir al unísono de una realidad que mostraba absurda y hermosa a la par en cada una de sus páginas. Había leído que John Banville comparaba su primera novela, Las vírgenes suicidas, a El guardián entre el centeno, en el sentido de que debería significar para nosotros lo mismo que aquella novela de Salinger representó en aquellos confusos años noventa.

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Escribía Eugenides que no llegó a entender jamás de su país por qué la gente se empeñaba en ser constantemente feliz. Él hallaba la felicidad entre los libros y aquel derroche de energía y de plata para apagar la apatía de la propia existencia le parecían una dedicación inútil y una vocación equivocada. Cuando en una reunión alguien comenzaba a hablar de felicidad, él se levantaba de la mesa y andaba las calles de la ciudad respirando un aire nuevo. Ese empeño ineficaz por conquistar la felicidad le cansaba. Es más. Pensaba que siempre acometían el tema quienes más extraviados andaban en su misma identidad.

Él nunca pretendió llegar tan hondo. Le bastaba con sus libros, un trago a media tarde cuando el sol se pone, un amor de usar y tirar cuando la ocasión se lo permitía o el destino le era benévolo y leal. Cuando se volvía profundo recurría a la prosa de Jeffrey Eugenides. Ya oxigenado, pensaba que igual perseguir a la felicidad podría ser un entretenimiento disuasorio con que solventar otros vacíos. Eso sí, cuando comenzaba a enfangarse con tanta retórica, volvía a plantearse por qué la gente constantemente se empeña en ser feliz y no lo consigue. Juegos de palabras, concluía. Y eso le bastaba.
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La tarde

Había llovido toda la tarde. El cielo, color ceniza, se oscurecía allá donde el volcán abría sus fauces heridas. Una música de nadie sonaba a través de los cristales y el ruido del tráfico rompía su melodía monocorde. Es lo que tienen estos días vacíos, que no dejan lugar a la nostalgia ni a reencarnaciones postreras. El aguacero se lleva algunas palabras sueltas y limpia el aire de manchas azules y grises. Ella está por pensar que algunos sentimientos son indomables.

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No solo lo piensa. Está convencida de que la vida hay que amarrarla a cabestro corto para que no se le escape calle abajo, donde los músicos recogen sus instrumentos y los últimos confetis darán fe mañana de que la fiesta se fue con esta lluvia persistente. Atraviesa, mojada aún, una avenida desierta, de luces sinuosas y horarios estrictos que dan paso a un silencio que no reconoce, pero que vuelve cada lunes, a primera hora, con la luz del amanecer. Después, cuando el ruido cotidiano de la mañana le devuelve su identidad, piensa que otra tarde más se quedó en el olvido.
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domingo, 5 de abril de 2015

Hace mucho

No le quedó otra oportunidad. Le dijo que volvería cualquier día, sin más. Ella aceptó la imprecisión de la despedida: breve e innecesaria. Lo dejó ir con una convicción que a ella misma le hizo temblar de frío. Sabía que no se puede detener el tiempo ni asumir otro rol que no era el suyo. Supo entonces que el dolor no se sintetizaba en aquel momento, sino que venía de todos aquellos años en que lo enmascaraba con una sensación falsa de felicidad consumida.

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Se ponía la tarde y la lluvia había amainado. A lo lejos, lo vio agarrado a la maleta. Caminaba erguido, seguro de su destino. A ella no le inquietó la imagen de un hombre solo caminando por la ciudad, sino su sensación de mujer sola que no necesitaba lágrimas. No le preocupó el futuro, sino cómo enterrar un tiempo pretérito del que no guardaba otro recuerdo sino aquel de un hombre caminando solo y a quien nunca había conocido como ahora. Después, dejó de pensar en ello. No valía la pena. De eso haca ya mucho, tanto que ni recuerda.
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viernes, 3 de abril de 2015

Observando el volcán Pichincha

Miro desde la ventana la presencia imponente del Pichincha, el volcán más próximo a Quito, que se levanta al oeste de la ciudad. Cada mañana, de las dos que llevo en la ciudad, cuando despierto, me gusta observar su tranquilidad inquieta de dragón dormido. Tiene dos cimas principales. La más próxima, el Rucu Pichincha (4.680 metros), inactiva, es la más elevada. La segunda, el Guagua Pichincha (4.794 metros), con mucha actividad, la vigilan los volcanólogos con mucha dedicación.

En 1660, se produjo la erupción más devastadora, que cubrió Quito de 40 centímetros de cenizas. En el siglo XIX, se repitieron otras tres de menor envergadura. En 1981 el Pichincha expulsó solo humo, pero en 1990 se activó nuevamente para escupir una nube en forma de champiñón de 18 kilómetros de altura que inundó otra vez la ciudad de cenizas. Hay quien a atreve a insinuar que esta nube fue provocada, pues coincidió con una crisis económica que no dejaba al país en paz.

Sentado aquí, observando el sueño sigiloso de este gigante de piedra y fuego, uno -paradójicamente- se siente más cerca del cielo que del infierno. Es lógico. Quito, la segunda capital más elevada del mundo, está ubicada a una altura de 2.850 metros. Ya me advirtieron. A esta altitud son normales algunos síntomas. Falta el aire al subir las escaleras y provoca dolores de cabeza o mareos. Para minimizar estos malestares, es mejor echar a un lado el tabaco y el alcohol. Dejando atrás el aeropuerto y entrando a la ciudad, paramos para tomar un mate de coca, el mejor remedio natural contra estas molestias.

Y es cierto. Ayer almorcé solomillo de ternera con vino chileno y cerveza. Eso sí, no abrí la cajetilla de tabaco (se la quedó mi amigo Serrato, como siempre, a quien suelo robarle algún que otro cigarrillo en el puerto). Por la noche, dormí como un león. Igual mi respiración era más abrupta que la del Pichincha, pero me levanté radiante. Ahora, desde la ventana, observo de nuevo su enigma de gigante narcotizado, mientras me preparo para recorrer la ciudad. Es cierto que el mate de coca es milagroso o también puede ser que, como es Semana Santa, los pecados encuentran una más fácil absolución en estos parajes. Sea como sea, cerré la noche con un canelazo que, otro día, explicaré qué es. Vamos, como una caipiriña caliente.

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