jueves, 28 de abril de 2016

Cuando la noche...

Hay un curtido espacio de sombras que divide la habitación en dos mitades simétricas. A este, conforme se entra, la ventana, amplia y con vistas, muestra una ciudad caótica, un volcán milenario, el caos de un tráfico denso y ruidoso. Hay botellas blancas de escayola sobre algunos muebles que no dicen nada y una estética general que no soporta los años. Al otro lado, esta mujer acumula libros sin orden alguno, de temas varios y autores diversos. Lee por las noches, cuando el insomnio le ata las caderas a la nostalgia de otros años. Lee por matar las horas y, mientras lo hace, recompone en la memoria los días de felicidad usurpada.

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Es falso, se dice, que una mujer sea feliz sola, que se adapte a vivir lejos de la presencia de un hombre que le busca a estas horas los métodos procedentes para el descarrío personal, a estas horas en que la somete a la ceremonia invariable del amor. Conforme piensa, lee más rápido, como si la lectura detuviera el curso de los sueños y lograra paliar el deseo con palabras que se entrecruzan en su cejo sin mucho sentido. Ella sabe que no obedece a ninguna lógica estos pensamientos que la van quemando por dentro, en ese mismo lugar donde algunos hombres indagaron su identidad más profunda, allá adentro donde esconde los secretos peor guardados de su alma. Ríe ante la sospecha de que el alma se escabulla allá adentro, en lo más profundo de su sexo pero, a veces, cuando la libido le duele tanto que la enajena, lo piensa sin tachaduras, en la certidumbre de que qué mejor lugar habrá para conservar lo más verdadero de ella misma.

Cuando ya la tormenta cede, esta mujer abandona el libro, la cama y se asoma a la ventana que trae una noche en calma, con música que alguna vez escuchó en los sueños. Se viste como para ir de fiesta. Es decir, para ir de fiesta. Se enfunda los zapatos de aguja, el vestido de seda que contornea al detalle su cuerpo de ave rapaz, se maquilla sutilmente rasgos que no podría ocultar y que ahora destacan en su conjunto. Después, baja decidida a no dejar que la vida se le escape por las alcantarillas del edificio.
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miércoles, 27 de abril de 2016

La noche (7)

Guzmán y Lara observan cómo el vigilante jurado rellena la petaca y bebe un trago generoso del líquido vertido. Guzmán mira a Lara y le dice que le gusta su nombre, que le gusta lo que representa su nombre. Lo que representa para él, claro. Un nombre que inevitablemente une a al escritor ruso Borís Pasternak. Es una historia tremenda, una historia de amor, una historia triste y real, dice él, como si la recordara a cada instante, como si la hubiera vivido. Cuéntamela, dice Lara. Guzmán mira a esta mujer magnética y enigmática, bella en esta noche oscura, con un mar de fondo que la embellece aún más. Igual no te gusta, dice. Pero quiero conocerla, dice ella, será como conocerte un poco más a ti. Y quién sabe, quizá también un poco más a mí. Conservo un recorte de prensa, comienza relatando Guzmán, como si fuese un pedazo de vida desgajado de la historia, como si fuese una verdad tremenda que ha hecho añicos una de las historias de amor más bellas de la literatura del siglo pasado. Ahora, por esa noticia, sabemos que Olga Ivinskaya delató a Borís Pasternak para evitar la publicación de El doctor Zhivago. En efecto, como imaginarás, dice Guzmán, Ivinskaya fue el prototipo de Lara Guishar, la heroína de esta novela, que David Lean recuperó para el celuloide en el rostro de Julie Christie. Y fue Julie Christie quien nos hizo pensar cuando éramos más jóvenes que el amor incondicional no solo es una quimera, sino también que más allá de la literatura el compromiso sobrevive pese a todos los reveses de la vida.

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Desafortunadamente, concluye Guzmán, la historia es más testaruda que la ficción y menos voluble que los sentimientos.
No te detengas ahora, dice Lara, que el corazón se me sale dando saltitos. Guzmán prosigue. Hasta ahora se sabía que Olga Ivinskaya fue quien pasó a máquina y editó el manuscrito de El doctor Zhivago, y que entregó la copia a una pareja de periodistas italianos que visitaron Peredelkino y sacaron la copia de la antigua URSS de contrabando. La novela de Borís Pasternak apareció por primera vez en 1957, editada por Giangiacomo Feltrinelli. La historia de amor de Lara no era sino la radiografía literaria de la vida de la Invinskaya. Cuando David Lean la llevó a la pantalla, el mundo entero se sobrecogió con aquella historia de amor extraviada entre los acontecimientos que cambiaron la Rusia de 1917.

Sin embargo, dice Guzmán, Lara Guishar logró sobrevivir más allá de la revolución rusa, pero Olga Ivinskaya cayó sin pena ni gloria en el olvido unos años después. De hecho, cuando murió en 1995, los diarios apenas dedicaron unas líneas a la musa de Pasternak. La protagonista de El doctor Zhivago, por el contrario, sobrevive pese a la cuestionada calidad literaria de este imperfecto libro de amor. Ahora se sabe, además –el tono de Guzmán se vuelve casi detectivesco-, que Ivinskaya delató al escritor para evitar los campos de concentración, en los que entró ya embarazada. En la carta que Olga escribió a Nikita Kruschev, un año después de haber muerto Pasternak, le pedía que le rebajara la pena y en la misma confiesa que hizo cuanto pudo porque el escritor evitara todo contacto con extranjeros. En la misma misiva, cuando hace referencia al intento del Partido Comunista por evitar la publicación de El doctor Zhivago, Ivinskaya quiere compartir un mismo destino. Y escribe más o menos literal: “Hice todo lo que estaba dentro de mis posibilidades para evitar la catástrofe, pero estaba más allá de mi poder el neutralizarlo todo a la vez”. Más adelante, añade: “Me gustaría aclarar que fue Pasternak por sí mismo quien escribió la novela, fue él quien recibió dinero a través de un medio de su elección. No se le debería considerar como un corderito inocente”.

A Lara le gusta escuchar a Guzmán, le gusta su voz grave, seca, que narra con realismo el melodrama de esta historia que parece inventada pero que es tan real como la vida misma. No queda ahí todo, prosigue Guzmán. Cuando Ivinsjkaya escribía estas palabras, Pasternak ya estaba muerto, y acaso solo sean unas confesiones para evitar más días de prisión. No creo, dice Guzmán, después de todo, que el airear estas cartas, el tender sobre la mesa como una víctima necesaria el descubrimiento de una traición, haga añicos una historia de amor que ha sobrevivido a la ficción de la literatura y al compromiso de la historia.

Pero nunca sabe nadie, advierte Guzmán, y acaso estas dudas de traición, más que resquebrajar el pasado, consoliden la verdad sobre la fábula, la vida sobre la muerte, la necesidad de querer seguir viviendo a la represión de un aparato opresor tan poderoso como el de José Stalin. Acaso ahora que conocemos otro ángulo de la verdad, de esa verdad sobre la que se construyen las grandes mentiras, logremos reconstruir no la historia que Pasternak inventó para vender como libro, sino aquella otra que vivió al margen de los acontecimientos revolucionarios del momento y que hace unos años una simple carta pretendía saltar por los aires. Acaso, sugiere Guzmán, no se debieran publicar nunca las correspondencias entre dos personas que escriben para ellas dos, ni los originales que el autor nunca quiso publicar, ni tampoco estas cartas que solo nos llevan a adivinar que la vida goza de ciertas impurezas que empeñan toda relación amorosa, y que siempre son de prever aunque nunca aparezcan las cartas delatoras.

Hay indicios de que Ivinskaya delató a más gente, asegura Guzmán. Su hija, Irima Yemelyanova, alegó que la carta a Kruskev solo refleja una necesidad desesperada de salir del gulag por cualquier medio, recurriendo incluso a esta táctica de acusar a Pasternak. Pero Ivinskaya desconocía que estos no son privilegios que pueda asumir la amante de un escritor disidente. Porque él escribió la fábula, concluye Guzmán, pero la historia aún está por escribir.

Lara no sabe qué decir. Ella, de algún modo, también se siente la amante extraviada de Pasternak, quisiera ser también la Lara Gishar de la novela, quisiera ser esas dos mujeres a la vez, amar como ellas amaron a un solo hombre, incluso en momentos de conflicto dispares y aún no acontecidos, ser protagonista de una novela y de una vida a la par, escritura de lo vivido, vida escrita para siempre, fábulas perennes que nos sobrevivirán, la sospecha contrastada de que esas historias alguien las vivió y las quiso contar para que el olvido no las extraviara. Siente algo de frío en esta noche húmeda y negra, en esta noche distinta en la que ha roto con un destino que no era el suyo. No sabe qué decir. Tampoco sabe si debe decir algo. Ve que el guarda jurado ha dejado de beber, ve que vuelve a llenar la petaca y que después cierra la puerta del bar. Lara se acerca a Guzmán y lo besa en los labios. No se le ocurre otra cosa. Este va por Lara Gishar y este otro por Ollga Ivinskaya. Guzmán no protesta y se le queda mirando. Y este otro va por mí, dice Lara.
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martes, 26 de abril de 2016

El espacio que ella habita

Ella adivina que debajo del cielo los árboles caen tristes hacia el costado muerto de la cordillera y que, más allá, donde el cóndor muestra la perfección de un vuelo que agota el día, no hay otro espacio árido que su cuerpo desorientado. Hay un color plomo donde las aguas se bifurcan y una sensación solemne cuando la tarde cae apretada entre los riscos más próximos. Espera un aviso de la naturaleza, aun cuando ella es sorda a todo canto que no nazca más adentro de su corazón. Tiene hoy su mirada el desconcierto de los días arrasados por la monotonía y el brillo de las mañanas que nacen para no ocultarse nunca.

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Está sentada en la arena, como quien espera un tren que vuelve de un país lejano o una lluvia fortuita que limpie el aire cansado de un tiempo fenecido. No le importa la espera, ni el tiempo de esta, porque el tiempo es moneda de buen canje en las estaciones largas y húmedas que no llevan más allá de la misma mirada. Ojea entre las hojas caídas un indicio de su propia búsqueda, huellas recientes que el viento no mordió, una leve sospecha quizá de que valió la pena estar ahí cuando nadie la esperaba, cuando ella misma no esperaba ya nada, cuando el tiempo del Apocalipsis no halló su camino por estas veredas sin dueño.

Quiere pensar –y piensa- que el aire manso de la tarde le basta para reordenar los pensamientos, para maniatar los huracanes deshilvanados de un destino arbitrario y fugaz. Después, cuando sea –ella no sabe-, seguirá estando aquí siempre a la espera, acaso sin esperar nada, atando las horas pasadas a esta puerta maltrecha para que no se suelten a su antojo en este desierto deshabitado que solo ella habita.
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lunes, 25 de abril de 2016

Cuando la tierra tiembla

Cuando la tierra tiembla, el mundo se descompone en millones de puntos microscópicos que se balancean sin rumbo en la misma habitación del desorden impuesto y de la ansiedad creciente y batalladora. Basta apenas una nube para que el día se oscurezca de repente y por las alcantarillas serpientes multicolores inunden las vías de un tránsito que se apaga, de un claxon que se lame su propio ruido antes de nacer. Tiembla la tierra y el reloj se come la arena que no quiere y hay un respirar aturdido sin sentido que busca la puerta de salida pero no huye, hay una indefensión en el alma que cura los días roídos entonces por el desencanto y una lluvia delgada que nadie ve y que todo lo cubre.

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Cuando la tierra deja de temblar, todos huyen escalera abajo dejando atrás el aire estancado en los ascensores, y las calles de habitan de seres desesperados que se precipitan hasta las escombreras que todo lo cubren y retienen. Y hay entonces, sin que nadie lo busque, un silencio deshabitado de alarmas y de lloros y de auxilios, un silencio hecho de otra materia que nos habita más adentro, fabricado de puro miedo, de desconcierto extenuante, de un paisaje de fin de mundo que no concuerda con el cielo limpio y azul que se pierde en lontananza. Después todos se miran como si lo hicieran por primera vez y saben que es inevitable que la tierra tiemble otra vez sobre sus pies desnudos y desnutridos, extraviados en mitad de la nada.
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