martes, 31 de diciembre de 2013

Sola

Se disponía a despedir el año, cuando sonó el móvil. Se disculpó. No podría asistir a la fiesta porque le abrumaban tantos compromisos, los bullicios repetidos y el champán burbujeante de nuevo. Se vistió con sus mejores galas. No descuidó las perlas ni el diamante. Como si aquel encuentro con ella misma fuera el más trascendente de su vida. Después se sentó sola a la mesa. Vertió vino en la copa y se dispuso a brindar sin palabras. Se rió de sus ocurrencias, pero no le disgustaron. Cuando sonaron las doce campanadas, prefirió tomar las uvas ya fermentadas. El mundo le pareció volátil por unos segundos y la sensación nueva de querer cambiarlo todo no le desagradó en absoluto. Cuando amaneció, ya llevaba unas horas durmiendo. Confortablemente sola.
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Mirando sin ver

Después de todo, no vale la pena esperar. Casi mejor, subir al autobús. La ciudad pasa inadvertida a sus ojos, pero está ahí, aunque no la vea. Él va sentado, mirando sin ver. Lo hace a menudo. Se queda mirando al horizonte, aunque no haya horizonte. Pero se queda así. Sin más. Desde pequeño lo hace. Se queda como con la cabeza vacía o pensando algo o recordando cualquier cosa, pero no recuerda nada ni ha pensado nada. Tampoco suele hacerlo. Así lleva años. Todos los de su vida, prácticamente. Tampoco le importa.

Ahora recorre la ciudad subido a este autobús. El autobús está vacío. A esa hora, cualquiera anda en su casa, o en cualquier otra parte. Menos metido en un autobús, claro. Pero él es así. Se queda como lelo mirando a cualquier parte o pensando en cualquier cosa o en nada. Nadie supo nunca qué hace cuando mira. Así que lo hemos dejado de por vida con él mismo. Y no resuelve. Lo peor es que no resuelve. Se sume en sus divagaciones y se queda ahí metido. El mundo para él no existe. Nosotros no existimos.

Se le ve feliz, eso sí. Es lo único que nos tranquiliza. Nos gustaría despertarlo, decirle vuelva a este mundo. Pero tal como está este mundo, igual mejor que siga metido en sí mismo. No hace daño a nadie. Todos los días sube al autobús, recorre la ciudad, sentado siempre en el mismo asiento, a la misma hora, solo, como siempre está. Y vuelve con la mirada extraviada, como si hubiese estado visitando el cielo.
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lunes, 30 de diciembre de 2013

Al otro lado de la puerta

Llamaste a la puerta, aun cuando tenías llave para entrar. Lo siento, dijiste. No dijiste hola, me alegra verte. Solo dijiste lo siento, tantos años después. Como si el tiempo pudiera borrarlo todo, o detenerlo todo, o volverlo todo a un espacio pretérito que ya ni recuerdo. Me fui, dijiste, no sé bien por qué. O lo sé y no sé decírtelo. No importa, te dije, y si me importó, ya lo olvidé. Tú insistías en que no podría perdonarte nunca, que lo que hiciste no se debe hacer, así, sin más, salir corriendo, salir de una vida para ir a otra, o ir a ninguna parte. Volví a decirte que no importaba, que el tiempo pasó, que todo está olvidado.

Pensabas que estaría triste como un gato moribundo, pero me encontraste con los labios alegres y una vida desahogada, con los ojos libres y el corazón encaprichado por cosas nimias que me hacían feliz. No podías comprender que todo fuera distinto, tan diferente que yo era otro que no conocías. Yo sí te conocía a ti, porque no cambiaste en todos estos meses. Venías con la vida que un día dejaste, pero esa vida ya no existe, si es que un día existió. Y si existió, se quemó con todo lo demás. De entonces, ya no queda nada, apenas leves recuerdos que no ayudaron en nada a construir el futuro.

Un día los recuerdos se fueron, le dije, se esfumaron. No tuvimos que hacer mucho esfuerzo. La visa te lleva y te trae, y de un día para otro estás en otro lugar haciendo otras cosas que nunca imaginaste. Eso debe ser la vida, he pensado muchas veces. Estar de allá para aquí sin saber por qué ni hasta cuándo, y de un momento para otro todo cambia así porque sí, sin que tú hagas nada, igual que la tarde se va poniendo y deja paso a la noche. Es igual. Tú te estás quieto, sin decir apenas nada, sin querer nada mejor para ti. Pero he ahí que alguien se acerca y te abraza sin que tú se lo pidas, pero se lo agradeces.

Y después se va quedando en tu vida, sin tú quererlo ni despreciarlo. Sencillamente va sucediendo, ocurre. No sabría decirte. Se queda en tu vida hasta que es parte de tu vida. Y más tarde, sin que te des cuenta, los recuerdos se desvanecen y tu otra vida, si lo era, se va difuminando y te arrastra allá donde la felicidad se parece a un café caliente, a un amanecer claro, a unos ojos que nunca dejan de mirarte. Es difícil decirlo, pero ahí dejé de quererte, sin que yo pusiera nada de voluntad ni de riesgo. Ella vino como un viento liviano y borró los malos recuerdos. Se vive bien sin esos recuerdos, lo reconozco. Pero yo no lo quise así. Me dejé llevar.

La felicidad es lo que tiene, te transporta sin te que des cuenta, y tú te crees que todo seguirá igual, pero no, no es así. Un buen día despiertas, y ya no te quieres ir de aquí, quieres quedarte a su lado, donde antes estabas tú, ahí justo, justo donde la puerta se cierra y anuncia que al otro lado el mundo es menos acogedor que aquí adentro.
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sábado, 28 de diciembre de 2013

Un sueño ajeno

Cuando despertó, no se encontraba en su cama, ni reconoció a la mujer que dormía a su lado. Aquella tampoco era su habitación. Se asomó a la ventana y se sintió fuera de lugar. Bajó a la calle y recorrió varios kilómetros, pero se sintió extranjero en una ciudad que no lograba identificar. No supo cómo pudo suceder. Subió de nuevo al apartamento donde dormía aquella mujer. De repente, lo entendió todo. Habitaba un sueño que no era suyo; es decir, un sueño que nunca él pudo haber soñado. Se metió de nuevo en la cama e intentó dormir sin conseguirlo. Cuando lo logró, creyó que volaba por encima de la ciudad. Desde entonces, no sabemos nada de él. Como diría Machado: quién sabe si despertó.
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viernes, 27 de diciembre de 2013

Sin perdón

Llovía cuando amaneció. Así que optó por encerrarse en casa todo el día. Le aburren las fiestas y los bullicios de estos días. Nada le indigna más que la alegría colectiva, porque ve en esa actitud solidaria un tamiz de escena falsa, un olor de obligada respuesta positiva. Él sabe, como todos, que los tiempos no están para bailar en torno a la danza del fuego. Hay una tristeza enquistada en los rostros que no es maquillaje de algarabías, sino rasgos fisionómicos que se adhieren a la piel y son ya la misma piel. Hay en toda esta improvisación de la alegría un ingrediente que no hemos echado: unas pócimas de indignación, unas gotitas de asco, tres cuartas partes de furia, un cuarto de concienciación frente a cuanto ha ocurrido y cuanto nos puede ocurrir aún.

Ahora, sí. Alcemos la copa y brindemos por que el próximo año nos traiga la luz necesaria para identificar a los responsables de la infamia que nos carcome. Detrás, ya hay una puerta abierta para irlos echando a empelladas. Faltan nuestros brazos y, sobre todo, la voluntad para parar estos azotes que nadie merece. Esto se tiene que acabar. Cueste lo que cueste. La mordaza que se la pongan ellos en los huevos. Sin perdón.
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jueves, 26 de diciembre de 2013

Tendido en el sofá

Estaba tendido en el sofá. Ella se sentó a mi lado. No me dijo nada. Me miró, eso sí, como si con su mirada lo dijera todo. Dejó un paquete pequeño envuelto en papel de regalo sobre la mesa. Después me besó. Me olió a despedida. El año echaba anclas en un temporal desaforado. No le dije nada. Ella deslizó la maleta por el parqué y abrió la puerta. Antes de salir, me miró. Yo estaba de espaldas. Seguía tendido en el sofá. Pero adiviné su expresión de extravío. No me dejaba por otro hombre. Lo hacía porque certificó que yo la engañaba.

No tenía ganas de irse ni de quedarse. Qué podía hacer yo. La amé como a ninguna otra mujer. Pero nunca he logrado deshacerme del vértigo que provoca una aventura. No es nada nuevo. Ella pensaba que lo podría superar. Y yo intenté sobrevivir con ella entre estas cuatro paredes. Pero la calle me puede. Es como la llamada de la selva. Oigo los aullidos de las lobas solitarias que reclaman un revolcón. Cuando cerró la puerta, sabía que ya nada sería igual. Yo sigo aquí tendido, atento por si suena el teléfono.
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Un cielo inmensamente azul

Después de todo, no le importó que aquella crisis financiera y económica lo hubiera masacrado sin piedad. Se dispuso a empezar el año con fuerzas renovadas. Y sabía que, ante todo, para intentar cambiar la vida, había que optar primero por trasformar su propia vida. No lo dudó. Rechazó de plano los lugares comunes, los valores vanamente aceptados como justos, las costumbres que solo conducían a la melancolía. Anuló visitas, rehuyó encuentros y proyectó un futuro a su medida. No rechazó la posibilidad de abandonar el país e instalarse en cualquier otra ciudad aunque no la conociera de antemano.

El mundo, a su edad, le parecía muy ancho y enigmático. Acaso vagar de uno a otro lugar no sería un mal destino. Dispuso un equipaje liviano y exigente: solo aquello verdaderamente imprescindible. Después salió de la casa. No se despidió de nadie. Para qué, se dijo. Pensando a dónde iría, comenzó a andar. Y no le importó que la mañana fuera fría ni que los vaticinios meteorológicos pronosticaran un diluvio sin precedentes. Mirando hacia adelante, el cielo le pareció inmensamente azul.
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martes, 24 de diciembre de 2013

La fantasía

Cuando despertó. El dinosaurio ya no estaba allí, ni había estado nunca. Desconcertado, volvió a releer las páginas de Augusto Monterroso. Comprendió que la magia de la literatura estaba dentro de uno mismo. Que, en definitiva, la fantasía es auto de fe.
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lunes, 23 de diciembre de 2013

Dormir

Cuando despertó, se prometió a sí mismo que nunca más dormiría. Le parecía una pérdida de tiempo. La vida era breve y había que aprovecharla al máximo. Dormir, sí. Solo lo imprescindible. Se puso a pensar en cómo aprovecharía a partir de ahora tantas horas disponibles a su libre albedrío. De momento, no adoptó ninguna decisión. Había que estudiar todas las posibilidades antes de optar por una concreta. Se desbarató tanto la sesera yendo de aquí para allá que acabó sumido en un profundo sueño. Cuando despertó, se prometió a sí mismo que nunca más dormiría.
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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La carta

Después de leer la carta, se quedó sentado sin parpadear, ignorando que el tiempo seguía girando a su antojo. La misiva era una despedida en toda regla. Escrita con letra caligráfica y pequeña, incluso elegante. Un detalle en un tiempo en el que ya no se escribían cartas ni se enviaban por correo postal. El texto era una despedida en toda regla. En fin, se trataba de una justificación, un paso mal dado, un enamoramiento no deseado, un flechazo en toda regla, un polvo en el momento oportuno. En fin, lo de siempre. Pero a él le costó digerir tanta verdad en un mundo tan falso.

Él podría entenderlo. De hecho, la deslealtad era una cicuta que tomaba casi a diario, pero devuelta en forma de sobre, con esa ese elegancia antigua que anuncia una catástrofe, y esa demora precocinada que no admite dudas ni errores, le pareció no solo ofensiva o dañina, incluso letal. Pero los tiempos tampoco estaban para trámites tan drásticos. Así que optó por olvidarla. No sabía cómo se hacía eso. Pero no importaba. Si había superado con suficiencia más de cuarenta años de vida anodina, no podía desfallecer ahora porque una mujer le diera las de Villadiego.

Eso pensaba mientras sacaba la pistola del cajón. Tuvo suerte de que el armatoste, que lo adquirió el abuelo en la guerra civil, estaba tan bañado en la herrumbre que hubo de aceptar sin dilación la opción de seguir respirando en calzoncillos hasta que la vida, de nuevo, diera otra posibilidad solvente para quitarse del medio. Pero no fue así.

Cambió, bien a su pesar. Olvidó los recuerdos tóxicos, alimentó los amores de una sola noche y emprendió un currículum que nunca sospechó en su propio pellejo. Conservó la pistola del abuelo como un mensaje de última hora que le devolvió a un mundo que no conocía y del que nunca quiso bajarse, ni a su pesar. Todavía hoy, conserva también la carta manuscrita que le enajenó y que hoy le parece simplemente una broma de mal gusto firmada por alguien que no conoce.
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lunes, 16 de diciembre de 2013

Dudas

Cuando despertó, ella dormía a su lado. No la oyó cuando abrió la puerta ni cuando se metió en la cama. Por lo tanto, no podía calcular la hora de su llegada. Sabía, eso sí, que era más bien tarde. Dormía con una placidez que le tranquilizó. Debe tener peces en el alma, pensó. Él no lo sabía, pero ella, en efecto, soñaba con peces, rojos y pequeños. Como no había amanecido, optó por conciliar el sueño. Y dentro de él vio un mar habitado por una inmensa cantidad de peces rojos y pequeños. Le extrañó esa imagen, porque siempre pensó que los peces rojos eran de agua dulce. Cuando despertó de nuevo, había olvidado el sueño. El día era claro y un aroma a café recién hecho le devolvió las dudas y la vida.
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viernes, 13 de diciembre de 2013

Volar

Si dios, o su secretario del ramo, no hubiese creado los pájaros, aún así existiría el vuelo. Mirando al cielo, la imaginación vuela. El color azul no es una probabilidad remota, sino la huida posible, el hechizo necesario, la inmensidad que la mirada es capaz de abordar sin conocer sus bordes o sus límites. El hombre inventó el avión, el paracaídas, el helicóptero, la nave capaz de adentrarse en el estómago del universo. Y antes, incluso, le bastó con inventar las alas, aunque el ser humano, que no es pájaro, se desplumara en sus primeras tentativas por alcanzar el cielo con artefacto tan torpe. La caída, ya se sabía, se hacía inevitable.

Volar sigue siendo un sueño. Y lo será siempre. Porque el espacio no se puede contener en una sola mirada. Eso sí, también está aquel que desiste de este aparatoso viaje. Y los hay también más artesanos que, hartos de sueños truncados, optan por saltar desde el mismo bacón. En ese trayecto tan breve que tarda en romperse la crisma, consigue, no obstante, abarcar por primera y única vez el universo casi en su totalidad. Pero nadie con la cabeza hecha añicos puede optar ya a una segunda oportunidad. ¿Acaso por eso siempre volamos en los sueños?
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miércoles, 11 de diciembre de 2013

Cerca del cielo

A veces, sube a un avión y viene a buscarlo. Le gusta estar con él. Viene de un país a otro. No importa cuál. A veces, viaja el último día del año. Entonces, mira a su alrededor, y se da cuenta de que está sola en mitad del cielo, si exceptuamos, claro está, a los pilotos y las azafatas. Obviamente, ese día todo el mundo anda entretenido en temas trascendentes que pretende olvidar al día siguiente. Esta mujer mira desde arriba el mundo y solo ve a un hombre, solo desea ver a un hombre. Cuando está a su lado se lo dice, si bien él lo sabe. Otras mujeres se preguntan por qué siempre anda buscando a ese hombre, y se lo preguntan, y ella no entiende la pregunta, porque saben la respuesta, pero las comprende a ellas (andan con hombres a los que no aman). Ella está ahora al lado de este hombre, feliz, le pide que la abrace. El mundo está afuera. Lo sabe. Pero le importa un pimiento. Aunque sabe que mañana debe subir de nuevo al mismo avión. Sabe que el cielo se esconde en cualquier rincón de este planeta.
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lunes, 9 de diciembre de 2013

Mandela

Mandiba siempre me sonó a película de Tarzán. Me gusta más llamarle Nelson Mandela. Es más propio de un presidente y de un revolucionario. Me gustaba su piel negra, su pelo blanco y sus trajes fluorescentes. Pero, sobre todo, me gusta su puño cerrado. La fuerza de ese puño. Sin ira. Generoso y rotundo. El hombre que derrotó al racismo. Así lo describían los tabloides estos días. Es la primera vez que todo un planeta está de acuerdo en algo. Todos han llorado la muerte de un negro que pasó media vida en la cárcel y, pese a todo, no perdió la dignidad.

Lo he visto fotografiado con su carcelero. Parecían dos compañeros de universidad que habían compartido las mismas clases de la vida. Eso sí: uno, adentro –en la humedad sombría-; otro, afuera –dándole el sol-. Pero después ambos desconcertados por los propios acontecimientos en los que se vieron involucrados. Veo que todo el planeta llora una sola muerte. Y me gustaría creerlo. Pero ese puño cerrado encierra una ideología que habla de justicia y de libertad, de igualdad, de la que nadie habla en toda su extensión.

En Sudáfrica, la corrupción campea a sus anchas. Y quienes le condenaron en vida y están a favor del apartheid con toda seguridad hayan derramado pocas lágrimas estos días. Y quienes abanderan el fin del estado del bienestar en Europa y condenan a África a ser un continente con un futuro negro –después de todo, el que siempre tuvo-, seguramente estén esperando a que acabe el duelo para que siga la fiesta.

Ojalá el nombre de Mandela sobreviva a los titulares periodísticos de estos días. Será una muestra humilde y generosa de que la esperanza de cambiarlo todo no ha muerto con él.
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domingo, 8 de diciembre de 2013

A mi lado

Está aquí a mi lado, sin perturbar mis días. Se tiende en el sofá con un libro abierto que relee constantemente. Dice que le gusta tanto que no entiende por qué tiene fin. Así que, una vez que concluye su lectura, la vuelve a reiniciar. No se aburre porque, para ella, es la mejor novela que ha leído nunca. Dice también que cada nueva relectura le aporta aspectos que le habían pasado desapercibidos en la anterior.

Me gusta verla en la terraza regando las macetas y mirando con una tenacidad y paciencia las hojas nuevas, como si en ese florecer prematuro que ella adivina naciera al mismo tiempo su propia mirada, un trozo de su vida. Después de todo, puede que así sea. Todas las mañanas, a esa hora en que el vermut se hace imprescindible, le gusta escuchar Somethin’ Else de Cannonball Adderley, un jazz único que la apacienta en una melancolía que le gusta.

De vez en cuando, me mira sin decir nada. Le propongo salir a pasear o a beber algo afuera. Ella dice que como yo quiera, pero que ella es feliz allí tirada, mirándome cuando escribo y escuchando esa pieza de Miles Davis. Que no necesita nada más. Debe ser cierto, pienso yo, porque siempre anda ahí, a un lado de mi vida, sin modificar una estructura de la que tampoco yo esté muy seguro que sea tan sólida. Pero ella es feliz de esa manera, sin demasiados objetos a su alrededor.

La veo apurar el vaso de vermut y sé que necesitará otro. Es lo único que bebe a esta hora de la mañana. Después me mira con la misma sonrisa. No la puede desprender de su boca. Y yo se lo agradezco. Tener al lado a una criatura tan alegre es un regalo sin recompensa posible. Me dice que, cuando escribo, tengo en los ojos algo que le gusta y que no sabría describir. Después sonríe sin mirar a ninguna parte y vuelve a coger el libro. Creo que cada vez que lo abre lo inventa a su modo, sin que ella misma lo sepa. Y tal vez esa sea la magia con la que alimenta su propia felicidad.
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sábado, 7 de diciembre de 2013

Frente a la pantalla de televisión

Este hombre está sentado frente al televisor. Busca un programa que acapare toda su atención. Pero no hay manera. Hasta ahora le gustaba esta versión filtrada de la vida. Sin embargo, desde hace unos días siente una profunda insatisfacción cuando se pone frente a la pantalla para matar la desidia, el aburrimiento y el sopor de todos los días. Ahora, por el contrario, no encuentra el confort y relax perdidos, y no sabe muy bien la razón. Practica el zapping indiscriminadamente y de manera compulsiva.

Un día, sin venir a cuento, desconectó el aparato y, sin apenas embalar, decidió deshacerse de él. Desde entonces se sienta frente a la pared en blanco y, en ese vacío enorme que ha dejado la televisión, imagina escenas que inventa, o bien que antes vivió y ahora las recompone como mejor puede o quiere. Más tarde, las apunta en una libreta. Después, las redondea: corrige el estilo, busca un arranque eléctrico y un cierre desconcertante. Le gusta escribir historias. Incluso le han propuesto rodar una serie para televisión. Para ver el resultado el final, ha tenido que volver a comprar otra pantalla de plasma.

Ahora la enciende solo para ver sus propias historias adaptadas a esa serie. Después, apaga la televisión, abre la libreta y se pone a corregir aquellas escenas que no le gustan y que son supuestamente mejorables. Ya en el ordenador, ultima la versión definitiva. No rechaza la posibilidad de publicar un libro con sus relatos. Para que nadie le toque ni retoque las ideas, ni suplante su estilo e imagine en el papel impreso todos los avatares que a él se le ocurrieron frente a una pared vacía.
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viernes, 6 de diciembre de 2013

La noria

Se quedó pensando en él por mucho tiempo. Como si la vida se acabara ahí. Y en efecto, ahí se bifurcaban sus días. Se quedó dudando de todo, de ella misma, de quien era y de quien podría llegar a ser. Pero, en realidad, no quería ser nadie más que ella misma. Pero, a estas alturas, le era difícil adivinar quién era en realidad. Es lo que tiene vivir tan intensamente. Que después la realidad se viene encima a otra velocidad y ahí los sentimientos se atropellan sin saber exactamente a dónde se encaminan. Es lo que tiene vivir intensamente: cuando todo se para, ella sigue dando vueltas a la noria. Siempre en torno al mismo eje, amarrada y sin perderlo de vista. Siempre mirando el mismo rostro.
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Felices fiestas

Nada queda después. Corres sin saber de qué ni quién te persigue. Dedicas demasiadas horas a quehaceres que por iniciativa propia dejarías arrinconados detrás de la escalera. Rechazas esa invitación que durante tiempo esperabas y, sin saber por qué, te dispones a rechazar por alguna razón que los demás desconocemos y que a ti tampoco te convence. Vamos dejando a un lado cuanto antes era imprescindible en nuestras vidas. Tanto, que ahora sabemos que incluso se puede vivir sin razones y sin horizontes. Es más: podríamos afirmar sin temor a dudas que se puede vivir solo por vivir.

¿Hasta aquí hemos llegado? Lejos de esa rubia que nos enturbia los sueños, sin haberle soltado una frase grosera o un puñetazo a ese jefe imbécil o a ese compañero comehostias que se arrastra por el suelo por ascender algún día en el escalafón profesional, algo que no sucederá jamás. Lo grave del asunto es que él lo sabe. Qué hacemos acurrucados en la mesa camilla para espantar al frío y los fantasmas.

Creo que llega Navidad. Siempre que comienzo a disparatar así porque sí, algo ocurre. Serán estas fiestas. Después nada queda, pero mientras tanto, aquí estamos. Felices fiestas a quienes ya estén inmunizados. ¿Cantará Raphael también este año en la tele? Sin él, igual la Navidad me parece una liberación. Belén, campanas de Belén. Me pongo los cascos a ver si cantan otra cosa. Felices fiestas. Nos vemos en enero.
PARA LA FOTO
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Mirando al cielo

Se quedó mirando el cielo de un azul indefinido. Tanto, que no supo en ese instante si amanecía o anochecía. Lo peor es que tampoco le preocupaba demasiado. Fue como si el reloj de su vida se hubiera detenido en un tiempo que no existía, y se sintió flotar en el aire, sin peso, como una pompa de agua de jabón. Se sintió frágil como nunca, pequeña e insignificante, sola en un mundo ajeno. No le importó, por supuesto. Pero supo que, a fin de cuentas, la vida iba un poco de eso. Después se desvaneció por un segundo y cayó en la acera. Resbaló sin poder evitar sus tenues consecuencias. Se levantó sin dolor. Supo también que nunca podría volar. Ya no alzó la vista al cielo. Prefirió mirar adelante y no tropezar.
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lunes, 2 de diciembre de 2013

Somos

No hay posibilidad de escapar de nuestra propia vida, ni de cambiarnos el esqueleto por otro más moldeable, ni revestirnos el pellejo de un bronceado permanente que nos cambie el perfil en una primera mirada. Somos acaso quienes nunca pensamos ser, los antihéroes de nuestros sueños, los protagonistas de las pesadillas que nos persiguen. Cabe achacar a la vida esta metamorfosis nunca deseada, pero acaso ahí la culpa –o la voluntad nunca puesta en valor- cobre un papel imprescindible que nos cuesta ver. Somos, si acaso, aquella sombra que un día se desvanecerá por completo y, buscando tal vez la identidad nunca hallada, nos encontremos con trozos de nosotros mismos que no nos disgustarán, aunque nuestro cuerpo rechace esos órganos ajenos. Somos, con seguridad, y así lo cantó Jaime Gil de Biedma, todo aquello que nunca quisimos ser. Aunque nos pese, aunque no nos desagrade, aunque lo aceptemos sin más.
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domingo, 1 de diciembre de 2013

La transformación

Nunca le dijo que la quería de verdad. Para qué, se decía él. Ya había hecho todo el trabajo previo. Y llevaban juntos muchos años, los suficientes para que una relación fuera sólida. O suficiente también para que empezara a resquebrajarse con el trasteo del viaje, pensaba también, vamos, con el paso de los días. Que ya se sabe, se decía, que el óxido anida donde menos se sospecha. Un buen día, sin ton ni son, se lo dijo a quemarropa. Le dijo que la quería, que siempre la había querido.

Ella, como es lógico, no entendió nada. Aunque le gustó, eso sí. Siempre amó los detalles y las sorpresas. Aunque no tanto las bromas cardíacas. Ahora ya no sabía qué hacer. Mantenía, desde hacía un tiempo, una relación con otro hombre por el que no sentía pasión alguna, pero siempre le decía te quiero. Hasta la saciedad. Tanto que ya comenzaba a hartarle un poco. No era adicta a los amores remilgados. Así que optó por el amor hosco de su pareja y mandó a hacer gárgaras a aquel amante impostor.

Se sintió a gusto en aquel nuevo estado. Él, de vez en cuando, le repetía te quiero, lo sabes, le decía, pero sin mucha poesía, con poco talento, pero muy sinceramente. Y eso ella lo valoraba sobre todas las cosas. Ella empezó a cambiar y a dedicarle un tiempo y unas caricias impropias de su carácter. Él, en cambio, lejos de animarse con su voz melosa y sus insinuaciones de gata infiel, comenzó a mosquearse, no sabía bien por qué. Y entendió, como por arte de birlibirloque, que en todos aquellos años alguien había ocupado su lugar en el sofá de las siestas incesantes.

Buscó entre sus papeles y objetos personales y halló las cartas en sobres azules que no se parecían en nada a su prosa bronca de sus prosaicos emails. La escritura era de trazo fino y elegante, las metáforas demasiado recargadas –cursis, pensaba él-, las proposiciones certeras –eso ya le dolía-, los tiempos medidos –vamos, para guardar silencio-, y las consecuencias probables –y ahora también probadas-. Se sentó en la cama con la respiración atascada en alguna parte de un cuerpo que no sentía, confuso y difuso, inútil y estafado.

No obstante, guardó el secreto de su hallazgo. Llevaba el cuchillo clavado en el corazón pero, poco a poco, empezó a dejar de molestarle. El acero seguía ahí, pero ya no sangraba. Apenas sabe cómo ocurrió. Empezó a salir, solo para poder respirar. Se había acostumbrado tanto a decir te quiero, que se lo decía a cualquier mujer que se tropezaba en el trabajo, en los bares de copas, en los trayectos del metro. Y ahí comenzó todo. Una vida de Casanova sin vocación que nunca imaginó en él.

Pero ella sí entendió aquella transformación. Él le seguía diciendo te quiero, si bien ya de manera maquinal, como una lección que se aprende en la vida y de por vida. Decía te quiero siempre con una sonrisa de dentífrico, ni falsa ni sincera, aunque engañosa. Se le quedaban los labios quietos en esa posición de cámara ralentizada que utilizan algunas películas americanas. Ella supo que todo se había acabado. Un día se fue, le dejó una carta muy triste en la mesa de noche, que él no leyó. Llegaba cansado de sus juergas nocturnas y apenas percibía que la cama estaba vacía. Cuando fue consciente de que ella le había dejado, no le importó. Tenía tanto que vivir y por vivir que no podía ponerse a recapacitar por qué las cosas pasan de una determinada manera. Mañana la llamo, se dijo. Desde entonces, lo piensa todos los días.
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