domingo, 1 de diciembre de 2013

La transformación

Nunca le dijo que la quería de verdad. Para qué, se decía él. Ya había hecho todo el trabajo previo. Y llevaban juntos muchos años, los suficientes para que una relación fuera sólida. O suficiente también para que empezara a resquebrajarse con el trasteo del viaje, pensaba también, vamos, con el paso de los días. Que ya se sabe, se decía, que el óxido anida donde menos se sospecha. Un buen día, sin ton ni son, se lo dijo a quemarropa. Le dijo que la quería, que siempre la había querido.

Ella, como es lógico, no entendió nada. Aunque le gustó, eso sí. Siempre amó los detalles y las sorpresas. Aunque no tanto las bromas cardíacas. Ahora ya no sabía qué hacer. Mantenía, desde hacía un tiempo, una relación con otro hombre por el que no sentía pasión alguna, pero siempre le decía te quiero. Hasta la saciedad. Tanto que ya comenzaba a hartarle un poco. No era adicta a los amores remilgados. Así que optó por el amor hosco de su pareja y mandó a hacer gárgaras a aquel amante impostor.

Se sintió a gusto en aquel nuevo estado. Él, de vez en cuando, le repetía te quiero, lo sabes, le decía, pero sin mucha poesía, con poco talento, pero muy sinceramente. Y eso ella lo valoraba sobre todas las cosas. Ella empezó a cambiar y a dedicarle un tiempo y unas caricias impropias de su carácter. Él, en cambio, lejos de animarse con su voz melosa y sus insinuaciones de gata infiel, comenzó a mosquearse, no sabía bien por qué. Y entendió, como por arte de birlibirloque, que en todos aquellos años alguien había ocupado su lugar en el sofá de las siestas incesantes.

Buscó entre sus papeles y objetos personales y halló las cartas en sobres azules que no se parecían en nada a su prosa bronca de sus prosaicos emails. La escritura era de trazo fino y elegante, las metáforas demasiado recargadas –cursis, pensaba él-, las proposiciones certeras –eso ya le dolía-, los tiempos medidos –vamos, para guardar silencio-, y las consecuencias probables –y ahora también probadas-. Se sentó en la cama con la respiración atascada en alguna parte de un cuerpo que no sentía, confuso y difuso, inútil y estafado.

No obstante, guardó el secreto de su hallazgo. Llevaba el cuchillo clavado en el corazón pero, poco a poco, empezó a dejar de molestarle. El acero seguía ahí, pero ya no sangraba. Apenas sabe cómo ocurrió. Empezó a salir, solo para poder respirar. Se había acostumbrado tanto a decir te quiero, que se lo decía a cualquier mujer que se tropezaba en el trabajo, en los bares de copas, en los trayectos del metro. Y ahí comenzó todo. Una vida de Casanova sin vocación que nunca imaginó en él.

Pero ella sí entendió aquella transformación. Él le seguía diciendo te quiero, si bien ya de manera maquinal, como una lección que se aprende en la vida y de por vida. Decía te quiero siempre con una sonrisa de dentífrico, ni falsa ni sincera, aunque engañosa. Se le quedaban los labios quietos en esa posición de cámara ralentizada que utilizan algunas películas americanas. Ella supo que todo se había acabado. Un día se fue, le dejó una carta muy triste en la mesa de noche, que él no leyó. Llegaba cansado de sus juergas nocturnas y apenas percibía que la cama estaba vacía. Cuando fue consciente de que ella le había dejado, no le importó. Tenía tanto que vivir y por vivir que no podía ponerse a recapacitar por qué las cosas pasan de una determinada manera. Mañana la llamo, se dijo. Desde entonces, lo piensa todos los días.

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