jueves, 29 de noviembre de 2012

El amor, como el entrecot, en su punto

Cuando salía del bar, entraba ella. Así que no lo dudó ni un segundo. La noche era fría y no le apetecía volver a casa a hora tan temprana, aunque ya eran más de las diez. Volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el local. El camarero fue directo en sus aseveraciones. ¿Se le olvidó algo?, le preguntó. Por supuesto, le dijo, un whisky. Y esta vez doble. Ella estaba al otro lado de la barra. Hablaba por el móvil con enojo. Le miraba el rostro, escuchaba el tono áspero de su voz y le parecía, por su actitud de derrota o de humillación, que veía el fin del mundo dentro de su cabeza.

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Él era un hombre sereno, de humor fácil, heterodoxo en los asuntos de la vida y fiel a principios moldeables según el rumbo por donde la realidad le guiara. No le hacía ascos a los retos que el azar le ponía por delante, ni rechazaba la posibilidad de aventura que su intuición de perro callejero olisqueaba en su entorno más próximo. Ella, por el contrario, era una mujer estricta en el trabajo, en las relaciones amorosas, con los compromisos familiares. Era de un atractivo físico evidente: piernas largas que alzaban un cuerpo de infarto que se movía sin tener en cuenta a cuanto moscardón sucumbía de pronto infarto al tic tac de sus zapatos de tacón. Una máquina de guerra en tiempos de paz. Artesanía de lujo solo para gustos exquisitos. Ver y no mirar: peligro de muerte.

Pero él era un amante de los deportes de riesgo. Bebió dos largos tragos con una ansiedad impropia en él. Y cuando ya se disponía a avanzar hacia el objetivo fijado con una estrategia perfectamente diseñada y puesta a prueba en litigios semejantes, el camarero se acercó displicente: Ella le invita. ¿Otro whisky doble? Lo repitió maquinalmente: ¿Otro whisky doble? No sabía lo que decía, aunque le pareció una propuesta acertada. Por supuesto, dijo, y sin hielo. La noche es fría. Ella se acercó con pasos medidos. Lo miró de abajo arriba, como si lo reconociera, pero no lo conocía. ¿Nos conocemos?, preguntó él torpemente. Por decir algo. No lo creo, aseguró ella. Si no, me acordaría.

Él no sabía qué decir. Ella, sí: He visto que te volvías. He visto que pedías un whisky. He visto que no parabas de mirarme. Imagino, por tanto, que te gusto y que te apetece que ocurra algo entre nosotros. Él, que sintió cómo el balón se estrellaba contra su frente, fue rápido en el regate: Bueno, dicho así, sin poesía, me pillas un tanto desprevenido. Pero, en lo esencial, entiendo que has acertado. Me gustas. No me importaría follar contigo. Es más, me gustaría hacerlo lo antes posible. Sin demoras. Sin que ello implique, por supuesto, ningún compromiso sentimental para el que no creo estar preparado. He salido hace unos meses de una relación tormentosa y no me encuentro capacitado para ingresar en un psiquiátrico de momento.

Ella le dijo que acababa de romper con el novio. Un imbécil, el muy gilipollas. Él elogió esas metáforas tan trabajadas, esos giros del lenguaje tan profundos. No te burles, le dijo ella, le quería. Lo engañaba, es cierto. Pero le quería. Nadie es perfecto. No me hubiera importado estar con él toda la vida, siempre que me hubiese dejado el halo de libertad que necesito para respirar. ¿No te parece? Me parece, dijo él, aunque no entendía bien qué. Tampoco le importaba. Esa noche no estaba para trascendencias. ¿Nos vamos entonces?, preguntó ella. Él hizo un gesto afirmativo y, cuando ya se disponía a pagar, lo paró en seco: Un momento, pago yo. O mejor dicho: paga él. No pienso devolverle lo que le debo. Él no hizo ascos a un gesto tan generoso. Ella le miró con deseo. Y fue taxativa en la propuesta: Espero que no me defraudes como amante. Él solo se atrevió a decir: Hasta ahora no he tenido quejas. No hubo burla en sus afirmaciones y ella aplaudió ese gesto. Cuando salían, ella le estrechó con sus brazos, le besó con una dedicación entusiasta, y le preguntó mirándole fijamente: Cómo te gusta el amor. Esta vez sí tenía la respuesta preparada para atravesar su corazón de mujer desengañada: Como el entrecot, ni muy hecho, ni que sangre.
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miércoles, 28 de noviembre de 2012

La mujer que le hizo olvidar

Cada día, a la misma hora, entraba en este pub. Pasadas las ocho de la tarde, a la salida del trabajo, le gustaba beber un whisky con poco hielo, sentarse solo a la barra en uno de estos taburetes y pensar que la vida valía la pena. Era de pocas palabras, si bien precisas y acertadas. Manejaba un tono sarcástico en sus sentencias, dibujado a medida. No alzaba la voz si no era para rajar de Rajoy o de Mourinho. “Primos hermanos”, decía. No le gustaban los nacionalismos pero de todos ellos detestaba en esencia el nacionalismo español de la derecha. “Siempre tan rancio”, pensaba.

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No se consideraba un activista de la izquierda, pero de sus lecturas marxistas en la Universidad aprendió a sobrepasar la frontera de la impostura. Aquello del eurocomunismo que se inventó Carrillo le irritaba y el espacio del centro que diseñó Adolfo Suárez le sacaba de quicio. Ahora el centro, ese lugar que él desconocía dónde se ubicaba exactamente, estaba habitado por todas las fuerzas políticas del país. Eso sí, le daba la impresión de que a los habitantes de ese patio los iban a desahuciar muy pronto.

Cuando meditaba sobre los percances que atravesaba su país, se le secaba la garganta y entonces llamaba a la camarera con gesto agridulce y le pedía que le llenara el vaso, el mismo vaso, por favor, le decía. Así mataba las primeras horas de la noche hasta que los párpados, ya algo entornados, le pedían unas horas de descanso. Aun así, todavía alcanzaba a pedir un tercer o cuarto whisky. “Ya sin hielo, gracias”, pedía. “Ya puedo yo solo”, advertía con gesto severo.

Así lo encontró ella una de aquellas noches. Era mucho más joven, divertida, bien proporcionada, sobrada de palabras, mordaz en sus intenciones. Tenía unos ojos color café con leche, con mucha leche y poco azúcar. No tenía la mirada fría. Más bien profunda. Con una profundidad que ahogaba, que hipnotizaba. Es difícil decir. Ella también bebía. Se había venido a España con los padres huyendo de la dictadura argentina, y había hecho carrera en la ciudad dibujando comics. Además, tocaba el piano, eso decía. A ella le gustó su porte de hombre solo o derrotado. “No eres un hombre triste, pero tienes la mirada triste”, le dijo nada más conocerlo. “Los hombres que tienen la mirada triste”, le dijo, “es porque no han olvidado a una mujer”. Le dijo que la única manera de olvidar a una mujer es conociendo a otra. “Las mujeres somos distintas”, le decía. “Todas tenemos un amor enconado de por vida. Y a diferencia de vosotros, no lo queremos olvidar. Seremos imbéciles, pero somos así”. Él no bebía. Solo la miraba.

Ella pidió un whisky y otro y otro. Y cada vez que lo hacía pedía otro para él. “Esta noche quiero estar contigo”, le dijo ella antes de que se fueran. “Con tanto whisky como llevo en lo alto, te sería muy poco útil”, dijo él con palabras entrecortadas y algo ininteligibles. “Te sorprendería de lo que somos capaces las mujeres”, le murmuró al oído. Pagó todo. “Esta noche te voy a hacer olvidar hasta el número del DNI”, le dijo entre susurros. Tenía una media sonrisa que no logro olvidar.

Los vi salir abrazados a una noche limpia y oscura. Caminaban sin prisas, como si ambos supieran adónde iban, sin prisas, como si siempre lo hubieran sabido. De todo esto, hace ya algunos meses. No los he vuelto a ver. Cada tarde, cuando suenan las ocho en el reloj, esperamos con impaciencia a que vuelva a sentarse en ese taburete, pida un vaso de whisky y nos deleite con su lucha revolucionaria. Pero nunca más volvió. Se ve que, en el paquete del olvido, incluyó también la dirección de este pub.
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martes, 27 de noviembre de 2012

Intento robar un banco y no me detienen

Tengo 35 años, me pesa la crisis, me ahogo con las deudas, mis circunstancias personales no son la alegría de la casa, no veo futuro a mi situación y por las noches, cuando apago la luz, no concilio el sueño. Por estas y otras razones, la pasada semana decidí atracar un banco. No, no sean mal pensados. Lo tenía todo planteado pero no pretendía robar a nadie ni hacer ningún mal. Nunca se me pasó por la cabeza delinquir. Solo intentaba encontrar una solución a mis males. Así que el pasado lunes atraqué una sucursal de La Caixa con el objeto de entrar en la cárcel. O más bien hice un conato de atraco.

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Los trabajadores, como es lógico, no salían de su sorpresa. Nada más entrar, grité, como en las películas de vaqueros: “Esto es un atraco”. Solo entonces supe los cojones que hay que tener para triunfar en este oficio de la delincuencia común. Me acerqué al primer mostrador de la oficina y me dirigí a un empleado con estas palabras: “Voy armado pero no les voy a hacer daño ni vengo a robar nada”. El trabajador, seguramente, pensó para sus adentros: “Vaya mierda de atraco. Ni esto es un atraco ni esto es ná”. Y llevaba razón. Para todo hay que tener oficio. Y yo, claro, no lo tenía.

Ante las caras de estupefacción del respetable, solo acerté a decir sin que me temblara la voz: “Llamen a la policía, yo solo quiero que me metan en la cárcel”. Yo entré, obviamente, con la cara destapada y escondiendo debajo de la americana el arma presuntamente homicida. No había tensión en el ambiente. Se ve que en este oficio a los novatos se nos nota mucho. Yo había soñado con la cárcel como una salida a mi situación personal. Comida caliente, una cama con techo, seguridad ante el exterior. Malas compañías, eso sí. Pero en este mundo yo ya sé que nada es perfecto.

Los efectivos policiales cercaron la sucursal y afuera la tensión se sentía, como en alguna película de la que conservo algún recuerdo borroso. Por teléfono un agente me ordenó que dejara las armas. Yo las dejé sobre una mesa. Solo llevaba un palo de madera de 60 centímetros y un cuchillo de cocina. Y esperé a los agentes de rodillas, como cuando de pequeño iba a misa. Los efectivos policiales no tuvieron que reducirme. De hecho, ya estaba bastante reducido, aturdido y acojonado. Vamos, hecho una piltrafa humana. Les pedí a los agentes que me cubrieran la cara cuando me trasladaran a comisaría. No quería que mi madre me reconociera en estos trances cuando encendiera la televisión para ver el telediario. Y menos sus vecinas. Bonitas son.

El juez advirtió que en mi actitud no existía un supuesto intento de robo ni nada que se le pareciera. Yo le insistí que para mí era muy importante dormir en la cárcel por un tiempo. Al menos, le dije, hasta que el temporal de la crisis amaine. Pero se ve que el símil no le gustó. Siempre desconfié de aquellos jueces que no leen poesía. Así que me puso de patitas en la calle. Y mi gozo, en un pozo.

No solo se trataba de tener de comida y cobijo, de estar a resguardo de los acreedores. Había pensado incluso en escribir un libro en prisión. En esos lugares siempre hay gente interesante. Pensaba que algún banquero de nombre conocido, o un empresario de los que rehúye la amnistía fiscal del gobierno, o tal vez Undargarin o Luis Roldán podrían ser compañeros de celda, y eso ya sí es una suerte. Una bonoloto. Pero eso de tener a policías eficaces y jueces justos me ha echado los planes por tierra. Vamos, que a ver ahora quién se escapa de un desahucio, con esto de que a los periodistas también los quieren tener amordazados. Desde luego, estos tiempos ya no están ni para cometer delitos. Lo decía mi madre: “A este país no hay quien lo entienda”. Y bien que decía.
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lunes, 26 de noviembre de 2012

Flavia Company: “Seguramente hay cosas imperdonables”

Un buen día alguien se levanta, se pone los vaqueros de siempre y la americana, entra en la consulta del médico y sale sabiendo que le quedan cuatro meses de vida. Esa es la historia que Flavia Company narra en su última novela: Que nadie te salve la vida (Lumen, 2012). Un libro sobre el perdón, la culpa y la piedad. Un libro bien escrito, en el que el lector se tropieza de poco a poco con frases como aforismos. Un libro moral y filosófico. El libro de una escritora que se define sencillamente así: “Soy una provocadora de desasosiegos”.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Vive en Barcelona, aunque nació en Buenos Aires en 1963. Traductora y periodista, publica su primera novela en 1988, Querida Nélida, a la que siguieron Fuga y contrapuntos (1989), Círculos en acíbar (1992), Saurios en el asfalto (1997), Dame placer (1999), Melalcor (2000), La mitad sombría (2006) y La isla de la última verdad (2011).

—Un buen día alguien se levanta, se viste, va a la consulta del médico y le dice que le quedan cuatro meses de vida. Ese es el argumento de su novela. ¿Qué siente o qué puede sentir un ser humano en ese momento?

—A mí me parece que el primer pensamiento, sin duda alguna, es el hacer recuento de lo vivido hasta el momento y pensar en los casos pendientes según sus prioridades.

—¿Eligió esta historia por alguna razón personal? Se lo digo porque, cuando un escritor se vuelve trascendente, normalmente, está metiendo jirones de su propia vida en la novela.

—No. La verdad es que la razón por la cual he creado esta historia es porque me interesaba hablar de cómo la empatía es el aceite que permite lubricar la convivencia y la supervivencia de los seres humanos.

—Que nadie te salve la vida es una narración sobre el perdón, la culpa y la piedad. Aunque usted escribió el libro antes, se publica precisamente en un momento de crisis y pérdida de valores.

—Sí. Esa sería la razón por la cual podría catalogarse esta novela, de que llega en un momento adecuado porque está bien que todos revisemos algunas de las cosas que hemos dejado atrás y que deberíamos recuperar, todo aquello que no tiene precio pero sí tiene valor, que es lo que se ha descartado en esta sociedad tan consumista.

—Enzo, el protagonista, está marcado por la lectura de Crimen y castigo, de Dostoievski. En este sentido, su narración es moral y filosófica.

—Lo es sin duda alguna. Y la pretensión de la novela era serlo, y de ahí la referencia a Crimen y castigo, novela con la cual dialoga esta obra desde el siglo XXI al XIX, recuperando algunos de los temas que la condición humana tenía como centro y eje en las novelas rusas de ese momento.

—A usted también, como a Enzo, Crimen y castigo le dejó marcada. No sé cómo. Para mí fue el libro que me provocó más angustia de todos.

—Sí. Yo la leí muy joven esa novela, la leí con 14 años, y también me dejó marcada porque justamente es como una reflexión sobre qué sentido tiene la vida de cualquier ser humano concreto si ese ser humano ha hecho el mal. Y me parece muy interesante y muy necesario plantearse precisamente la razón por la cual alguien escoge el mal o escoge el bien. En ese sentido, esta novela mía viene con la buena noticia de que se puede elegir bien, digamos.

—Hay una palabra que define, mejor que otra, su novela: empatía. La empatía se muestra a través del perdón. ¿Perdonamos o no sabemos perdonar?

—Sabemos. Aprendemos a perdonar. Perdonar es ponerse en el lugar del otro y realmente ver las cosas con la mirada de la otra persona. Ahora bien, seguramente hay cosas imperdonables. Y en ese caso, quién sabe si uno puede llegar o no a hacer el camino que recorre ese trayecto entre el no perdonar y el sí perdonar. Es una cosa que se pregunta esta novela también: ¿Hay casos imperdonables?

—Tanto en su país, Argentina, como en España, hay un perdón que nos afecta a todos: la memoria histórica o la actitud de ETA.

—Sí. Es que la novela tiene una lectura particular, digamos a nivel humano concreto, y tiene una lectura, sin duda alguna, más generalista. Estaría hablando de símbolos. En ese sentido, sí se puede hacer una lectura histórica del tema del perdón, que es verdaderamente un tema que existe y preocupa desde tiempos inmemoriales. El perdón, la culpa y la redención.

—¿Son imperdonables los actos terroristas que provocan víctimas, las víctimas de las dictaduras, de las torturas?

—Es difícil catalogar qué es imperdonable. No creo que haya nada imperdonable. Lo que sí creo es que hay cosas que no se pueden perdonar porque somos humanos y tenemos nuestros límites en la capacidad de perdonar. Entonces, llegar al extremo de poder perdonar es algo deseable. Desde el punto de vista humano, difícil. Desde el punto de vista de orden universal, yo sí creo que es posible perdonarlo todo.

—En España está demasiado de moda la novela de entretenimiento. La literatura, como usted dice, también es la historia del dolor del mundo.

—Es que lo es. Es la historia de la imaginación y del dolor del mundo, y yo opino que el escritor tiene la posibilidad, y en mi caso el deber moral, de comprometerse con su tiempo y con sus recursos para escribir algo que trascienda y que se encargue de transmitir emociones, aprendizajes, valores, principios y conocimientos.

—Ha evitado escribir una novela de 700 páginas y ha optado por una historia de apenas 200. ¿Dónde aprendió a economizar en el lenguaje, en ser certera en el tiro, en excluir de la historia todo aquello que es innecesario?

—Mi razón principal es que yo soy una gran entusiasta de la síntesis y me gusta decir lo máximo con lo mínimo. Es una de mis búsquedas creativas. Este es mi proyecto como eje central. Y además, hay que tener en cuenta que los lectores del siglo XXI somos capaces de entender algunas elipsis que, sin duda alguna, los lectores del XIX no estaban acostumbrados y por lo tanto, quizás, no tenían la facilidad como para asumir todo aquello que no contaba sino que necesitaban que se narrara más. Nosotros tenemos una cultura audiovisual y también una cultura literaria que permite acceder a lo que se cuenta y a lo que no se cuenta, porque hay muchos códigos y complicidades qu ya se tienen entre lector y escritor.

—“Yo soy una escritora muy lenta en la escritura mental, pero soy muy rápida en el desarrollo”. ¿Cuál es su proceso en la creación de una novela? ¿Dónde encuentra más escollos: en el concepto o en la materialización?

—Sí. Esa frase se refiere al hecho de que yo construyo las novelas en mi cabeza, las construyo completamente, y cuando las tengo terminadas, cuando las he escrito en mi cabeza, es cuando hago el trabajo de volcado. Entonces, el ejercicio físico de la escritura es muy intenso, diría que incluso duro físicamente, pero es más veloz que la construcción de la novela antes de la escritura, que es más lenta y más complicada.

—En casi todas sus novelas hay una carta, en este caso también, o son novelas epistolares. ¿Por qué esta devoción por el género?

—La carta siempre hace referencia a la importancia que yo doy a la cultura, a la transmisión de conocimientos mediante la palabra y, por lo tanto, es verdad que dentro de todas mis obras literarias hay la defensa de la obra literaria, y en este caso particular la carta representa justamente la memoria histórica.

—Escribe a mano, con pluma y en cuadernos, pero también sabe y le gusta compaginar la escritura a mano con las nuevas tecnologías.

—Sí. Me gusta la sensación física de la escritura en el papel, me gusta el olor de la tinta, me gusta el sonido de la estilográfica al deslizarse por la hoja, y entiendo la utilidad, por supuesto, de las nuevas tecnologías, las utilizo, me importan, son recursos importantes. Y una de las correcciones más importantes que hago en la escritura es la de pasar de la libreta al ordenador. Esa es una de las correcciones más importantes. Es decir, no podría contratar a una secretaria.

—Me gustan novelas como la suya en las que de vez en cuando el lector se tropieza con frases que son como aforismos.

—Tiene que ver con ese tema de la síntesis que antes comentaba. Es decir, de vez en cuando unir en una sola frase el concepto que se está desarrollando en las últimas líneas es un modo de entregar la clave de lectura al lector.

—Su novela comienza así: “Un hombre existe porque existen otros. El remordimiento no le permite pensar en nada más.” ¿Se piensa mucho cómo arrancar una historia?

—El arranque de la novela siempre es una frase que, después de pensar la novela, de pronto una frase se me repite durante varios días y sé que esa va a ser la primera frase de la novela. ¿De dónde me viene? No sé exactamente. Esa frase, muchas veces, incluso es el resumen de toda la novela. En este caso, lo es.

—¿La única manera de volar es tirarse al abismo?

—Sí. Sin duda. Es así. Y además lo he comprobado después de hace parapente.

—Escribe usted: “Las novelas también son libros de oraciones”. En este sentido, dice que su novela es moral. ¿Estamos recuperando a Gracián?

—Bueno, es que deberíamos recuperar el sentido último de la literatura que, como bien comentabas antes, está yendo por los derroteros del entretenimiento, así como el arte se está yendo por los derroteros del espectáculo. Me parece que la banalización del arte, del esfuerzo creativo del ser humano, es un error, y en ese sentido deberíamos recordar que los asuntos morales afectan directamente a la condición humana, y la reflexión sobre la condición humana afecta directamente a nuestro modo de vivir.

—“Soy una provocadora de desasosiegos”. Me gusta ese perfil.

—Como escritora creo que ciertamente la lectura de mis libros es difícil que deje indiferente al lector si se aventura en algunas de mis propuestas.

Publicado en el diario Córdoba el 10 de noviembre de 2012
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domingo, 25 de noviembre de 2012

Escribir con mala leche

El escritor aragonés Javier Tomeo dice que solo se puede escribir desde la mala leche. Y añade que, en este país, la televisión es “el instrumento ideal para cargarse de mala leche”. Yo, como veo poco la tele, no me puedo cabrear así como así, con un análisis pormenorizado sobre los contenidos de los telediarios. Uno ya sabe que la realidad, últimamente, está para que le den. Eso sí, casi a diario, leo la prensa.

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Pero se ve que los libros de estilo han educado a los periodistas del papel y un exceso de educación no ayuda demasiado a hacerte un nudo en el estómago. De manera que, en muchas ocasiones, desisto del cabreo y entro en un estado de shock muy parecido al común de los ciudadanos censados en este país.

Mi problema es que nunca desisto en mis propósitos. Si necesito mi dosis de mala leche hasta que no la ingiero no soy persona. Así que, ya un tanto desesperado, entro en las redes y leo que Ana García, una operadora de cámara de La Sexta, ha sido detenida por la Policía en Sevilla, ha pasado la noche en comisaría y que hoy mismo entrará en los juzgados a declarar.

He visto las imágenes del desahucio que filmaba Ana García, los ciudadanos protestando contra una injusticia tan extendida a tantas familias y que nunca hubo de ocurrir. Y solo pienso que la Policía no siempre debe obedecer las órdenes de quienes les mandan, que no son quienes les pagan. Les pagan del erario público, que lo alimentamos todos los ciudadanos, y es a los ciudadanos a quienes se deben en primera instancia.

Habrá que hacer memoria a los responsables del Sindicato Unificado de Policía (SUP), porque todavía no les he escuchado una declaración que ponga orden a los excesos innecesarios de sus compañeros y de sus jefes. Cuando ellos, en plena transición, querían dejar de ser militares y pretendían legalizar un sindicato clandestino, contaron con el apoyo de los periodistas y de los ciudadanos. Sin su estrecha colaboración, probablemente el Cuerpo de Policía Nacional sería otro, como fue otro en otros años que mejor no recordar.

En estos tiempos de gobernantes mediocres, los periodistas, y ciudadanos en general, necesitamos que los policías estén de nuestra parte, porque también ellos pagan hipotecas, les rebajan el sueldo, les cuesta pagar las tasas de matrícula de sus hijos y sufrirán las mismas enfermedades para las que no tendrán patrimonio con que pagar sus tratamientos. Estas actitudes ya se han repetido en tiempos peores, y no me gustaría por nada volver a vivirlos sin necesidad.

Los periodistas, aunque cada vez sean menos, incluso una especie en extinción, colaboraron con su tinta y su sangre, con su compromiso y sus pleitos, a que este país fuese mejor. Que nadie nos estropee un futuro que todavía hoy, pese a todo, puede ser habitable y prometedor.
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sábado, 24 de noviembre de 2012

Tus palabras

Me pides que conserve tus palabras como si fuesen un objeto tangible, como si se pudiera abrir un bloc o una carpeta y meter todo lo que va más allá de las palabras, porque las palabras son símbolos, grafismos que esconden adivinaciones y certezas.

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Cómo se guardan las palabras para que el óxido no las encuentre, para que el tiempo no las extravíe en cajones olvidados o en miradas que no son la tuya y que pretenden suplantarla. Cómo escondo tus palabras para que conserven tu imagen de sueño completo, cómo salgo de estas paredes con la tranquilidad de que no se moverán, de que no le crecerán patas como a las arañas y treparán por paredes y techos como insectos vivos e inundarán la casa de tu olor y de tu piel y de tu pelo.

Cómo sé que no se enmarañarán en mi cuerpo, que no me apretarán la garganta hasta estrangularme cuando sueño contigo, cómo sé que las palabras no silban como las balas, cómo detener su vuelo sin dirección, cómo tragártelas sin que se te queden adheridas a las tripas, sin que sean parte imprescindible de tus vísceras.

Cómo conservo tus palabras para que no crezcan como enredaderas, para que no me atropellen los pies cuando camino, para que no se fusionen con mis palabras cuando escribo, para que no perturben mis sueños cuando te veo a mi lado, para que no me sigan como un perro sin dueño cuando me pierdo en la ciudad sin ti a mi lado. Cómo construyo la vida si tus palabras son ladrillos de un muro infranqueable, cómo rompo ese muro si quiero tirar mi espalda contra su consistencia de acero, cómo puedo volver a respirar si esas palabras llenan el aire con tu voz.

No sé si las palabras se pueden encerrar en otros libros sin que alteren su acento o su estilo, sin que condicionen otro final ya escrito. No sé si tus palabras tienen vida propia porque me roban mi propia vida, no sé si clavarlas con alfileres y exponerlas en una vitrina como un trofeo. No sé tampoco si se multiplicarán como los peces o como los pájaros y llenarán mi vida de otro vuelo que no controlo. Dime si hay algún ungüento para doblegar sus picaduras y apagar sus hinchazones, si cambian de color como los camaleones cuando mi ánimo atraviesa otro horario, si cuando escucho música se meten en las canciones y por eso las apercibo con un fondo liviano de saxofón o de piano. Dime qué hacer con las palabras cuando te pueden, cuando te sustituyen por otro, cuando no te dejan crecer más allá de su estatura.

Sobre todo, dime qué hago con tus palabras cuando las leo a cada instante, cuando siempre quise que me las escribieras para tenerte tan cerca cuando no estás, cuando las llevo dobladas en la cartera porque ya no me has escrito más palabras, porque quizás no me quieres escribir más palabras y debo ingerirlas con un régimen estricto para no morir de inanición, porque de inagnición ya he muerto. Cómo se escriben más palabras si me he quedado en ellas, encerrado como en un ascensor sin luz y sin música, esperando que vengas y abras la puerta y lo hagas elevarse cuando solamente tú y yo estemos frente a frente, a solas con tus palabras.

Cómo conservo tus palabras si están vivas como hongos que invaden mi piel, como lluvia que no cesa, como nubes transparentes que surcan mi universo extraviado. Dónde coloco tus palabras para que pueda verlas a cada instante, cómo las memorizo para que el olvido no me las arrebate, qué tinta indeleble tienes en la boca para que no pueda borrar tu rostro de esas palabras.

Cómo sabes que algunas son para siempre, por qué me escribes palabras que no tienen fecha de caducidad, por qué me las pones en la mano sin un manual de instrucciones, sin consejos para su uso, por qué me las entregas como un paquete a domicilio sin dirección, por qué las sacudo por si traen gato encerrado, por qué las miro por su as y su envés como si fueran hojas perennes, por qué las mastico como si fueran un chicle y después se me quedan adheridas a la lengua y las siento bajar por la tráquea y me bloquean el estómago buscando el corazón como una metástasis de literatura y vida ensambladas en un mismo líquido viscoso que impregna la sangre.

Cómo te digo que tus palabras son mías, que siempre quise que fueran mías, porque acaso yo te las dicté en un sueño, y tú viniste sigilosa y me las robaste cualquier noche en la que nos tropezamos en un mismo sueño compartido. Cómo te digo que son perfume y veneno de un mismo frasco que es tu cuerpo de mujer atravesada en mi vida como nunca antes.
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viernes, 23 de noviembre de 2012

Sueños para una hija

Desde mucho antes que sus padres sospecharan seriamente en ser padres, Graciela Urbano ya tenía nombre. La madre eligió el nombre de pila, después concibió a la hija y en último lugar definió su perfil y estructuró su vida con el solo aliento del padre, que a duras penas soportaba la inflación de vocación maternal de la esposa. Eran un matrimonio al uso. Vivían sin amor y sin problemas aparentemente, apenas viajaban, eran correctos con el vecindario y con la Iglesia, pagaban sus impuestos religiosamente y no tenían otra aspiración que educar a la hija como si fuera una princesa.

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Cuando nació, la madre imaginó otro rostro más agraciado, pero bastó tomarla en sus brazos para verla como la niña más bella del mundo. A partir de ese momento comenzó a construir el castillo de naipes que bailaba en su cabeza desde antes de conocer a su marido. La niña tampoco era graciosa. Baste decir con esto que era fiel reflejo de su madre.

Del padre heredó más bien poco. Ni su capacidad de trabajo, ni su discreción, ni su impersonalidad acomodaticia a cualquier vendaval. Sabía que con su matrimonio había firmado la hipoteca de mayor costo de su vida. Pero él era feliz en los ratos libres que ella le dejaba, y así se acostumbró a llevar una doble vida tan bien aprendida como si fuese la de un espía doble.

La niña tampoco era simpática ni inteligente. Tenía mal oído para la música y mal carácter para el teatro. No entendía de números ni de letras. Era más o menos como su madre, pero en tamaño pequeño. Y con una gran diferencia: la avaricia de la madre desbordaba cualquier cálculo posible. En eso, la hija, pobrecita, se parecía al padre. La niña era, como se suele decir, un ángel. No porque fuera encantadora o tuviera alas, sino porque era medio boba y siempre andaba por el suelo. Tropezaba más que un borracho en retirada.

Pese a sus contados encantos, la madre le diseñó una vida de princesa. Sería modelo y después actriz. Buscó en los reinos occidentales y orientales un principado vacante donde ubicar a su polluela. Pero antes debía aprender varios idiomas y adquirir algunos conocimientos de protocolo. Cuando Graciela Urbano cumplió cinco años tenía una agenda más apretada que la de un alcalde. Entre el colegio y las clases de danza, inglés, flauta y natación, la niña empezó a olvidar que existían las meriendas y los dibujos de animación.

La verdad es que realizar los sueños de la madre era una empresa más que imposible, pero uno nunca desea mal a nadie. Aquel día, desde luego, el castillo de naipes se le cayó cascote a cascote. Eran sobre las nueve de la mañana. La madre conducía a Graciela Urbano al colegio.

Iban a cruzar ya la calle para entrar en el centro educativo cuando en ese instante pasó un coche, lo que las obligó a acercarse a la acera. Fue entonces cuando una esquirla procedente de la parte superior del edificio contiguo se precipitó sobre la menor. Antes de que la madre fuera consciente de lo que había ocurrido, encontró a la hija enterrada entre cascotes y polvo procedentes del derrumbe controlado de un edificio. El Servicio de Emergencia 112 trasladó a la niña al hospital, donde ingresó cadáver.

Graciela, desgraciadamente, pasó a mejor vida. La madre, por el contrario, vivió enterrada entre los cascotes de su castillo de naipes. Poco a poco se volvió más silenciosa y solitaria, pero sobre todo maldijo cada día la vida que había ideado para una hija que perdió tan joven. El padre, por el contrario, lloró a la hija ese día y todos los demás días. Ahora ya no necesitaba una segunda vida. Se sentaba en el sofá del salón con la televisión encendida y su botella de coñac. Parecía que miraba la pantalla, pero no, tenía la mirada vacía. Sólo alcanzaba a ver su vida apagada, sus días perdidos en aquella casa asfixiante. De vez en cuando se le escapaba una lágrima y alguna que otra vez pronunciaba su nombre: ¡Graciela! La llamaba, no para que volviera, sino para no sentirse tan solo. Ahora sabía que la soledad también era eso. Estar tendido esperando que llegara la muerte.
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jueves, 22 de noviembre de 2012

Los vinos nuevos de tinaja


Cada año, el otoño trae al Aljarafe sevillano el sabor fresco e irrepetible del mosto. Así han denominado siempre en esta comarca al vino nuevo, no para referirse al zumo de uva, sino al vino ya fermentado de la última vendimia. Como una ceremonia que se repite sin apenas variantes, estos pueblos celebran como un maná único el aroma afrutado de estos vinos. Sevilla no es ciudad vinatera, sino cervecera de pulso y de tradición.

Pero alcanzadas estas fechas, estos pueblos, que anuncian el paso a la provincia de Huelva, abren sus cascos de bodega y otros cascotes improvisados a visitantes propios y foráneos, que festejan el otoño con largos tragos de vino. Es un hábito y una fiesta particular que se repite desde hace más de treinta años en una zona en la que los vinos son cada día más escasos y en la que con toda probabilidad algunos de los caldos que degustamos estos días son fruto de otras comarcas ajenas o limítrofes.

El origen de esta tradición se remonta al hábito de vender este mosto a granel en antiguas bodegas que, mor de los nuevos tiempos, se han transformado en bares y restaurantes, y donde los vecinos, mientras les llenaban el recipiente de estos caldos afrutados, mataban la espera con unas virutas de panceta ibérica y un trozo de pan, que acompañaban con un vaso de este vino nuevo.

En la zona Montilla-Moriles, sin embargo, el vino mosto siempre fue un trago fiel a boca de tinaja, una ceremonia improvisada en la que romper el velo de flor era un festejo y un hábito; pero no era un reclamo publicitario, sino una seña de identidad, un vino que se bebía entre íntimos sazonado con los productos de la matanza. Tanto es así que la bibliografía especializada apenas dedica unas líneas a este vino nuevo, porque desde siempre se ha aplicado todo el empeño y la sabiduría al estudio, elaboración y comercialización de los vinos de crianza.

Una noche de excesos en Madrid, con Carmen Calvo, Pepe Nevado y Antonio Gala, cuando ya teníamos el color cardenalicio de los tintos dibujado en las chaparretas de nuestra propia mirada, el escritor cordobés, que presume como nadie de conocer bien esta tierra, se sorprendió de la descripción de aquellos vinos afrutados que se bebían a boca de tinaja después de haber roto el velo de flor.

Le explicamos en qué consistía aquella ceremonia mágica, y tampoco sé qué pasaría por su cabeza en aquellos instantes, porque me insistió e insistió en que quería participar personalmente en aquel acto de romper la virginidad a alguna de aquellas tinajas de la sierra de Montilla. Y así fue. En diciembre de 1996, la Cofradía de la Viña y el Vino lo nombró embajador de los pagos de estas tierras, antes de recorrer la Ruta de los Lagares de la Sierra.

Desde luego, la anécdota no es baladí –nunca mejor utilizado este término-, porque nos muestra a las claras cómo este mundo del vino de tinaja era hasta hace poco un tema sólo de andar por casa. Primero, la Cofradía de la Viña y el Vino inventó la Ruta por los Lagares de la Sierra. Después, la Asociación de Lagares rentabilizó el proyecto con vistas a dinamizar la economía de la zona con la comercialización de estos caldos.

Tiene el otoño en estas tierras un paisaje tópico de estación nostálgica. En otras regiones, el otoño es un invierno anticipado y descontextualizado, lluvioso en exceso y frío sobremanera. Aquí, el otoño trae las tierras pardas, los pámpanos amarillos, los sarmientos quemados. La tierra es austera o pobre, y los cielos nublados y el frío incipiente visten la estación de un tiempo efímero que anuncia el intempestivo invierno.

Los terrenos aquí son ondulados y blancos. Suelo de alberos o albarizas, pobre en materia orgánica natural, poco fértil y con alto grado retentivo de humedad. La vid, se sabe, no habita suelos ricos, sino terrenos marginales y pobres siempre que sean profundos. Su raíz, en busca de agua y nutrientes, puede alcanzar hasta los cuatro metros, característica ésta que favorece su cultivo en climas cálidos y secos.

Hasta hace unos años, un paseo en estas fechas por la sierra de Montilla nos mostraba unos campos que tenían amplias zonas de tierras peladas, donde antes la viña o el olivo tejían una abrupta alfombra de ramas y de troncos y de frutos. La vida ha vuelto a estas tierras, y con las nuevas tierras cultivadas, hemos recuperado también la Fiesta del Vino Nuevo.

El vino joven, denominado indistintamente, según la zona, "mosto", "vino mosto", "vino nuevo" o "vino de tinaja", es vino sin crianza, con aromas primarios, propios de la variedad; y secundarios, generados en la fermentación. Son vinos frescos, aromáticos y de una equilibrada acidez.

El "vino nuevo de tinaja de Montilla-Moriles", como ahora se le denomina, es el vino joven más común, la variedad más tradicional. Su graduación mínima es de 13 grados, pero lo común es que alcance los 14 o los 15. Procede de la uva Pedro Ximénez.

Visto al trasluz del catavinos este vino es pálido, amarillo verdoso, limpio y brillante. Suele tener aromas fermentativos. Pero cuando la fermentación se ha llevado a cabo en tinajas de cemento tradicional o “conos”, como se les llama en estas tierras, presenta aromas a levadura, a miga de pan recién cocido, a tierra mojada, en detrimento de los aromas varietales, para los que la uva Pedro Ximénez no es generosa.

En la boca, el punto del carbónico le presta una alegría imprescindible de frescura. Es suave, casi dulce, por su falta de acidez, lo que lo hace menos brillante que otros vinos jóvenes, pero más agradable de beber.

De esta misma variedad de uva proceden los vinos jóvenes Pedro Ximénez. Estas uvas, como se sabe, se exponen al sol hasta su pasificación. Son vinos muy dulces, con contenidos superiores a 250 gramos de azúcar por litro, aunque lo normal es que alcancen hasta los 400 gramos por litro.

Su contenido alcohólico suele ser de 15 grados. Es un vino con aromas a frutas pasas, a higos, a miel o a dátiles. En el paladar es suave, denso y untuoso, aterciopelado. Su color va del ambarino con brillos rojizos hasta caoba.

Sin embargo, el mapa de variedades de estos vinos jóvenes se ha ampliado considerablemente en los últimos diez años. Los planes de reestructuración y reconversión varietal del viñedo han introducido en la zona de Denominación de Origen Montilla-Moriles nuevas variedades de viñas.

Como es lógico, estos vinos nuevos reproducen aromas y sabores característicos de la uva de que proceden. Los vinos procedentes de la uva chardonnay son de color blanco pálido y brillante, con aromas más fragantes, a frutas tropicales, a plátano y a manzana. En la boca mantienen una equilibrada acidez.

Los vinos elaborados con verdejo nos devuelven aromas a frutos cítricos, más al limón y a la lima que a la naranja. Son de color amarillo pálido, y ácidos en la boca. La sauvignon blanc, por el contrario, nos trae aromas de manzana verde; y la moscatel de grano duro, olor a rosas o florales.

Todas estas variedades de uva fermentan en depósitos de acero inoxidable a temperaturas controladas de 18 a 20 grados centígrados, con el fin de preservar sus aromas. Suelen alcanzar una graduación natural de entre 10 y 13 grados.

Normalmente, estos vinos se comercializan en “coupage”, es decir, mezclados con otras variedades de uvas, incluida la de Pedro Ximénez de la zona Montilla-Moriles. Son vinos de color pálido, con tonos más o menos verdosos o dorados, y ligeramente ácidos en la boca.

Pero desde el año 2000, esta reestructuración y reconversión de la zona ha abierto sus posibilidades de mercado también a los vinos rosados y tintos jóvenes, con una denominación específica: “Vinos de la Tierra de Córdoba”. Estas uvas tintas alcanzan ya una extensión en torno a las 900 hectáreas y suponen un pilar importante para la revitalización de la actividad vitivinícola de la zona Montilla-Moriles. Las variedades más comunes son la cabernet sauvignon, la merlot, la syrah y la de tempranillo.

Estos vinos rosados alcanzan los 11 grados. Su color va del rosa pálido a otro más ligeramente anaranjado. El aroma es fresco con toques afrutados. Su sabor es suave, armónico y característico. Los tintos jóvenes, en cambio, alcanzan los 12 grados. Su color va del rojo cardenalicio al rojizo rubí. Su aroma también es fresco y afrutado. Y su gusto, también suave, armónico y característico.

Robert Parker, el crítico de vinos más influyente del mundo, advierte de que hay belleza en todos los estilos de vino y que el consumidor es inteligente y cada día está más informado. Estos vinos nuevos de Montilla-Moriles, como consecuencia, los debemos entender como un complemento y también como una alternativa a los vinos con envejecimiento, no como una competencia coyuntural o un hermano menor de aquellos, sino como un objetivo empresarial capaz de enriquecer a todos los pueblos que conforman esta denominación de origen.

En cualquier caso, el futuro todavía nos muestra otras aristas potencialmente esperanzadoras. Me refiero al enoturismo como fuente de riqueza y de empleo. El censo de lagares en estas tierras ha descendido considerablemente en los últimos años.

Hoy sólo encontramos la quinta parte de los existentes unos años atrás. Estos lagares no sólo son nuestro patrimonio histórico y cultural, sino nuestras señas de identidad, la prolongación de nuestra propia casa.

Pepe Cobos escribió que el viajero que se acerca a Córdoba primero debe visitar en la capital las catedrales de piedra para después perderse en las catedrales de roble de la campiña. Habrá que corregir ahora también a mi maestro y añadir que el viajero, posteriormente, debe subir a la sierra de Montilla a descubrir en los lagares los conos de cemento donde se crían estos vinos nuevos de tinaja.

Aquí el visitante puede soplar para romper el velo de flor e introducir el catavinos para llenarlo de vino mosto, suave y opulento a la vez, seductor y cercano, afrutado y alegre, sinuosamente burbujeante, cálido y fresco a la par, diferente en cada trago, un trago que no traiciona sino que acompaña y dulcifica la tarde de estos otoños diferentes, fríos y acogedores, nostálgicos y entrañables a la vez, ligeramente insinuantes y pretenciosamente enérgicos.

Balzac, en un libro que ahora ve la luz por primera vez en castellano, recuerda la anécdota de George Plantagenet, duque de Clarence, quien fue encarcelado en la Torre de Londres, acusado de participar en un complot contra su hermano, el rey Eduardo IV de Inglaterra. Condenado a morir y siendo buen bebedor, cuenta la leyenda que se le concedió el deseo de hacerlo ahogado dentro de un barril de malvasía. Leyendas como ésta circulan muchas por nuestra literatura en múltiples y variadas versiones.

Yo, en todo caso, prefiero aquel cuento local que narra cómo un operario de alguna de nuestras bodegas cayó en un depósito de vino y cuando sus compañeros de laboreo se disponían a lanzarle una soga o una escalera para rescatarlo, el pidió un jamón para acompañar sus largos tragos del vino en el que pretendidamente insinuaba ahogarse.

Sin necesidad de bañarnos por fuera, sí creo llegado el momento de hacerlo por dentro; es decir, degustando estos vinos nuevos. Pero antes quisiera narrar una breve anécdota que nos lleva del vino al ron, pero siempre sin dejar a un lado el nombre de Montilla.

Hace unos años, una alumna de Doctorado procedente de Brasil me preguntó dónde había nacido porque mi acento no le parecía muy sevillano. Cuando le respondí que en Montilla, ella me dijo: “Tu ciudad natal se llama como el ron de Brasil”. No entendí con exactitud su explicación, pero unos meses después tuve que viajar a Sao Paulo para dar un curso de Doctorado. Unos días después, paseando por la playa de Ponta Negra, en Natal, pedí un ron con Coca-Cola para apagar la sed. Y fue entonces cuando por primera vez vi la botella de ron con el rótulo Montilla impreso en la etiqueta.

El ron Montilla fue lanzado al mercado por la Industria Medelin en 1957 y adquirido por Seagram en 1970. Ya en 1980, Montilla logró vender un millón de cajas y en 2001 comercializó 1,9 millones, con lo que logró ser la marca número uno en su mercado.

En Brasil, tiene sus ventas concentradas principalmente en la Región Nordeste, aunque se puede adquirir en cualquier ciudad del país, y ha hecho que la marca sea un símbolo de la cultura local y el mejor patrocinador de eventos populares de la región como el Carnaval de Olinda, las Fiestas São João y numerosos proyectos populares.

El ron Montilla es hoy el más consumido de Brasil. En 2007 cumplió 50 años y celebró la fecha con el lanzamiento de una versión Premium. El Montilla Premium es un ron añejado de 18 años. La botella de vidrio incoloro de 750 mililitros posee un formato diferenciado de la línea regular, pero mantiene el diseño de la cintura de la marca.

La escena del pirata con loro que se repite en cada etiqueta desde hace décadas es todo un símbolo en el país, como lo pueden ser a otros niveles el personaje Bibendum de Michelin, el conejito de chocolate en polvo de Nesquik o Mr. Clean de Don Limpio.

El gabinete de comunicación de la empresa no nos supo decir el porqué se denominaba Montilla al producto de su empresa. Tampoco importa. Pero posiblemente mañana o pasado mañana, cuando nuestros vinos definitivamente se abran paso a este mercado americano, no necesitarán de más publicidad que recordarles a los brasileños el nombre del ron más apreciado en su país: Montilla.

Ahora subamos a la sierra.
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martes, 20 de noviembre de 2012

¿Qué hubiera pasado si Rajoy no hubiera hecho lo que ha hecho?

Hace ahora un año que Mariano Rajoy alcanzó el gobierno gracias a una aplastante mayoría de incautos que le votaron creyendo que cumpliría todo aquello que más tarde incumplió y seguirá incumpliendo. Aunque dicho de otra manera, tampoco sé exactamente cuáles fueron sus promesas anunciadas porque nunca le oí que se mojara en nada, más bien es un experto en evadir respuestas, convocar ruedas de prensa sin preguntas –o con preguntas, da igual, porque al final nunca responde- y en salir por la puerta de atrás para confundir o evadirse de periodistas. Si hubiese sido mago –de los de circo, claro está- no le hubiésemos visto el pelo pintado en toda la legislatura.

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Lo mejor viene ahora, cuando defiende su primer año de gestión con la frase del millón: “Qué pasaría si no hubiéramos hecho esto? Me atrevo a responder con derecho a equivocarme, aunque a mí también me extraña: los funcionarios podríamos comprar polvorones y anís en Navidad, nuestros hijos y nietos podrían disfrutar de un camión de plástico el día de Reyes, podríamos cenar en familia pavo asado y no lentejas de nuevo, el PIB no hubiera caído, la Bolsa no estaría por los suelos, los suicidas amarían de nuevo la vida, los desahucios serían extraordinarios y no la norma generalizada, la prima de riesgo no habría alcanzado un riesgo innecesario mandándola a paseo por razones en las no que vale la pena extenderse en estos momentos, los pensionistas no vivirían en vilo pensando cuándo les tocará a ellos, los enfermos de cáncer morirían por las heridas mortales de esa puta enfermedad y no porque les cierren los hospitales, los colegios seguirían siendo la luz del futuro, la universidad –con todos sus defectos, que los tiene- sería aún una puerta abierta al futuro, los parados no vivirían en un país dentro de este mismo país, la inflación marcaría otros parámetros menos preocupantes, la estabilidad laboral podría ser todavía una forma de vida y los españoles iríamos por el mundo cámara de fotos en ristre y el bañador en la maleta, en vez de llevar el carné del paro en los dientes y la mirada vacía de quien no sabe adónde ir.

Podría seguir esta lista interminable pero, al parecer, aunque el espacio en Internet es un universo infinito, la capacidad lectora de los internautas es muy limitada, dicen las estadísticas. Así que, para que nadie me lea y molestar con argumentos tan obvios y cifras tan claras en estos tiempos tan turbios, mejor nos preguntamos qué hubiera pasado si todos aquellos ciudadanos que votaron a Rajoy y ahora sufren desempleo o desahucio se hubieran quedado en casa muy calladitos, que a fin de cuentas es la propuesta que siempre defiende el presidente: quedarnos en casa y no molestar. Así la policía tiene menos trabajo y podemos también echar al paro a alguno. Seguro que el gobierno ya lo ha pensado. No hay nada más que estar arriba sentado en la poltrona para que el sentido común se te aparezca en forma de decreto. Se ve que lo de la paloma es ya muy antiguo y nadie se lo cree.
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lunes, 19 de noviembre de 2012

A los viejitos también los timan

Las personas indecentes, que abundan en épocas de bonanza y en los tiempos de crisis más sofocantes, siempre pretenden hacer su agosto a toda costa: ya sea lejos del mar, o no, y también en meses menos tórridos que los del verano. Y se las puede calificar en muchas categorías.

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Por una parte, los más sinvergüenzas, que son aquellos que se llevan nuestro dinero a troche y moche; es decir, al montón, mientras más mejor. Por otra, los más desalmados, que son aquellos que operan contra los más desprotegidos. Entiéndase, por ejemplo, desahucios que claman al cielo y residencias de ancianos que están ubicadas en las calles del infierno.

Algunos de estas residencias, que cobraban a sus residentes hasta 1.800 euros y que tenían concertadas algunas plazas con la Junta de Andalucía, servían a sus ancianos comidas procedentes del Banco de Alimentos de Andalucía que, como se sabe, consigue estos productos gracias a la solidaridad de empresas y de particulares, y con los que no se puede hacer negocio.

El Banco de Andalucía había destinado a estos fines 140 toneladas de comidas. Una decena de residencias de Cádiz recibieron gratuitamente estos alimentos para los ancianos. Los directivos de los geriátricos reclamaban las comidas para los más necesitados y luego las utilizaban para los menús de sus propios asilos.

Pero el escándalo no queda ahí. En tres residencias de Sanlúcar de Barrameda, Jerez y San Fernando el negocio había comenzado por usar tarjetas sanitarias de ancianos fallecidos para comprar medicamentos más baratos. De ahí partió la investigación de la Guardia Civil. El juez les imputa a los responsables de estos centros un delito de estafa y de usurpación del estado civil.

Mientras más nos arruinamos, más bajos caemos. Y en este mapa nacional de las desgracias solo necesitamos tiempo para saber que la imaginación se queda bastante más atrás de adonde nos puede llevar la infamia de los otros. Uno lee la novela gráfica Arrugas de Paco Roca y quisiera morirse antes de ver sus huesos metidos en una residencia de viejitos. Toda una vida trabajando de sol a sol para que, al final, nos echen como un saco de basura a un geriátrico gestionado por desaprensivos.

Tiene este mundo un hilo de coherencia que atraviesa nuestras vidas de sur a norte y, ya en el crepúsculo de nuestros días, nos dejan a solas, como apestados, frente a quienes nos rechazan y de quienes rehuimos por razones de decencia durante toda nuestra existencia. Basta con que cumplamos unos años más para que conozcamos de tú a tú a quienes nos han metido de lleno en una crisis de la que parece imposible salir. Como si fuera, y es de hecho, un gueto para ancianos.
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domingo, 18 de noviembre de 2012

Rafael Reig: “Tenemos que purgar nuestras malas emociones”

Rafael Reig publica nueva novela, Lo que no está escrito, un thriller psicológico con el que pretende descubrir cuál es la textura moral de la vida. Una obra de lectura trascendente que contrasta con su perfil de escritor bohemio y golfo, con un sentido del humor a prueba de bombas que ni siquiera una crisis tan arraigada como la actual logra quebrar en un panorama literario tan perjudicado como el español.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Pese a todo, no le gusta elegir, y logra compatibilizar ese aire bohemio que le habita con jornadas espartanas de trabajo que inicia a las cinco de la mañana. El resultado es una obra creciente, de calidad y propia que escapa a toda crítica roma y engancha a cualquier lector curioso y amante del riesgo.

—Dice Antonio Orejudo que, de todas sus novelas, esta es la que le hubiera gustado escribir a él. ¿La amistad puede llegar a tanto?

—La amistad nunca me va a dejar que Antonio firme una de mis novelas, si eso es lo que quiere conseguir, que la siguiente la deje que la firme él, o que diga que me he influido mucho. Jamás. (Ríe).

—Leo algunas cosas que escriben de usted. ¿Uno logra acostumbrarse alguna vez a respetar las estupideces ajenas?

—Bueno, es más difícil respetar la propia estupidez. Yo, a veces, digo estupideces y eso sí que me merece muy poco respeto. La de los demás, la verdad es que, como decía Bogart de las mujeres, no hay nada que no se pase con un whisky.

—Me inquieta de su novela lo que piensa la madre, Carmen, según va leyendo la novela de Carlos: posible secuestro, su hijo corre peligro. ¿En qué momento empezamos a equivocarnos?

—Esa es la gran pregunta. Es que no lo sabemos. En qué momento alguien se convierte en Hitler. A lo mejor un día en la guardería quien le quitó un juguete a otro. A lo mejor fue a los quince años cuando dejó a una novia que le quería y a la que quería pero que le daba vergüenza porque era pobre. En qué momento se hace uno malo. Eso es lo quisiéramos saber en nuestra vida, porque en nuestra vida no hay grandes decisiones porque siempre vienen disfrazadas de cosas sin importancia. Pero probablemente fue muy atrás.

—Acaso en esa cuestión se sintetiza el quid que usted plantea en la novela.

—Yo creo que sí. La cuestión anda en la responsabilidad personal. Porque ni uno mismo sabe, como tú mismo has dicho, cuándo se torció el camino. Pero no ha sido una decisión que has tomado en ese momento. Viene de muy atrás. Entonces, descubrir cuál es la textura moral de la vida, sí, ese es el centro de la novela.

—Según usted, las relaciones familiares siempre están basadas en el sacrificio de uno de sus miembros. ¿Hasta ahí hemos llegado?

—De ahí hemos partido (ríe). La familia es una especie de religión, y la religión siempre tiene un sacrificio, un redentor que se sacrifica en la cruz. Y yo creo que la familia, en general, promociona felicidad e infelicidad. Las dos cosas. Pero siempre se basa en que alguien tiene que morir. En nuestra sociedad, por lo general, ha sido la mujer el chivo expiatorio de la familia, pero no siempre. Hay familias que sacrifican a los hijos y a veces el padre es el sacrificado.

—¿Qué se puede hacer cuando el daño lo provoca el amor?

—Contra el amor que los demás nos tienen, no hay defensa. Contra el odio que nos tienen, es muy fácil defenderse. Contra el amor, no nos podemos defender nada más que con más amor. Desgraciadamente es lo único.

—En esta novela usted es un autor omnisciente. Deja a sus personajes que se muevan libremente por estas páginas. ¿Un signo de madurez, un giro en su obra o simplemente estas criaturas inventadas se han rebelado y han cobrado vida propia?

—Bueno, yo creo que es un signo de madurez. Yo he decidido apartarme y creer en mí mismo y en mis historias. Si mi historia y sin mis personajes tienen algo que contar, lo van a hacer mucho mejor que yo. Para qué me voy a interponer.

—Galdós, Tolstoi o Flaubert, entre tantos. A la mujer no se la ha tratado bien en las novelas. ¿Usted lo consigue? Porque Carmen, por ejemplo, no es muy bien pensada.

—No. Carmen es mala (ríe). Las mujeres no están condenadas en la literatura. Las mujeres lo que tienen que hacer es escribir más literatura.

—Sus personajes son malos. Pero tienen nuestra maldad. El padre despótico, la esposa y madre que se cree buena, el niño egoísta. Dice usted: “En la primera versión los mataba a todos”. ¿No se ha arrepentido?

—Muchas veces (ríe). Pero de haberlos matado en la primera página. Tenía que haber empezado matándolos y luego escribir otra cosa.

—Sus lectores y lectoras igual se sienten incómodos, sombríos o perturbados al verse retratados. ¿No le van las novelas complacientes en las que el ciudadano no se siente aludido?

—No, no. Yo soy aristotélico. Creo que la novela es una purga. Tenemos que purgar nuestras malas emociones también.

—Para usted, todas las relaciones son de poder. Por eso, no hay diferencia entre una banda de criminales y una familia.

—No. Igual que Brecht decía que no había diferencia entre fundar un banco y atracarlo.

—Dice usted: “Cada vez escribo mejor y me voy cerrando puertas. Mis historias son más duras y menos complacientes”.

—Sí. Es verdad. Se puede leer para sentirse mejor con uno mismo, se puede leer para purgar una mala emoción y generar una inquietud. Yo escribo para esos lectores.

—La estructura está bien cerrada. ¿La carpintería de una obra es la fase que más le fascina? ¿Es imprescindible esa escaleta o luego es papel mojado y se deja llevar?

—La opción B. Es muy divertido hacerla, es muy divertido comprar cuadernos, lápices de distintos colores para cada personaje. Es un andamio. Te sirve para levantar la casa, pero cuando la casa está hecha lo tienes que tirar.

—Según usted, la novela española actual es mejor que la ciencia, la música, la política o el cine españoles.

—Sí. A mí no me cabe duda. Entre una novela de Juan Marsé o de Antonio Orejudo y un discurso de Rajoy, ¿tú con qué te quedas? (Ríe).

—Pero también dice que hace falta menos novela especulativa y más novela productiva.

—En el sentido de la burbuja novelística. Hace falta una novela que no tenga prima de riesgo. Es decir, que el diferencial entre leer una novela norteamericana y una española no sea tan alto. Hace falta una novela productiva española para lectores españoles. Porque no tenemos por qué leer tantas novelas norteamericanas. Podemos leer novelas españolas. Eso es lo que hace falta.

—Comparte la escritura de novelas con columnas, antes en 'Público' y ahora 'diario.es', y con su blog. ¿Qué le ofrece estos medios que no le da la literatura?

—Una respuesta inmediata. En la literatura, cuando uno escribe una novela, es como si tiras una piedra a un pozo y te quedas escuchando a ver si hace ruido. La respuesta tarda muchos años. A veces, ya te pilla muerto. En cambio, en un blog, en un periódico diario, la respuesta es inmediata.

—Dice que, cuando se bloquea, pasea, fuma y bebe whisky. Vamos, que los tiempos no están para perder el tiempo.

—No. Yo no pierdo el tiempo en bloqueos. Y la verdad, a mí nadie me obliga con una pistola a escribir. Yo escribo lo que quiero saber, lo que tengo que decir. Y si no, no escribiría.

—¿Su imagen de bohemio y crítico, amante de la vida golfa, no desdice un tanto de ese perfil de escritor disciplinado que se levanta a las cinco de la mañana?

—No. La verdad es que yo he conseguido ser bastante golfo y a la vez ser un padre de familia y un hombre casado. Y he conseguido levantarme a las cinco de la mañana y trasnochar de vez en cuando. Yo me quedo con todo. No elijo.

—En su novela, no siempre los personajes malos son los peores. Usted se identifica más con Toni Riquelme, que solo quiere ser querido.

—Y que tiene conciencia el tío. Un poco de conciencia. Los demás es que no tienen más que justificaciones. Prefiero un personaje con conciencia, aunque sea malo, que un personaje que solo tiene justificaciones.

—¿Qué escribe ahora?

—Yo siempre escribo cinco o seis cosas hasta que una de ellas sigue para adelante. La que de momento más sigue para adelante es una historia de iniciación. Un chaval joven que crece en la España de los 70-80.

—¿Y cuándo escribirá una novela para que la firme su amigo Orejudo?

—A mí me gustaría escribir una historia que se le ocurrió a Orejudo y no ha escrito, que es la historia de la Transición contada como novela picaresca con la vida, fortuna y adversidades de Adolfo Suárez. Fue el primer pícaro de la Transición. El segundo fue Felipe. Y el tercero, Carrillo. Nuestra historia nacional es una historia picaresca. Yo la escribiría, ya que a él le está dando pereza, y luego que la firme él, con tal de que esa novela se escriba.

Publicado en el diario Córdoba el 3 de noviembre de 2012
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sábado, 17 de noviembre de 2012

Los números

Soy un amante de las estadísticas, de las cantidades, de los porcentajes. Embellecen el idioma y dotan al lenguaje de una precisión inaudita y necesaria. A diferencia de la metáfora, que oscurece la lengua si bien es cierto que la dota de belleza, los números certifican y convencen, desechan toda duda y son herramientas útiles en los pronósticos, en las aseveraciones, incluso en las dudas. El número es una entidad abstracta que representa una cantidad. Lo sabemos, pero en ocasiones lo olvidamos.

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Los números sirven de contraseñas, de códigos, de indicadores de orden. A veces leo el periódico, y me gusta encontrar números, porque las declaraciones las encuentro imprecisas y sospechosas, proclives al engaño, fáciles de manipular y de elaborar. Los números, por el contrario, siempre se muestran más tercos a la hora de elaborar resultados tendenciosos de uno u otro tipo.

La naturaleza del número es exacta, a diferencia de los sentimientos, que son volubles y caprichosos. Una cabeza fría vale más que un corazón atenazado. La inteligencia encuentra su materia seductora en los números; el corazón, sin embargo, huye de las planificaciones y las demoras. No obstante, busca la estabilidad de los sentimientos y se asienta sobre tierra firme antes que dejarse llevar por los azotes de cualquier huracán.

Soy un fiel amante del equilibrio, de la coherencia en las narraciones, de los párrafos medidos, de los finales imprevisibles pero lógicos. No me asustan las sorpresas, pero detesto la improvisación, los poemas sin rima, la música recurrente y repetitiva con que nos castiga buena parte de las emisoras de radio. El desconocimiento de la norma no es óbice para caer reo de la justicia.

Los accidentes de tráfico, por ejemplo, muestran unas estadísticas a todas luces escalofriantes e incomprensibles, prueba evidente de una falta de respeto a los demás ciudadanos. Llámese exceso de velocidad, dos copas de más o adelantamiento imprudente. Las excusas no restan cadáveres en las cunetas ni devuelve la felicidad a la viuda o a los familiares de la víctima.

La vida se torna absurda cuando estas negras estadísticas las alimentan los errores o los descuidos, la felicidad efímera de un trago innecesario, el abrazo inoportuno en el mismo instante en que la curva se nos muestra áspera y resbaladiza.

Me gustan los números porque gracias a ellos cuantifico la amargura de los proyectos frustrados, la tristeza de los sueños intangibles, del tiempo venidero que se nos va sin poder atraparlo un solo instante. Gracias a los números detesto los sentimientos indomables, los hábitos subterráneos, las inclinaciones tendentes a la melancolía. Gracias a los números modulo los sentimientos a mi antojo, los conduzco como si fuesen un turismo o una bicicleta.

Los sentimientos son artefactos controlables, herramientas útiles si se las domina con probabilidades, si se las seduce con altos porcentajes. La vida no es vida sólo con números, pero gracias a ellos construimos edificios sólidos, abrazamos cuerpos ciertos, identificamos las imprecisiones y las traiciones. Los números delatan las conspiraciones, expían las dobleces, condenan los malos augurios.

El amor no es una cifra, sino un sentimiento cuantificable. Ésa es la ventaja, en todo caso. Es cuestión de medir sus posibilidades, de atesorar sus cualidades no en abstracto sino en datos concretos, descuartizado en estadísticas, abierto en canal como un cerdo aún humeante de vida. Limpio de toda la sangre, el amor, como cualquier otro sentimiento, está preparado para el consumo. Más pasado o menos pasado. El fuego, como es lógico, también se puede cuantificar para doblegar. Quién lo diría en estos tiempos.
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viernes, 16 de noviembre de 2012

¿Quién pagará los daños del coche?

Me gusta viajar en coche, pero soy un conductor sereno y prudente, temeroso de las leyes y de la Guardia Civil. Amo la justicia y deploro la mala fortuna. La vida, después de todo, tiene un as y un envés, noches cerradas y días luminosos. La oscuridad, quién lo diría, sería mi fiel aliado en esta lucha sin cuartel en la que tanto mi abogado como yo lamentamos aquella fatalidad del destino.

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Un eclipse de luna hacía imposible la visibilidad. Por esta razón precisamente reduje mi velocidad más allá del límite permitido. Ella caminaba por la autovía, un lugar por donde no podía hacerlo, y sin ropa reflectante. Antes de poder dar un viraje al vehículo le enganché la pierna y la arrastré, no sé, unos cuarenta metros.

Cuando bajé del coche, la encontré bañada en sangre, todavía con vida, bella y asustada, con los ojos muy abiertos, como si pidiera ayuda, la misma ayuda que no le podía ofrecer. Murió unos minutos después, auspiciada por otros conductores que detuvieron sus vehículos de manera violenta para no empotrarse unos en otros. El padre de la chica, como es lógico, me acusó de imprudencia, pero fui absuelto. Ahora soy yo quien ha demandado al padre de la víctima. ¿Que para qué? Para reclamar 6.730 euros por los daños en el vehículo como consecuencia del accidente.

No sabes cómo se quedó. Prácticamente siniestro total. Y lo necesito para ir al trabajo. Lamento lo que le ocurrió a la chica. No lo sabes bien. Pero no fue mi culpa. No tengo intención de retirar la demanda. Además, mi abogado me dijo que este tipo de reclamaciones se tramitan de forma habitual. El padre confiesa que no tiene dinero, pero ése tampoco es mi problema. Tampoco yo lo tengo. Aún estoy pagando las últimas letras del vehículo. Compré el coche por necesidad, no por placer. Soy fiel cumplidor de la ley. Mi currículum da fe de ello.

Sé que el drama del padre no tiene solución. Es viudo, vive nada más de su propio sueldo, tiene una economía modesta y un vacío en el corazón que le ha dejado la vida deshecha por aquel maldito atropello. Yo soy inocente de estas putadas que a veces gasta la vida. Me duele su dolor, no lo niego. Pero yo necesito mi coche para ir al trabajo, o para lo que sea. Tampoco tengo que dar explicaciones que no vienen al caso. Casi me muero cuando le enganché la pierna y la arrastré como si fuera un muñeco con vida. No duermo desde entonces. Y a mí quién me paga tantas noches de insomnio. No logro borrar su imagen de mi mente. La veo con sus ojos abiertos, bella, incluso sensual, sufriendo un destino que con toda probabilidad no era el suyo. Dios dispone, como advierte el refrán.

Yo sólo sé que venía conduciendo mi coche en una noche cerrada, midiendo la velocidad y las distancias, porque sé que el ser humano se pierde en la oscuridad y que por esa razón muchas criaturas se pierden para siempre en sus propios sueños. Yo me he perdido en la peor de las pesadillas, una pesadilla recurrente que no se borra, aunque el padre de la chica me pague los daños del coche, que me los pagará, porque yo no soy culpable de que el azar muestre todo su infortunio de modo tan trágico. Yo también soy víctima, una víctima que desde el día del atropello viaja en autobús. Y eso tampoco es.
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jueves, 15 de noviembre de 2012

Un padre siempre es un padre

Conocí a Andy Bathie en Londres hace unos años, antes de que fuera bombero y cuando todavía aspiraba a ser autor de novelas policíacas. Era, sobre todo, un gran lector. Se tragaba una novela en el mismo tiempo y con la misma sabiduría con que ingería tres ginebras con tónica. Es decir, sin pestañear y en un santiamén. Además, habrá que decirlo. Era un tío legal, algo esmirriado y poco elegante, pero con un corazón que no le cabía en la guantera del coche. Como se dice en España, era todo corazón.

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Le gustaba hablar de fútbol, pero no practicaba ningún deporte. Nunca lo vi deprimido, hasta aquel ingrato día que leí su nombre en los diarios. Ahora tenía 37 años y hacía cinco que había aceptado ayudar a una pareja de lesbianas a tener un hijo. No dudó en donarles esperma.

Linda, la que hacía de mujer en la pareja de lesbianas, era una rubia espeluznante, de sonrisa incansable, de labios generosos y mirada imperturbable. Como decía Andy, no era alta ni baja, de cuerpo armonioso y de andares perniciosos. Era también como su nombre indica, pero además llevaba el pecado hasta en las cejas.

Quienes la conocían decían que le gustaba todo, tanto el pescado como la carne, pero que tampoco les extrañaba nada que cualquier día se nos convirtiera en vegetariana. En cualquier caso, más allá del traje que le cortaran las lenguas de doble filo, Linda era una mujer de banderas. Un poco anárquica, eso sí, pero de banderas.

Andy Bathie la había amado hasta los tobillos desde que la conoció. Ella, sin embargo, nunca lo supo ni se dio cuenta de sus inclinaciones, porque Andy era un experto en los doblajes del alma. Desistió un buen día en que ella le confesó que era lesbiana. Bebió algo más que otro días y aceptó los hechos tal que así.

De modo que cuando Linda pidió a Andy que le donara esperma para que otra mujer fuera el padre, quiso entender que de alguna manera ella sería la madre del hijo y él el padre. Quien primero así lo entendió fue Linda. Después, el juez.

La vida tiene a veces esas coincidencias. Cuando el desamor separó a Linda del padre de su hija, y las necesidades económicas se hicieron cuesta arriba, tanto ella como la Administración de Justicia entendieron que en este caso el padre biológico –es decir, Andy- debía asumir parte del sustento de la niña.

Andy dejó claro en los juzgados y en el vecindario que al donar el esperma no tendría ninguna obligación sobre la hija en ciernes. Linda, por su parte, dijo que era verdad en parte, pues con el paso del tiempo fue cambiando de idea, visitaba a la niña cada dos por tres y durante casi dos años se había comportado como lo que realmente era: un padrazo.

Andy no entendía nada, hasta que un buen día los abogados le sacaron de dudas. Ahora no tendría problemas si en su día hubiera donado esperma a través de una clínica oficialmente reconocida. Como no fue así, se trataba de palabra contra palabra. De modo que la Agencia de Ayuda a la Infancia le buscó para que se sometiese a un test de paternidad. El test, que nunca miente, tampoco lo hizo en este caso.

Andy no entiende nada, por más que los abogados le han explicado que se trata de un agujero legal que está en vías de solución después de que ha estudiado su caso y el de otros insensatos de buen corazón. Los abogados le han repetido por a y por b que la ley actual no reconoce como padres conjuntamente a los dos integrantes de una pareja del mismo sexo y que está en trámite que la ley otorgue a los dos miembros de una pareja gay los mismos derechos y obligaciones hacia sus hijos, con independencia de quién sea el progenitor biológico.

Él mira a la hija y no se reconoce, sino que ve en ella los ojos de la mujer que quiso y que lo cambió por otra mujer. Ahora vive con el sueldo menguado como consecuencia de una sentencia judicial pero con la satisfacción semanal de compartir con su hija un destino que ninguno de los dos hubiera imaginado. Ya no está enamorado de Linda, no le gustan sus ojos, ni su pelo rubio ni sus labios generosos. Ha empezado a salir con una compañera de trabajo, que está dispuesta a aceptar como suya a la hija de Andy el día en que contraigan matrimonio.

De vez en cuando me llama por teléfono desde Londres, me dice que vendrá por España, que no tiene tiempo para leer novelas policíacas y que le interesa, sobre todo, escribir día a día su propia vida. Ahora la vida es muy linda, me dice. Y ya no entiendo. Pero me callo. Oigo a Patricia, su hija, pronunciar algo incomprensible a través del auricular.
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martes, 13 de noviembre de 2012

La tristeza era esto

Llamaron al timbre, miré por la rejilla y abrí la puerta, porque conocía a las personas que me visitaban. Eso sí, lo hicieron sin avisar, sin cita previa. Todo habrá que decirlo también: se portaron con mucha educación. Se ve que era gente estudiada en universidades extranjeras y que creía en Dios, en un solo dios verdadero: el dinero.

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El mejor plantado, con traje de El Corte Inglés y corbata de seda, afable y de buenos modales, se sentó a mi lado en el sofá del salón, para consolarme dijo, mientras ordenaba a los obreros que comenzaran la operación de embargo, desahucio y no sé qué más.

Uno, a esta edad, no está para entender el significado de todas las palabras, así que los dejé hacer. El hombre que estaba sentado a mi lado ordenó que descolgaran los cuadros, que siguieran con los muebles, que después desvalijaran el dormitorio, que la cocina la dejaran para el final porque en esos rincones los utensilios están demasiado usados y no tienen ningún valor.

Les pidió a los obreros, eso sí, que respetaran los objetos personales: fotografías enmarcadas de un tiempo que ya se fue, joyas sin valor y otras baratijas, cedés que seguro contenían canciones de la nostalgia, platos usados y vasos y cubiertos, alguna lata de conserva, sobres abiertos de garbanzos y alubias, una botella de anís seco para la Navidad que se nos mete por las narices. En fin, estos y otros objetos que nunca supimos que están tan apegados a nosotros y que nunca lo supimos hasta que un hombre como él te lo dice con argumentos irrefutables.

Mientras tanto, yo veía las paredes blancas y los espacios vacíos, como aquel día que por primera vez pisé su entarimado y pensé que en este mundo reducido de la ciudad podía encontrar algo parecido a la felicidad. Yo no entendía muy bien hasta dónde me llevaría todo esto, por eso pregunté.

El hombre que estaba sentado a mi lado me dijo que no me preocupara, que no era para tanto y que en nada mi compromiso con el banco quedaba cerrado para siempre. Después sacó de su americana un pañuelo de tela, de los que ya no hay, y me dijo que lo podía usar sin problema, que en estos trances a algunas personas les da por llorar, que hay quienes incluso se suicidan. Los menos, eso sí, me alivió. Pero que en todo caso estos momentos siempre eran emotivos para los desahuciados. Yo no entendía el significado de esa palabra, así que le pedí explicaciones. Él me respondió con un poema: es como la tristeza, pero para siempre.

No me quedé tranquilo, porque yo siempre esquivé la tristeza. Sé que estos años viví de una felicidad postiza, impostada, falsa tal vez, pero agarrado a estos muros logré sobrevivir a los golpes más pertinaces del fracaso. Intuyo que a partir de ahora habré de buscar otros recursos más sólidos para no naufragar en el vacío.

Pensé que el tiempo transcurría despacio, pero de golpe el hombre sentado a mi lado se levantó y me pidió que lo hiciera yo también, porque tenían bajar el sofá. Le dejaremos el televisor, que da mucha compañía. Después me pidió que bajara con él. Siempre muy afable me abrió la puerta del ascensor.

Ya abajo, en la misma puerta del bloque de pisos donde me viene a vivir hace ya siete años, me hizo sentar en el rebate. A mi derecha, me dejaron una maleta con los bienes más personales y con el televisor, que siempre ayuda en estos trances, me dijo el mismo hombre siempre muy atento.

Se despidió también con buenos modales, se ve que es de familia bien, deseándome mejor vida en la otra vida, porque en esta ya iba a ser muy difícil. Se lo agradecí de veras. Después lo vi subir a un vehículo de alto voltaje, con chófer propio y seguir al camión donde llevaban la mitad de mi vida.

Desde la ventanilla del coche, el mismo hombre, sin perder la misma sonrisa, bajó el cristal y me indicó que se llevaba las llaves de la vivienda porque a él ya no le iban a servir de nada. Y buena suerte, dijo al despedirse. Lo mismo dije, no sé bien por qué. Estaba en estado de shock. No sabía qué estaba ocurriendo. Por la avenida principal, una manifestación nada numerosa portaba pancartas con la palabra desahucio. Yo seguía sentado en el rebate, y solo alcancé a pensar:

—Entonces, la tristeza era esto.
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lunes, 12 de noviembre de 2012

Un día sin muertos en las carreteras

El miércoles, mientras hojeaba el periódico, se tropezó con una noticia que le desconcertó. Se trataba, según el diario, de un hecho excepcional. El lunes anterior nadie había perdido la vida en las carreteras españolas. ¿Y dónde radicaba concretamente la excepcionalidad de aquella noticia? Precisamente en que desde el 30 de enero de 2006 no se producía otro hecho igual. Es decir, durante 22 meses, todos los días se había producido algún accidente de tráfico mortal. Las estadísticas todavía ofrecían algunos datos más desalentadores. En los últimos doce años sólo se habían contabilizado cuatro jornadas sin víctimas mortales en accidentes de tráfico.

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Ese mismo lunes, F. C. C. se había despertado huyendo de un mal sueño. Había llamado a la agencia para decir que esa mañana no iría al trabajo, que tenía la salud resquebrajada por alguna razón que desconocía y que intentaría, si se recuperaba, ir por la tarde. Aquél fue un fin de semana negro, porque las relaciones con su mujer se acercaban a la curva final a una velocidad de vértigo.

También fue un fin de semana gris, porque la lluvia y un cielo encapotado no permitieron ver la luz del sol, ni siquiera dejaron ver la luz. Así que el domingo se acostó con la sensación equivocada de que allí se acababa el mundo. Pero el Apocalipsis nunca da los buenos días con tarjeta de visita. En algún lugar, desde luego, está escrita o grabada la fecha del último día, pero nadie sabe quién la custodia.

Hasta los últimos meses había mantenido unas relaciones maritales bastante aceptables. Había dejado de beber con los amigos hasta las tantas al salir del trabajo. Nunca pisó un burdel, excepto en una ocasión en que se había ligado a una puta en un pub en pleno centro de la ciudad.

La experiencia le alivió la soledad que anidaba en su corazón, pero desde entonces nunca logró reconfortar su alma con otros amores de saldo. Alejandra María del Mar, su mujer, no era ajena a esa vida descontrolada en la que vivía sumido su esposo, porque por las noches, mientras dormía, hablaba a voces del destino incierto por donde transitaba su vida.

Alejandra amaba a F. C. C. como el primer día. Nadie lo entendía porque tenía un cuerpo que obligaba a beber sin pausa y a espurrear el alcohol sin razón alguna. El líquido se atascaba en la garganta y no te dejaba respirar. Todos la miraban sin pestañear con esa inocencia desbocada que provocan los acontecimientos inusitados.

Era valiente en el vestir y dinamitera en el andar. Era la guerra personalizada encaramada a unos zapatos de tacón excesivamente altos. Alejandra María del Mar empezó a dejar de amarlo un buen día en que se dio cuenta de que la vida no cerraba sus fronteras al otro lado del barrio, sino que ése era en todo caso el comienzo del camino.

Aquella mañana de lunes pensó que no valía la pena vivir y que ya no podría ser feliz sin esa mujer a su lado. Llamó al trabajo para decir que se sentía mal. Después se vistió con una calma moderada. Escribió una carta de despedida, breve y con letra clara, que no dejara lugar a dudas.

Cualquier curva a esa velocidad, pensó, era un obstáculo insalvable. Pero fue en ese momento en que oyó que alguien metía la llave en la cerradura e intentaba abrir la puerta. Era Alejandra, le dijo que no había vuelto porque nunca se había ido, que nunca se iría de su lado porque el mundo era muy frío lejos de aquella casa en la que habían vivido cerca de treinta años.

La alegría lo había debilitado aún más. Se encamó con la vocación de un enfermo en fase terminal, pero el martes por la tarde se sentía mucho más aliviado hasta el punto que le dijo a Alejandra que la vida valía la pena y que después de tantos años la amaba como el primer día.

El miércoles, mientras esperaba el autobús leyó en la prensa que aquel lunes había sido el primer día, en casi dos años, sin muertos en la carretera. Agradeció con una sonrisa el buen sino de aquella noticia. Después sonrió sin que nadie le viera, porque sólo él sabía que el muerto de ese lunes ingrato tenía que haber sido él. Tiró el periódico a la papelera y subió al autobús. Mientras se dirigía al trabajo, le sonó el móvil. Era Alejandra.
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domingo, 11 de noviembre de 2012

Juan Manuel Bonet: “El ultraísmo, antes de ser olvidado, tuvo un impacto enorme”

Juan Manuel Bonet publica la antología más completa sobre el ultraísmo, con el título Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta (Fundación José Manuel Lara, 2012), un movimiento que, entre 1918 y 1925, tuvo su epicentro en Madrid y una enorme repercusión en Sevilla. Una especie de cóctel donde cabía el cubismo francés, el futurismo italiano, el expresionismo alemán, el creacionismo huidobriano, el dadaísmo o el romanticismo. Según Bonet, la nómina de estos 59 poetas es su propuesta personal al ultraísmo.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Destaca el papel de César González-Ruano en la pervivencia de la memoria ultraísta gracias a su antología publicada en 1946. Para este autor, el interés despertado hoy por este movimiento es creciente tanto en España como en algunos países de América Latina, y su reflejo está presente “desde el río Grande hasta la Patagonia, desde Ciudad de México hasta Valparaíso”. Escritor, crítico de arte, autor de numerosos ensayos y comisario de exposiciones, Juan Manuel Bonet (París, 1953), ha sido director del IVAM de Valencia y del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

—Aunque existe una antología sobre el ultraísmo, esta es poco precisa, sobre todo en lo que se refiere a biografías de poetas. Su antología, por el contrario, tiene un trabajo mayor de campo y reúne a todos los poetas del ultraísmo.

—A todos, no. He procurado que sea a todos los buenos. O por lo menos, relevantes. No es la nómina de manual del ultraísmo, sino que he hecho un trabajo enorme de campo, en las revistas sobre todo, y he ido agrupando a aquellos poetas que creía que tenían entidad o que alguna aportación habían hecho ya fuera al poema largo, al poema corto, ya fuera al caligrama. Entonces, la nómina me ha salido un poco más extensa.

Me han salido unos sesenta. Hay más. He dejado en el tintero proyectos de poetas, pero en los sesenta que he sacado están tanto los que fundaron el movimiento como los que están en sus alrededores, en sus orlas. He incluido poetas un poco tardíos del norte. He hecho una nómina personal. Mi propuesta del ultraísmo, digamos.

—El ultraísmo es un movimiento hacia la modernidad, pero fue también un episodio breve. ¿Qué factores influyeron en la consolidación de este olvido?

—Bueno, el ultraísmo antes de ser olvidado lo que tuvo fue un impacto enorme. En la antología está Valle-Inclán. ¿Por qué? Porque habla del ultra en Luces de bohemia y porque contribuye al ultra con “Estética de la mujer en color”, que es un precioso poema primitivista. El ultraísmo impacta. Son los primeros poetas que dicen la ciudad moderna, el tranvía, el viaducto, los aviones, los anuncios. Y esa poética impacta y determina a mucha gente. No solo a escritores. También a pintores, como puede ser Dalí, como pueda ser Vázquez Díaz.

También es decisivo para una prosista como Rosa Chacel. Buñuel, antes de ser cineasta, tenía aspiraciones de poeta en prosa y también colabora en la revista Ultra. Entonces, ese momento es muy impactante, afecta a mucha gente, pero luego llega un momento en que quizás esa vanguardia tan internacionalista pasa y va a venir un momento de cierto retorno al orden, que es el 27, y los ultraístas quedan un poco postergados, sin una gente, como que han hecho un gesto y que luego a lo mejor no han sabido consolidarlo. Y se van metiendo en submundos un poco a nivel personal. Se dedican al periodismo, a la política.

El movimiento desaparece. Y cuando llega la guerra civil vamos a encontrar ultraístas en los dos lados de las trincheras. Y en la posguerra ya casi nadie va a querer acordarse de su juventud azarosa e iconoclasta. Yo siempre digo que el único que va a mantener un poco, no la bandera, pero sí el interés, es César González-Ruano. A González-Ruano la pervivencia de la memoria ultraísta le debe mucho, porque tiene una antología que publica en el año 46 en la cual casi todos los ultraístas están en ella. Y en sus memorias también están.

—Además de la canonización de la generación del 27, hechos como la guerra civil y la posguerra serán también decisivos.

—El movimiento tuvo que esperar para resurgir como objeto de interés. Tuvo que venir una argentina. Es Gloria Videla. En el 63 publica en Gredos un libro, El ultraísmo, que está francamente bien, que nos ha servido de guía a todos los que hemos venido después. Y esta es la adelantada del asunto. Luego después, se empieza a reeditar a Cansinos. Y hoy en día el interés por el ultraísmo es bastante extendido. Se tiene conciencia de que no es un episodio anecdótico, sino que realmente hubo obra ahí.

Y se tiene conciencia, sobre todo, de que hay un poso ultraísta en muchas cosas que vinieron después. La propia generación del 27. Y yo creo que hoy en día el interés enorme que hay por el ultraísmo es al otro lado del Atlántico. Es decir que, en toda América, fenómenos equivalentes han despertado interés.

—Lleva 30 años trabajando en el ultraísmo. Para usted, el sevillano Cansinos Assens es el padre del ultraísmo, contagia entre sus contertulios la necesidad de superar el modernismo.

—Fue el irónico padre del ultraísmo, como lo dijo magistralmente su discípulo Borges. Borges tuvo una devoción inmensa en Cansinos como raro, como personaje letraherido que sabía de muchas literaturas, como hombre arcaico. Borges, ya en el año 25, en dos libros está hablando de Cansinos. Uno es Inquisiciones, donde hay un texto sobre Cansinos y Ramón. Y el otro libro es Luna de enfrente, ese segundo poemario suyo donde hay un poema donde canta a Cansinos sobre el fondo del paisaje del viandante que, como sabes, Cansinos vivía en la calle Morería, y los discípulos volvían del Café Colonial de la Puerta del Sol y llegaban hasta el viaducto para acompañar a Cansinos, y Borges poetiza todo eso.

Yo creo que Cansinos anima a los jóvenes a romper con esos modelos de su propia generación y les señala también cosas de Mallarmé, el camino de Apollinaire, de toda esa poesía de vanguardia, les dice que ellos son nuevos modelos a seguir y ellos se meten por esos caminos. Sobre todo con Huidobro. Entonces, él es el padre de todo este movimiento, es el que apadrina todo el asunto.

Lo que pasa es que enseguida uno de estos jovencitos, que es Guillermo de Torre, levanta un dedo y dice yo ya utilizaba la palabra ultraísmo antes. Y Guillermo de Torre va a ser el líder. Y es cierto que, rastreando la correspondencia de Guillermo de Torre con Cansinos, se van a encontrar cartas un poco anteriores a la eclosión del mismo nombre ultraísta, que ya el mismo Guillermo de Torre estaba utilizando. O sea, que la paternidad es un poco compartida y, de hecho, se le va a retirar muy pronto y en el año 21 va a escribir un panfleto brutal contra los ultraístas que es la obra mayor de prosa ultraísta que hay. Cansinos con eso rompe y en cambio Guillermo de Torre va a querer consolidar el ultraísmo y va a convertirse un poco en el referente internacional ultraísta.

—Llama la atención en su antología algunos nombres, como es el caso de González-Ruano, que ha pasado a la posteridad como un articulista magistral y el principal antecesor de la columna periodística tal como hoy se concibe. ¿Qué lugar ocupa hoy en el ultraísmo?

—El ultraísmo para él es su juventud, sus cafés, su Madrid. Pero él no tiene un papel decisivo dentro del ultraísmo. Es, digamos, un recluta un poco tardío que aparece en escena ultraísta cuando el movimiento tiene tres o cuatro años, y él viene ya con un cierto bagaje de poeta modernista, simbolista, un poco recargado. Y el ultraísmo va a suponer una especie de higiene para él, se va a modernizar vía el ultraísmo, y entonces publica unos cuantos libros todavía un poco más bien tardosimbolistas y luego, en el año 25, ya publica un libro plenamente moderno, dadaísta casi, que se llama Viaducto.

Y en ese libro lo gracioso es que hace algo muy de la vanguardia, que es cambiarle la fecha. Es decir, pone Viaducto, epopeya ultraísta, 1920. Entre líneas, nos está diciendo que el poema es de cinco años antes. No es verdad. El libro, lo he metido aquí, es uno de los cantos urbanos más conseguidos, caótico, es un poema que acarrea mucho material, en cadena de imágenes, un poco dadaísta.

—Madrid fue su símbolo central, con el metro, el arrabal, las tabernas o la Gran Vía. Es decir, su poesía tenía en este sentido algo de provinciana, aunque también es cierto que mantenían una estrecha relación con las vanguardias europeas del momento.

—Yo creo que el ultraísmo combina un poco estos dos aspectos. Este aspecto de casticismo es bastante característico de ellos. Decir el arrabal. El arrabal ya lo había dicho el 98. Ellos lo van a decir de otra manera. Y luego, efectivamente, es el movimiento español de ese tiempo que tiene antenas mejor puestas para captar las sensibilidades internacionales. Con lo cual, el ultraísmo tiene una red europea que incluye revistas francesas, belgas, etcétera.

Y luego, los ultraístas van a tener un papel enorme en el nacimiento de una vanguardia al otro lado del Atlántico. El reflejo de las ideas ultraístas va a estar presente desde el río Grande hasta la Patagonia, desde Ciudad de México hasta Valparaíso. Todos los países aclimatan eso a su manera. Quizás incluso se podría decir que tiene mayor peso la tradición ultraísta por allá que aquí. Aquí queda laminada por el 27 y otros movimientos, y en cambio hasta el año 30 casi todo el continente escribe en clave ultraísta.

—En definitiva, ¿qué huella queda del movimiento ultraísta en nuestros días?

—Yo creo que ahora esto interesa. En general, yo veo que tanto aquí como en los países de América se está mirando bastante a estos fenómenos. Se considera que tiene una frescura especial lo que surgió allí, y yo creo que eso mismo lo detectaron gente de la posguerra.

En general, todos los que han seguido un poco atentos al fenómeno vanguardia saben que aquí había una especie de tesoro oculto. Y yo creo que quizás sea el momento de asumir definitivamente que hay un islote, dentro de lo que es este archipiélago, que es el ultraísmo español. Esto va a acabar en el mapa.

Publicado en el diario Córdoba el 20 de octubre de 2012
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