domingo, 22 de febrero de 2015

Otro día

Cada día que pasa -uno igual al otro, calcados al carbón, fotocopiados a ojos de buen cubero, con sus diferencias insignificantes e imperceptibles- , piensa este hombre, ahora que nadie le escucha, que la vida tiene sus más y sus menos, que esta vida no hay quien la entienda, ni tampoco su puta madre –con perdón- , si es que la tiene. Percibe una monotonía monocorde –con sus incidentes predecibles-, repetida en las horas, en los meses, en los años que le conducen indeclinablemente a la otra esquina de la vida. Eso es lo jodido, piensa, que esto se acaba, que, como todo tiene su fin, también la vida, los días, la vulnerable existencia que nos identifica y nos diferencia a unos de otros.

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Y esa singularidad, se dice en voz baja, se atenúa cada vez más, se diluye en un sopor insoportable, indeseable, sospechoso. En cada noche busca su otra mitad, el amanecer que se hace esperar, la luz de un nuevo de día que acoge como un milagro único, como un regalo inabordable. Se enjuaga los ojos en el lavabo, observa su rostro cansado, los años que se fueron sin memoria o sin dicha. Dice –se lo dice a él mismo- que hoy será diferente.

Baja a la calle, entra en el bar de la esquina, pide -de manera automática- un café negro, sin azúcar –como la vida-. Sonríe de sus ocurrencias amargas, sin sentido. Se guarda en el bolsillo del pantalón un sobrecito de azúcar, por si acaso. Después vuelve a sonreír, por si acaso. Así lleva toda una vida, una larga vida, que no se dispone a abandonar así como así. Es testarudo. Unas de sus cualidades más valoradas e insobornables. Gracias a ella, mañana volverá a pedir otro café para malgastar otro día igual a este.
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viernes, 20 de febrero de 2015

No hay más que decir

Él le dijo: “Vuelve.” Ella no dijo nada. Qué iba a decir. A veces, no hay tiempo ni espacio para la conciliación. Ella lo entendió. Él no dijo no te vayas, sino vuelve. Sabía que la hoguera no tenía llamas. Pero ella quería salir, andar, sin saber por qué, quizás vivir otra vida. Y él lo sabía. Ella hubiese querido otra respuesta. Que él la arrebatara de la duda, que le insistiera, que le pidiera perdón, que le dijera las palabras que nunca escuchó de su boca. Pero él entendía la duda y abrió la puerta a la libertad. Y ella, dubitativa, sintió que ardía el hogar. No hay más que decir.

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Ella miró al frente y anduvo un día y otro a cualquier lugar. Daba igual. Andar es bueno para la salud, se suele decir. Él, claro está, tampoco esperó. La vida está colgada con alfileres en ningún muro. Se quedó sentado mirando el mismo paisaje de todos los días con el libro abierto entre las manos. Sabía, eso sí, que al día siguiente el paisaje sería otro. O mejor dicho: otra sería la mirada. No recurrió a la nostalgia. Abrió la misma puerta y comenzó a andar otro camino: el suyo. La casa se quedó sola. Nadie pensó en ella.
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sábado, 14 de febrero de 2015

Esperando

Ella, que es paciente, espera. Lleva años esperando. Ella, que tal vez no es como las demás, no sabe qué o a quién espera. Tampoco sabe por qué ni para qué. Solamente vive de paso, se desliza sobre los días sin pretender mancharlos, sin dejar huellas de su paso por la tierra. No obstante, hay actos insignificantes que la delatan. Alguna canción, frases anotadas en cuadernos, direcciones que no recuerda y que nunca serán motivo de viaje alguno, fotografías de seres queridos y olvidados. Está aquí, como cada día, acechando la noche, un hecho inverosímil e insólito, un atardecer extraordinario.

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En realidad, no sabe. Ahora un hombre cruza la calle. No es de aquí. El forastero mira a esta mujer sin intenciones, sin parpadear, atisbando en ella la silueta de un pájaro herido, sin vuelo. Ella ve en sus ojos un enigma indescifrable, la vida que no tiene, un sueño desgajado de la oscuridad delante de ella. Percibe sin saberlo que el tiempo de vigilia toca a su fin. No hay una sonrisa en sus ojos. Tampoco hay miedo. Solo la sensación confirmada e irreconciliable de que el tiempo de espera acabó.
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miércoles, 4 de febrero de 2015

El tiempo que no existe

Ella tiene la sensación baldía de que el tiempo no se mueve, de que se acurruca como un gato acostado y permanece indiferente al paso de las horas. Ella tiene un reloj colgado en la pared de la cocina, con las agujas paradas en una hora indefinida. Siempre la misma hora. No se sabe si es la del día o será la de la noche, ni desde hace cuánto. Aquí el tiempo no importa, o no existe, da igual.

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Ella vive en un solo momento que nunca se agota, sin medir el tiempo. Eso, si el tiempo se pudiera medir, sonríe ella socarrona. A veces, se mira las manos. Observa arrugas imperceptibles. Las manos son suaves. Cuando acaricia al gato, este agradece la ternura que recoge. A veces, abre la puerta y observa cómo la ciudad se esparce, como un charco de agua, por doquier. Sabe que algo ocurre en todas partes que todo lo modifica, todo lo condiciona, lo trasforma en algo nuevo y diferente.

El mundo va cambiando a su alrededor, pese a que no le guste. Tiene calor. Enciende el ventilador y, en el aire que esparce, percibe que el tiempo acurrucado en cualquier parte se escabulle por los resquicios de cualquier objeto, de las paredes y ventanas, que va y viene y se vuelve a ir. Sabe ahora que nadie puede detener el paso del tiempo. Se mira a las manos y entiende que el tiempo está siempre aquí, que nosotros nos vamos, callados, sin molestar, a otro lugar, donde nadie acierta a entender que el tiempo ya no estará pisando sombras a nuestro alrededor.
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domingo, 1 de febrero de 2015

El último sueño

El día es frío. Es tiempo de nieve, piensa. Pero no aquí. Aquí nunca nieva. Aquí no hay futuro. Esa palabra la han desterrado del diccionario, piensa. Los viajeros que cruzan por el lugar, apagan los motores, se refrescan con vino fresco y afrutado, comen a placer mientras besuquean, grasientos, a sus amantes de porcelana. Después pagan y se marchan sin decir adiós ni gracias. El paisaje los engulle a lo lejos como si quisiera eliminarlos de la faz de la tierra. Donde la vista no alcanza, los campos siguen siendo verdes, salpicados de árboles huérfanos y solos.

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Aquí el frío no trae la nieve, pero nosotros la imaginamos cubriendo los valles y la ciudad, y los hilos de agua congelados de las bocas de las fuentes como estalactitas expuestas a los ojos del viandante. Aquí nunca nieva ni pasa nada. Es posible que tampoco el tiempo pase. Nos miramos a la cara cada año nuevo y somos siempre los mismos. Menos los muertos, claro, que cada vez son más. Algún día, tal vez no muy lejano, ellos poblarán estos campos y sufrirán solos el frío inclemente y bárbaro de sus inviernos.

Pero, mientras tanto, esperamos no sabemos qué ni a quién con una paciencia profesional, aprendida de generación en generación, apagándose a medida que la edad nos puebla las entrañas y las rodillas, y el dolor ya no justifica la alegría de vivir, ni la necesidad de estar, ni el deber cumplido de haber amortizado con rigor todas las obligaciones de la especie. Un día, cualquier día de estos, nevará en las montañas y de las montañas vendrá un frío gélido que nunca conocimos, y sabremos entonces cuál es el final del último sueño.
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