domingo, 1 de febrero de 2015

El último sueño

El día es frío. Es tiempo de nieve, piensa. Pero no aquí. Aquí nunca nieva. Aquí no hay futuro. Esa palabra la han desterrado del diccionario, piensa. Los viajeros que cruzan por el lugar, apagan los motores, se refrescan con vino fresco y afrutado, comen a placer mientras besuquean, grasientos, a sus amantes de porcelana. Después pagan y se marchan sin decir adiós ni gracias. El paisaje los engulle a lo lejos como si quisiera eliminarlos de la faz de la tierra. Donde la vista no alcanza, los campos siguen siendo verdes, salpicados de árboles huérfanos y solos.

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Aquí el frío no trae la nieve, pero nosotros la imaginamos cubriendo los valles y la ciudad, y los hilos de agua congelados de las bocas de las fuentes como estalactitas expuestas a los ojos del viandante. Aquí nunca nieva ni pasa nada. Es posible que tampoco el tiempo pase. Nos miramos a la cara cada año nuevo y somos siempre los mismos. Menos los muertos, claro, que cada vez son más. Algún día, tal vez no muy lejano, ellos poblarán estos campos y sufrirán solos el frío inclemente y bárbaro de sus inviernos.

Pero, mientras tanto, esperamos no sabemos qué ni a quién con una paciencia profesional, aprendida de generación en generación, apagándose a medida que la edad nos puebla las entrañas y las rodillas, y el dolor ya no justifica la alegría de vivir, ni la necesidad de estar, ni el deber cumplido de haber amortizado con rigor todas las obligaciones de la especie. Un día, cualquier día de estos, nevará en las montañas y de las montañas vendrá un frío gélido que nunca conocimos, y sabremos entonces cuál es el final del último sueño.

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