domingo, 14 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (y XXXIII)

El hombre mira la quietud reinante en el dormitorio. La mujer le pregunta hasta cuándo se quedará con ella. El hombre observa ensimismado una tarde que es distinta a todas. Siente el cuerpo de esta mujer cada vez más próximo, como si fuera parte de él mismo. No dice nada. No sabría qué responder. Tampoco sabe si debe responder cualquier cosa.

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Hay preguntas que no tienen respuesta, porque no las hay, o no se conocen, o no se deben tentar con premoniciones que las delimitan en su proyección definitiva. Pero sabe que esta mujer necesita una respuesta para acallar su inquietud. Y no cualquier respuesta. La mujer lo mira esperando incluso una sorpresa. No le importa cuál. Y le repite hasta cuándo se quedará allí. El hombre mira una luz extenuante que se difumina y se apaga, y solo se atreve a decir:
- De momento, hasta siempre.
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Los sueños deshabitados (XXXII)

Este hombre ya no sueña. Para qué, se dice. Le gusta la realidad tal como es, tal como la pinta y se pinta. Ahora mira a la ventana, se acerca a la ventana. Desde allí el cielo se abre en un atardecer que se muere. Siente un cansancio alegre que le puede y que se queda. Hay una luz gris y roja afuera, y un viento tierno que mece los eucaliptos y los cañaverales del río. Los pájaros buscan acomodo entre las ramas verdes que los ocultan, y el río, apenas quieto, espera que un barco lo cruce en mitad de esta tarde enigmática que se agota en sí misma.

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En la habitación apenas hay luz. Ve la sombra feliz de la mujer que le ama. Le gusta verla allí tirada, esperando su presencia de macho castigado y de niño desprotegido, alimentando la presunción contrastada de que esta mujer está hecha para guerras que no conocen tregua posible. Se acerca a la cama y se desnuda. Se tiende al lado de esta mujer que no dice nada, pero que quiere decir algo mientras lo tienta cautelosa y decidida.
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Los sueños deshabitados (XXXI)

Hay sueños que nadie ha logrado escrutar. Son nubes que cruzan el firmamento de uno a otro lugar, pequeñas manchas que apenas dañan un cielo permanentemente azul. Son sueños deshabitados. Alguien, alguna vez, cruzó sus estancias vacías y las amuebló para ese instante, pero el óxido, que todo lo muerde, rompió el brillo de una eternidad extenuada por el miedo o la inconstancia.

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Hay sueños deshabitados, espacios vírgenes por descubrir y conquistar, que no constan en los mapas primeros ni en los códices más antiguos, y que los hombres y las mujeres buscan cada noche de modo individual, cada cual por su lado. Unos y otras cruzan pasadizos secretos y oscuros, tierras pantanosas, océanos vacíos que no existen sino en esa irrealidad que construyen dentro de los sueños más siniestros. A veces, estos hombres y estas mujeres identifican sus huellas en estos sueños deshabitados y temen que la horma de sus zapatos se quede archivada para siempre en un tiempo de nadie al que temen y del que huyen. Después, al amanecer, los sueños se diluyen como nubes en el horizonte, y el verano abre unos días largos y alegres que van dando paso al olvido con un dolor menos intenso, casi imperceptible.
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Los sueños deshabitados (XXX)

Este hombre se pone en pie y da unos pasos al frente. Tiene a la mujer solo a unos centímetros de distancia. La mira sin pestañear. La mujer mantiene la mirada. No quiere mirar a otro lado. El cielo se oscurece y descarga una lluvia abundante. Afuera el olor a tierra mojada impregna el ambiente y deja un aire limpio y una luz transparente que rompe el cielo negro en trozos también rojos y azules. El hombre no dice nada, no quiere decir nada. A veces, piensa, sobran todas las palabras. Curiosamente, la mujer piensa algo parecido, pero le gustaría que este hombre le dijera algo al oído. No lo hace. La abraza desde los hombros y la atare hacia él. Ella se deja llevar. Tan cerca de este hombre, huele un perfume que ya le es familiar. Ella no mueve las manos, deja caer su rostro sobre su pecho oliendo y buscando sensaciones que no le son propias ni extrañas, esas mismas sensaciones que anduvo buscando durante tantos años antes de que conociera a este hombre que no duda en desnudarla sin prisas, midiendo cada movimiento, cada gesto. Ella siente una respiración controlada, medida a su voluntad. Siente sus dedos que buscan en su blusa botones y ojales que desanudar. Cuando el hombre tira la blusa al suelo, ella busca una desnudez que no encuentra. Deja caer también un sujetador color violeta que a él le gusta. Intenta desabrocharse los vaqueros, pero él se lo impide. Prefiere hacerlo a su modo. Ella le deja hacer. Él le baja los vaqueros con parsimonia y después la desprovee de unas braguitas que antes nunca vio, y cuando ya no tiene más prendas que cubran su cuerpo la hace sentar en la cama. Ella se tiende con los brazos abiertos, apoya la cabeza en la almohada y abre las piernas. El hombre observa el cuerpo que desea y que no sabría describir con precisión si esa fuera ahora su intención.

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Durante unos minutos la mira sin decir nada. Él es feliz pensando qué pensará ella, si está a su lado porque él le proporciona los gramos de placer que ella ansía o sencillamente se ofrece irrespetuosa y entera porque es el modo más eficaz de agradecer su compañía o también la recompensa gratuita por romper una soledad que ya le venía ancha a su vida dilapidada. Ahora este hombre, que durante tantos años anduvo de fonda en fonda, escudriñando mapas inaccesibles, inventando islas desiertas que habitar, evitando grutas a las que el hombre jamás se asomó, opta por quedarse quieto delante de una mujer que encuentra distinta a todas, que sabe que nunca le defraudará en un mundo en el que el trueque y la intoxicación son corriente moneda de cambio. Este hombre, que conoce los mercados y los casinos, los juegos de azar y a los prestamistas, las deudas infructuosas y las inmerecidas plusvalías con que lo oprimieron en otro tiempo de especulaciones, ha dado la espalda a ese mundo que se agota a sus pies y que ya no le interesa, cuyos beneficios toscos rechaza por fáciles o vulgares.

Mira a esta mujer desnuda sin saber exactamente qué hacer, sin tenderse a su lado y adormecerla con caricias sinuosas o volcarse sobre ella como un huracán que arrasa y devora la naturaleza que se tropieza a su paso. Posiblemente esta mujer, se dice, necesita ambas medicinas, porque la vida le ha enseñado que el deseo descontrolado y la caricia más sutil se complementan sin excluirse.

La mujer se siente observada por este hombre al que ama sobre todos los hombres de la tierra, se siente deseada, y no le importa insinuarse toda desnuda. Ahora entiende que ese cuerpo que Dios le ha dado está fabricado para hacer perder la razón a un hombre que la desea como ninguno hasta ahora lo ha hecho. No se siente sucia ni pecadora. Al contrario, nunca como ahora ha querido ser una puta decente, la puta de un solo hombre, de este hombre al que ama con un sentimiento único y diferente, para el que quiere volcar toda esta ternura que hasta ahora no era consciente que podía manejar con tanta profesionalidad. Allí tendida ha aprendido en un solo instante que este hombre ya no vagará extraviado por el mundo, porque ella es consciente de sus armas de seducción, de sus posibilidades de entrega, de su lealtad inquebrantable a un hombre al que cree habilidoso en las artes amatorias y en las trifulcas mundanas, pero al que también está dispuesto a sorprender a su manera y definitivamente. Sabe que ahora este hombre está condenado a compensar con intereses aquellos momentos que aún no ha vivido y que le iluminarán la mirada de una serenidad que siempre quiso alimentar en otras habitaciones prestadas para un momento fugaz. Ella ahora espera a que el hombre se desvista y se recueste a su lado, porque sabe también que después, cuando amanezca, ni él ni ella, querrán estar ya en ninguna otra parte.
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sábado, 13 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (XXIX)

Cuando ella sube al apartamento, encuentra al hombre catalogando algunos libros, buscando en el desorden propio del momento un determinado orden que le permita abrir tiempo al sosiego. La mujer lo ve yendo y viniendo de aquí para allá, consciente de que entre estas cuatro paredes pretende construir su futuro. A ella le hubiera gustado que se quedara a vivir en su casa, pero entiende también que este hombre necesita un espacio personal, un rincón desde donde escribirá cuanto hasta ahora ha ido aplazando para cuando fuera posible, hasta ese momento en que toda empresa pudiera ser asumible. La mujer lo sabe, y no se le ocurre insinuar la posibilidad de que abandone esta iniciativa. Al contrario, la mujer ha optado por vivir con él, porque ama su estilo de vida, un tanto al margen del entorno, dentro y fuera de la ciudad al mismo tiempo. A veces, se pregunta si un día volverá al camino, si cuanto han construido entre los dos quedaría a este otro lado de la mampara. Pero desiste de pensamientos turbios, porque ha aprendido de una vez por todas que estos sentimientos complejos y frágiles que se asientan sobre dos personas son edificios móviles y volubles, que es necesario alimentar a cada instante.

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Esta mujer sabe sobre todo que se quiere quedar al lado de este hombre. Se ha acostumbrado a sus noches de algarabía, a sus amaneceres placenteros, a sus desayunos copiosos. A su manera, se ha acostumbrado a vivir en un microcosmos desde el que el mundo exterior se puede observar como un óleo colgado en el salón cuyas escenas sucesivas muestran la otra cara de la vida, como si, lejos de la realidad, el mundo fuese un espacio minúsculo y abarcable en una sola mirada. La mujer ha cerrado la puerta de su casa y piensa si con esa medida ha clausurado un pasado que nunca quiso. Por momentos piensa también si algún día volverá a abrir esa puerta, porque hacerlo significará de nuevo un fracaso posible pero también inmerecido y recurrente. La llave de esa puerta simboliza también la posibilidad de una alternativa en caso de fracaso, un retiro voluntario si el jarrón de los sueños se hace añicos cualquier día. Pero abandona toda duda innecesaria que no tiene cabida en este renacer que la ha cambiado sin pretenderlo. Ella se dejó llevar allá donde siempre había levantado cadenas o muros inexpugnables. Ahora se siente a gusto sin libros de autoayuda, sin máscaras tras las que ocultar sus debilidades alimentadas con trienios de una soledad sólida que ahora rechaza y no reconoce. Se siente a gusto aquí desnuda, sin defensas, sin argumentos preconcebidos, sin posibilidad de retorno a una vida desactivada por inútil o vacía.
Ha salido a la terraza. El río baja manso. El viento anuncia una tormenta de primavera que refresca el ambiente. Reluctante al vacío que habitaba, esta mujer se da la vuelta y vuelve a observar a este hombre que se ha sentado en un sillón de orejas semejante al que tenía en la habitación del hotel. Ha abierto un libro al azar, ha leído dos o tres frases a las que da vueltas en la cabeza sin otro objetivo que entretener el momento. Ahora mira a la mujer que lo mira al mismo tiempo. Recuerda ahora su primera mirada, sentado en un banco del parque, una primera mirada que la identificó sin decir más que cuanto insinuaba; o sea, que lo decía todo sin palabras y sin decirlo. Como quien extiende una alfombra sin indicar ni cuándo ni cómo se ha de pisar, si calzado o descalzo, si poco a poco o en un momento de ebullición, como si fuera una olla exprés pronta a estallar. Hay momentos que nadie sabe decodificar, que pocos alcanzan a leer la fórmula mágica de su interpretación entera.

Se trata de una sola e irrenunciable resolución, que estampa un cartel indescifrable colgado en mitad de la existencia, a un lado del camino que nunca anduvimos sin más equipaje que la decisión inalienable de que debe ser así. En ocasiones no lo es, claro está. Ese es el riesgo que alimenta la sombra negra, la duda que anida en los pasos indecisos, que nunca nos abandona cuando, lejos de aquí, deberíamos emprender el camino a sabiendas de que detrás de la mampara solo hay o puede haber un espacio abierto al vacío. Esta mujer, sin embargo, ha arrugado el miedo como si fuera un trozo de papel y lo ha tirado sin mirar adónde, y ahora entra en el apartamento, cierra la puerta que comunica con la terraza y dirige sus pasos hasta este hombre que ha dejado el libro sobre un pilar de libros y se dispone a resolver, como mejor sabe o entiende, el dilema que esta mujer le va a plantear felizmente sin titubeos posibles.
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viernes, 12 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (XXVIII)

A la mujer le gusta el apartamento que este hombre ha alquilado, con derecho a compra, frente al río. Es un espacio blanco por el que se pone el sol al atardecer en toda su plenitud y decadencia. La mujer observa a este hombre mientras mide las paredes vacías que pronto cubrirá de estanterías. En el suelo los libros comienzan a apilarse en columnas desiguales que luchan por mantener un equilibrio quebradizo. El hombre imagina la habitación ya amueblada con un estilo sobrio y personal, un rincón donde perder las horas que solo quiere para él. La mujer sabe que él necesita su propio hábitat donde pelear con las palabras y decodificar lecturas siempre retardadas a expensas de encontrar horas sin nadie que necesita para ordenar ideas y materializar proyectos aplazados de un día para otro o quizás para nunca.

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La mujer prefiere bajar y pasear por la orilla de un río aún sin urbanizar que solo cede espacio a este pequeño puerto deportivo que ella acoge como propio. Le gusta caminar perseguida por algún perro cuyo dueño se ha olvidado de su potestad y que ella acoge como compañía aunque igual prefiere en estos momentos la soledad en que se cobija. Piensa por qué no se fue a vivir a casa con ella, por qué prefiere esa distancia pactada que los mantiene unidos a su pesar. Ella sabe que este hombre siempre soñó con una ventana que mira al río, una habitación alegre que dé vida donde las palabras aniden a sus anchas y la música acompañe el sonido del viento en las tardes cárdenas de una primavera tormentosa e irregular.

A esta mujer le gustaría que el hombre viviera con ella cada minuto del día, que midiera los bordes de su sombra con la mirada, que anduviese sus pasos al mismo ritmo que ella recorre cada minuto de su existencia, pero tal vez en todos estos pensamientos haya un error de cálculo, una visión distorsionada por una educación excesiva que la llevó a madurar muy poco a poco, siempre condicionada por una inseguridad que hizo mella en un proceso de madurez que la ha llevado a ser quien hoy es. Por eso, pretende acostumbrarse a la felicidad de este hombre que la hace feliz a su manera, sin condicionarla a sus lecturas ni a sus viajes ni a sus bebidas espirituosas. Posiblemente ya se haya hecho a su modo de ser mucho más que cuanto llega a elucubrar en esta tarde celeste de primavera. Y tal vez, piensa también, es que no le importa sucumbir a su encanto de hombre libre y diferente, en cierto modo romántico cuando la atenaza con sus brazos grandes y tiernos, y la envuelve en una diáspora de sensaciones en la que ella sucumbe con intención y de la que ni quiere ni pretende huir.

El río es una metáfora de la vida, esa serpiente de agua que sisea dividiendo tierras iguales y atraviesa vegas y campiñas sin desviar el cauce del lugar donde ha de desembocar. Mira el río y siempre es el mismo siendo otro, siendo tantos a la vez y ninguno al mismo tiempo. Así se siente ella embutida en ese cuerpo de infarto que le ha dado la vida y en el que este hombre quisiera volver a navegar una vez más y por siempre, orillando los bordes de la locura cuando salva correntías, accidentes geográficos que ya conoce con pericia, cavidades boscosas y húmedas en las que él indaga el origen de su sinrazón sin otra pretensión que vivir en esta enajenación que le vivifica las entretelas de sus desvaríos y los pecados más recurrentes y dispersos. Ella se sabe poseedora de ese don que es la seducción, de esa belleza maltratada por los años malgastados y apenas vividos y la soledad que todo lo marchita y oxida, como si el cuerpo fuera una herrumbre de hierros desportillados y piezas marcadas por una fecha de caducidad tal como cualquiera podría observar tras la lectura de ese manual de instrucciones que nadie ha escrito y que todos se apresuran a descifrar cuando los años se amontonan en derredor como un enjambre de abejas sedientas de sexo o de vida o simplemente de aire. Qué más da, piensa esta mujer bella y difícil cuando avanza por la orilla del río mientras un perro de dueño olvidadizo la persigue y vigila sus sueños en un mundo que vive sin sueños a la orilla de ningún río.

La mujer sabe que ha llegado el momento de quedarse allí, de medir el mundo desde el estrecho ángulo en que ahora se encuentra. El cielo se ha cubierto de nubes moradas y negras, espesas y próximas. Una llovizna ligera le dice que la primavera se impone a regañadientes aunque imperiosa, y que mañana un cielo azul intenso le recordará que vale la pena seguir adelante.
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Los sueños deshabitados (XXVII)

El hombre ha decidido quedarse en la ciudad. Siempre amó ir de allá para acá, con poco equipaje, olvidando las huellas que el barro borra y que la memoria archiva desordenadas y dulcificadas, esperando el momento idóneo para un escrutinio y archivo definitivos. Pero a veces no hay un momento después para la reflexión, porque el camino se bifurca o se confunde o abre trecho a otros senderos nunca soñados. Y el pie, guiado por el corazón y el cerebro y las vísceras, da un paso al frente, y el otro pie avanza otro paso, y así sucesivamente, hasta que el lugar de partida es un punto negro en el olvido.

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Este hombre ha decidido quedarse en la ciudad. Sabe por qué pero no hasta cuándo. Nunca se preguntó hasta cuándo se quedaría en ninguna parte. Hay respuestas que desconocemos y que, sobre todo, no están a nuestro alcance plantearlas o responderlas, ni depende de nosotros. Todo toca a su fin, es cierto. Incluso cuando cualquiera de nosotros optamos por una dirección, no siempre es la voluntad la que decide en último lugar. El viento, aunque nos pese, sopla en nuestro interior y nunca sabemos si es levante o poniente, si procede de las arenas del desierto o de los glaciares del norte o del sur. Sabemos, y no es poco, que debemos hacer el equipaje, escribir una carta breve de despedida y partir sin añoranza y sin expectativas, como quien cruza la calle para comprar el periódico o echar una carta al buzón. No hay decisión más desacertada e inoportuna que observar desde la corta distancia el camino que uno nunca se atrevió a emprender, porque en esa decisión o en esa certidumbre acechan las dudas más hondas y la melancolía menos difusa. El cielo, a esas alturas, es un techo próximo que ahoga y el campo abierto a nuestros ojos se muestra emparedado como una habitación sin vistas.

Este hombre sabe que ahora ha llegado el momento de sentarse. Lo sabe porque el mundo ya no grita a sus espaladas y hacia donde miran sus ojos solo atina a ver circunstancias espoleadas durante años. Observa el río con su mansedumbre salvaje e inexplorada y encuentra en sus aguas turbias su propia vida que navega cauce abajo, hacia donde desembocan todos los ríos, que es el mar (Jorge Manrique dixit). Se queda pensando por qué demoró años en encontrar este lugar al que siempre quiso llegar y por qué hubo de dar tantas vueltas al mundo y a su vida hasta encontrar este rincón próximo que ya vio en multitud de ocasiones, y por qué ahora, cuando más desorientado creía hallarse, encuentra aquí las herramientas esenciales e imprescindibles de la felicidad.
Escucha el timbre de la puerta y es la mujer que viene a buscarlo. Cuando abre la puerta del apartamento, ve sus ojos iluminados. Trae una botella de vino y unos sándwiches de los que a él gustan. La abraza por puro imperativo de la ley que rige los designios del hombre en la tierra, por puro placer o necesidad o instinto. Qué más da. La desviste con prisas, como si el tiempo se fuese a agotar enseguida y definitivamente. Le gusta ver su desnudez completa, recorrer su piel escrutando accidentes geográficos ya conocidos que espera identificar con la misma sensación de la primera vez. Y así ocurre, como ocurre siempre que los dos cuerpos se enlazan para buscarse y necesitarse y apaciguarse. Le hace el amor con violencia y ternura, una mezcolanza que ella conoce y requiere con premura y justicia. Esta mujer no tiene hartazgo –posiblemente les ocurre a todas, esgrime él-, si por ella fuera no habría tregua en esta guerra desaforada del amor y del sexo. La del sexo, vale, piensa ella. Y la del amor también vale, piensa ella. Pero cuando ambas sensaciones se conjugan en un mismo cóctel, piensa ella, es para morirse, coño, grita ella, no se te ocurra parar ahora, le dice al hombre, que el mundo se apaga, que todo lo que buscaba estaba aquí, coño, mueve esta barca con tus remos contra toda tempestad, cruza este océano sin agua de punta a punta, como si el espacio fuese tan etéreo como el amor, y no sucumbas a este huracán que enerva mi piel, le dice a este hombre, que trabaja con ahínco y dedicación extremos por llegar a buen puerto en esta navegación extenuante y sin regreso que arrasa cordilleras y ventiscas, cabos y golfos, estepas y llanuras, hasta avistar la meta que ya la veo porque no veo, dice ella, estoy a oscuras y veo la luz, dice ella, esto es un milagro, coño, grita ella enajenada y feliz, ahora mismo no se te ocurra salir de mi cuerpo, le dice a este hombre, quédate un momento así, que sienta dentro de mi cuerpo el peso de todo el mundo, que sienta que todo se derrumba a mi alrededor, mientras alcanzo a imaginar el río que baja mudo a este lado. La mujer abre los ojos con una sonrisa placentera e infantil, muestra una ingenuidad madura que nunca quiere perder, mira al hombre que la aborda con sus manos grandes y tiernas, y solo alcanza a decirle:
- Quita de encima, coño, que me aplastas.
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martes, 9 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (XXVI)

De vez en cuando, este hombre piensa que vale la pena detenerse, parar un rato, cerrar los ojos, pensar estoy aquí, pensar la vida pasa, los trenes pasan, aunque en realidad somos nosotros también quienes verdaderamente pasamos. El tiempo, él lo sabe, no existe, apenas existe nada, por momentos piensa también si nosotros existimos; lo piensa, eso sí, con los ojos abiertos, mientras cruza la ciudad de punta a punta, palmo a palmo. Como consecuencia, no se trata de las secuelas de ningún sueño, para nada. Este hombre, alguna vez, vigila los sueños como un carcelero espía a los presos, no se deja sobornar a la primera, piensa que incluso nunca se dejaría sobornar, aunque lo piensa a voz en grito, porque nunca le gustó desdecirse cuando el horizonte es claro. No le gusta esquivar los caminos certeros, aunque a veces también le gusta voltear el trecho marcado y perderse por lugares ignotos que le motivan a recrear el viaje. El objetivo, obviamente, siempre es alcanzar la meta por lejos que esta quede.

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Hay días que necesita meterse dentro de él, desprenderse del contexto, aislarse de él mismo, habitar un espacio al que solo él tiene acceso, buscarse las cicatrices más profundas a las que ningún psiquiatra podría hallar diagnóstico certero. Él se mete tan adentro de sí mismo que teme por momentos no encontrar la salida porque, allá en su interior, encuentra una paz reconfortante que le ayuda a esquivar las zancadillas del destino que no ha merecido o que ni siquiera entiende. Es allí donde las dudas le atenazan con una virulencia de la que desea desprenderse lo más pronto posible. Nada le ata ya a ese espacio carcomido por sueños deshabitados donde en otros días más intensos construía un futuro a su antojo pero donde ya hoy no vale la pena tenderse a pensar en las tardes en que todo el horizonte se podía abarcar con el esplendor de las manos extendidas. Todo queda ya, pues, en el ámbito del arbitrio, como la vela de un navío desplegada al viento, con tanta agua por delante como por detrás, o como un vagabundo en mitad del desierto, rodeado de arena infinita por todas las latitudes, o como él mismo en la esquina de una ciudad cualquiera o de esta ciudad en concreto.

Él está aquí, vestido para la ocasión, sin otro proyecto que, sin dejar de ser él mismo, amar por siempre a esta mujer que conoció unos meses atrás en un banco del parque y a la que amó y ama, piensa ahora, como nunca antes había amado. Cuando descifra muy adentro de él mismo el significado de estas palabras, ese simple hecho le retrotrae a otro momento de su vida anterior en que siempre quiso creer en estos sentimientos tan comunes pero que a él le parecían pueriles o tan engañosos, tan inconsistentes tal vez que, ahora que son ya parte de su propio ser, quisiera entender que se ha extraviado en sus más arraigadas convicciones y que cualquier día un soplo de cordura le devolverá la razón que ahora le falta o le confunde y que al mismo tiempo le hace dichoso como nunca lo fue.

Siempre fue feliz, es cierto. Vivió sin arraigo a lugar alguno, con afectos medidos y eficaces que le alentaban un equilibrio interior puro y limpio y del que nunca quiso desprenderse. Hubo algunas mujeres, muchas o tal vez demasiadas, en una vida dilapidada a su antojo, construida con retazos de fiestas y de viajes, de algarabía y de melancolía bien nutrida de noches felices. También de sueños. Algunos ásperos y otros sinuosos como piel de melocotón. Todo vale cuando la juventud gobierna los días y los días por contar todavía son múltiples o indefinidos, y el placer sin límites anida en el alma como un áspid que te busca una muerte dulce y que nunca muerde pero que siempre anda ahí acechando. Cuando este hombre era joven, la muerte siempre vagaba por lugares limítrofes con la amenaza bien fundada de que nadie debe descuidar el arma que aprietan sus puños, porque la vida es tan frágil como un huevo que rueda por la mesa y una vez en el vacío poco importa la altura a la que estallen los sueños, porque antes de hacerse añicos la vida vale ya tan poco que, por momentos, pensamos o queremos pensar que un huevo, cualquier huevo, puede quedarse colgado en el aire por tiempo indefinido como a todos se les quedan los sueños propios colgados tan adentro, flotando en un océano sin esquinas al que nadie tiene acceso, solo nosotros, los dueños de ese mar ilimitado que no podemos alimentar porque nos ahoga en lo más profundo de nosotros mismos, allá donde ya no distinguimos las sombras que siempre fueron sombras de sueños imposibles. Un espacio acotado sin restricciones solo a nuestra propia alma. Que no es poco.
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lunes, 8 de febrero de 2016

Sin engaño

Hay una esquina olvidada en alguna calle de cualquier ciudad, una mujer que cruza las calles de otros días y más a lo lejos –en el tiempo, claro- la posibilidad remota de poder cambiar los días vividos y, sobre todo, los momentos que dejamos pasar como si la vida se pudiera repetir a nuestro antojo. A este lado, donde el tráfico se confunde con un amanecer inhóspito, la lluvia hilvana instantes imposibles.

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Esta mujer, agarrada a una memoria confundida que no es la suya, mira la ciudad de otra edad que se fue, los edificios desgastados, los ruidos muertos de los viandantes, la música apesadumbrada de los bares que huelen a aceite quemado y sudor compartido, a almanaques de días tachados y fotos color sepia que nadie recuerda. Andando sin buscar una identidad extraviada, esta mujer sabe que este no es su lugar y que el tiempo de ayer se ha diluido tan deprisa que la edad que percibe en su piel le impide doblegarse a cualquier engaño.
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domingo, 7 de febrero de 2016

Los sueños deshabitados (XXV)

Cada mañana, cuando amanece, le gusta andar solo la ciudad. Antes de que la mañana se ilumine como un fósforo, sube al metro que, a esa hora, encuentra ligero de pasajeros. Y cruzando el puente, observa el río de un color metálico, como la piel plateada de un depredador de los océanos. Le recuerda el mar de Japón, de un gris grafito, o el mar de Isla de Pascua, tan distinto al verde esmeralda de Cuba o del sur de Portugal. Más tarde, ya iluminado, el río recobra un color indefinido por el lodo que arrastra hasta la desembocadura. A veces, el agua, más serena y limpia, se tiñe de un azul verdoso que a él le gusta. Observa sus anchos meandros cada mañana, y mientras lo hace, no piensa en nada, no quiere tampoco pensar en nada.

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A esa hora en que el sol anticipa los primeros rayos de luz, la ciudad despierta con sus ruidos monótonos. Los ciudadanos van y vienen todavía ajenos al nuevo día, metidos aún en la resaca del último sueño que les dejó desconcertados hasta medio día. Cada mañana la ciudad se reconstruye a sí misma, como si el hecho de vivir fuera nuevo otra vez. Y en esa reconstrucción de su propia identidad hay también una sensación de hastío difícil de definir, pero al mismo tiempo nace también una posibilidad remota de querer cambiarlo todo, sensación que se diluye como el azucarillo en el café de desayuno que reconforta y aliena a la vez.

Este hombre, mientras desayuna, lee el periódico sentado a la mesa de un bar. A través de sus páginas, observa el mundo empequeñecido, muestra su propio desconcierto de cómo en unos cuantos titulares puede encontrar el diagnóstico a este caos internacional. Mira el periódico y viaja con la mirada por todos aquellos países que él ya conoce, y cuando lo cierra y lo deja caer sobre la mesa, un mundo diferente se le pone ante los ojos, y ha decidido que este mundo insignificante que ahora ve es el que quiere para vivir siempre al lado de una mujer que conoció hace tan solo unos meses.

Pasea por la orilla del río. Quiere vivir a la orilla del río, cerca del puerto deportivo en el que los vagabundos que navegan sin rumbo se detienen para descansar por semanas y meses, y beben cerveza con destreza mientras narran sus hazañas y describen otros puertos y a otros marineros que también beben cerveza en las tabernas de todos los puertos del mundo. Este otro hombre que bebe cerveza junto a él, y que hace y deshace nudos de mar con una soga gruesa y prieta, como si la taberna fuera el escenario de un máster improvisado, tiene una cicatriz que le atraviesa la parte izquierda del rostro hasta tropezar con la nariz. Tiene también la piel cuarteada por la quemazón del sol y siempre anda tocado con una gorra de lobo de mar, viste descuidadamente y la barba empieza a amarillearse. Tiene una expresión de hombre bueno al que la vida le ha ido mal, y los ojos destiñen una mirada de ballena acorralada en mitad del mar infinito, y esa sensación de ser libre sin conocer qué es la libertad, piensa este hombre, es tal vez una de las más condenadas confusiones a la que el ser humano se pueda sentir abocado.
Allí, a la orilla del río, este hombre ha encontrado un apartamento confortable y amplio, luminoso, donde ha decidido quedarse por ahora y quizás para siempre. Después vuelve a la casa de la mujer. Ella acaba de ducharse y desprende un olor a gel que a él le gusta. Está en la cocina preparando el almuerzo con un mimo que nunca vio antes. El olor a gel y a guiso es una mezcla que a este hombre siempre le provoca sentimientos encontrados. Ella viene a sus brazos. Ya lo echaba de menos. Creo que la comida puede esperar, le dice. Él ha entendido el mensaje en todas sus versiones posibles. De cualquier manera, le dice él, tendrá que esperar. Le quita el albornoz con una ternura que ella quiere. Y él, otra vez, vuelve a sorprenderse al observar su cuerpo perfecto. Le gusta esa mancha oscura que marca su pubis en esta piel blanca, ese punto poblado de deseos al que necesita regresar ya. La tiende en la mesa de la cocina y, abriéndole las piernas, se sienta muy cerca de un mundo del que ya no pretende regresar nunca. Su sexo no huele a sexo de momento, pero a él no le importa. Puebla de besos minúsculos un espacio siempre soñado y que poco a poco intensifica con una eficacia que a esta mujer conmueve y que hasta ahora desconocía y que tampoco sabría definir. El hombre, influido por frases que leyó de Henry Miller, opera con maestría y dedicación, reconduce los ritmos cuando la respiración de la mujer se acelera sin freno, pero él no detiene la acción aunque ella le recomienda ya vale, ya vale, y él, ajeno a voces que no oye, prosigue auscultando su sexo inundado de sensaciones. Y entonces ella se incorpora feliz desprendiéndose con cierta violencia del hombre que la ama hasta hacerla enloquecer. Ya basta, le dice, quiero conservar algo de razón para el resto del día. O para el resto de mi existencia, corrige. Después, sentada aún sobre la mesa, con las piernas abiertas y cubriéndose el sexo con las manos, mira a este hombre que le pide sin prisas, y por favor, una cerveza bien fría. Ella le sonríe. Después se pone en pie y, mientras se dirige aún desnuda y feliz a abrir el frigorífico, solo alcanza a decir:
-A la orden.
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Los sueños deshabitados (XXIV)

La mañana amaneció limpia, pero el cielo se fue encerrando en sí mismo de poco a poco hasta que la lluvia, de granos menudos y agradables, inundó las calles de un agua providencial. La lluvia trajo también una temperatura suave al ambiente, una bajada del mercurio que vaticinaba también una primavera encendida que se había anticipado después de un invierno seco y árido. Ella miró la ciudad desde la ventana del hotel y pensó que era llegado el momento de volver a casa. Se lo dijo al hombre que buscaba en Google un paisaje inusitado y, al escuchar la sugerencia de la mujer, entendió que aquel viaje sin destino había tocado a su fin. No puso ninguna objeción. Creyó también que, con toda probabilidad, le vendría bien retornar al punto de partida y de encuentro.

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La mujer le dijo que le apetecía volver a casa, descorchar una botella de buen vino, preparar una cena liviana aunque sustanciosa, compartir con él las horas de sobremesa y proponerle después un futuro sin fisuras, apostar por una vida sencilla, si a él le apetecía también, un espacio en el que las escaramuzas y de más estrategias no tendrían lugar. El hombre, abstraído sin sorpresa por un proyecto que ya consideraba consolidado, comenzó a preparar el equipaje sin decir nada. Después la miró sin palabras y solo acertó a decir: “Vamos a casa”. Sí, vamos, pensó ella, sin decir nada. Para qué hablar. Ya en el avión imaginaron de nuevo la vida que se consumía a sus pies.

No trajeron con ellos ni un solo recuerdo de aquel viaje disparatado. Ella pensaba, después de casi cuatro semanas, incorporarse de nuevo al trabajo. Mataba las horas en una agencia de viajes, donde cada vez que vendía un boleto reconstruía a través de las fotos del catálogo o de la revista tantos rincones del mundo que jamás reconocería. Ahora, sin embargo, de vuelta a la monotonía de una vida apaciguada por los años, parecía hacerlo con el mundo dentro de ella, como si ya no necesitara moverse de un mismo lugar para saber que el mundo, básicamente, es igual en todas partes. Lo pensó mirando de soslayo al hombre que tenía a su lado. Despertaría cada mañana en el lugar que quería estar, el que había elegido para compartir con él.

El hombre sabía que cuando la mujer no dice nada es porque se siente feliz. La conocía ya lo suficiente para no inventar otra sorpresa que una sonrisa cuando era necesaria o un sencillo abrazo para sortear la soledad más contumaz. Él sabía que los años, a una determinada edad, no han alcanzado todavía a desbaratar los sueños si esos años se han conservado al margen de otros daños colaterales. La madurez, esa palabra tan estoica que a todos los seres humanos ha carcomido hasta romperles las entrañas, habita demasiado temprano las primeras ilusiones incipientes, cuando apenas son flor de un día o de un instante fugaz. Más tarde, allá, donde ardió un fuego inextinguible, ni siquiera las cenizas muestran huellas de aquellas hazañas desproporcionadas que habitaban sueños indomables. Después no queda nada, apenas queda nada. Hace daño abrir esas cajas de fuegos apretados entre bastidores, desteñidos por la carcoma del tiempo y por la devastada voluntad que nunca sobrevive a los últimos embates de una vida que siempre quisimos diferente.

Un día, de golpe, alguien despierta a un nuevo día, y sabe que ahí está la vida en todo su esplendor, que no había que cruzar océanos ni remontar cordilleras, que sobran otros idiomas para entender este otro que balbucea adentro de cada cual palabras ininteligibles que nunca entendimos hasta hoy. Ahora este hombre, que siempre anduvo de allá para acá, y que cualquier otro día posiblemente emprenderá otros muchos viajes que nunca imaginó, le basta con volver al lado de esta mujer donde esta mujer quiera estar. Allí, frente a un río salvaje que duerme a la sombra de una ciudad que vive ajena a su presencia, este hombre ha echado amarras, consciente de que el río siempre anuncia con su presencia un rumbo indefinido que se abre sin buscarlo adentro de cada uno, adentro también de él. Y también adentro de ella. Así lo quiere entender o sencillamente así lo entiende.
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Los sueños deshabitados (XXIII)

Viajaron sin rumbo y sin horarios, sin prisas y sin proyectos. Prescindieron de guías turísticas y de recetas, de lugares comunes e inevitables visitas. Se conducían por ese instinto que siempre rechazamos y que solo en contadas ocasiones escuchamos, sobre todo cuando los acontecimientos se precipitan inevitablemente en dirección contraria a nuestras intenciones primeras. Por esta razón tal vez, hicieron oídos sordos al coro de las musas que les indicaba un camino contrario y diáfano, y optaron, al menos esta vez, por quitarse los zapatos donde muy pocos antes se habían descalzado. Subían a un avión solo por el afán de estar por encima de las nubes y de imaginar, observando un paisaje indefinido, la distancia abstracta que los separaba del resto de los mortales. Sentían los pies como si pisaran un enorme plato de natillas, como si los pies se les quedaran colgados en el inmenso vacío sufriendo el ímpetu del viento. Pero no. A veces, flotaban en un sueño ligero que compartían y despertaban para comprobar que el uno o la otra seguían ahí al lado. Otras, confundidos en el aeropuerto, ese lugar de nadie, hacían acopio de equipajes y modificaban el trayecto planificado unas horas antes. Volvían a la ciudad, buscaban el mismo hotel, pedían la misma habitación para sentirse como en casa y se desplomaban en la cama deshecha de la noche anterior para acabar de leer el último libro, o dormían plácidamente sin horarios y sin más ambición que estar uno al lado de la otra.

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Después, al despertar, pensaban que el tren era el medio de transporte más indicado para no ser ajeno a aquellos paisajes de ensueño, y volvían a salir del hotel sin haber abierto apenas el equipaje y de nuevo compraban billetes con un destino no estudiado y en ocasiones por puro azar, y era el puro azar, por supuesto, el que los llevaba a rincones que nunca soñaron y que tampoco creían que pudieran existir, nombres que nunca oyeron, platos que degustaron con un paladar de expertos. Se dejaban aconsejar por los nativos, aunque después modificaban la ruta conforme les venía en gana. El atardecer les pillaba desprevenidos en mitad de un puerto de montaña y, sentados en una terraza frente a un acantilado de vértigo, preferían degustar un gintónic con parsimonia de protocolo. Y entonces olvidaban trenes y autobuses, para al final optar por un taxi que los acercara a una casa rural perdida en un monte verde próxima a una carretera sin apenas tráfico.

Las noches siempre eran distintas y acogedoras. Dormían con velas encendidas y, en esa agitación incontrolada de la llama tenue, las sombras de sus cuerpos se buscaban en la oscuridad sin otro afán que estar uno cerca del otro, una necesidad que crecía por puro instinto y que en tan breve plazo de tiempo se afianzaría como una adicción de la que ninguno querría desprenderse.

A veces, volvían sobre el rastro abandonado unos días antes. Ya no recordaban con precisión si aquel hostal limpio y modesto, pero acogedor, estaba ubicado próximo a la catedral o bien se situaba detrás del puente que llevaba a un parque natural que nunca quisieron visitar. Y volvían por ese simple placer de pisar el camino andado. Después, desde allí, alquilaban un coche para gozar de esa libertad que es perderse por carreteras apenas transitadas, donde la vida bulle a una velocidad distinta o sin velocidad. Allí, apoyados en la puerta del vehículo, se han detenido a medir la distancia que los separa del cielo, y piensan de nuevo si, desde allí arriba, alguien puede alcanzar a identificar a estos dos seres diminutos que cruzan el mundo de punta a punta como dos vagabundos a los que les sobra casi todos los páramos en los que han hundido sus botas.

Así que, alguna vez, han pensado volver a casa, aunque solo sea por ese placer de no pedir la llave a nadie, de andar a pie sin necesidad de subir a un vehículo a motor o sencillamente por el placer de andar reconociendo el entorno, de volver a oler los almendros florecidos y la tierra sin lluvia que ya se cuartea de sed. De vez en cuando, piensan que sería bueno archivar el pasaporte con el resto de documentos y andar desnudos por el mundo, sin identificación posible, sin DNI ni ADN, sin nombre y sin apellidos, sin memoria y sin nómina, ausentes al caos que se traga de lleno a este mundo hasta ahora conocido, un mundo que se diluye sin esperanzas y sin solución en sus propias contradicciones, un mundo posiblemente inventado a la medida de los hombres y que ahora se rompe al tamaño de cada ambición, una ambición desmedida y fugaz, como un sueño resquebrajado en mitad de la noche, lejos todavía del amanecer tardío que se extravía entre las sombras de los días presentes. Ahora, este hombre y esta mujer viven al margen de un mundo que no les interesa, de un mundo que no entiende sus actitudes y que vive ajeno a ese otro mundo en el que ellos se refugian para escabullirse de esta pesadilla colectiva que no entienden ni comparten y de la que se compadecen y compadecen a los demás porque la sufren y sufrirán inevitablemente por un tiempo que nadie logra acotar.
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