sábado, 31 de agosto de 2013

Sin palabras

Aunque no lo creas, todos los días no son iguales. Ayer, por ejemplo, había un halo de ceniza en el aire que enturbiaba el ambiente, el aire era denso y pesado. Hoy, sin embargo, me levanté flotando en la habitación. El día es luminoso. Desde la ventana, el paisaje es más verde que nunca y el río trae una mansedumbre que necesito. He abierto un libro que no quiero leer. Paseo por la orilla del río, donde los perros ladran a la luna y a los viandantes. Territorio de nadie. El bar de todos los días está solo. Como yo.

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Espero a que llames. No dijiste a qué hora llegarías. Han sido muchos años. Te imagino igual, pero sé que estarás distinta. Observaré primero tus manos, siempre escondidas en los bolsillos o buscando cualquier cosa que nunca encuentran. Y mientras busco tus ojos, como hacía entonces, tú me dirás que te alegras de verme, que estoy igual. Siempre lo hacías así. En ese momento yo estaré descorchando una botella de vino. La música estará mansa, como el agua del río. Justificarás tu ausencia con frases entrecortadas que serán sinceras y torpes. Y yo te diré que calles y que bebas.

En todo este tiempo, te eché de menos, pero es verdad que también acabé olvidándote. Y eso no te lo puedo decir. Porque nunca te gustó escuchar mis palabras por miedo a arañar en ellas la puta verdad. Da igual. El vino es de terciopelo, como a ti te gustaba decir. Tú sí estás igual. Pero yo he cambiado tanto. Igual llegas a entenderlo sin que tenga que explicártelo.
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viernes, 30 de agosto de 2013

Carl Honoré: “En la cama el viaje es tan importante como el destino”

Asistir a los niños de las calles de Brasil le ayudó a impulsar su carrera periodística. Ahora, Carlo Honoré publica La lentitud como método, donde explica cómo ser eficaz y vivir mejor en un mundo veloz. Además, se le conoce como una de las figuras más importantes del llamado slow movement, que lucha contra el acelerado ritmo de la vida actual. Sus libros Elogio de la lentitud y Bajo presión fueron un éxito de ventas y han sido traducidos a más treinta idiomas.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—La primera pregunta es obvia. ¿Por qué tenemos tanta prisa?

—Porque hemos perdido la tortuga interior.

—Con este ritmo tan acelerado de vida, ¿llegaremos antes, nos perderemos en el camino o no sabemos a dónde vamos?

—Yo creo que una mezcla de las tres cosas, pero en el fondo terminaremos acelerando la vida en vez de vivirla.

—Comenzó a desarrollar su carrera periodística asistiendo a los niños de las calles de Brasil. ¿Sintió allí que la vida se detenía?

—Sí. Yo creo que Brasil me enseñó cómo apreciar la buena lentitud.

—¿La vida rápida siempre es la más fácil e irreflexible o, a veces, también los reflejos del momento ayudan?

—No soy fundamentalista de la lentitud. Hay momentos para ir rápido y hay momentos para ir más despacio.

—“El virus de la prisa siempre es una epidemia mundial”. ¿Cómo podemos cambiar el coche de marcha a esta velocidad en que vivimos?

—Lo que hay que evitar es desacelerar demasiado rápido. La revolución lenta tiene que ser lenta. Es un proceso. Dicho de otra manera, la lentitud consiste en reaprender el arte de cambiar de marchas, pero no hay que cambiar de marchas demasiado rápidamente.

—Esta cultura del correcaminos nos está haciendo daño hasta en el sexo. ¿Saben los demás que en esta materia los prolegómenos son tan importantes como la meta?

—En todo, desde la cama hasta el trabajo, pasando por la comida, el viaje es tan importante, y a veces más importante, que el destino.

—Por favor, dígame dos o tres cosas que debamos hacer con prisa en la vida.

(Ríe). Bueno, yo diría que no se debería hacer nada con prisa. Las cosas que se deben hacer rápidamente: trámites burocráticos y todo lo que pueda evitar la mala lentitud. Un atasco de tráfico, por ejemplo, me parece bien que se despeje rápidamente. O el fútbol, cuando Messi tiene que meterse rápidamente para meter un gol al Madrid.

—Dígame por qué los políticos no se toman su tiempo para adoptar decisiones que a todas luces nos parecen erróneas o precipitadas.

—Cada ciudad termina teniendo los políticos que se merecen. Y los políticos siempre son un reflejo de la propia sociedad, y una sociedad apresurada, con prisas, termina eligiendo políticos que optan por atajos y soluciones rápidas y superficiales.

—¿Si vivimos tan rápido, por qué somos tan impuntuales y llegamos tarde a todas las citas?

(Ríe). Porque no dominan ese juego, ese baile, entre la buena lentitud y la mala lentitud.

—Ya que no podemos bajar la velocidad del mundo, ¿dígame qué hacer para ser feliz en esta fiesta de estresados?

(Ríe). Hacer menos. No podemos hacerlo todo. Hay que cortar la agenda, hacer menos cosas pero hacerlas bien.

—Por cierto, ¿a qué hora pongo el despertador para poder apagar la enfermedad del tiempo?

(Ríe). A la hora que le permita levantarse y arrancar el día con calma.

Publicado en el diario Córdoba el 15 de julio
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jueves, 29 de agosto de 2013

Como ella era antes

Comenzó a cambiar aquel día en que no supo con firmeza si todo aquello que había vivido era fruto de la propia realidad o si los sueños se le habían incrustado en lo más hondo de los huesos. Abría un libro y pensaba que aquel episodio que el autor había felizmente fabulado, y que nunca debió ocurrir, era sin duda retazos de su memoria desfigurada. Y a veces, también, cuando cruzaba esta o aquella esquina, creía encontrarse por primera vez en aquel lugar y lo observaba como el turista admirado o el explorador aturdido que encuentra el paraíso onírico que nunca creyó alcanzar. Cada vez con más frecuencia, vivía en un mundo falso en el que, por el contrario, no le disgustaba ni le provocaba otro mal que estar ausente de este mundanal ruido en el que residía a su pesar.

Un día me llamó por teléfono, como antes de su enajenación había hecho tantas veces. No me sorprendió escuchar su susurro de abeja enamorada y glotona, ni sus desvaríos de mujer triste y contrariada. Sus cambios de ánimo eran tormentas de agosto. En breve espacio de tiempo, y contra todo pronóstico, se le nublaba la razón y granizaba improperios por doquier. Como es lógico, me costó acostumbrarme a sus abrazos vacíos, a sus verdades incoherentes y a que me llamara por un nombre que no era el mío. Me cambió tantas veces el nombre, que a veces ni yo mismo me encontraba fuera de mí. Pero es cierto que uno aprende a encajar cualquier derrota.

Dejé de amarla varios meses después cuando, apretándome los hombros con sus manos, acercaba su rostro al mío, y mirando sus ojos fijamente no encontraba su mirada. No le dije nada, pero supe que ya se había ido definitivamente. Quizás ella nunca dejó de quererme, pero si le preguntara creo que su respuesta tampoco me convencería demasiado. Por eso ahora la recuerdo cómo era antes, antes incluso de que la olvidara.
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martes, 27 de agosto de 2013

Verano

Le digo que se nos va el verano. Ella, solo por joder –en el mal sentido de la palabra-, rectifica que con el verano se nos va también parte de la vida. Cuando se torna melancólica, no la entiendo. O mejor dicho: no la soporto. No me importa que de vez en cuando agarre un libro y me lea alguna frase que sabe que me atrapará. Por ejemplo, busca entre los anaqueles y encuentra un título. Le gustan los títulos sugerentes y evocadores. Abre el volumen Para no olvidar. Crónicas y otros textos, de Clarice Lispector, aquella escritora ucraniana que murió en Río de Janeiro. Lo hojea para adelante y para atrás. Después lee cualquiera de sus páginas: “Brasilia está construida en la línea del horizonte. Brasilia es artificial. Tan artificial como debía de ser el mundo cuando fue creado”.

Sé que lo hace por joderme –en ese jodido sentido de la palabra que no incluye el sexo-. Y lo consigue. De veras. Recuerdo otra frase de Lispector: “Mi apariencia me engaña.” Y recuerdo Brasilia: ancha, inmensa, mágica, inexpugnable, abrasadora. Me vienen a la memoria sus noches y sus excesos de cachaça, sus atardeceres limpios de nostalgia. Ahora quisiera estar allí. Ella me mira. Está pensando qué pensaré yo. Pero no logra desconstruir mi pasado para pisarlo de nuevo. Me mira, pero mi apariencia engaña. Le digo que sí, que el verano, desafortunadamente, se va. Aunque, la verdad, poco me importa. Está atardeciendo, pero yo solo veo la luz menguante de Brasilia cuando el sol se pone. Y pienso que lo único artificial somos nosotros dos y este verano que se muere.
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domingo, 25 de agosto de 2013

No hay olvido para el nazi László Csatáry

El nazi húngaro László Csatáry vivió 98 años y buena parte de ellos transcurrieron tranquilamente en Budapest con su nombre real hasta el verano pasado. El tabloide británico The Sun dio con él después de muchas pesquisas. Nunca pisó la cárcel. Dicen que iba a ser juzgado. Pero murió este mes de agosto, consumido por la felicidad de que nadie le hacía hecho caso, ni siquiera la justicia. No es la primera vez que ocurre, ni será la última.

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Estaba acusado de colaborar en la deportación a Auschwitz de unos 13.000 judíos, y de torturar y azotar a los prisioneros en los campos de concentración. Fue condenado a muerte en rebeldía en 1948 en la desaparecida Checoslovaquia, aunque para entonces él ya había emigrado a Canadá con otra de sus tantas identidades falsas. No tuvo problemas en sobrevivir y se ganó la vida como merchante de arte hasta 1997. Pero ese año fue descubierto. Así que regresó a Hungría donde vivió en paz consigo mismo y en deuda con los demás hasta el verano pasado.

Era otro en las fotos que estos días publicaba la prensa. Estaba irreconocible. Un anciano delgado, a veces tocado con gorra, con una expresión asustadiza pero airada cuando la prensa le importunaba. La miraba, baja: el pelo, blanco, y todavía abundante pese a la edad; las manos, fuertes agarrando su gabardina; la camisa, a cuadros; la chaqueta también a cuadros, como la camisa, y de colores también vivos, como si regresara siempre de un verano eterno de vacaciones nunca merecidas. Tenía las cejas pobladas, demasiado pobladas, para encubrir el frío metálico de su mirada. Y pese a todo, ese esqueleto frágil conservaba inalterable la temperatura exacta de la infamia.
Hasta hace unos días, ni los periodistas ni los jueces prestaban demasiado atención a los paseos matutinos de un viejo que vivió sin ser vapuleado y que murió con la cifra imprecisa de casi cien años de soledad afortunada. Quienes le recuerdan de los años del horror no lo describen como el viejo elegante que engañó a su propio destino, sino como un hombre despiadado que golpeaba a niños, torturaba a los presos y asesinaba amparado en el cinismo de su fe y de su locura.

Hace unos días dejó de existir, sin que nadie le arrebatara la libertad que le deshonraba. Quienes le conocieron en los campos de la muerte no alcanzan a olvidarlo. Y acaso esa memoria frágil y perenne como su cuerpo de anciano sea la mejor condena para quien burló a la ley y a la condición humana.
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sábado, 24 de agosto de 2013

Mujer sin nombre

Pongamos que se llama Marta. Supongamos también que él no la conoce de nada. Ahora tal vez imagine el perfil de sus manos, el desafío de sus palabras, el reto de un encuentro. Lo hace desde que ella le escribe a través de las redes. Lo ha estado buscando sin saber con certeza si sería él. Ella sabe que andamos buscando continuamente dentro de nosotros mismos aquello que hemos encontrado en alguien que no somos nosotros. Probablemente le guste su mirada. Las mujeres –ya se sabe- miran a los ojos para delimitar el campo de batalla. Ella, se llame como se llame –supongamos que se llama Marta-, esconde detrás de su nombre intenciones que no calla, sentimientos antiguos que ahora reaviva sin pretenderlo.

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Se mira al espejo, y no atina a imaginarlo con la lucidez que necesita. Tampoco le importa demasiado, porque a ella le gusta detenerse sobre todo en sus palabras, abrirlas cual cirujano y extirparle las vísceras, buscando en ellas quizás la razón que no entiende y que la empuja a desearlo cuando la noche se cierra entre sombras que antes no percibía como reales y que hoy son el elixir que alimenta la fatiga que la quiebra.

Cada noche, a estas horas, mira sus ojos que la escrutan, y sueña que acaso él la mira en realidad, y delante de su mirada se desviste sin prisas, emulando el encuentro que un día será, y se siente deseada sola en medio de una habitación grande y vacía. Y más tarde, cuando duerme, pero ya en sueños, se ve desnuda también en mitad de la habitación, pero esta vez el hombre está allí, se le acerca, le pregunta su nombre, y ella responde que no recuerda. A él no le importa ese olvido imposible. Ella le deja hacer, se siente afortunadamente sucia y feliz, y le pregunta a él –sin apenas pronunciar palabra- cómo se llama. Él le responde que no tiene nombre, o que no recuerda, da igual. A ella tampoco le importa, porque en los sueños casi todo se puede inventar, pero no puede evitarse todo. A ella también le da igual.
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Cartas

A ella le gusta que él le escriba cartas, como antes se hacía. Le gusta abrir el buzón de vez en cuando y encontrar el sobre de un color tostado y su nombre y dirección manuscritos. Le gusta reconocer al remitente por su letra caligráfica de rasgos delicados y finos, las letras un tanto inclinadas a la derecha como si las empujara un soplo o un suspiro. Le gusta leer cartas bien escritas, en las que también el sentimiento se palpa conforme lee cada palabra.

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Sí, le gusta leer los sentimientos, pero le da miedo tocarlos. Por eso, cuando lee es como si palpara su alma, como si deshojara su corazón –por poner un ejemplo-. No puede evitarlo. A ella le gustan las metáforas forzadas, las frases edulcoradas, los sentimientos expresados con precisión y maestría, y sobre todo con honestidad.

Él, alguna vez, para no dejarse arrastrar por el romanticismo, se evade en digresiones suculentas que describen paisajes oníricos y momentos deseados. Nunca fuerza una cita, ni le confiesa en una proximidad que desea la necesidad de sentir el tacto que no percibe. El amor, piensa mientras escribe –aunque no lo escribe-, también se alimenta con el tacto de una piel contra otra piel. No solo se construye –medita mientras escribe- con sueños que se escabullen como vapor de agua en mitad de la noche fría. Ella siempre espera esa carta que alguien le envía desde la misma ciudad, aun sabiendo que la distancia no merece la pena. Pero el amor, y ella lo sabe, también requiere sus ritos y mide sus tiempos, como si viviera en la paleohistoria de la escritura, cuando no había e-mails ni otros mundos virtuales que el deseo fabricado con palabras tangibles.

(Para Carlos)
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jueves, 22 de agosto de 2013

Rutina

La lluvia nunca viene si se la mira de frente. Del mismo modo que el sol reta toda mirada fortuita o pertinaz. Este hombre observa la lluvia y a veces también el sol. Sobre todo porque ahí donde lo veis, sentado, con el periódico abierto y una tentación que no tiene nada en común con la prisa, lleva tantos años repitiendo la misma ceremonia, que ahora no tendría ningún sentido preguntarle por una costumbre tan antigua y monótona. Pero a él se le ve feliz. A veces alguien se lo cruza por la ciudad y le pregunta: de dónde vienes. Y él siempre responde con una alegría invencible: de ahí del parque, como todas las mañanas.

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Tal vez sea lo único que le quede de una vida que se le fue irremediablemente. La mujer falleció. La hija trabaja en un país europeo. No recuerda cuál. Lo dice siempre que le preguntan para no remover la memoria. Nadie le visita. En Navidad, que es la fiesta que más detecta, no se le ve por las calles. En verano, porque no soporta las altas temperaturas, o a saber por qué, igual. Ya en septiembre vuelve con los días más livianos. Sus conversaciones no duran más de dos minutos. Sus convecinos le aburren, aunque él no dice nada. Ellos, en cambio, hablan muy bien de él.

Dicen, por ejemplo, que fue infiel a su mujer. Y que cuando ella murió, la otra, la amante, se fue de la ciudad por miedo al qué dirán. O a saber. Recibe, eso sí, una correspondencia periódica que le alegra la existencia. Todos dicen que es de ella. Que aunque se fue y lo dejó plantado, lo quiere de corazón. En los pueblos, ya se sabe. Y nadie sabe.

Lo cierto es que cada mañana desayuna en el café de la esquina. Después compra el periódico y se va al parque a leer algunas cartas que alguien le escribe. Dicen también que según lee se le dibuja una sonrisa libidinosa en los labios y que, más tarde, cuando vuelve a casa, trae una juventud indescriptible que borra más tarde. A él no le importa lo que digan. Cuando vuelve, siempre tiene la esperanza de que ella haya puesto el vino a enfriar y ya esté poniendo la mesa.
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Quédate ahora que has vuelto

Quédate a mi lado. Cierra las ventanas. Hay ruido ahí afuera. Y siéntate a mi lado. Cuéntame cómo llegaste hasta aquí cuando ya no te esperaba. Quién mancilló tu dignidad, quién te abandonó en mitad del camino, quién pretendía quererte como yo te quería cuando éramos muy jóvenes. Ahora no importan las lágrimas innecesarias, ni las excusas que no alumbran los días por venir o justifican los días mordidos por los equívocos inevitables. Siéntate aquí, acomódate en mi hombro y cierra los ojos. Sueña que el tiempo solo fue un breve paréntesis ya prácticamente olvidado, y que cuando abras la puerta no habrá nadie a tu lado, excepto yo, que siempre estuve ahí, incluso cuando tú no estabas, incluso cuando te fuiste, ahora también que has vuelto.

Siempre estuve aquí. Esperando, sí. Pero también viviendo. Es inevitable. La vida cobra su peaje si se la evita. Estuve aquí, en la misma casa, a la sombra de los mismos árboles que nos vieron crecer. De vez en cuando, eso sí, salía afuera. Me extraviaba por el mundo. Buscándote tal vez. Pero sobre todo buscándome. A veces, me sentía muy lejos de mí mismo. Lejos de mí y de ti. Y temí transmutarme en otro que no fuera yo, siendo yo mismo. Temía que no me reconocieras si volvías algún día. Podrías agarrar mis manos, pero también podías extrañar mis abrazos.

El tiempo es lo que tiene: todo lo confunde y todo lo agita como si fuera una coctelera. No importa. Pasaba por aquí cuando tú volvías. En realidad, regaba las flores, cuidaba los vinos, releía los mismos libros. En resumen, intentaba ser feliz con los mismos instrumentos de entonces. No creas. Me sirvieron. Todavía pienso que volviste porque sabías que yo me quedé.
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viernes, 16 de agosto de 2013

José Manuel García-Otero: “Messi llega un segundo y medio antes que nadie”

Dedicado al periodismo durante treinta años, José Manuel García-Otero publica ahora Messi. Sueños de un principito. A lo largo de su carrera cubrió los Mundiales de España-82, Italia-90 y EEUU-94. Siempre busca el lado humano del deporte. Trabajó en la Agencia Efe, El Correo de Andalucía, Nueva Andalucía, Marca, AS y Canal Sur TV. Es columnista de Elconfidencial.com y editor de El Diario Fénix. También ha publicado una novela: El arma de los invisibles.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—¿Qué nos dice en su libro de Messi que no podamos encontrar en otras partes?

—Que no es una biografía, que descubre los sueños de un tipo sencillo como es Leo y se procura acariciar el corazón de los lectores.

Messi. Sueños de un principito. ¿Qué analogías encuentra entre Leo y el personaje de Saint-Exupery?

—Messi hace apología de las cosas sencillas. Como el Principito. El Principito cultiva y acaricia una flor. Leo cambia una flor por la pelota.

—Ni es el más rápido ni el más fuerte. Un físico menudo que no destaca. ¿En él todo es inteligencia?

—Leo llega un segundo y medio antes que nadie. Eso le hace ser un personaje único, un futbolista diferente.

—Cuando hizo la prueba para River le dejaron el último por pequeño. Pero después el entrenador quedó impresionado con su técnica.

—¿Y quién no quedaría impresionado con una pulga de 130 centímetros haciendo esas increíbles cosas? Leo hace maravillas ahora que está a punto de cumplir veintiséis años. Pero es que ya hacía magia con los pies con cinco, seis o diez años.

—Dice usted que Messi tiene un corazón hecho a base de golpes, palos y soledades. ¿Eso le hace invencible?

—Sí. La vida en sus inicios le fue tremendamente dura y sí, le tocó un poco las pelotas al genio.

—Era el español que iba a Argentina a jugar. ¿Le costó conquistar el corazón de sus compatriotas?

—Y le cuesta. En Argentina y por fortuna cada vez menos, cuando le quieren hinchar las narices, le llaman “gallego”.

—Un genio del balón escondido en el cuerpo de un chico corriente. ¿Es esa su mejor definición?

—Más o menos. Un genio que, enfadado, le forma un lío a su rival.

—Devorador de récords. Cuatro balones de oro. Capaz de superar los 91 goles en un solo año. ¿Qué se le resiste?

—Ganar un Mundial con Argentina. Lo que seguro hará un día.

—Dice usted: “Lo que lo diferencia de Maradona es que a este la historia le regaló la oportunidad de cambiar la moral de un país deprimido tras el desastre de Las Malvinas”.

—A Maradona se le apareció la Virgen.

—Eto’o se rebotó cuando le sustituyeron para que debutara Messi. ¿Adivinaba ya a quién tenía delante?

—No. Y esa fue su perdición.

—Sylvinho es el mejor amigo del argentino. Como un hermano mayor, asegura usted.

—Sí. El brasileño era como un hermano, alguien que le hablaba de las cosas sencillas de la vida. Leo lo anotaba todo. Porque nuestro personaje tiene un rasgo característico: es un tipo que escucha.

—Dígame algo de Messi que no le haya dicho a nadie.

—A veces le gustaría ser invisible, como amante de las cosas sencillas. Leo anhela hacer cola en un cine o tomar café con los amigos sin sufrir interrupciones; y, como cualquier tímido, daría lo que fuera por no ponerse rojo como un tomate cada vez que se ve obligado a hablar en público.

Publicado en el diario Córdoba el 22 de julio de 2013
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jueves, 15 de agosto de 2013

Una mujer esperando el autobús

Cada día se acerca a la estación de autobuses y se sienta un rato en uno de los bancos. Después se va. Lo hace a la misma hora. Los domingos no viene. Dicen que ese día va a misa, que es creyente, que nunca anda con hombres, que nunca la han visto. No sabemos dónde vive, ni con quién, o si vive sola. A veces la han seguido cruzando calles y plazas, con lluvia o con sol. Pero al final siempre logra esquivar a los espías, con voluntad o sin ella. Tampoco se sabe. Nunca la han visto con hombres. Eso sí, dicen también que viene acá todos los días para esperarlo. A quien sea. Algún amor despechado. Nadie sabe. Otros, más sentenciosos, dicen también que viene a esperarla a ella y asestarle un golpe letal.

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Nosotros nos acodamos en la barra del bar y la vemos venir, cuando hace calor, con su falda de volantes o sus jeans ceñidos, y su pelo suelto y alborotado. Y cuando llueve, lo hace cobijada bajo un paraguas rojo sangre. Es hermosa y tiene un aire de actriz de película en blanco y negro. Nunca habla con nadie. Un día, eso sí, me pidió fuego. Se lo di, por supuesto. Encendió el cigarro y sentó a esperar. Era invierno y traía una gabardina color caqui. Me recordó a alguna actriz que no logro identificar y a veces también me recuerda la escena de algún sueño que he olvidado. Desde entonces, me encierro cada mañana en la videoteca para intentar recuperar esa imagen de la memoria. Pero igual no existe y la habré inventado.
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miércoles, 14 de agosto de 2013

Una frase

Cuando se quedó a solas, lo recordó no como era ahora, sino como la primera vez que lo conoció. Pensó si esa traición de la memoria podría ser una premonición sin sentido. Buscó en los álbumes de fotos su vida trastocada por los años, y se encontró distinta. Casi le costaba entender que aquella joven de melena rubia y vaqueros apretados fuera ella en otro tiempo y en otro lugar, y sobre todo que fuera ella con menos años. En una de las fotografías él la miraba con un deseo contenido que ella interpretó entonces a su modo.

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Tantos años después, su vida era muy distinta. Ella misma se fue haciendo a su manera, conforme los años le concedían horas de tregua a una monotonía que se espesaba cada vez más. A él, por el contrario, lo veía siempre igual. Era, tal vez, lo único que no había cambiado en todos estos años. Le dibujó una edad atemporal que gustaba a las mujeres, una madurez tranquila que embellecía sus años siempre mal contados y una ternura traviesa e ingenua que nunca le defraudó. Tendida en el sofá entre álbumes de fotos, sintió la vida delgada y efímera, casi como algo ajeno a su propia existencia.

Cuando él volvió, no le dijo nada de sus tontas divagaciones. Pero él observó en sus ojos encharcados el paso insobornable del tiempo. Contra lo que ella pudiera imaginar, no le disgustó. Se acercó sin saber qué hacer o qué decirle. Ella oyó de sus labios algo que le gustó y no esperaba: “Todo este tiempo fui muy feliz a tu lado.” Siempre fue romo en abrazos y en sentencias poéticas. Ella lo sabía, pero nunca se lo reprochó. Cuando él se sentó a su lado, ella lo miró sin decir nada, con la sensación confirmada de que valió la pena llegar hasta allí para escuchar solo esa frase.
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sábado, 10 de agosto de 2013

Una cita por internet

Cuando ella entró en el bar, lo encontró sentado en un taburete y apoyado en la barra. Sabía que sería él. Se habían conocido por internet. Las fotografías delatan siempre un perfil que después rehúye la realidad, pero en este caso él era tal como ella lo imaginó. Antes de saludarlo, quiso jugar un rato al reconocimiento mutuo. Ella era así. Se situó a su lado sin decirle nada. Pidió un gin tonic y se dispuso a mirar a cualquier parte hasta que él se diera cuenta de que era la persona a quien esperaba.

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Él hablaba por el móvil, en un tono que iba del susurro a la sorpresa. Reconoció su voz. Habían intercambiado algunas conversaciones telefónicas. Adivinó sus gestos, su humor un tanto rebuscado, su capacidad de seducción, su modo de vestir algo informal o diferente. Quedaron en ese mismo bar donde ahora ambos beben de espaldas al público. No llevarían ningún signo identificativo. A ella le gustaba hacerlo un poco difícil. Él, que seguía enganchado al móvil, miraba de vez en cuando en derredor por si aparecía ella. En ese instante, ella disimulaba la espera, contaba las botellas del stand o miraba fotografías que no le interesaban para nada.

La espera le incitaba a beber más rápido de lo que acostumbraba. Pidió el segundo gin tonic. El primero le supo a poco. Cuando se perdía en la misma conversación, ella lo miraba sin disimulo, admitiendo incluso la posibilidad de un error y de que aquel hombre no fuera quien querría que fuera. Pero no. La camarera lo llamó por su nombre, le sirvió otro whisky con unas atenciones que no ofrecía a otros parroquianos. Ella comenzó a plantearse si había sido un acierto cerrar y acudir a una cita que no pronosticaba buenos resultados. En un momento se cruzaron sus miradas, y a él le llamó la atención aquella mujer elegante y seductora que bebía sola a su lado.

Ni por un instante se le pasó por la cabeza que fuera la mujer que esperaba y comenzó a sospechar si la cita había sido un craso error porque ella no aparecía. Cuando comprendió, más de una hora después, que la mujer había desistido de acudir a la cita, no le importó entablar una conversación con aquella otra que bebía a su lado. Estás solo, le preguntó ella. Solo, le dijo, esperaba a alguien, pero se ve que no vendrá. Ella se quedó tan perpleja que el trago de gin tonic se le cruzó en la garganta y a punto estuvo de vomitarlo.

Cómo puede ser, pensaba ella, que este tonto de los cojones no me haya reconocido. Sonreía con esfuerzo a sus chistes fáciles. Pidió un tercer gin tonic para apagar el impacto de su sorpresa. Él pagó la cuenta y le propuso salir a pasear y después comer o beber algo, como quieras, le dijo. Mejor, no, le dijo, esperaba a alguien que, parece ser, no existe. Él no entendió la broma. Pero podría ser otro día, le dijo ella. Claro, dijo él. Le dio el número de su móvil de nuevo y le regaló una sonrisa de dentífrico que odió en ese mismo momento.

Cuando salió a la calle todavía no salía de su perplejidad. Sonó el móvil. Era él. Dime, le dijo. Le dijo que la había estado esperando y que no había aparecido, que no le parecía serio. Y tú, le preguntó. Ella le dijo que fue a un bar, que estuvo hablando con un hombre a quien no conocía y que tampoco le atraía demasiado. Un poco despistado para mí, aseveró. Así que desistí de ir a tu cita, corazón, le dijo ella. Después le colgó. Y pensó que si todos los hombres de su vida iban a ser así, lo tenía claro. O mejor, el futuro lo tenía oscuro. Rió sus propias ocurrencias, con la certeza de que no se equivocaba. Pero tampoco se desmoralizó. Hay experiencias que ayudan a entender la vida, se dijo. O peor: a no acabar de entenderla nunca. Y después soltó una carcajada que le alivió la duda.
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viernes, 9 de agosto de 2013

Cumpleaños

Alguna vez, todavía, me llama y salimos a algún bar, tomamos algo -con alcohol, por supuesto-, hablamos, como siempre, del pasado, y nos prometemos un amor eterno. Ella se sienta a mi lado, muy cerca, y le gusta, mientras yo hablo de cualquier cosa, ordenarme unos pelos imposibles. En el fondo, sé que le gusta acariciar mi pelo. Se acerca cauta y me besa en la mejilla. Cuando retira su rostro del mío, tiene una sonrisa leve en los labios, como si hubiera hecho una travesura. Yo dejo que haga y deshaga a sus anchas. Después, vuelve a hablar de aquellos días en que éramos muy jóvenes y muy felices. Cada día hablamos más del tiempo pretérito que del porvenir. A ella no solo le importa, lo necesita. Yo, en cambio, me he acostumbrado a vivir así, a verla de tarde en tarde, a saber que no todo está perdido y que esta vida que me ofrece también vale la pena.

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Algunos días hace planes. Le abandonaré, me dice, los hijos ya son mayores, él gana mucho dinero y ellos no me necesitan, están fuera de casa todo el día, vuelven cansados de haber consumido una existencia a la que soy ajena, me dice. Y no preguntan, nadie pregunta por mí, me dice. Lo dice sin pena y con una sonrisa quieta que la embellece. La conocí cuando ella había tenía 18 años. Hoy celebramos, como todos los meses de agosto, su cumpleaños. Ahora inaugura la década de los 50. Yo la miro y no sé si han pasado tantos años, porque le veo en los ojos una llama que nunca se consume. Es cierto que ya no propone viajes locos ni le gusta ir de conciertos, ni lee a los autores que yo adoro. No sé por qué se casó con él. Un hombre honrado y serio, firme en sus convicciones. Pero, a fin de cuentas, un hombre triste.

A ella le gusta reírse de mis ocurrencias, que no son tales. Yo soy muy feliz contigo, me dice. Lo afirma desde hace 32 años. Yo la dejo decir, porque sé que es cierto y sé que necesita creerlo para no sucumbir al caos. Cree también que no soy lo único auténtico de su vida. Nunca le hablo de los errores que cometió al casarse con un hombre al que no amaba ni le digo que salga de una vida que no le interesa. Yo la escucho cada tarde aquí a mi lado. Y en el fondo sé que ella es más mía que de él. Y tal vez ese pensamiento fugaz me ha hecho feliz desde que la conocí.
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jueves, 8 de agosto de 2013

Una propuesta

De vez en cuando me llama. Obvio. Pregunta cualquier cosa insignificante. Por el tiempo. Algún libro. La salud. Nunca habla de la soledad. Ni de la suya ni de la mía. Yo la dejo que me cuente. La escucho por el auricular y conforme entra en esos detalles que no me interesan sobre temas banales, la imagino cómo irá vestida, qué hace con los dedos mientras me relata hechos insignificantes, si olerá al perfume que le regalé o si solo se lo pone cuando sale con otro hombre, si es que sale con otro hombre. No lo sé ni me preocupa. Llevamos meses o años hablando por teléfono. Alguna vez salimos para tomar algo. Muy de tarde en tarde, claro. Ella me mira con ganas de decirme algo profundo. Tal vez te quise tanto. O todavía pienso en ti cuando las hojas caen de árboles. Yo miro hacia abajo, a la calle, y no veo hojas caídas, ni árboles. Será que ella mira por otra ventana y ve las hojas y los árboles de las que caen ya sin vida.

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Mañana me llamará de nuevo. Le voy a proponer salir a pasear por el parque, la cogeré de la mano, le diré que aún la quiero. ¿Se sorprenderá? No creo. Después de tantos meses, lo lógico es que espere una respuesta mía. Igual que yo la espero de ella. Enviudó hace seis años. Y desde entonces se siente muy sola. Como yo. Le propondré cambiar de residencia. Que se venga a vivir a la mía. Ahora hay alguna habitación libre. Aquí no hay árboles, pero los dormitorios son luminosos y amplios. Y en invierno, cuando llueve, todo tiene una melancolía limpia, que no arrastra hojas muertas. Mañana se lo diré. A los 86 años, no hay que dejar que la duda nos consuma. Seguro que ella lo entiende y me dice que sí.
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martes, 6 de agosto de 2013

Un encuentro imposible

Estaba sentada esperando el tren. El pelo rubio, los ojos azules, la piel blanca. Agarraba un periódico entre las manos. Era inexpresiva. De una belleza fría e inusual. Me quedé mirándola, como quien observa una modelo que busca al pintor excepcional. En un momento, volvió el torso y me miró sin pestañear. Tenía unas pupilas acuosas e indefinidas, como de haber llorado sin haberlo hecho, con una soledad liviana de mujer inaccesible.

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Sacó del bolso una pluma azul y escribió algo en el periódico. Después se levantó, dejó el diario en el banco de metal y se acercó a la vía más próxima. Cogí el papel impreso y leí de su puño y letra: “Nunca más nos veremos.” Después la busqué por aquel espacio abierto y limitado que olía a despedida infinita. Era martes. He vuelto cada martes desde hace 33 años a este mismo lugar. La he esperado con paciencia y sin esperanza, pero no la he vuelto a ver. La semana próxima también volveré. No ya por la posibilidad remota del encuentro. Sé que habrá cambiado tanto. Es solo una costumbre de la que no logro escapar.
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Una cerilla encendida

Lo imaginó de otra manera. Quizás más delgado o más alto, menos decidido o demasiado cínico, educado y torpe a la vez, con unas gotitas de timidez que le inferían un ineludible atractivo de actor de reparto, una mirada indecisa, unas manos ásperas como de haber trabajado la tierra. A ella le gustaban los hombres-hombres, que decía, es decir, ese tipo de tíos que no te dejan otra salida de caer a sus pies, ese tipo de hombres seductores que ya no existen, decía, pero que sin duda debieron existir, aunque los libros de historia no los nombre. Y reía de sus tontas ocurrencias.

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Era una cita a ciegas, en un pub irlandés que ella no conocía ni del que había oído hablar. Ella lo reconoció por los detalles que él le adelantó: cuando me encuentres yo ya te estaré observando, estaré pidiendo tu bebida favorita y no tendrás otra posibilidad desde entonces que vivir a mi lado. Ella rio sus torpes adivinaciones. Hasta que, solo verlo, supo que no había errado en sus intuitivas aseveraciones. Lo encontró menos alto, algo más grueso, con una mirada que no la dejaba respirar y unas manos grandes de saber acariciar a las mujeres. Te imaginé de otra manera, le dijo ella. No sé cómo decirte, pero distinto. No mejor ni peor, sino otro. Él sonrió. Yo te vi como te veo ahora, le dijo él. Sola, atrevida, puede que tierna, cansada. También ahora te veo feliz. Ella le confirmó que sí, que así era, aunque en realidad no estaba muy convencida de ello, pero le daba igual.

Desde aquella cita, se veían todas las semanas sentados a la misma mesa. Después hacían el amor con nervio y con dedicación, tal vez con amor aunque ninguno lo supiera a ciencia cierta. Cada cual vivía en una ciudad, pero siempre se veían en el mismo lugar. Aquel rincón era como un talismán en sus vidas. No necesitaban estar más días juntos. Tampoco nunca se lo plantearon. Cada cual hablaba a sus más íntimos de ese hombre o de esa mujer que le tenía la cabeza vuelta del revés y el corazón inflado de locuras, pero nunca se dejaron ver en público. No sabían por qué lo hacían así. Quizás, porque a su edad sospechaban que la magia de un deseo o de una caricia o de una mirada está escondida o extraviada en cualquier rincón del alma que desconocemos, y hacemos mal en buscarle las vueltas a lo que no tiene entendimiento. Por eso a veces se diluye, sin intención, de uno a otro minuto, en menos tiempo del que tarda una cerilla en apagarse.
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lunes, 5 de agosto de 2013

Un crimen inventado

No importa lo que le dijera. El caso es que entró llorando, cerró la puerta con un golpe seco y estruendoso y subió la escaleras de dos en dos peldaños. No dijo buenas noches, ni nada. Como si viviera sola en la casa. Algo muy extraño en ella, que siempre fue cariñosa y dócil, muy de su casa, vamos, una chica muy decente. Hasta que empezó a salir con ese hombre. Usted lo ve y sabe de antemano que algo fatal va a ocurrir. Pero ella se encaprichó por él. Usted es policía y conoce a gente así, y por eso sabe lo que le digo.

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Fue después, a los diez minutos o así, cuando oímos el disparo. Nos extrañó, porque en casa nunca hubo armas. No sé de dónde la sacaría, corren unos tiempos extraños y difíciles. Subimos todo lo deprisa que pudimos y la vimos tirada en mitad de la habitación con la cabeza abierta y los sesos desparramados por el parqué, todo salpicado de sangre oscura, muy oscura, casi negra. Nunca lo pude imaginar, que la sangre fuera así. Le dije a mi señora que no mirara, que por favor no mirara. Pero ella, a diferencia de nuestra hija, nunca fue dócil, y se tiró sobre el cadáver de su hija, con unas lágrimas enormes y unos gritos que podían desesperar a cualquiera.

Usted sabe lo que le digo, porque es policía y habrá visto muchas escenas como esta que le describo. Después la casa se llenó de gente, de vecinos, de otros que cruzaban por la calle, de algunos curiosos. La sangre atrae a las fieras. Tiene un olor salado, pastoso, que todo lo contamina. Pero, claro, en el cine, la sangre no huele. Por eso yo siempre digo que el cine no es el arte más real. Es falso. Son solo imágenes, y la vida está llena sobre todo de olores. Usted ve a Marilyn y si no huele a Chanel Nº 5, esa puede ser cualquiera menos la Monroe.

No, no me gusta el cine, porque en el cine la sangre no huele y las muertes son falsas. En la realidad, las muertes son tenues, incluso dulces, muy rápidas. A veces, un tanto angustiosas, pero muy leves. En el cine son demasiado falsas. Vimos la película aquí sentados, y yo le dije a mi mujer que si a nosotros nos pasara eso, que no nos pasará, sería de otra manera. Será por el cine, digo yo, que no sabemos descifrar los encajes de la vida. Usted lo debe saber mejor que yo, que es policía. Pero eso sí, una pregunta solo, es preciso cerrar estas rejas, pregunto, tenerme aquí encerrado por algo que no hice. Ese hombre quería aprovecharse de mi hija, y yo solo puse tierra de por medio. Usted lo sabe mejor que nadie, que es policía, y habrá visto muchos casos como este. Pero seguro que no ha visto ninguno igual en el cine.
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domingo, 4 de agosto de 2013

Huyendo del fracaso

Lo que ella le dio, a él ya le sobraba. Ella medía sus palabras, la distancia entre ambos, le ofrecía una amistad acolchada, protegida contra los vaivenes del tiempo, algo así como una relación esterilizada, protegida de cualquier contacto o contagio. Era algo tan puro que él no alcazaba a verlo. A veces, le cogía una mano, y ella mostraba sus dientes blancos con una sonrisa plastificada, hierática. Entonces él volvía a dejar sus cinco dedos en libertad, que era su estado ideal de bienestar. A veces, le llamaba para contarle algunos recovecos de su vida, pero eran temas desaliñados, neutros, en los que la emoción no ocupaba ningún renglón. Un día él le dijo que ellos no podían seguir así, que eso no era amistad ni amor, vamos, que eso no era nada.

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Ella pensó que él se equivocaba y que le estaba ofreciendo lo mejor que ella podía ofertar dada su situación. Pero él no sabía cuál era su situación porque siempre la había conocido igual: algo tímida, temerosa de los hombres, introvertida, y sobre todo desconfiada. La vida le había moldeado los argumentos y los andares, le había distorsionado la alegría y le había fabricado una doble personalidad con la que no lograba convivir a solas. Poco a poco se acostumbró a su ausencia, como el pájaro, cuando crece, se acostumbra al vuelo. Alguna vez veía una foto en la que ambos posaban juntos, y sospechaba que la vida ahí le había dado un vuelco del que nunca logró salir.

Quiso llamarlo alguna vez, pedirle que salieran juntos un día, hablar sobre cualquier tema, sin compromiso, sin compromisos, pero al final desistía de su primer impulso. No quería incurrir en los mismos errores de la primera vez, ese momento en el que todos nos equivocamos. Así que volvió a su duelo interior, porque allí nadie perturbaba su memoria y ella la moldeaba a su modo para no sucumbir al fracaso.
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sábado, 3 de agosto de 2013

Todo no está perdido

Miró a sus dos hijos y pensó qué destino les esperaba. Cuando él era joven, la utopía era una palabra sagrada, cambiar el mundo era el único eslogan posible, desechar una historia arbitraria e injusta para construir un futuro en libertad era su principal propósito y el de toda una generación. Ahora aquellas palabras –libertad, utopía, justicia- le sonaban huecas, como cuando pones una caracola en el oído y oyes el sonido del mar, él solo escuchaba el rumor negro de un océano difuso y gris. Mira a sus dos hijos y no sabe qué ocurrió exactamente, cómo pudimos abandonarlo todo a la suerte y cuándo empezamos a transformarnos en todo aquello que nunca quisimos ser.

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No importan las causas, se dice. Ve la vida y no era aquel sueño deshilachado de la juventud, pero tampoco le incomodaba esta sociedad del bienestar que te aseguraba una jubilación decente en un país supuestamente rico, aunque solo era un país embargado a la banca, como si siempre lo fuera a través de la historia. Volvió a hojear los libros de cuando era universitario y recordó conceptos pretendidamente olvidados que no le disgustó recobrar. Había en todos aquellos apuntes de varias décadas un mundo subrepticio que emergía sin proponérselo.

Pensó que nunca debió desechar aquellos ideales que en un momento de su vida consideró inviables, o inútiles, o demasiado románticos, para un hombre de su posición social, con una nómina lustrosa, un matrimonio bien atado y una familia a la que amaba sobre todas las cosas. Viendo a sus dos hijos, ya no tan pequeños, supo que se había equivocado y que ahora se hacía imposible dar un viraje al mundo en el que se hallaba inmerso. No se desanimó sino que, como cuando era un joven universitario, comenzó a indagar en aquellos viejos libros amarillentos y usados los resquicios de su error. Y solamente esa sensación de bienestar le devolvió la sospecha infundada de que esto podría tener solución, de que todo no estaba perdido.
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viernes, 2 de agosto de 2013

Para no volver

Cuando volvió, encontró la casa tal como la había dejado ocho años atrás. Pero todo cubierto por una pátina de polvo: los cuadros, los libros, las cerámicas. Como si allí no hubiese vivido nadie. Un buen día se lo dijo. Me voy, no puedo soportar esta vida. Él la escuchó sin inmutarse. No había tristeza en sus ojos. Ella pensó entonces que él ya lo sabía y que algún le diría que se iría de su lado. Pero nunca imaginó que esa decisión no perturbara la expresión de su rostro, ni que tampoco le suplicara que no lo hiciera. Le hubiese gustado que él le insistiera para quedarse. Lo habría hecho, pensó entonces. Lo entiendo, le dijo él, no hemos sido felices. No le dijo tú no has sido feliz. Le dijo no hemos sido felices. Y esa frase se le grabó a ella como fuego incandescente en lo más hondo de su corazón.

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Observó de nuevo la casa. Estaba como el día que ella le dijo adiós. Durante estos años no le escribió. Imaginó a veces su regreso. Él esperándola, suplicándola quédate, no te vayas más. Pero no. La casa estaba vacía. Ella no le escribió porque no quiso remover los rescoldos del pasado. Se acostumbró a una vida plácida pero siempre con la duda de si el regreso sería factible, si sería posible reconstruir en el futuro un edificio que en el pasado se hundía y se quebraba. Ahora, mirando la casa con detenimiento, fue consciente de que él se había marchado el mismo día que ella se fue, que dejó el tiempo pasado, como si fuese una vasija de cerámica, intacto por miedo a que se le escurriera entre las manos y se hiciera añicos.

Se sentó en una de las sillas y recordó el último día que estuvieron juntos, cuando ella le dijo que se iba, y él respondió que de acuerdo, como si no pudiese hacer nada contra su propio destino. Y entendió por fin que él se iba también, o que ya se había ido antes, bastante antes, y que no le dijo nada para no herirla, para que su huida tuviese sentido. Y ahora, allí sentada, no supo qué decirse a sí misma. Abrió las ventanas para que entrara el aire fresco de la mañana y se dispuso a ordenar el tiempo pretérito, que era lo único verdadero que le quedaba en la vida.
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jueves, 1 de agosto de 2013

La vida que siempre quiso olvidar

Se quedó mirándola como nunca antes lo había hecho, y creyó que no la conocía. Habían compartido una vida, como suele decirse, o casi, cada cual ensimismado en su propio caos y ausentes al mundo que les era común. Pero cuando la miró tan despacio, con detalle y sin intenciones, creyó descubrir a alguien que no conocía y, sin embargo, comenzó también a atraerle su sonrisa tierna, su discreción tan personal, su vida al margen de su propia vida. La miró con la certeza de que todos estos años habían transcurrido al lado de alguien de quien solo sabía su nombre y de quien ignoraba sus inquietudes, sus esperanzas o sus derrotas.

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Lo peor de todo fue que en esa sospecha de sentirse ajeno a aquella mujer que lo amó durante tantos años, también él comenzó a sentirse extraño en su identidad, confundido en sus convicciones más profundas, distinto en sus hábitos. Le preguntó a ella si recordaba el nombre de él, cuánto tiempo llevaban viviendo juntos, si en todo ese tiempo habían sido felices y qué sería de ellos ahora. Ella le observó sin decir palabras, con una desconfianza nueva que no supo digerir en aquel momento. Él aceptó su silencio como la respuesta más coherente a sus dubitaciones.

Abrió el periódico por cualquier página y no supo qué título leer o si le interesaba algún texto concreto. Entre las estanterías buscó libros ya conocidos pero todos le parecieron nuevos o sin interés. Encendió el móvil y en la lista de contactos no le llamó la atención ningún nombre. Después salió a la terraza. La tarde tenía nubes grises y algodonosas, pero la puesta de sol era roja como muchas tardes. Oyó que su mujer le llamaba, pero no supo si con ese nombre se estaba dirigiendo a él. Se sentó mirando el día que languidecía y certificó que su vida nunca pudo haber sido aquella que siempre quiso olvidar.
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