sábado, 24 de agosto de 2013

Cartas

A ella le gusta que él le escriba cartas, como antes se hacía. Le gusta abrir el buzón de vez en cuando y encontrar el sobre de un color tostado y su nombre y dirección manuscritos. Le gusta reconocer al remitente por su letra caligráfica de rasgos delicados y finos, las letras un tanto inclinadas a la derecha como si las empujara un soplo o un suspiro. Le gusta leer cartas bien escritas, en las que también el sentimiento se palpa conforme lee cada palabra.

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Sí, le gusta leer los sentimientos, pero le da miedo tocarlos. Por eso, cuando lee es como si palpara su alma, como si deshojara su corazón –por poner un ejemplo-. No puede evitarlo. A ella le gustan las metáforas forzadas, las frases edulcoradas, los sentimientos expresados con precisión y maestría, y sobre todo con honestidad.

Él, alguna vez, para no dejarse arrastrar por el romanticismo, se evade en digresiones suculentas que describen paisajes oníricos y momentos deseados. Nunca fuerza una cita, ni le confiesa en una proximidad que desea la necesidad de sentir el tacto que no percibe. El amor, piensa mientras escribe –aunque no lo escribe-, también se alimenta con el tacto de una piel contra otra piel. No solo se construye –medita mientras escribe- con sueños que se escabullen como vapor de agua en mitad de la noche fría. Ella siempre espera esa carta que alguien le envía desde la misma ciudad, aun sabiendo que la distancia no merece la pena. Pero el amor, y ella lo sabe, también requiere sus ritos y mide sus tiempos, como si viviera en la paleohistoria de la escritura, cuando no había e-mails ni otros mundos virtuales que el deseo fabricado con palabras tangibles.

(Para Carlos)

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