viernes, 31 de enero de 2014

La ve caminar

Durante muchos años no oyó hablar de ella. La vida, curiosamente, sigue adelante sin aquellas personas que, entonces, eran parte incuestionable de nuestra existencia. Incuestionable y, obviamente, también imprescindible. Ahora sabemos que el tiempo todo lo arrasa, cual viento invisible que inunda las vísceras. Era ayer cuando el mundo se nos antojaba flaco y asumible. Y es ahora que nos cuesta mirar atrás. A él también le cuesta. De hecho no mira. Para qué. Allá no deja nada.

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Así lo piensa hasta que la ve a ella cruzar la esquina y venir en su busca sin saber si es él realmente. El tiempo, también, camufla nuestro aspecto exterior, o lo modifica, o lo ningunea. No encuentra el verbo preciso. No quiere. Ella se le acerca ya entrada en años, pero él la ve como era entonces, y toda la memoria, de repente, se le desborda por doquier. Ella lo saluda confundida, alegre también, sorprendida incluso.

Él no sale de su estupor. Adónde se fue aquel tiempo, se pregunta. Dónde quedaron los abrazos, lo besos, las huidas cuando eran tan jóvenes. Ella tiene prisa. Pero quedan para otro día. En el café de aquí enfrente. Las cosas no le fueron mal, le dice ella. Él no sabe qué decir, aunque las cosas tampoco le fueron mal. Cuando dos personas dicen que las cosas no fueron mal, es que tampoco fueron bien. Se verán otro día. Cuando dos personas no se han visto durante años y se citan un día para recordar aquel tiempo –recordar es una manera de no morir, piensa él- es que algo dejaron al arbitrio del destino; es decir, sin solventar y sin asumir.

Será un encuentro en el que no valen las insinuaciones, ni las quejas, ni los signos de culpabilidad. Hablarán de sus vidas, se romperán un poco por dentro los tirabuzones del espanto, se dirán cosas que entonces no se dijeron, y será para nada. Ella se ha ido. Él se sienta en los adoquines de la calle y la ve caminar sin prisas, sin decisión, a un encuentro que no quiere o ya no necesita. Él mira el bar, se pone en pie y entra a tomar un whisky. A esa hora de la mañana nunca bebe whisky. A partir de ahora no sabe. Ya no sabe nada.
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miércoles, 29 de enero de 2014

Una imagen

Buscando un libro en los anaqueles, encontró el álbum de fotos. Hacía tantos años que no lo hojeaba, pensó, que acaso allí no encontraría su vida, sino la de alguien que durante años había vivido junto a él sin ser él mismo. Abrió el álbum y la primera imagen le devolvió recuerdos ya marchitos. Le recordó el primer polvo, una curda de campeonato, días ya olvidados. O, al menos, archivados allá donde ya no molestan tanto. La vida, a veces, se dijo siempre, jode un poco.



Durante años llevó la fotografía en la cartera. Ella era muy joven, demasiado joven. Le incomodaba el paso del tiempo, la continua adaptación a situaciones adversas y momentos nunca acariciados. Ella tenía una mirada despierta, una edad inapropiada, un deseo incontenible. La vida a veces, se decía, te jode cuando menos te lo esperas. Era un estribillo recurrente y certero, un maleficio que, tarde o temprano, se cumpliría a rajatabla.

Cerró el álbum y lo colocó en el estante, en el espacio abierto entre algunos libros. Antes, metió la foto en su cartera. No para recuperar un rostro que ya sería otro bien distinto, sino para volver a otros años en los que los sueños anidaban próximos y de donde nunca debió haber salido sin pasaporte de vuelta. Sonrió porque aquellos pensamientos le parecían una tremenda gilipollez.

Cuando salió a la calle, apenas había improvisado su futuro más próximo. Tampoco le importó. Sabía que la vida es un círculo que a veces jode y que otras te devuelve en una imagen la posibilidad remota de cambiarlo todo. Se palpó el bolsillo para comprobar que llevaba la cartera y el pasaporte. Después, sin mirar atrás, siguió andando.
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martes, 28 de enero de 2014

Una despedida precipitada

Después se quedó sola, esperando que un mal viento se la llevara a otro sitio. Estaba quieta, sin vida, ansiando un final que todavía no era. No sabe por qué le pasó, ni adónde dirigir sus pasos ahora. Es como si de golpe todo se cayera al suelo, como si el mundo se derrumbara a sus pies, y nada quedara donde tenía que estar. Las catástrofes es lo que tienen: vienen sin anuncio previo y cuando nadie las espera, y lo dejan todo roto sin razón alguna o, al menos, sin una causa clara o evidente.

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Ella estaba quieta y sola en mitad de la habitación. Apenas unos segundos antes había abierto la puerta de entrada, se había despojado del abrigo y del foulard, había dejado en la mesa las bolsas de la compra. Fue ahí que vio la carta. Sabía que era de él. Y sabía también que era una despedida. Sobria y fría. Cuando reaccionó, volvió a coger las bolsas de la compra, vació su contenido sin prisas, pensando más en la vida futura que en la felicidad usurpada.

Había cumplido 32 años. Era una mujer hermosa y vital, valorada en su trabajo y con un futuro infalible a sus pies. Él era de una vulgaridad aplastante. Pero ella le amaba. Cuesta entender los sentimientos de algunas mujeres, pero la vida está construida con esos materiales. Él había jugado con doble baraja. Se ve que todos los tontos no corren la misma suerte. Y había elegido a la otra. Esa noche, ella le iba a decir que estaba embarazada, de tres meses ya, y que la hacía feliz compartir esa alegría con él. Él, obviamente, nunca llegaría a enterarse. Es lo que tienen las despedidas precipitadas.
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sábado, 25 de enero de 2014

Melancolía

Ella se fue, claro, se fue. Era inevitable. Lo quería a él, sin duda, por supuesto que lo quería. Pero se fue. Ocurrió como en las películas. O las películas lo copian de la vida. Todo puede ser. El caso es que se fue, aunque lo quería. Le dijeron a ella que él andaba con otra, y ella lo creyó. Lo creyó por cómo la describieron: alta, bien puesta, de tetas altas y embestidoras, de pelo rubio matón, ya sabes, de manos suaves y tentadoras, de labios pecadores, de piernas largas, de cintura de actriz, de piernas largas de atleta. Lo tenía todo, vamos, y ella lo creyó. Y todos pensaban cómo él iba a ser capaz de tirarse a un monumento como aquel. Pero, ya ves, los milagros a veces ocurren. Y él, sin ser el más fino ni el más dotado, fue y se la llevó. Cómo pasó, nadie lo sabe del todo. Hay muchas versiones, y es de suponer que todas falsas. Ya sabes cómo son esas cosas.

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En fin, dicen que ella entró al bar, y estaba tirado en la barra, como esperándola pero sin esperarla que estaba. Él estaba como siempre, bebiendo gintonics baratos, peleones, de esos que bebíamos cuando éramos jóvenes. A él le siguen gustando y se los bebe a placer. Las cosas como son. Ella entraba, como te decía, y se fue derechita a la barra, como si lo estuviera esperando. Él la miró o no, quién sabe, pero se ve que se pusieron a hablar, a sonreír primero, a reír después, alto para que se les escuchara, para que todos supiéramos que disfrutaban del encuentro. Se fueron acercando, tú sabes cómo son esas cosas, van pasando sin que te des cuenta, y cuando lo adviertes estás montándotela sin saber por qué pasó. Así estaban. Cada vez más cerca, diciéndose cosas tontas, estás muy guapa, o así, ella acercando las manos a zonas de peligro, él dejándose llevar por los acontecimientos, modificando los acontecimientos, tentando a los acontecimientos. Fue así no más que empezaron a besarse delante de todos.

Se besaban y se frotaban los cuerpos, sudando casi, sudando ellos y nosotros. Nosotros de ver y ellos de frotarse, de desearse. Así que se fueron al poco rato, después de pagar lo que bebieron. Bebieron bastante o mucho. No sé qué es bastante o muncho. Pero bebieron. Cuando se iban tenían los dos ojos iluminados, fuera de sí. No sé si tenían los ojos iluminados o luminosos. El lenguaje no es lo mío. El sudor era fino, de ese sudor que huele a deseo a distancia. Un sudor de pequeños granos que no deja de brotar, como si saliera del corazón o de muy adentro, de donde nunca sale el sudor el otro, el malo, el que huele a cansancio o enfermedad. Ellos olían bien, de otra manera, de lejos. O éramos nosotros que transpirábamos también. No sabría decirte.

Se fueron. Ya no sabemos más. Y se lo contaron a ella. No hizo más que entrar y a ella le contaron que él se había ido con otra que no conocían, que parecía una actriz por lo envalentonada que era, por el papel que representó, que nos dejó a todos con los mocos colgando de envidia. Y ella se fue a llorar a aquel rincón, sola, casi desmayada, rota por dentro y por fuera. Se metió en aquel rincón sin querer hablar con nadie más. Estuvo allí digiriendo ese mal trago, sin mirar a nadie, como si el mundo comenzara a importarle poco o nada, ausente de todos y a todo. No bebió nada. Después se fue sin decir adiós a nadie, como si no la conociéramos o nunca nos hubiera visto. Se fue hasta hoy.

Él, sí, volvió, al día siguiente, como todos los días. La actriz, o lo que fuese, no apareció más por allí. No era de este lugar. Mujeres como ella no son de ninguna parte. Él se quedó, reconcomido de melancolía. No sabemos si de una o de otra, o de las dos. Todo puede ser. Desde entonces, no se le ha conocido más mujer. Vive de los recuerdos. Que cuánto hace de aquello, preguntas. No sabría decirte. Pero ya hace años que pasó. Unos pocos años. Pero la melancolía es lo que tiene, que nunca se va o tarda mucho en irse, si se va.

Se queda adentro removiendo los recuerdos de aquella manera, que te aíslan de la vida por un tiempo o para siempre. La melancolía se queda haciendo agujeros en los recuerdos, como roedores con el queso. Imagina una foto con agujeros. A veces es difícil de diferenciar de otra. Pero tú sabes que aquello estaba allí. Pero la foto se va yendo hacia alguna parte, lo que había en ella se difumina así porque sí, sin solución. La melancolía es lo que tiene. Tiene algo de enfermedad o es una enfermedad muy interna. No es de afuera. Es de adentro, de adonde nosotros solos no sabemos llegar, y cuando entramos no sabemos salir. La cosa es así.
Le valió la pena, me pregunto a veces. Creo que sí. Porque cuando alguien se queda tan colgado para siempre es que le valió la pena vivir aquello. Vivir para no vivir después, tal vez. Pero a mí nunca me pasó nada de eso. Y cuando lo veo, envidio su estado de abandono, porque pienso que la vida estaba donde está él, y no aquí. La vida está, pienso a veces, donde pasan las cosas, no donde todo está controlado y programado. Será una tontería, pero hay momentos en que lo pienso y es entonces cuando me siento más vacío que él, más perdido, porque me muero por afuera, y no por dentro.

Y creo que eso debe ser malo, muy dañino. Porque no siento ningún dolor, como si nunca hubiese sufrido. Sufrir de no haber sufrido es lo peor. Créeme. Es la peor tristeza. La de haber visto la felicidad a tu lado, la de haberla detectado y no haber podido cogerla o habérsela arrebatado a alguien. Es la herida más triste. Créeme. Eso es la melancolía. Una herida que nunca cicatriza, que nunca se te va, que te va matando ahí donde nace la vida, ahí donde tan pocos logran entrar, ahí donde yo, para mi desgracia, nunca estuve.
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jueves, 23 de enero de 2014

Imposible

Tengo tus ojos y eso me basta. La oscuridad es una mancha en el papel si los tengo a la vista. Huelo tu piel y cualquier perfume es sumar esencias innecesarias. Me asomo a tu cuerpo, y el vértigo es necesario para no acomodarse eternamente en el placer. Hay, en todo caso, momentos en blanco que busco para inventarte de nuevo, hasta que vuelves, bella de colores y salvaje de sensaciones. Eres, acaso, un cúmulo de sensaciones, una pirámide de deseo, el vacío si no estás, la atracción como necesidad y la plenitud como objeto invisible y total.

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Aquí, tu cuerpo, sin más, desprovisto de todo exorno prescindible, es, quizás, el tesoro y el pecado, la enajenación y la lucidez. Luz y sombra, aurora y oscuridad que se presiente. Estás, y con eso vale. Desnuda, mía, diferente, única. Qué más puedo decir, si es imposible escapar a su reclamo. Preparado me hallo para encomendarme a sus gozos. Que también serán míos. Y feliz de sufrirlos (entre comillas). Si sobrevivo, lo cuento. Sería imposible inventarlo.
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martes, 21 de enero de 2014

Bolas

Rueda y rueda. La vida rueda como una bola de cristal. A su antojo, va para allá y para acá. La vida es un universo pequeño, un puñado de bolas, de colores vivos, atrevidos, locos. La vida es una bola o muchas bolas. Boludo, dicen los argentinos. Bolas, huevos, pelotas. A veces, cuestión de cojones. Planetas, satélites, esferas al fin. La vida vista como un mundo redondo. En ese mundo te encontré. Desde entonces, mi vida rueda, sin rumbo, al vacío. Como una bola de nieve que crece conforme rompe esa alfombra de hielo montaña abajo.

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Todo es redondo desde que te conozco, esférico, como naranjas, como tus tetas –más o menos-. Todo tiene formas curvas. Se fueron al infierno las líneas rectas, los diagramas. Las estadísticas no tienen puntas. Son redondas como manzanas recién cogidas. Con mis manos en tu cintura, como decía la letra de una canción para nostálgicos, caí redondo en un pozo sin olvido. Ahí sigo, apegado a las curvas.
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lunes, 20 de enero de 2014

Trazos

Siempre queda una imagen desdibujada, una foto en blanco y negro, un recuerdo desvaído. Quedan sombras y trazos, donde antes hubo color y bullicio, donde hubo abrazos y violencia emotiva, sensaciones perecederas de ida y vuelta. Todo fútil y liviano, todavía ayer, cuando, aun habiendo existido, se borra después y para siempre. Queda un rastro sutil en la tierra, una franja invisible en la memoria. Todo aquello que ayer era la única razón para vivir, tal vez hoy, apagado ya, no sea nada, solo cenizas sin viento que nadie recoge, que nadie reconoce, que nadie las hace propias.

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Donde no hay fuego no hay lucha por conquistar esa parcela de mundo inapetente. Antes era al revés, estaba su cuerpo, moneda de cambio imposible de mercadear. Se quedaba adentro, adentro de nadie sabe dónde, y te iba engullendo, poquito a poco, hasta que te mimetizaba y ya no eras el de antes o el de siempre, hasta que no eras nada, solo trazos imperceptibles en un papel blanco, retazos de un recuerdo desvaído, huido, olvidado, un dibujo sin firma.
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domingo, 19 de enero de 2014

Use Lahoz: “Una juventud sin intensidad no es nada”

Autor de Los Baldrich, novela por la que fue nombrado Nuevo Talento FNAC 2009,y de La estación perdida, distinguida con el Premio Ojo Crítico de Narrativa 2012, Use Lahoz publica ahora El año en que me enamoré de todas, Premio Primavera de Novela 2013, la historia de un joven que sufre el síndrome de Peter Pan. Una comedia romántica, con víctimas y culpables a distancia. Ha publicado además los poemarios Envío sin cargo y A todo pasado, y es coautor de Volverán a por mí, obra galardonada con el premio La Galera Jóvenes Lectores 2011.

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—En El año que me enamoré de todas vemos un cambio de registro, una novela más vital. ¿Por qué?

—Me apetecía cambiar y divertirme después de dos novelas duras. Como el director de cine que se da un respiro y después de un par de dramas se da el placer de hacer una comedia de género.

—Ha optado también por una novela más breve y una trama concentrada en unos pocos meses y en un personaje, Sylvain.

—Después de historias con ambición de recuperación de memoria histórica quería recuperar la mía, la más inmediata… qué lástima, todo ha pasado muy deprisa.

—En la novela reivindica el amor romántico como tabla de salvación. ¿Así está el panorama?

—El amor es uno de los grandes temas de la literatura universal. Y cuando aparece, cosa difícil porque es casi imposible, siempre te salva de algo y es muy divertido (hablo del principio, claro).

—Su novela también es una radiografía de la vida precaria en la España de hoy.

—No era mi intención porque todo transcurre en 2005, época de vacas gordas, pero no para el personaje. Siempre ha habido jóvenes con situación precaria, ahora y antes.

—Su historia tiene afinidades con Travesuras de la niña mala de Mario Vargas Llosa. ¿Son intencionadas?

—Y también con Cuatro amigos de David Trueba. Las dos novelas fueron las culpables de esta, por supuesto, son intencionadísimas. Me divirtieron mucho las dos.

—Su libro también me recuerda lo maravilloso que es vivir intensamente, al modo que lo entendía Salinger y Mark Twain.

—Una juventud sin intensidad no es nada, igual que la literatura, que o es emoción o no es nada. Esos dos maestros dejaron huella en mí. Hay lecturas iniciáticas que nunca se olvidan

—Dos tramas se superponen en su novela. Una que ocurre en la actualidad y otra en el siglo XIX. Con dos lenguajes diferentes, como es obvio.

—Ya ves que aunque lo he intentado no he podido hacer una novela generacional al uso, no me he podido librar de lo decimonónico. Me di cuenta de que el paso a la madurez de Sylvain requería de una lectura que le cambiara la vida. Estas cosas pasan…

—Para usted, escribir una novela es algo más artesanal que artístico. ¿O tal vez lo artístico se sustente en lo artesanal?

—Si, sin duda, una novela es más fruto de la constancia que de la inspiración. Hay que “fracasar” mucho durante la novela, que siempre se escribe escribiéndola muchas veces.

—Este es un libro generacional, de una generación muy preparada que no encuentra su sitio en el mundo. ¿Es ese el mayor drama?

—Es uno de ellos, por supuesto. Pero de eso todavía no somos conscientes.

—A su protagonista, Sylvain, le gusta tomar de todo menos decisiones. ¿Así son los jóvenes de hoy?

—Así es él al inicio de la novela… nada más, luego la cosa cambia, ya verás.

—Esta es la primera vez que se enfrenta a la escritura en primera persona. ¿Ha salido indemne de la experiencia?

—Sí, me ha costado, pero me he divertido. Además hay quien dice que es lo más honesto.

—“Madrid es el lugar al que llega la gente cargada de sueños y del que se va saturada o no se va”. Escribe usted.

—Madrid es así, y aunque uno de acabe yendo, uno nunca se va del todo.

Publicada en el diario Córdoba el 21 de agosto de 2013


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sábado, 18 de enero de 2014

El mundo es tan ancho

Prométeme que no me dejarás nunca, le pidió ella. No se lo pidió, se lo impuso. Ella era joven y de una belleza diferente y montaraz. No había otra como ella. Ustedes no saben, pero era distinta a todas. Tenía en los labios el pecado. El pecado es un decir, claro. Los labios gruesos y jugosos, como moras rosadas y húmedas, siempre húmedas. Se relamía los labios con la lengua para tenerlos siempre húmedos. Los ojos, muy oscuros, casi negros, o más que negros, con mucho brillo, grandes, muy grandes, como las mujeres árabes, y el blanco muy blanco, muy contrastados, vamos. Tenía los pechos altos y llenos, muy sensuales, no sabría decir.

Así que él se lo prometió todo, cómo no. Nadie hubiera podido resistirse a su empuje, a su presencia, a su mirada de loba descarriada, a su voz rota. Él le prometió que nunca se acercaría a otra mujer. Y así fue siempre. Ella hizo igual. Hasta que llegó aquel hombre. Nadie supo de dónde salió ni a qué vino. Pero a ella se le iba la vida cuando él estaba. Él era discreto, nunca le dijo nada. Era ella, que no podía vivir sin él. Algo le pasó muy adentro que la podía. Era un dolor muy pegado a las vísceras, creo. No es solo que lo quería. Más que eso, lo deseaba, nada más. Pero eso es casi peor.

Ella no podía contenerse en su presencia. El hombre, claro, la hizo suya. Tanto ponerse por delante que un día se la pilló. Y otro, y otro. A saber. Lo sabemos porque a ella le cambió la cara, le entró una nostalgia por dentro que ya nunca se le fue, como una enfermedad del alma, podríamos decir. Hasta que se fue. Un día, claro, se tenía que ir. Vino a hacer lo que fuera, y cuando lo hizo, se fue. De un día para otro. Ella no se lo podía creer. Desde entonces vivió esperándolo, sabiendo, eso sí, que nunca volvería. Tampoco le prometió nada. Fue el alma de ella, el alma de mujer que le podía.

Volvió a la casa, volvió a compartir cama con el hombre de toda la vida, con aquel hombre que le había prometido que nunca la abandonaría. Le pidió perdón. Le dijo que la perdonara, que no sabía qué le había ocurrido. Él, sí, la perdonó. Pero a ella no se le iba el otro hombre de la cabeza. Se despertaba con una tristeza honda que no podía ni quería ocultar. Y poco a poco se fue quedando más blanca y chuchurrida, se fue disminuyendo en ella misma. Tenía la piel cada vez más blanca y la mirada ausente. Fue perdiendo la voz y la poca alegría que le quedaba, que era ninguna. Él no quería abandonarla, porque se lo había prometido cuando eran jóvenes y felices. Y ahora que no lo eran, ni lo uno ni lo otro, el mundo le quedaba ancho y lejos para cambiar de lugar.

De modo que se quedó con ella, también sin alegría, y cuidándola de sus fiebres de amor. No le importó. Tal vea a su lado, entendía haber cumplido con su palabra, con la palabra que le dio, de que no se iría, de que nunca se iría con otra ni de su lado. Una promesa es una promesa, nos dijo un día, aunque ya no sirva para nada. Y parecía una excusa para no atreverse a cruzar el mundo solo a una edad en la que el mundo es tan frío y tan ancho.
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viernes, 17 de enero de 2014

La despedida

Después, le dijo adiós. Como siempre hizo. Aquella vez, sin embargo, la despedida le sonó a acto definitivo, a relación concluida. En toda despedida siempre hay una mirada que anuncia el tiempo de espera. O bien no hay mirada, que viene a ser como una prolongación sin vida de un cuerpo yacente. Ella se quedó paralizada en mitad de la habitación. Intuyó, o supuso tal vez, que la vida le iba a dar un vuelco, que aquel hombre nunca más volvería. Hay sensaciones que solo el tiempo las confirma o las entierra.

En ese instante, no quiso pensar en nada. Abrió una cerveza muy fría y salió a la terraza. La noche era un congreso de estrellas de luminosas, una fiesta de luz tenue y acogedora. No había nadie en las calles y, de vez en cuando, algún coche rompía un silencio azul por las esquinas. No sintió dolor. Asumió, sin demasiada vacilación, el estropicio del momento y la posibilidad dulce e inquietante de dibujar el futuro a su medida, sin más objeciones que las que cualquiera, en sus circunstancias, hubiese asimilado. Sobre todo, sabía que a su lado había un espacio vacío para llenarlo a su antojo. Y eso le bastó.
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jueves, 16 de enero de 2014

El tiempo

Ahora que ella no está, es cuando él se aflige. Cuando están juntos, lo pasan bien. A una y a otro les dicen, todos les dicen, que por qué no apuestan por vivir juntos, que por qué no se deciden de una puñetera vez a un compromiso más intenso y firme, menos casual y voluble. Él, por su parte, lo ha pensado. Ella, como es lógico, también lo ha pensado. En su caso, muchas más veces. Cada uno vive en su propio apartamento, en la calle de su ciudad. Cada cual en un país distinto. Muy lejos el uno del otro.

Cuando el amor está ahí –eso ellos no lo sabían-, la distancia tampoco logra echar encima demasiado óxido. El tiempo, sí, hay que romperlo, pararlo, tirarlo a la cuneta, que no circule. Porque en él va la vida, tan efímera y bella, tan frágil. Él, ahora, se pone a pensar. Tiene el teléfono cerca, muy cerca, y la mano diligente para marcar un número, para decirle sí, vente para acá, para siempre. Todavía no lo ha hecho. Siempre es cuestión de tiempo. Y ahí es donde nos equivocamos. Pero nadie se lo puede decir. Son decisiones propias, o algo así. Vamos, que se trata de su vida, de sus vidas, de ellos. Se trata de saber hacia dónde queremos ir, antes de que el tiempo nos venza en nuestras indecisiones.
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miércoles, 15 de enero de 2014

A su lado

Cuando despertó, ella estaba a su lado. No dormía. Le miraba fijamente, como siempre hizo. Duerme, le dijo. Siempre estaré a tu lado. Es cierto. Ella siempre estuvo a su lado. Sin dudas y sin rechazos, con y sin otras posibilidades. Había elegido el lugar donde quería estar. Él, como es lógico, a veces dudaba de una fidelidad tan férrea. Y ella sonreía sin inocencia ante una actitud tan ingenua. Lo he dejado todo para estar aquí, le decía. En realidad, siempre se lo dijo sin propósito alguno de convencerlo de que era así. Sin más. Él, de vez en cuando, volvía a preguntarle por sus sentimientos. Ella, quizás cansada, no le respondía, o le bromeaba diciendo un disparate. Después de tantos años, no merecía otra respuesta. Él, entonces, la miraba sin decir nada. Sabía que seguía estando allí.
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martes, 14 de enero de 2014

Ella mira

Lo mira y no lo ve. Mira al hombre de antes, el que ya no existe. Ella sabe que aquel hombre, desde hace mucho tiempo, ya no existe. Por eso lo mira. No sabe qué busca mirándolo o si bien encontrará algo al mirarlo. Pero no. Hay actos que, si no tienen motivo, tampoco hallan respuestas. Ella, en cualquier caso, cuando mira, es por alguna razón que tampoco sabe desentrañar. Antes, hace ya mucho, cuando lo miraba, le tiritaban las piernas, enrojecía si él le dedicaba dos palabras. Ahora, si él vuelve la vista buscando sus ojos, ella desvía la atención hacia cualquier otra parte. No le importa quedarse un rato mirando a ninguna parte. Cuando él se pone a sus cosas, ella vuelve la mirada y la clava en él. En otro tiempo, tal vez sea por eso, no se atrevía ni a mirarlo. Ahora lo mira, pero ya no le dice nada.
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lunes, 13 de enero de 2014

Un silencio diferente

Regreso después de un paréntesis vacacional, y la casa parece de otro. Hay un silencio distinto, más denso y también más voluble. En fin, un silencio diferente. Como si, con la ausencia, alguien, que podrías ser tú mismo, se apoderara de estas paredes que encierran más bien poco: muchos libros, alguna botella, pocas fotografías, recuerdos también. Las casas, como los perros, se alimentan también de nuestra sombra y se van haciendo parte de nosotros mismos sin que apenas apercibamos los cambios, nos mimetizan por alguna ley que ignoro, aunque ocurre así.

Pero basta que salgas unas semanas de ese agujero para que la casa se te vuelva ajena y extraña, como si la habitara otro que no eres tú, si bien tampoco dejas de serlo, como si cada cual fuese varios al mismo tiempo y, cuando sales, te llevas parte de ti, pero dejas adentro un olor tuyo que desconoces y rechazas a la vuelta. Ahora, aquí sentado, no sé si estoy en este mismo lugar o ando en cualquier otro rincón del mundo buscándome sin solución posible.

Es lo que tiene ser tan disperso: que, cuando te buscas, no te hallas; y cuando te encuentras, ignoras dónde estás. Por eso siempre me equivoco de habitación en los hoteles, o confundo en el perfume de una mujer una noche que no existió, o, para qué mentir, me siento tan poca cosa que la casa, a veces, me viene grande. Seguro que este silencio es de alguien que se olvidó llevarlo cuando cerró la puerta la última vez. Y puede también que ese otro sea yo mismo. Lo mejor será poner algo de música para quedarme solo otra vez.
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miércoles, 8 de enero de 2014

Un regalo

Cuando despertó el día de Reyes, se encontraba en otra habitación, la que siempre había soñado, rodeado de sueños tangibles y de personas perdidas. Le pareció, más que un regalo real, un milagro divino. No podía creer que aquello le estuviera sucediendo a él. A él precisamente, que nunca había creído ni en reyes ni en dioses. Parecía una broma de la naturaleza. A sus 69 años, y después de tantos devaneos por donde lo arrastró la vida, aquella mañana se vio tan feliz como cualquier niño del barrio. Cerró los ojos para comprobar si no era una alucinación. Al abrirlos corroboró, efectivamente, que aquella mañana de reyes magos le condicionaría el resto de sus días./div>
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lunes, 6 de enero de 2014

Nadie me espera

No es posible que se haya levantado tan temprano. Anoche volvió tarde. Yo vi la luz del pasillo, oí que se descalzaba los zapatos de tacón, oí sus pies pisar el parqué, sentí cómo entraba en el cuarto de baño y abría la ducha, oí el agua caer impetuosa en su piel sudada. Abracé su presencia cuando se abrigó en la cama, mirando al otro lado donde no estaban mis espaldas. No encendió la luz. Se conoce la casa palmo a palomo. Oí su respiración de mujer asustada o feliz. No sabría distinguir. Ambas se parecen mucho. Después me dejé llevar por un sueño sencillo, nada complicado para mi corazón castigado. Desde que ando en el desempleo, aborrezco los sueños. Nunca sé cómo se presentarán. O si estos serán un anticipo de aquello que la realidad se presta a ofrecerme.

Cuando desperté, ella ya no estaba. Había dejado una nota con dos frases. La segunda decía que deseaba que fuera feliz o algo así. Después volví a meterme en la cama. Hoy y mañana, tampoco pasado, tengo nada que hacer, ni nadie me espera. En la cama, al menos, el frío es menos sólido. Y el tiempo parece que tiene otro compás, como si pudiera controlarlo con la mente. Pero no es así. Pero a mí me basta con intentarlo. Es lo único que puedo hacer.
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El tiempo pasa

Miró a un lado, y observó que el sol se ponía en lontananza. Miró al otro, y la oscuridad de la noche era total. Total, que optó por cerrar los ojos y, confundido, se le iluminó la mirada. No reconoció el paisaje que se abría a sus ojos, pero no importaba. Era tan real, que no se paró a pensar que veía con la imaginación y no con los ojos. Cuando se apercibió de tamaño dislate, ya era tarde. Intentó separar los párpados, pero no pudo. Desde adentro, movió las pupilas hasta encontrar una rendija para asomarse a la realidad, pero esta seguía a oscuras. Así que no pudo ver nada. Adentro, donde la imaginación cada vez acaparaba más presencia, el espacio le pareció infinito y desbordante, sin igual, extraño y propio. Pero sobre todo distinto a los demás.

Cuando amaneció, los párpados se sintieron libres de sus ataduras, pero los ojos, vueltos a la realidad, encontraron un mundo gastado y vacío. Se puso la almohada en la cara, para borrar cualquier huella de esta realidad última, pero la memoria ya no pudo vaciar las últimas imágenes que fotografió con el nuevo día. Se desveló para siempre. Ahora, de vez en cuando, intenta soñar, pero al despertar no recuerda nada, como si los sueños pudieran volatilizarse en sí mismos, como si nunca hubieran existido. No sabe cómo explicarlo. Pero es como si a la realidad le hubieran cortado las alas. Un pájaro sin vuelo, piensa. Lo pensó por pensarlo, por dejar pasar el tiempo. Es lo que ahora hace todos los días. Dejar que el tiempo pase.
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domingo, 5 de enero de 2014

Después de las fiestas

Ahora que la lluvia ha amainado y que las fiestas apagan las luces, ahora que las calles están limpias de confeti y de caramelos sin sabor, ahora que el bullicio y el ruido de la música prefabricada se han apagado momentáneamente, ella se ha sentado sola en la terraza de este café. Ha pedido un café con leche y una botella de agua carbónica. Ha encendido un cigarro. A veces, muy de tarde en tarde, le gusta fumar.

Mira a su alrededor y este silencio recobrado le recuerda que su alma está en paz. Hay una monotonía indescriptible en la ciudad, una sensación de cansancio general que a ella le alivia. Este ajetreo diario ya recuperado a ella le gusta. Es como si todo volviese a donde estaba en un principio, como si las fiestas rompieran ese ritmo monótono de los días que ella necesita para sentirme bien. Ahora que las fiestas cierran sus puertas, ella respira a fondo un aire que quiere y que necesita.

Hay en esta vulgaridad da cada hora una filosofía de la supervivencia escondida en todos los poros del aire, como si el propio aire fuera un elemento decorativo más de este paisaje monótono que es la vida. Ella mira a su alrededor y sabe que detrás de cada muro y delante de cada árbol hay trozos dispersos de una felicidad sin estrenar, que han pasado inadvertidos a los habitantes de esta alegría furtiva que se fue para volver, como siempre hace, y que impregnan los rincones turbios y menos visibles de la existencia.
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