lunes, 27 de julio de 2015

Leonardo Padura: "Los cubanos que se van de Cuba nunca terminan de irse"

Leonardo Padura nació en La Habana en 1955. Guionista, periodista, crítico y novelista, ha sido galardonado este año con el Premio Princesa de Asturias de las Letras y publica el libro de relatos Aquello estaba deseando ocurrir. Posiblemente el mejor narrador cubano del momento. Autor de una obra magistral, El hombre que amaba a los perros, un diagnóstico certero del siglo XX. Mario Conde, en sus páginas, no es un banquero, sino un ser entrañable. Descubrirlo ya debe ser un esfuerzo del lector.

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FOTO: Elisa Arroyo

- En uno de sus relatos, Valeria pregunta: “¿No te da miedo dejarlo todo?” Fonseca responde: “Es que yo no tengo nada”. ¿Eso es Cuba?

- Para muchos cubanos, eso es Cuba. Y por eso es que muchos han decidido emigrar.

- A todos sus personajes les supera el destino o el azar, la derrota o la melancolía.

- Sí. Porque el azar, la derrota, la melancolía, el destino son parte de la vida y yo trato, de alguna forma, de reflejar la vida en cada uno de estos cuentos.

- Como escritor, que escribe desde Cuba, ¿es imposible escapar a la realidad?

- Casi imposible. Creo que la realidad cubana es tan peculiar y tan omnipresente que las peculiaridades y la omnipresencia nos persiguen.

- En los años duros, pensó en salir de la isla. Prefirió la supervivencia al exilio.

- Sí. Porque, sobre todo, creo que la literatura y el sentido de pertenencia me ataron a Cuba. Y ahí sigo. En el mismo sitio donde nací y donde he vivido toda mi vida escribiendo mis libros.

- La guerra de Angola recorre las páginas de este libro. Dejó huella en su generación.

- No sé si en toda la generación, pero en muchos de los que estuvimos, de una forma o de otra, o en Angola o cerca de Angola, dejó una huella. En todo caso, en mí la dejó. Yo estuve allí un año y en mí la dejó.

- De qué modo.

- Una huella humana muy dolorosa pero útil, porque en Angola conocí, en una situación límite, lo mejor y lo peor del ser humano.

- Los creadores en Cuba os sentís ahora más libres y necesitáis soltar cosas que lleváis dentro. ¿También es su caso?

- Siempre necesito soltar muchas cosas que llevo dentro y por eso, cada vez que voy a escribir un libro, me pregunto para qué lo voy a escribir. No por qué, sino para qué.

- En los años 90 se rompe toda esperanza. Exilio, alcohol, prostitución y desengaño. ¿Eso era el futuro?

- No fue el futuro que se prometía y que se esperaba, pero ha sido una parte del presente cubano todavía hasta hoy.

- Usted es un cubano privilegiado. Sale y entra a la isla. Vende libros. Gana dinero. ¿Cómo se lo pagan allá?

- A veces, bien. A veces, no tan bien. Lo importante es que mis libros se publican en Cuba y tengo en mi país una gran cantidad de lectores. Los lectores más fieles y más devotos los tengo en Cuba y siento un gran compromiso por ellos.

- Dice usted: “Creo que nadie, yéndose de Cuba, se va del todo”. ¿Tanto apego a la tierra?

- La experiencia que tengo es que muchos cubanos que se van de Cuba nunca terminan de irse. Es una experiencia que he comprobado muchas veces.

- ¿Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos han rebajado las tensiones en la isla?

- Yo creo que sí y que empiezan a verse los primeros resultados. Se acaba de anunciar que va a haber comunicaciones telefónicas entre Cuba y Estados Unidos. Imagínate que hasta el correo postal era un problema. Así que creo que se irán resolviendo algunas cosas importantes.

- Mario Conde llega al cine con Vientos de cuaresma y a la televisión con cuatro películas de 90 milímetros. ¿Cuándo las veremos?

- Espero que el año que viene.

- ¿Los guiones le roban todo el tiempo o todavía podremos leer algún otro libro suyo?

- Entre novela y novela me gusta escribir algo, porque escribo siempre. Y los guiones llegaron justo cuando terminaba Herejes. Y justo cuando terminé los guiones, he empezado una nueva novela. Así que espero que dentro de un par de años estemos otra vez conversando tú y yo sobre la nueva novela.


(Publicado en el diario Córdoba el 12 de junio de 2015)
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domingo, 26 de julio de 2015

Que el lenguaje no nos confunda

Hay un lugar muy próximo a esta casa que nadie conoce, del que nadie intuye su existencia, arbolado e ignoto, donde las aves extienden con sus alas un paraíso doméstico que no crece a ningún lado. Es estrecho y enigmático, verde y húmedo, cruzado por un río que es un espejo que fluye en mitad de esta tierra. Alguna vez viniste buscando mis zapatos rotos de andar por sus esquinas, esquilmados de andar por otro mundo hasta alcanzar siempre este rincón escondido en una vegetación diferente, disimulada en las tardes de estío y envuelta en una lluvia inexistente que se apaga en el mercurio hirviendo de cualquier termómetro.

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Aquí me encontraste, recostado bajo un árbol, metido en un sueño apagado y sutil, y me dejaste con los ojos cerrados por miedo a que no te reconociera cuando despertara. Cada tarde me buscas a escondidas, husmeas la tierra prometida con una pasión encendida que te quema la piel, y hasta aquí me llega tu olor alarmante de carne chamuscada, de hembra entregada al acto íntimo que devora la razón. Abro los ojos y te encuentro desnuda y sucia de barro, con la mirada encendida, y entiendo y entiendes que el agua de este río no apagará el fuego que alimenta tu naufragio interior. Es hora de aplicarse ya, pues, al acto de conocernos y devorarnos mutuamente. Tú me hablas de follar, sin más florituras. Y yo te digo que estamos hablando de lo mismo. Que el lenguaje no nos confunda.
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Julio Llamazares: "Me siento extranjero en todos los sitios"

Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) publica Distintas formas de mirar el agua, la novela de su vida. Tal vez no sea la mejor, él tampoco lo sabe. Pero sí es aquella que estaba condenado a escribir. Es también el libro que más rápido ha escrito. En un año puso punto final. Toda una heroicidad para quien se define como un escritor lento y que empeña al menos cinco años en atajar cualquier obra. Tal vez, se disculpa, la estuvo pergeñando durante toda su vida y es ahora cuando le dio a la tecla para imprimir. Tal vez también, escribió la primera línea cuando publicó su primera novela, La lluvia amarilla. Hay libros que el autor está condenado a escribir. Como es el caso. Y circunstancias vitales que dejan una huella indeleble en la memoria. Como es haber nacido en Vegamián, un pueblo anegado en las aguas de un pantano, el Porma.

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FOTO: Elisa Arroyo

Los personajes de esta historia miran de distinta forma el agua. Tal vez observen ahí mismo la vida, mediten sobre un pasado que les robaron y un futuro que nadie dibuja. A los 13 años, este hombre, alto, de piel roja y voz rota, que fuma y bebe, de ojos y pluma trasparentes, volvió al pueblo donde nació. Habían desecado el pantano y pudo entrar a la casa paterna cubierta de lodo y truchas muertas. Un paisaje que él describe como el fin del mundo, sin voz ni color, sin árboles ni pájaros, un mundo fantasma que daría lugar a la fantasía del escritor para escribir esta novela. Tal vez por esta razón, se siente un extranjero en cualquier lugar.

Este libro es una novela coral, donde todas las voces son una misma voz, la de Julio Llamazares, disperso en todos sus personajes que recrean un mismo mundo que cada cual ve y sueña a su manera. Como la propia vida. Hay un culpable en esta historia que el escritor leonés ha llevado metida en su alma tanto tiempo: Juan Benet. El autor de Volverás a Región también vivió cautivado por estos paisajes de artificio. Al pie de este pantano, comenzó también a escribir su novela. Fue la primera presa que dirigió como ingeniero. Ambos mantuvieron una extraña relación de amistad y admiración mutuas, aunque también salpicadas de desencuentros.

Ahora, misión cumplida, Llamazares volverá al camino, volverá a recuperar la redacción Las rosas de piedra, interrumpida cuando este libro le estalló en las manos y en el corazón. Seguramente con él, ni él mismo lo sabe, se cierra un ciclo que inició con La lluvia amarilla. Su obra abarca prácticamente todos los registros: poesía –Memoria de la nieve-, literatura de viajes –El río del olvido-, relatos cortos –En mitad de ninguna parte-, novela –Luna de lobos-, crónica –El entierro de Genarín-, el guion cinematográfico y el artículo periodístico. Ahora, una vez más, vuelve a tirarse al camino y a cambiar de género. Es su sino.

- Usted es un escritor lento, necesita rumiar las palabras, encontrar su cadencia. Pero este libro le estalló como una bomba entre las manos.

- Sí. Y es la novela que más rápido he escrito. En un año. Yo, que tengo de media cinco, seis, siete años, y que paso por ser un escritor muy lento. Seguramente esta novela la había ido escribiendo toda mi vida y en un momento dado di sin querer a la tecla imprimir y salió toda seguida.


- Distintas formas de mirar el agua, de observar el paisaje, de ver la vida.

- El título a mí me parece fundamental en esta novela y en todas. Hasta que no sé el título y la estructura, no empiezo a escribir. En realidad, Distintas formas de mirar el agua es una metáfora de distintas formas de mirar la vida, de mirar el mundo, de mirarnos a nosotros mismos, a los demás. Aquí parte del agua real de mi pantano que cambió la vida de la familia protagonista y del personaje protagonista, y el agua se convierte en un espejo en el que los personajes narradores se reflejan.

- Dice usted que es la novela de su vida. ¿La más perfecta o la más personal, con la que mejor se identifica?

- La que estaba condenado a escribir. Cuando digo la novela de mi vida, yo no tengo la consideración de que es la novela más importante de mi vida, sino la que estaba condenado a escribir porque sobre mi vida ha planeado siempre este acontecimiento involuntario que fue el de haber nacido en un pueblo sumergido debajo de un pantano. Cosa que ha hecho que en cada entrevista, en cada comparecencia pública, siempre alguien te pregunte cómo ha influido en tu vida. Y, claro, te ha influido, como todo influye en la vida, pero nunca he sabido qué responder. La respuesta seguramente es esta novela.

- A Vegamián, donde nació, lo cubrieron las aguas del pantano del Porma en 1968. ¿Siempre respondió lo mismo?

- Pues he respondido de todo y seguramente sin saber qué responder de la incapacidad de responder a algo tan profundo con una frase normal, porque te das cuenta de que el lenguaje es muy limitado y tú más. Por muy buen escritor que seas, eres muy limitado. Decía Miguel Torga, llego, me siento frente al fuego horas y horas, abstraído en pensamientos, porque aquí me doy cuenta de la gran distancia que hay entre mis sentimientos y mis palabras. Eso es lo que te ocurre cuando afrontas el hecho de escribir con honradez. Te das cuenta de que el éxito del escritor no es tener más o menos repercusión social o comercial. El éxito de un escritor es conseguir que haya la menos distancia posible entre tus pensamientos y tus sentimientos, y lo que queda plasmado en el papel. Y esa distancia con la que tú juegas y para la que necesitas el lenguaje.

- Tenía 12 años cuando Vegamián quedó anegado y volvió a él con 28 cuando desecaron el pantano. Aquella visión le impactó. ¿Ahí comenzó a germinar este libro?

- De manera consciente, sí. Inconscientemente, seguramente venía de muy atrás. Yo nací por casualidad en el pueblo Vegamián, un pueblo que da nombre al pantano que a la vez protagoniza esta novela, pero me fui con dos años. O sea, que no tengo ningún recuerdo, ninguna consciencia pero hasta los 13 años míos, que fue cuando cerraron el pantano, volví algunas veces con mis padres a visitar a los antiguos vecinos y amigos de ellos. Y la distancia siempre siguió planeando sobre mí, y llegó un momento que tomé consciencia cuando, pasados los años, vaciaron un día la presa y vi el pueblo en el que nací convertido en el paisaje del fin del mundo. Estuve dentro del pueblo. Era un mar de lodo, en medio de las ruinas no había árboles, no había color, no había sonido, no había pájaros, no había nada. Estuve en la casa en que nací, porque eran casas de piedra, y la casa y la escuela seguían en pie, enteras, subí al piso superior, y llegar a tu casa llena de lodo y de truchas muertas no es algo muy fácil de contar.

- Una novela coral con 16 voces distintas. Una familia que se acerca al pantano a esparcir las cenizas del abuelo. Cada uno es cada cual, pero en todos está usted.


- Sí. Esta novela al final es una polifonía. Ya te digo que para mí es muy importante el título y la arquitectura de la novela. Porque una novela se puede contar, como tú sabes, de muchas formas. La clave es conseguir la forma de contarla mejor. Podía haberla contado uno de los personajes o haberla contado yo como narrador omnisciente, o alguien que pasa por allí. Lo que yo he querido hacer es una especie de relato coral al modo de las tragedias griegas, donde salían los personajes con máscaras con la boca abocinada para que se oyera en el anfiteatro. Cada capítulo es el flujo de la conciencia de cada personaje. Esto ocurre en la vida real. Tú vas a un funeral. Todo el mundo está callado mientras tiran las cenizas o entierran al fallecido, y todo el mundo en silencio está divagando en su cabeza su relación con el fallecido, con los otros, consigo mismo. Cada uno está pensando lo mismo y todos piensan de forma distinta. La suma de todas esas voces seguramente sea la mía, pero tampoco te lo digo muy convencido.

- Dice Teresa: “¡Qué extraña es esa querencia que muchas personas sienten por los lugares a los que pertenecen incluso cuando éstos han desaparecido!” ¿Tan extraña es esa querencia?

- A mí no me parece extraña, pero al personaje sí. Porque, claro, es una nieta ya. Lo que cuenta esta novela, que al final cuenta la historia del desarraigo y del destierro de una familia de su lugar de origen, es cómo el paso de las generaciones hace que en una familia el mismo acontecimiento que pasan los abuelos ha sido determinante porque les cambió la vida, se va amortiguando con el paso del tiempo. Entonces, la abuela no se plantea el tema de la querencia porque la tiene, el abuelo no habla ya porque está muerto, pero su querencia está implícita en el hecho de que quiso volver en cenizas y al pantano. Y, sin embargo, a los nietos, a algunos, ya les parece como una especie de patología. Pero esto ocurre en la realidad.

- En realidad, es una historia de tres generaciones, donde cada una ve la realidad de manera distinta.

- Claro, en función de la mayor cercanía o lejanía con el hecho de que emigró o se quedó, del carácter de los personajes. No lo ve igual el hijo, el personaje que a mí más me costó escribir y que creo que es el más emocionante, el hijo retrasado, ese que realmente se queda huérfano, con la hermana que marchó y vive lejos, etcétera. Como se dice vulgarmente, ocurre en todas las familias.

- Juan Benet firmó el proyecto de la presa. Mientras se construía, escribió Volverás a Región. ¿También él quedó atrapado por este lugar?

- Sí. Él tuvo siempre una querencia especial con el Porma. Primero, porque fue su primera gran obra como ingeniero. Había trabajado más obras pero fue, creo, la primera presa que dirigió. Y luego, porque allí empezó a escribir y creó el mundo de Región, que luego se ha repetido en todas sus novelas. Y es la última voz, es una voz más. Porque hay quince personajes que son miembros de la familia. Luego hay un personaje que para mí es muy importante, que son cuatro líneas, que es uno que pasa en coche y mira, que es la mirada de la sociedad. La gente no sabe lo que cuesta el agua. La gente pasa al lado de un pantano y dice: “Qué bonito”. Porque es verdad. Es un lago suizo entre las montañas. ¿Por qué? Porque su mirada se queda parada en el espejo del agua, no profundiza. Y todavía hay una voz final, por eso la cita va al final, es de Juan Benet, que tiene algo de profecía bíblica de Volverás a Región, que es lo que está haciendo el personaje y protagonista: volver ya después de muerto a una región que solo existe ya en la ficción y en su memoria.

- Sus relaciones con él no fueron precisamente cordiales. ¿Algún reproche después de los años?

- No fueron cordiales ni no cordiales. A él le debió llamar mucho la atención, le llamó porque lo sé, de repente descubrir con el paso del tiempo que había uno de Vegamián que escribía. Y tenía curiosidad en conocerme. Y una vez nos conocimos. Benet era un personaje que en aquel momento era un dios de la literatura y ejercía de paso. Salía por las noches, tenía esa aureola además de que era escritor e ingeniero, llevaba siempre un séquito alrededor de escritores que le adulaban. Y en esa situación era siempre bastante altivo, bastante arrogante y bastante provocador. Entonces me presentaron a mí, que yo era un chaval de 26 o 27 años, y me dijo: “O sea, que tú eres escritor gracias a mí”. Y a mí me pareció tan mal que le digo: “Y tú eres un gilipollas”. Y entonces él siguió con su aire inglés. Y luego tuvimos una relación un poco extraña pero yo creo que, en el fondo, él me tenía cariño. Incluso le entrevisté una vez en televisión en un programa para el que trabajé. Yo conocí dos Benet. Uno, cuando iba con el séquito. Y otro cuando iba solo. Las veces que me lo encontré solo, hablamos mucho y fue muy normal y muy cariñoso conmigo. O sea, que yo tengo un buen recuerdo de Juan Benet y luego con el tiempo he pensado que aquella frase de tú eres escritor gracias a mí, aunque él la dijo por otra razón, en el fondo no le faltaba razón.

- Dice José Antonio: “Si desde la creación del mundo el río iba por donde iba y los lagos ocupaban los lugares en los que habían surgido hacía millones de años, a qué andar cambiándolos de lugar como si Dios se hubiera equivocado al hacerlo”.

- Claro, es una visión más de uno de los personajes. Sin embargo, el hermano de este, que es ingeniero de caminos, dice, hombre, entiendo el dolor de mis abuelos pero si no qué beberíamos, con qué regaríamos. En realidad, esta novela es un caleidoscopio, que va girando y cada uno lo ve en función de su ideología, de su carácter, de sus sentimientos, de su proximidad. No lo ven igual los que vivieron el hecho del destierro que los que lo oyeron contar. Pero esto pasa con la guerra, con la política, con la vida normal. Cada uno, ante el mismo hecho, lo ve de una manera o de otra.

- Cuando los judíos fueron expulsados de Castilla y Aragón, se llevaron las llaves de sus casas. Algo parecido pasó en Vegamián.

- Y en otros pantanos ha habido gente que la han saco a punta de pistola. En el pantano de Riaño se suicidaron dos. Eso la gente no lo sabe. Hubo uno que, cuando entró la guardia Civil, estaba muerto con la escopeta de caza. Cada uno reacciona de una manera. Hay quien se resigna, quien se rebela. En la época de Franco era más difícil rebelarte, porque ibas directamente a la cárcel. En la época de Riaño, que lo hizo el gobierno de Felipe González, hubo mucha resistencia. En fin, cada uno reacciona de una manera.

- “El ser apátrida tiene algo de bueno porque te da mayor libertad”, dice usted. ¿Se puede vivir sin tener un lugar al que volver, ser un ciudadano de ninguna parte?

- Bueno, se abusa mucho de la expresión ciudadanos de ninguna parte y suena un poco a cliché, pero a mí lo que me espanta de los nacionalismos, sean los que sean –periférico, central o mediopensionista-, es que eso sea mérito propio, porque las personas no tenemos ni mérito ni demérito en dónde nacimos. Tú puedes estar muy orgulloso de lo que has hecho en tu vida profesionalmente, o avergonzado de lo que has hecho, pero estar orgulloso de ser andaluz o vasco o húngaro es una idiotez, porque tú no has tenido ninguna influencia en ello. Aparte de que yo me siento extranjero en todos los sitios, no porque quiera sentirme extranjero, sino porque me siento extranjero en el sentido de Albert Camus de ser extranjero de la realidad, porque pongo la tele y no tiene nada que ver conmigo lo que hablan. No es que me crea más. Simplemente tú vas a una boda y sientes que eres un marciano. En ese sentido, el no tener que ser de ningún lado más que no ser, no tener que ser por cojones de un sitio y tener orgullo de ser de ese sitio, te da mayor libertad porque eres extranjero en todos los sitios, y eso es estupendo.

- La irrupción de esta novela en su vida le hizo interrumpir su viaje titánico por la geografía de las catedrales de España titulado Las rosas de piedra. ¿Seguirá con el proyecto?

- En cuanto acabe la promoción, estoy deseando volver a viajar. Me queda Levante, Andalucía y las islas.

- Dice Elena: “Yo, por ejemplo, no entiendo que una persona pueda vivir mirando el pasado en lugar de hacia el futuro como todos los demás”. Le pregunto: ¿Puede una persona vivir mirando al futuro sin tener en cuenta el pasado?

- No. Hay quien tendrá esa ensoñación pero es imposible. El futuro es lo único que no existe. Existe el pasado y el presente. El futuro no existe, porque todavía no ha sido creado.

- Ninguno de estos monólogos ha buscado representar el habla de cada cual. ¿Nunca se lo planteó?

- Sí. Pensé que, a lo mejor, como los personajes se describen a sí mismos por la forma de hablar, entre otras cosas, pensé que a lo mejor tenía que intentar reproducir el habla de cada personaje. Al final he llegado a un punto intermedio porque toda novela es un contrato que tú haces con el lector. El lector sabe que está leyendo una novela, que no es una historia real. Es buscar un punto intermedio entre la voz del personaje y la mía, porque si no suponía rebajar mucho a veces la calidad del texto. Si tú te pones a hablar como habla un retrasado, a lo mejor es otra opción.

- Cuando leí La lluvia amarilla intuí que acabaría escribiendo Distintas formas de mirar el agua. Después de leer esta novela, no sé para dónde tirará. ¿Lo sabe usted?

- No. Ni idea. Además, no pensaba escribirla. Se me cruzó en el camino en ese momento. Y ahora quiero volver al libro de viajes porque es otro género, otra atmósfera y otra técnica narrativa. He escrito dos novelas muy intensas seguidas y necesito alejarme un poco de ellas. Ni siquiera me he parado a pensar en ello. Seguramente esta novela cierra un ciclo, pero no tengo ni idea.

(Publicado en el diario Córdoba el 19 de julio de 2015)
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viernes, 24 de julio de 2015

Ayer

Ayer le parece un tiempo lejano, un lugar inasequible, un enigma próximo y a la vez distante y distinto, indescifrable. Ayer no es solo un día acabado. Ayer no es tampoco un tiempo colindante con el ahora que ya está muriendo, porque el ahora es parte, tal vez, de un ayer que nace crepuscular y que languidece conforme la tarde se pone turbia y se diluye en el aire que ya ella no respira. Teme a cada momento efímero como si en él se fuera la vida a porciones. Sabe, en el fondo, que la vida se consume cachito a cachito, como si fuera el estribillo de una canción repetida hasta la saciedad.

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Y después los recuerdos se confunden levitando en el aire, las vivencias de otra vida en la memoria, pero sin fechas, sin ubicación concreta, como si hubieran ocurrido en otro lugar y en otro momento, como si le hubiesen ocurrido a otra persona, o todos compartiéramos un momento común que, en su día, fue de cada cual. La memoria, se sabe, o ella lo sabe, no tiene soporte, ni fecha de caducidad, ni datos concretos y fiables que permitan catalogarla y depositarla para siempre en estos o aquellos anaqueles.

La memoria vieja, como el queso viejo, se viste de un moho que la transforma y confunde, y en esa metamorfosis imposible que cada cual maneja a su antojo, ella vive –vivimos todos- aquel momento camuflado en las entrañas y reciclado a su antojo –a nuestro antojo-, para que no desdiga de un entorno que se muestra tosco al cambio e incapaz de amoldarse a cualquier capricho. Ayer -se dice ella en lo más hondo-, cuánto hace de aquello.
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miércoles, 22 de julio de 2015

Miró la casa por última vez

Miró la casa por última vez, el terruño paterno, al perro viejo que administraba sin energía un futuro inexistente. Después dijo que no, que se fue sin mirar, sin decir adiós, escondiendo la nostalgia en los bolsillos por miedo al propio miedo, al paisaje desconocido, a las gentes cuyo idioma no conocía. Supo que el mundo es inmenso en su agonía, en el germen de su propio caos, pero que siempre sobrevive a las hecatombes, a los cambios climáticos, a las posguerras, que no desdicen nada de los tiempos bélicos. Las trincheras vacías son ya cicatrices irredentas, un espacio de nadie que tampoco nadie olvida u olvidamos demasiado pronto, y esa actitud banal nos lleva de nuevo a hundir la pala en la tierra y a construir otras trincheras más sofisticadas que perdurarán en el tiempo, aunque aquí, donde ahora pisamos, no haya huella fidedigna de que así fue.

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Hay muertos sin nombre, cementerios sofisticados en la profundidad de los océanos, cadáveres anónimos en el vientre de las ballenas, estadísticas destruidas sin fuego y sin testigos. Hay víctimas no se sabe bien de qué. Hay verdugos, decapitadores de cabezas, pistoleros de pacotilla, gladiadores sin circo, asesinos sin sueldo vendidos al mejor postor. Vas por ahí, mirando el mundo descompuesto, y encuentras pedazos de repúblicas, democracias calcinadas, regímenes impostados de un discurso incumplido, programas electorales tirados al arcén junto a latas de coca-cola vacías y colchones sin sueños, libros desmadejados, teléfonos móviles que solo conocieron un número repetido hasta la saciedad.

Él dice que salió de la casa, que no miró atrás, que todo lo que vio se lo encontró en el camino, un camino infinito donde los peregrinos se conocen por su propio nombre y andan sin saber bien a dónde van, aunque eso tampoco les importe. Él volvió para decir que se fue sin decir adiós y ahora no se atreve a emprender de nuevo el camino. Se ve que lo que vio no le gustó. Ahí sigue, sentado, sin querer pensar, sopesando la idea inútil de si todo aquello que vio con sus propios ojos no es más que fantasía con fecha de caducidad. Pero nadie se atreve a insinuarle que no se puede hacer nada contra los recuerdos. Él ya lo sospecha, y esa certidumbre tampoco le depara el descanso que busca.
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miércoles, 15 de julio de 2015

El tiempo que no pasa

Al otro lado, queda la incertidumbre –ella la llama aventura-, el desasosiego –ella habla de soledad asumida-, el vacío –ella siempre escoge la inquietud-. Al otro lado, donde nadie habita, ella se pasea alegre, sin ataduras, sin cautelas. Al otro lado, donde nadie sabe a ciencia cierta qué esconde la cara oculta de la vida, ella se enfrenta cada día al reto de ser ella misma. No le importa observar en el horizonte la tierra quebrada o el gris denso de un día que nunca acaba de nacer. Después, frente a una botella de vino, el mundo se torna cotidiano y abarcable.

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Desde hace mucho ya, ha desechado la idea fácil de dejarse vencer o de asumir principios desbarajustados que no combinan con su ética impoluta de niña reciclada. Adolece de algunos males que esconde con frases prestadas de libros que leyó cuando era más joven y que le ayudaron a construir un perfil ingrato y bello e inasumible. Cualquier día, se dice alguna vez, bajará a la ciudad, donde los hombres buscan su olor de muchacha desdichada y creerán encontrar en su cuerpo inmaculado un sueño truncado por los años hoscos de la edad extraviada.

Y es ahí cuando ella se incorpora, con su aire de virgen camuflada, y pide, con media sonrisa, un whisky con mucho hielo y algo de soledad. Por favor, dice al auditorio escuchándose, que tropiezo con mis propios recuerdos y me desnuco. La ven sentarse a una mesa y mirar por la ventana el tiempo que no pasa o que ya se fue.
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