sábado, 24 de agosto de 2013

Mujer sin nombre

Pongamos que se llama Marta. Supongamos también que él no la conoce de nada. Ahora tal vez imagine el perfil de sus manos, el desafío de sus palabras, el reto de un encuentro. Lo hace desde que ella le escribe a través de las redes. Lo ha estado buscando sin saber con certeza si sería él. Ella sabe que andamos buscando continuamente dentro de nosotros mismos aquello que hemos encontrado en alguien que no somos nosotros. Probablemente le guste su mirada. Las mujeres –ya se sabe- miran a los ojos para delimitar el campo de batalla. Ella, se llame como se llame –supongamos que se llama Marta-, esconde detrás de su nombre intenciones que no calla, sentimientos antiguos que ahora reaviva sin pretenderlo.

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Se mira al espejo, y no atina a imaginarlo con la lucidez que necesita. Tampoco le importa demasiado, porque a ella le gusta detenerse sobre todo en sus palabras, abrirlas cual cirujano y extirparle las vísceras, buscando en ellas quizás la razón que no entiende y que la empuja a desearlo cuando la noche se cierra entre sombras que antes no percibía como reales y que hoy son el elixir que alimenta la fatiga que la quiebra.

Cada noche, a estas horas, mira sus ojos que la escrutan, y sueña que acaso él la mira en realidad, y delante de su mirada se desviste sin prisas, emulando el encuentro que un día será, y se siente deseada sola en medio de una habitación grande y vacía. Y más tarde, cuando duerme, pero ya en sueños, se ve desnuda también en mitad de la habitación, pero esta vez el hombre está allí, se le acerca, le pregunta su nombre, y ella responde que no recuerda. A él no le importa ese olvido imposible. Ella le deja hacer, se siente afortunadamente sucia y feliz, y le pregunta a él –sin apenas pronunciar palabra- cómo se llama. Él le responde que no tiene nombre, o que no recuerda, da igual. A ella tampoco le importa, porque en los sueños casi todo se puede inventar, pero no puede evitarse todo. A ella también le da igual.

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