domingo, 25 de agosto de 2013

No hay olvido para el nazi László Csatáry

El nazi húngaro László Csatáry vivió 98 años y buena parte de ellos transcurrieron tranquilamente en Budapest con su nombre real hasta el verano pasado. El tabloide británico The Sun dio con él después de muchas pesquisas. Nunca pisó la cárcel. Dicen que iba a ser juzgado. Pero murió este mes de agosto, consumido por la felicidad de que nadie le hacía hecho caso, ni siquiera la justicia. No es la primera vez que ocurre, ni será la última.

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Estaba acusado de colaborar en la deportación a Auschwitz de unos 13.000 judíos, y de torturar y azotar a los prisioneros en los campos de concentración. Fue condenado a muerte en rebeldía en 1948 en la desaparecida Checoslovaquia, aunque para entonces él ya había emigrado a Canadá con otra de sus tantas identidades falsas. No tuvo problemas en sobrevivir y se ganó la vida como merchante de arte hasta 1997. Pero ese año fue descubierto. Así que regresó a Hungría donde vivió en paz consigo mismo y en deuda con los demás hasta el verano pasado.

Era otro en las fotos que estos días publicaba la prensa. Estaba irreconocible. Un anciano delgado, a veces tocado con gorra, con una expresión asustadiza pero airada cuando la prensa le importunaba. La miraba, baja: el pelo, blanco, y todavía abundante pese a la edad; las manos, fuertes agarrando su gabardina; la camisa, a cuadros; la chaqueta también a cuadros, como la camisa, y de colores también vivos, como si regresara siempre de un verano eterno de vacaciones nunca merecidas. Tenía las cejas pobladas, demasiado pobladas, para encubrir el frío metálico de su mirada. Y pese a todo, ese esqueleto frágil conservaba inalterable la temperatura exacta de la infamia.
Hasta hace unos días, ni los periodistas ni los jueces prestaban demasiado atención a los paseos matutinos de un viejo que vivió sin ser vapuleado y que murió con la cifra imprecisa de casi cien años de soledad afortunada. Quienes le recuerdan de los años del horror no lo describen como el viejo elegante que engañó a su propio destino, sino como un hombre despiadado que golpeaba a niños, torturaba a los presos y asesinaba amparado en el cinismo de su fe y de su locura.

Hace unos días dejó de existir, sin que nadie le arrebatara la libertad que le deshonraba. Quienes le conocieron en los campos de la muerte no alcanzan a olvidarlo. Y acaso esa memoria frágil y perenne como su cuerpo de anciano sea la mejor condena para quien burló a la ley y a la condición humana.

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